Futu.re

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XI. Helen y Beatrice

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XI

Helen y Beatrice

—¿Tiene Cartel?

—De tequila tenemos Ídolo de oro y Francisco de Orellana —dice el camarero arrugando los labios.

Cada botella de ésas vale como mi sueldo mensual.

—Que sea un Ídolo doble —asiento.

—¿Y para usted, señorita? Como puede ver, hoy el tema es colonial, así que le recomendaría probar algún vino tinto sudafricano.

Granitos de arena blanca me arañan la cara, arrastrados por un viento cálido. Huele a especias, el cielo está teñido de amarillo rojizo, unos árboles negros de copa ancha mecen sus ramas sobre el fondo anaranjado, y una manada de antílopes corre precipitadamente hacia la penumbra recién llegada, sin saber que no hay ninguna prisa. Un toldo de lona tendido entre azoteas se bate al viento que arrojan unos turboventiladores y nos protege del sol artificial.

Café Terra, planta mil doscientos, torre Vía Láctea. Será el restaurante más caro de todos los que he visitado en mi vida.

Pero es una ocasión especial.

—Para mí, un vaso de agua. Del grifo —dice Helen.

—Por supuesto. —El camarero se dobla y desaparece.

Helen lleva unas gafas de aviador oscuras, el cabello recogido en forma de tupé con acabado en coleta. Viste una chaqueta de cuello alto, pantalones con bolsillos y unos zapatos de cordones bastos. Parece que sabía cuál era el tema de hoy en el café Terra.

—Estos animales —mira a la derecha, hacia la sabana, enseñándome su perfil impecable—, en realidad, hace tiempo que no existen. No queda ninguno.

A unos cincuenta metros de nosotros se detiene una familia de jirafas. Los adultos mordisquean las hojas de una acacia, la cría frota sus cuernecillos suaves contra las patas traseras de su madre.

—Esta sabana tampoco existe. —Intento mantener la conversación—. Estará llena de diques o edificios.

—Y nosotros estamos viendo un reportaje del pasado en directo… —dