Futu.re

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VIII. Según el plan

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VIII

Según el plan

Envuelto en la camisa de fuerza de los somníferos, embarco por la puerta setenta. No llevo comunicador, tengo que pagar con un abono anónimo de diez viajes. Llego a la torre Hiperbórea a la hora prevista.

He pasado la noche en una biblioteca, estudiando los planos de la torre y, al parecer, he aprendido de memoria los recovecos de la parte que necesito. Creo.

Llego al ascensor corriendo justo antes de que se cierren las puertas. En la cabina somos cuatro. Me arreglo las gafas reflectantes.

—Trescientos ochenta y uno —le digo al ascensor.

Todo tiene que ir según el plan. Un asesinato es una cosa demasiado seria para que me pueda fiar de mis capacidades de improvisación, eso ya lo sé. Puede parecer que romperle el cuello a la chica no es nada. Pero ésa no es la parte más complicada de mi tarea.

Los otros tres que van en el ascensor están callados. Tienen unas jetas asquerosas: la piel llena de manchas pequeñas, que deben de ser huellas de trasplantes, los ojos pegados, los labios mordisqueados. Llevan ropa holgada, como los exhibicionistas; las manos en los bolsillos. Pasan un par de segundos y uno de esos tipos —de cara grisácea, insana, con los ojos hundidos— intercepta mi mirada bajo los espejos de las gafas.

—¿Q’t’falt’? —pronuncia con amenaza, tragando las vocales. Un acento raro.

—Nada —digo con sonrisa—, muchas gracias.

Tranquilo. Es chusma nada más, tal vez unos extorsionadores que vienen por aquí a ordeñar los pequeños negocios que ocupan la mayor parte de los locales de Hiperbórea. No tienen por qué ser unos enviados del senador.

No tienen por qué, pero pueden serlo.

A Rocamora no lo solté gratis. Yo le di la libertad, él me dejó una paranoia. No es un intercambio equitativo, pero su aportación ahora mismo me puede resultar útil.

Schreyer dice que esta vez debo hacerlo todo solo, para pagar mi pusilanimidad y enmendarme ante alguien poderoso que quiere castigarme por la operación fallida.

Vale, lo pillé. Pero tengo mi propia versión del asunto que también tiene razón de ser.

Annelie sigue metida en su piso rodeado de cámaras. Mi visita no pasará desapercibida. Deberé liquidarla en vivo y en directo. Es decir, desde que toque el timbre, estaré bajo el control de Schreyer. Al apretar tan sólo un botón en su mando, matará a la chica con mis manos; ¿y quién sabe qué otros botones tiene?

Es probable que el asesinato de Annelie —o incluso el de Rocamora— me lo endosen a mí igual que endosaron el atentado de Octaedro al Partido de la Vida. Es que Rocamora tenía razón: no hubo explosión, la bomba la encontraron…

Pensándolo bien, no sería sensato comprometer a todos los Inmortales, tan mimados por Schreyer. ¿Para qué ofrecerle a la sociedad un motivo más para odiarnos? Pero si un Inmortal concreto, un descerebrado que asume demasiadas responsabilidades, infringe el Código… Eso sería otra cosa.

«Maldito seas, Wolf Zwiebel. No tendría que haberte hecho caso. Pero te dejé hablar y ahora tu voz no deja de resonar en mi cabeza».

Si un Inmortal desbocado mata a Rocamora o a su amiga, o a ambos, por supuesto merece la pena pegarle un tiro.

Por ejemplo, la Policía acude al lugar del crimen al recibir la imagen de las cámaras de seguridad. Yo ofrezco resistencia y… Va a tener buena pinta, lo mires por donde lo mires: el público tendrá la piel del oso asesino, los Inmortales recibirán una lección de disciplina, y sus jefes, a su vez, tendrán la oportunidad de afirmar que fue un suceso aberrante y que cualquier abuso por parte de la Falange va a ser perseguido y castigado con mucha dureza.

Pero ¿por qué tiene que hacerlo la Policía? Pueden enviar a cualquiera. Incluso a estos tres con la piel trasplantada.

«Todavía no se sabe realmente, Annelie, quién va a ser sacrificado hoy en tu casa.

»Pero, perdóname, tampoco puedo no matarte».

Con una metedura de pata sobra. Formo parte de la Falange, y la Falange forma parte de mí. Si me mandan hacer de escudo humano, obedeceré. Ser Inmortal no es una profesión, sino una orden. No es un trabajo, sino un servicio. Fuera de ahí no hay nada. Mi vida sin mi oficio está vacía. Además, a los desertores los espera el tribunal.

Así tengo que pensar. Es lo que debería creer.

Pero, mientras estoy en la biblioteca, ocupando mi lóbulo frontal con las lecturas de los croquis de Hiperbórea, mi cerebelo va modificando el plan de actuación a su puñetero antojo. En mi trabajo todos tenemos el cerebelo hipertrofiado, y los lóbulos frontales muchos ni siquiera han aprendido a utilizarlos. Así la vida parece más fácil, más tranquila.

Tengo que llegar a la planta trescientos ochenta y uno, sector J, pasillo occidental, y encontrar el apartamento LD-12. Y lo tengo que hacer yo solo. No llevo comunicador, ningún aparato electrónico que permita que me rastreen. Mis ojos se esconden bajo unas enormes gafas de espejo: incluso si el sistema de detección de caras pudiera con ellas, les costaría demostrar que la jeta es mía.

«Planta trescientos ochenta y uno», dice el ascensor.

Salgo. Los tres me siguen.

Qué casualidad.

Tengo razón: el señor Schreyer no está acostumbrado a confiar en la gente. Desde los ascensores, se alejan en todas las direcciones pasillos y pasadizos acribillados por miles de puertas. Aquí reina un auténtico caos, los estrechos pasajes parecen callejuelas de ciudades medievales, donde bulle una vida colérica, inflamada.

Mientras yo sé perfectamente adónde tengo que ir, estos tres, al salir del ascensor, se quedan parados mirando unos mapas. Bien pues, tengo un poco de tiempo. En estos pasillos el mismísimo diablo se perdería. Es una pena que esta vez no pueda irrumpir en oficinas y asaltar despachos ajenos, es una pena que no me acompañe una sección de Inmortales. Tendré que ir por el camino largo.

No me extraña que Rocamora se tejiera el nido en este lugar. La torre es antigua, tanto que creo que fue diseñada antes de que la enfermedad de Alzheimer se erradicara; y, si no me equivoco, los últimos afectados por esta dolencia fueron precisamente los arquitectos de Hiperbórea. La hacina de los niveles es más caótica todavía que la madeja de los pasillos, su planificación no tiene patrón ni lógica alguna. En cada una de las plantas la distribución es diferente, los nombres de los sectores parece que fueron generados de forma aleatoria, entre los niveles habitables hay algunos de servicio que ni siquiera están numerados, los rótulos de las puertas los debieron de sortear en una lotería.

Los pisos particulares atestados de gente se mezclan con despachos de empresas enigmáticas y tiendas, en las que todavía se despachan baratijas increíbles. El aire está impregnado de aceites balsámicos. Directamente en el pasillo, bajo un cartel llamativo, atiende un negro osteópata musculoso; su cliente despachurrado gime, le crujen las articulaciones. Después, un piso cuya puerta no para de batir al viento, por la que entran y salen ancianos andrajosos; apesta a cuerpo sucio. ¿Un albergue? No estaría mal regresar aquí con la sección para comprobar si lo tienen todo en regla. Giro a la derecha, otra vez a la derecha. Más adelante, una decena de puestos de medicina tradicional. Los mostradores, garabateados de jeroglíficos, están montados en los umbrales de las puertas. Sus dueños tramposos reciben en persona a la anhelante clientela. En el primer cruce doblo a la izquierda.

Antes de girar, miro hacia atrás: no se ve ninguna de esas jetas criminales. ¿He conseguido zafarme? ¿O no tienen nada que ver conmigo?

Sigo.

Paso un lupanar barato con letrero de agencia de modelos. Luego un hospedaje para trabajadores extranjeros. Una taberna con cucarachas de verdad. Más adelante, en un recoveco… una puertecilla sin rótulo.

Creo que es aquí.

De nuevo estoy en el estrecho y bajo pasadizo por el que accedimos al piso de Rocamora. A paso sostenido —para no atraer demasiado la atención— avanzo a lo largo de numerosas salidas de incendios obstruidas con trastos viejos y puertas de emergencia pertenecientes a mundillos anónimos y desamparados. Ululan unos ventiladores. Trastean las ratas. Cuento las puertas. Encuentro la que necesito. El maniquí, el marco de bicicleta, las sillas. Estamos en casa.

Toco el timbre.

—¿Wolf?

Se oye el ruido de pies descalzos sobre el suelo.

Me quedo en silencio para no espantarla. Se abre la puerta.

—Buenos días. Soy de los servicios sociales.

Me mira con turbación, no acaba de entender lo que le he dicho. Tiene el rímel corrido: se estaría maquillando para olvidar lo que le había pasado, pero al final debió de recordar. Lleva una camisa de hombre sobre el cuerpo desnudo. Hombros estrechos, piernas delgadas, los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Puedo pasar?

—No he llamado a los servicios sociales.

No puedo quedarme mucho tiempo delante de las cámaras. Me deslizo por la puerta antes de que le dé tiempo a reaccionar. En el suelo del vestíbulo hay una manta enrollada y ahí mismo, una botella con una poción desconocida.

Está funcionando el proyector: unos modelos animados de actores de Hollywood del siglo veinte representan un drama histórico entre decorados pintados. A los actores también les faltó una pizca para llegar a ser inmortales. Así que ya les da igual, pero sus herederos ahora cobran, cediendo en alquiler los monigotes de sus antepasados.

—No he llamado a los servicios sociales —balbuce Annelie con insistencia.

—Hemos recibido un aviso. Estamos obligados a hacer una inspección. —Sonrío con franqueza.

Con el rabillo de ojo compruebo si hay alguna cámara cerca. Noto la puerta del dormitorio entreabierta. Entro. Las cortinas están apartadas; se ve el patio interior. Encima de la cama, sábanas ensangrentadas y enrolladas.

—Hay sangre allí. —Vuelvo hacia ella—. ¿Es de usted?

No responde, sino que entorna los ojos e intenta enfocarme.

—Tiene que ir al médico. Recoja sus cosas.

Quiero sacarla de aquí. Llevármela antes de que se presente la Policía o los esbirros de Schreyer encuentren este piso y hagan limpieza. Llevarla a donde no haya cámaras de vigilancia, ni miradas ajenas, y quedarme con ella a solas.

—Tu voz… ¿Nos conocemos?

—¿Perdón?

Se le traba la lengua y apenas se tiene en pie, pero es mejor para mí. Convencer a una borracha no es fácil, pero luego tengo que arrastrarla por sitios repletos de gentuza, y es preferible que los testigos espontáneos me crean a mí y no a ella.

—No nos conocemos.

—¿Por qué llevas gafas? Quítatelas, quiero verte.

¿Habrá vigilancia? ¿Habrán tenido tiempo para embutir el piso de Rocamora de cámaras por dentro? Si es así, tendrán una prueba infalible de que he estado aquí.

—No voy contigo a ningún lado. Voy a llamar a la Policía…

Quiere asustarme. Si antes no lo ha hecho, ahora tampoco lo va a hacer. Aun así me descubro los ojos. Sé que no me va a reconocer: anteayer, durante la operación, no llegué a quitarme la careta, a pesar de que la chica me revolvió el alma.

—No me acuerdo de ti —dice Annelie pensativa—. No me suena tu cara, pero la voz… ¿Cómo te llamas?

—Eugène —respondo; hay que empezar a actuar ya—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué hay sangre?

—Vete. —Me empuja en el hombro—. ¡Vete de aquí!

Por encima de los gorgoritos de los actores, llegan otros ruidos extraños. Apenas audibles, preocupantes. ¡Son voces! Alguien está cuchicheando en el pasadizo abandonado. Si no lo estuviera esperando, si no hubiera encontrado en el ascensor a aquellos tres, mi oído no captaría ese infrasonido. Pero yo estaba alerta.

—¡Silencio! —le ordeno a Annelie.

Se oyen pisadas, suaves como las de un felino. Paran.

—Tiene que ser aquí. —Una voz ronca se cuela por las ranuras de la puerta.

A ver. A ver, a ver. A ver, a ver, a ver.

Llego a hurtadillas hasta la puerta, que cuelga de una sola bisagra. Nosotros mismos la tiramos abajo el otro día. Abro la mirilla. Todo negro. Recuerdo que la habíamos tapado por fuera. Genial.

—¿Qué pasa? —pregunta Annelie.

—Tranquilidad —me digo a mí mismo.

Estalla el timbre con repugnante voz de anciano. Es un sonido tan poco adecuado al nuevo mundo, que me cuesta asimilar que está relacionado con este momento, con esta casa, que se oye aquí y ahora y no hace quinientos años, como parte de la banda sonora de la película prehistórica que parpadea a nuestras espaldas.

—Guarde silencio —advierto a Annelie.

Pero inmediatamente después del timbre, empiezan a retumbar puñetazos en la puerta. Golpean tan fuerte que estoy seguro de que se viene abajo; y yo no tengo nada preparado.

—¡Annelie!

—¿Quién es? —grita Annelie.

—¡Abra, Annelie! —Los del otro lado pasan al susurro—: Somos del Partido. Compañeros.

—¿De qué partido? —Ella endereza la espalda y se cruza de brazos.

—¡S’mos d’l p’rtido! N’s ha’nviado J’sus. V’nimos a b’scarte —omitiendo vocales, se incrusta otra voz; tiene que ser el vampiro al que vi antes en el ascensor, el de la cara remendada. Seguro que es él.

—¡No abras! ¡Que no se te ocurra! —La cojo de la muñeca.

Annelie se retuerce, se suelta, pierde el equilibrio y casi se cae.

—¡¿Quién es Jesús?! —pronuncia con dificultad.

¿Será verdad que Rocamora nunca le ha contado a qué se dedica? ¿Se hacía pasar por una persona normal? Ocultar esas cosas a la mujer con la que vives… Bravo.

—No les hagas caso. Son asesinos —le digo—. Sicarios.

—¡Jesús! ¡Tu novio! —insisten los del pasillo.

—¡No conozco a ningún Jesús!

—¡Annelie! ¡Tenemos que sacarte de aquí antes de que te liquiden! —farfullan los del otro lado.

He llegado a tiempo.

De pronto me apetece pensar que Schreyer realmente es tan perspicaz como yo pienso y que alguien me está apoyando en esta misión, que no me van a dejar cara a cara con los sicarios del Partido de la Vida. Esos tipos del ascensor tenían pinta de asesinos a sueldo y juraría que lo que llevan debajo de las gabardinas no son braguitas de encaje. No estamos en el cine, así que yo con mi modesto instrumento no puedo competir con tres terroristas armados. ¿Y si mato a la chiquilla ahora, antes de que sus rescatadores irrumpan en la casa?

—¡Escúchame! —Cojo a Annelie de los hombros—. No soy de los servicios sociales. Soy yo quien te tiene que sacar de aquí, y no ellos, ¿entiendes? Wolf me lo ha pedido.

—¿Wolf? —Ella intenta centrarse en mí y en lo que le estoy diciendo.

—Wolfgang. Zwiebel. Soy su amigo.

—¿Wolf? ¿Está vivo? ¡¿Está vivo?! —Se enciende.

—Está vivo. Y me ha pedido que…

—¿Dónde está? ¡¿Por qué no llama?!

—Se esconde. —Apuro las palabras—. Anteayer estuvieron aquí los Inmortales, ¿no? Wolf huyó y te dejó aquí…

Annelie aprieta los ojos y asiente con la cabeza.

—¿No habrás pensado que te iba a abandonar?

—¡Eh! ¡¿De quién es esa voz?! —gritan al otro lado de la puerta.

—Esta gente… —Señalo la puerta con la cabeza—. Los han enviado para borrar todas las huellas. Los Inmortales tenían que eliminar a Wolf y a ti también, como testigo, ¿entiendes?

Dice que sí con la cabeza. Recuerda nuestra primera conversación.

—Pero algo salió mal —continúo—. Ahora estos matones tienen que terminar de hacer el trabajo. Liquidarte.

Annelie se queda callada. Al otro lado de la puerta también hay silencio: estarán escudriñando.

—Que hagan lo que quieran. ¡Me importa una mierda!

—¡¿Qué estás diciendo?!

—¿Por qué diablos Wolf se va a preocupar por mí? ¡Él mismo me entregó a estos animales!

—¡Tuvo que hacerlo!

—Atención… —rugen en el pasillo.

—¡Callaos! —les grita Annelie—. ¡Callaos o llamo a la Policía!

—Pero ¡¿eres tonta o qué?! —Pierden la paciencia.

—Van a tumbar la puerta, entonces estamos perdidos. ¡Tenemos que huir! ¿Hay otra salida?

—¿Quién está contigo? ¡No le hagas caso! ¡Contaremos hasta tres…!

—¿Qué ha dicho Wolf?

—Ha dicho que te quiere. Que te tengo que sacar…

—Uno… —empiezan a contar al otro lado.

—¿Me llevarás con él?

El tirador de la puerta empieza a chirriar y a sacudirse. Lo están comprobando; se dan cuenta de que van a tener que tirar la puerta abajo.

—¡Sí! ¡Sí, te llevaré con él!

Annelie me clava las uñas en la muñeca hasta hacerme sangrar, enseguida se dobla y vomita al suelo. La consigo sostener y la arrastro hasta el dormitorio.

Se oye un estruendo. Desde el umbral veo cómo la cerradura se arranca de cuajo y la puerta se estampa contra el sofá. Una mano se mete por el vano, tentando a su alrededor.

Nosotros ya estamos en el dormitorio, cierro la puerta con un pestillo ridículo —menos mal que el cierre no es electrónico—, saco a Annelie al balcón a empujones. Aparecemos en una especie de pozo, que parece el patio de un edificio de tres plantas. El techo está pintado de azul, en medio del patio hay un par de árboles artificiales y un columpio clavados en la arenilla. En los balcones, en múltiples capas, está apilada la porquería. Las ventanas se miran de hito en hito. Un lugar perfecto para salir a fumar, fingiendo que todo esto se encuentra en el exterior y a saber en qué época, pero no hoy ni en las tripas de una torre de ochocientos niveles. Así debió de hacer Rocamora, dirigiendo su mirada soñadora hacia los objetivos de las decenas de cámaras que lo espiaban.

—¡Déjame en paz!

—¡Espabila!

—¡¿Dónde están?! —se oye en el piso.

Es un tercer piso. La empujo por el balcón, sujetándola de las manos. Con pereza, como una ahorcada, sacude las piernas mientras apunto y la bajo al balcón del nivel inferior. Después, salto la barandilla y me tiro detrás de ella.

Estamos en una terraza llena de minúsculas mesas bajo sombrillas románticas. Una de las mesas se ha volcado y Annelie ha aterrizado encima. Al lado hay una pareja de zarrapastrosos —él y ella—, cuyo banquete ha sido interrumpido. Los añicos de los platos se esparcen por el suelo, las madejas de espaguetis desamparados parecen nidos de lombrices en salsa de nata. A la carbonara.

—¡Rápido! —La cojo por las axilas.

Entre perdones y permisos, aparto las mesillas a patadas, remolcando a Annelie a través de una pequeña sala envuelta en bucles de hiedra artificial al estilo mediterráneo. Los camareros de bigotillos finos se balancean llevando bandejas humeantes con pizza de algas. Al vernos, huyen en desbandada. Por fin encontramos la salida y saltamos a un pasillo.

El mismo desorden que en la planta de arriba, pero con otro acento. No hay jeroglíficos, sino que todo el nivel parece ser árabe. Lavanderías árabes, comedores árabes, proctólogos árabes. Legiones de proctólogos árabes y todos, por lo visto, experimentan una profunda nostalgia, ya que pintarrajean letreros en su lengua medio moribunda.

Este nivel no lo he estudiado, y ahora toca correr a ciegas. Annelie va colgada de mi brazo; desde luego, ahora mismo no está para un maratón. A nuestras espaldas ya se oyen ruidos, rugen insultos, pero no hay tiempo para mirar atrás. Irrumpo en la multitud, me abro paso entre los cuerpos inertes e indignados, los arrojo a empellones; la palma de la mano se me ha llenado de sudor y resbala. Me da miedo que Annelie, mi presa, mi pececillo de oro, se suelte del anzuelo, se me escape de las garras y se hunda en este pantano.

Veo un cartel que indica dónde están los ascensores. Un poquito más y estaremos salvados. Por lo menos yo.

Pero…

—¡Eh! ¡Suéltame!

Annelie se para en seco, como si el pececillo que acabo de pescar para comer lo tragara de pronto un tiburón.

Me doy la vuelta: al que mira no es a mí y el brazo que intenta liberar no es el que yo estoy sujetando. ¡Alguien la ha cogido, está intentando soltarse de sus zarpas! La multitud escupe de repente una jeta repelente de piel trasplantada. Nos han alcanzado. La tienen atrapada.

—¡Tonta! —oigo una voz—. ¡No es de los nuestros! ¡Es un impostor!

—¡Socorro! —me pongo a chillar—. ¡Me están matando!

Estiro el brazo y, a ciegas, intento clavar el táser en la piel manchada. Pero el que se sacude y se desploma es un desconocido. Empieza una barahúnda tremenda, me perfora el oído un alarido desgarrador. Cojo la mano de Annelie de forma más segura y la arrebato de las fauces ajenas.

El gentío estalla de inmediato: en un mundo de personas inmortales incluso un asesinato imaginario tiene una potencia desmedida. Tras pasar un minuto más de lucha con el aluvión, salimos a la orilla y llegamos a los ascensores. Al parecer, nuestros perseguidores han sido engullidos por la torrentera de gente; por lo menos nadie me está impidiendo llamar al ascensor. La cabina, metida en un cilindro de cristal, se desploma enfrente de nosotros, pero tengo la impresión de que se va arrastrando a paso de tortuga y que nos van a dar alcance antes de que se abran las puertas.

Por fin se detiene y las batientes se separan. No hay nadie dentro.

—¡Planta veinte! ¡Veinte! —grito a todo pulmón, al ver que primero uno y luego otro sicario cosidos de jirones de piel ajena se separan de la muchedumbre, que agita sus miles de manos intentando apresar todo lo que está a su alrededor.

El ascensor se pone en marcha cuando uno de ellos está a unos diez pasos de la puerta.

Caemos al precipicio.

De tanto correr, Annelie se ha despejado, respira con fuerza y está colorada. Lleva el mismo atuendo con el que salió a recibirme: una camisa arrugada de Jesús Rocamora.

—Tengo sed. ¿No tendrás agua? —pregunta.

Tengo. Pero aún no ha llegado el momento. Niego con la cabeza.

—¿Ahora… ahora adónde vamos? —Endereza la espalda y se reclina sobre la pared.

—Al tubo. Tenemos que largarnos de la torre. Si no, nos van a pillar esos tres.

En el ascensor no puedo hacerle nada; seguro que aquí funciona un sistema de vigilancia.

Hay que sacarla de Hiperbórea. Nos tenemos que esconder de los sicarios del Partido de la Vida… Y entonces. Entonces sí.

—¿Qué?

—Has dicho: «Entonces sí».

¿Lo he dicho en voz alta? Lo he dicho para silenciar con estas palabras otra cosa, algo que suena en mi interior, algo mudo, latente, algo que se remueve torpemente en el fondo. Intento no mirarla, pero veo de reojo cómo se agita su pecho diminuto bajo la camisa de un extraño, la recuerdo desnuda. Recuerdo también mi sueño agorero, prohibido. Mi memoria resbala hacia sus frágiles rodillas apretadas: están llenas de magulladuras terribles, como si las hubieran aplastado con un torno de banco. Recuerdo sus ojos de antílope, los brazos torcidos hacia atrás, la mejilla apretada contra el suelo; freno los pensamientos, miro hacia otro lado y, sin embargo, siento cómo, en contra de mi voluntad, un pesado mercurio me va inundando por abajo. ¿La estoy deseando?

—¿Quiénes son? ¿Por qué dicen que quieren salvarme? ¿Por qué todos estáis diciendo lo mismo?

—¿Los has visto antes? ¿Sabías que Wolf tenía amigos así?

—Esos Inmortales… Dijeron que, en realidad, Wolf es un terrorista… Del Partido de la Vida. Y que tiene otro nombre.

Me encojo de hombros. La proximidad del desenlace debería serenarme, pero me excito todavía más. Me apetece tocarle los labios con los dedos. Abrírselos y…

—¿Es verdad? ¡Dímelo!

—¿Realmente quieres saberlo?

—He vivido con él durante medio año. Me decía que era profesor.

—Vamos a algún sitio más tranquilo y te…

—¡Decía que era profesor! —repite con desesperación—. ¡Por primera vez había encontrado a una persona normal!

El ascensor la interrumpe diciendo que hemos llegado.

Salimos en una estación de tubo, estoy sujetando a Annelie por el codo; la cabina despega inmediatamente. Sé quiénes van a ser los próximos pasajeros.

—Hay un dispensador ahí. ¿Me compras agua? —pide ella—. Quiero enjuagarme la boca. Es que he dejado el com en casa.

—¡Son ellos! —Señalo hacia ningún lado—. ¡No tenemos tiempo! ¡Rápido…!

—¿Dónde? ¿Dónde?

Sin darle oportunidad de orientarse, la conduzco hacia la puerta. He tenido suerte: el tren está aquí, está terminando el embarque. Nos metemos en el vagón un segundo antes de que se vaya.

—Me habrá parecido… —digo cuando las puertas se cierran—. ¡Ya está, ahora podemos respirar tranquilos!

Se queda callada, mordiéndose los labios.

—¿Hace mucho que conoces a Wolf?

—Hace bastante.

—Y ¿desde el principio lo sabías todo de él?

Suspiro y le digo que sí con la cabeza. Cuando mientes, lo importante es no pasarse, porque los detalles inventados no son fáciles de recordar y enseguida te lías.

—¿Y qué te decía de mí? —Me mira cejijunta.

—Hasta ayer, nada.

—¿Y tú también estás con él… en la clandestinidad? ¿Por eso te ha llamado a ti?

—Yo… Sí.

El vagón corre por un tubo de cristal que atraviesa la niebla y las rocas en forma de torres. La línea pasa casi rozando el fondo de un desfiladero creado por el hombre: abajo se ve la tierra, toda cubierta de tejados de casas normales, que parecen musgo rojizo. Encima de nuestras cabezas se inflan las nubes, atiborradas de alguna porquería tóxica que no las deja subir aunque sea un poquito más.

—Claro… Por eso lo sabes todo de él… Excepto que tiene esposa.

—¿Esposa?

—Me llama así.

—Suena anticuado —refunfuño.

—Menudo idiota eres —contesta Annelie.

La gente la mira, cuchichea señalando sus piernas desnudas y su rímel corrido; señalando su belleza. No se puede decir que el secuestro se haya llevado a cabo sin problemas ni testigos, pero, por otro lado, ¿quién la va a buscar?

Rocamora, tal vez.

—¿Y qué ha liado?

—¿Wolf? —Me arranco con los dientes una capa muy fina del labio inferior—. Nada especial. No es un guerrero. Es… un ideólogo.

—¿Ideólogo?

—Claro. Sabes que estamos en contra de la Ley de la Elección —susurro, mirando a mi alrededor—. Y Wolf… Su nombre verdadero es Jesús. Él nos… Nos inspira. Para la lucha con este… régimen… inhumano. Porque sin hijos… dejamos de ser… personas, ¿entiendes?

Me cuesta hablar, porque tengo que utilizar palabras ajenas, las que me arrojó a la cara mucha gente antes de que le inyectara la vejez y le requisara a los niños. Cada palabra era como un puñetazo, como un escupitajo. Ahora tengo que componer de éstas un puzle de sinceridad y convicción. Estoy hablando y miro a Annelie a los ojos, intentando captar cualquier vacilación suya. No estaría mal tomarle el pulso a ella también.

Viendo que no se resiste, aumento el ritmo. Me he presentado como amigo de Rocamora, y Annelie vendrá conmigo mientras siga siéndolo. Y creo que sé dónde debo apretar ahora.

—No paran de decirnos que todos tenemos derecho a la inmortalidad. A cambio de eso nos han quitado mucho más. ¡El derecho a perpetuar la especie! ¿Por qué tenemos que elegir entre la vida de nuestro hijo y la nuestra? ¿Por qué creen tener derecho a obligarnos a que matemos a nuestros hijos recién nacidos sólo para seguir con vida? Hay muchos descontentos, pero sin gente como Jesús seguiríamos callados…

—¡No me lo creo! —suelta ella de repente.

—¿Qué?

—¡No le creo! —Se le cierran los pequeños puños, que asoman por las mangas recogidas de la camisa.

—¿Por qué?

—Porque una persona que hace a los demás pensar eso no puede… No puede tratar así a su propio hijo.

Se ahoga en los recuerdos de antes de ayer. No la interrumpo. Es lo mismo que andar por un campo de minas sin el croquis: no llegaré a entender qué siente en estos momentos. Tal vez se intenta convencer de que está protagonizando una pesadilla.

—¿Tampoco te lo ha contado? —por fin se atreve a decir.

Me encojo de hombros.

—O sea, ¿no sabes por qué han ido a nuestra casa los Inmortales?

—No se lo he preguntado.

—Entonces, no tienes que saberlo.

Pegotes sangrientos encima de las toallas. Un charco granate en el plato de ducha. Alguien patea a Annelie en el vientre. El Quinientos tres desgarrando sus nalgas blancas y desnudas. Asiento con la cabeza. Me encantaría no saber nada de esto.

—Torre Colmena —anuncia la voz del tren.

El túnel transparente por el que avanzamos entra en las tripas de una construcción esférica dividida en panales hexagonales tornasolados.

Entramos en un intercambiador. Las dársenas de embarque son de tres plantas, sus paredes de veinte metros de alto están ocupadas por anuncios de sensibilización: «¿La vejez? ¡Elección de débiles!» más un retrato de un carcamal canoso, arrugado y sin sexo. Tiene los ojos llorosos, la boca entreabierta; le falta la mitad de los dientes. La asquerosidad en persona. Estoy seguro de que, al encasquetar aquí esta cabeza de gigante, los custodios del bienestar social habrán infringido algún tipo de regulación ética. Un mal inevitable: Europa tiene que ahorrar en todo, mientras las pensiones y la asistencia médica para los vejestorios putrefactos no es más que un despilfarro. Por supuesto, no se les niega la manutención, pero no nos podemos permitir aumentar el número de estos haraganes rancios. No hay que olvidar que los viejos chochos no salen de la nada: son todos unos idiotas que han decidido multiplicarse. Así que por cada mil millones que nos gastamos en mantenerlos vagueando, hay que poner otros mil millones para la educación de sus hijitos. Los pensionistas y los menores ¡son derroche puro! Una minoría que hace tiempo que debería considerarse una aberración.

Los trenes van y vienen cada minuto, las plataformas hierven de gente. El caleidoscopio de nuestro vagón se sacude, me quedo en silencio mientras busco en la multitud gabardinas holgadas y caras remendadas. Nadie. Es increíble la suerte que tengo.

—¿Queda mucho? —Cuando el tren se pone en marcha, Annelie se agarra a mí; enseguida algo se revuelve en mi interior, más o menos en la boca del estómago.

—Un par de paradas.

—¿Y qué hay allí?

—Es un sitio seguro que tenemos para las reuniones. Allí esperaremos a Wolf.

Me suelta y se vuelve a quedar callada. Sigue en silencio durante el trasbordo; sólo una vez me pide agua, pero le doy prisa y no le dejo calmar la sed. Tampoco dice nada mientras volamos entre las torres hasta llegar a Troya. Observo su cara a escondidas: ya le ha dado tiempo a quitarse las manchas de rímel, soltarse el pelo y peinárselo con los dedos. La veo diferente, no es como aquella noche cuando irrumpimos en el piso de Rocamora. Y tampoco como la vi en mi sueño.

Los chicos y yo pasamos toda su vida por una picadora de carne, y yo estaba seguro de que iba a encontrarla en el plato de ducha en la misma postura en la que la había dejado. Pero veo que se está acicalando y me viene a la mente el césped artificial de color verde claro de los jardines de Escher. Hierba que no se puede aplastar, que se endereza en cuanto levantas la bota.

Bajamos en Troya. Conduzco a Annelie por unos pasillos oscuros hasta una ristra de ascensores industriales. Troya está casi deshabitada, aquí se alojan talleres varios, almacenes y centros de reciclaje.

Cuando entramos en una de las cabinas cochambrosas ella suspira.

—Ahora sí que veo que no me piensas eliminar.

—¿Qué? —pregunto sonriendo.

—Seguro que habrás tenido ya mil ocasiones de matarme, pero me sigues llevando a saber dónde.

—¿Dudabas?

—No sé. Te veo nervioso.

—Quieras o no, es un asunto importante. —La sonrisa me crispa los labios de tal forma que hasta me duelen las mandíbulas.

La puerta corredera del ascensor se aparta con un chirrido ensordecedor. Una ráfaga de calor desagradable y hedor a podrido nos lame las caras. La planta tiene aspecto de hangar; las paredes plomizas están llenas de números escritos a molde. No paran de pasar transportadores de basura sobre orugas. Hemos llegado.

—¿Qué hay detrás de aquella verja? ¡Cómo apesta!

«Al otro lado de la verja, Annelie, hay una planta de reciclaje».

—No lo sé —contesto—. Pero no vamos ahí. Tenemos que esperar aquí.

Me siento directamente en el suelo.

—Acomódate. Ahora podemos descansar.

—¿Vendrá aquí? ¿Cuándo?

Me quito del hombro la mochila, saco una botella de agua potable. Le doy un sorbo.

—¡Dame!

Le paso la botella, se amorra con avidez y bebe a tragos grandes.

—¿Es con limón? —Se seca los labios.

Digo que sí con la cabeza.

—Gracias.

—¿Y tú dónde lo conociste? A Wolf —pregunto no sé por qué.

—En Barna.

Barcelona. El tumor maligno de Europa.

Ya sé dónde estuvo tanto tiempo Rocamora.

Barcelona, en cierto modo, queda fuera de la jurisdicción de nuestra espléndida Utopía. Se parece más a una república africana autoproclamada por unos bandoleros, un territorio pobre y atrasado del tercer mundo con todas sus pupas infantiles y vicios.

Barcelona, antaño una ciudad grandiosa y afamada, fue llevada a la perdición por la bondad de los habitantes de la Utopía y su excesiva sensibilidad. Alguien les había enseñado que era feo vivir bien mientras los demás vivían mal. Y empezaron a dejar entrar a todos los que vivían fatal —a los de África, Latinoamérica, Rusia— para arreglar de alguna forma la injusticia mundial.

Una idea estúpida, claro. Es lo mismo que si, al mirar a los pies, descubres la existencia de los insectos y vas y te pones a enseñarles a vivir según el Derecho Romano, y les echas agüita con azúcar, y les desmigas bollos, para que coman eso y no los unos a los otros. Y se sabe perfectamente cómo acaban las historias así: atraídas por el azúcar, llegan tantas hormigas y cucarachas que luego no hay manera de combatir la plaga; y si no se recurre a servicios de desinsectación, los bichos echan de casa al bueno de su dueño.

Así pues, Barcelona es lo mismo que una casa convertida hace ya más de doscientos años en una colonia de termitas. Si metes ahí la mano, te desuellan vivo. Aquí se ubicaba el centro principal de recepción y acogida de refugiados. Resultado: cincuenta millones de habitantes y, de ellos, cincuenta millones de ilegales, bandidos, estafadores, narcotraficantes y prostitutas.

No bastaría con toda la Policía y toda la plantilla de la Falange para imponer el orden; podría resultar efectivo verter sobre la ciudad cera hirviendo o napalm, pero en el despreocupado país de la Utopía la receta de la gasolina gelatinosa hace tiempo que se perdió.

—¿Y cómo acabaste en aquella pocilga?

—Es que nací allí. —Me mira con desafío y escupe al suelo como un chaval.

Hago un gesto de comprensión. Lo importante es que no haga ruido ahora…

—Entiendo.

—No entiendes nada.

—Y tú… Esto… ¿Aquí estás legal?

—¿A ti qué más te da?

Es verdad, me recuerdo a mí mismo. Me da igual.

—Me da igual.

—Total, Wolf me sacó de ahí —ataja ella—. Es todo lo que necesitas saber. Me sacó y me hizo su mujer.

—Mmuuuujer, muuuu… —Me pongo impaciente—. Escúchalo. Mmuuuu… Suena como la voz de un animal doméstico.

—¡Dices gilipolleces, igual que todo el mundo! —Frunce el entrecejo—. ¡Si estos meses con Wolf han sido lo mejor que me había pasado en veinticinco años!

Respiro hondo.

—¿De verdad nunca ha hablado de mí?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Es raro… Si yo tuviera una amiga y confiara en ella como él en ti… No me podría aguantar.

—No entiendo —confieso yo.

—Pobre —dice sonriendo vagamente.

Yo también sonrío.

—¿Veinticinco años? —Tal vez lo he oído mal.

—Pues sí —dice con voz cansada—. Tengo veinticinco, ¿y qué?

Veinticinco. Veinticinco. Veinticinco años en un mundo de ancianos de trescientos años, que no piensan morirse jamás.

Bosteza.

—Y tú… ¿Conoces a tus padres? —Le tomo la mano.

—No. —Sacude la cabeza pesada—. Estuve en un internado. Para niñas. —Los ojos se le están cerrando—. ¿Puedo tumbarme aquí, encima de tu saco? Estoy que me caigo…

—Espérate. ¿Un internado?

—Ajá. Allí no se solía hablar de… de los padres.

—Pero ¿estuviste en un comando especial? Los internados femeninos… Ahí forman la plantilla de los comandos especiales. Los que requisan a los niños ilegales, ¿no?

—Puede ser. Pero no quise esperar. Me escapé.

—¿Qué? ¿Te escapaste?

—Me escapé del internado. Qué sueño tengo. Wolf no aparece…

Bosteza otra vez. Sin que le dé permiso, coge mi mochila y se tumba directamente en el suelo, apoyando la cabeza sobre el instrumento preparado para ella.

—Escucha. Cuando llegue, dile que…

—¡Espera! No te duermas. ¡Todavía no!

Ha aguantado demasiado la triple dosis de Orfinorma. Entreabre por última vez su ojo de gata, amarillo y brillante como el sol cuando se pone y atraviesa el esmog nocturno. Balbuce:

—Y tú ¿cuántos años tienes?

Y, sin esperar la respuesta, se queda dormida.

La zarandeo, intentando despertarla. Grito. No reacciona. No quiere ser mi Sherezade.

«Serénate», me digo a mí mismo. Ya no hay quien la salve.

Con cuidado, incluso con cariño, le saco la mochila de debajo de la cabeza. La cojo por las axilas y la llevo hasta la puerta del centro de reciclaje. Los batientes se separan y entro en una amplia sala de paredes negras. No se puede respirar: el aire está lleno de moléculas de materia orgánica en combustión. Este espacio no está pensado para albergar vida, aquí sólo trabajan máquinas, recogedores automáticos. Trajinan por aquí y por allá, separando la basura en montones. Los restos de comida, por un lado; los materiales sintéticos, por otro.

A lo largo de las paredes se disponen unas mesas donde se deposita la basura. Unas fauces de acero, capaces de pulverizar cualquier cosa. Tienen forma de sarcófagos de dos por tres; dentro de cada una hay una trituradora. Las limpiadoras automáticas las llenan de basura, luego las paredes de las mesas se juntan. Se acercan una a otra poco a poco, machacando cualquier cosa que se sitúe entre ellas, prensándola con una potencia descomunal. Los doce metros cuadrados de materiales sintéticos se convierten en uno, la materia orgánica queda prácticamente desintegrada.

De los compuestos luego se harán otros productos, los orgánicos se convertirán en fertilizantes. No tenemos dónde tirar la basura. Y somos demasiado pobres para desperdiciarla quemándola. Cada átomo cuenta, no los debemos despilfarrar. Cada átomo era algo y algo será, y pensar en eso consuela de alguna forma.

Saco de la mochila una cámara sencilla, la pongo sobre un trípode, la enfoco sobre las fauces de la trituradora. En esta sala no hay vigilancia, y yo necesito pruebas de mi propia culpabilidad.

Tumbo a Annelie sobre una montaña de pseudortalizas mezcladas con saltamontes caducados; ahora el sarcófago está casi lleno. Cuando ya no quede espacio libre, la tapa transparente se cerrará y la trituradora se pondrá en marcha. Claro, en las mesas normales están instalados unos sensores que las bloquean si detectan en su interior algo vivo de tamaño mayor que el de una rata. Pero en esta sala los sensores están trucados. Es uno de los templos paganos de los Inmortales.

Acomodo a Annelie sobre el suave lecho de cenizas. Le arreglo con cuidado la camisa, que se habrá puesto porque le olía a Rocamora. La observo por última vez, quiero que se me quede grabada esta imagen para el resto de mis interminables días. Sus pequeños tobillos están llenos de moretones, las pantorrillas son de niña, finas, lisas, sin músculos abultados… y esas rodillas; el cuello es frágil y tierno; las muñecas, a pesar de estar magulladas, hacen creer que la armonía cósmica es posible. La barbilla apunta hacia arriba, los labios redondos y mordisqueados quedan entreabiertos, el flequillo se ha vuelto a despeinar. El pecho sube y baja acompasadamente. Recordaré siempre sus pezones y esa ristra de vértebras parecidas a unas cuentas de madreperla ensartadas en un hilo. No quiero verlo más, me siento sacrílego.

Annelie respira profunda y pausadamente, embriagada por la Orfinorma; cuando las paredes del sarcófago se vayan a cerrar, ella no despertará. Estará dormida en el momento de su muerte. Luego la mandarán al reciclaje. Y se transformará en abono o pienso.

Me fijo en sus rasgos, los analizo con atención, y de pronto me siento arrastrado por una onda expansiva; acabo de entender a quién se parece. A… a…

¡No! ¡Estoy delirando! ¡Nada en común!

Se acerca uno de los robots con otra porción de carroña. Vuelca sobre Annelie una masa verde, donde de repente aparece una flor. Una flor marchita; eso significa que antes de morir estaba viva.

—Gracias —le digo a la máquina—. Muy amable.

El robot cubre a Annelie con el velo verde. Sólo la cara queda descubierta, una faz que no expresa ningún sentimiento. Ni miedo ni alegría. Como si Annelie estuviera ensayando la muerte.

Ya está. El sarcófago está lleno.

En el mando manual pongo el temporizador. Justo un minuto. Es tiempo suficiente para despedirse.

Se enciende un piloto y una tapa de cristal cubre el sarcófago. Me despido de Annelie. Lo hago en silencio: estoy rodando una película sobre su ejecución y mi papel no me permite demostrar conmoción.

Quiero quedarme con su imagen, porque a partir de ahora me toca hablar con ella en mi imaginación, discutiendo sobre todos los temas que no le ha dado tiempo a abarcar en vida. Demasiado tarde hemos descubierto que tenemos tanto en común.

No puedo quitarme de la cabeza su confesión sobre la fuga.

Lo logró. Los internados de chicas no se distinguen en nada de los de los chicos. Son herméticos, no tienen salida. ¿Cómo lo hizo?

Lo último que pienso mientras Annelie sigue siendo Annelie: en todo el tiempo que he pasado hoy con ella, no he tenido ni un solo ataque de claustrofobia.

Así que no debería prescindir de tranquilizantes. ¡Funcionan!

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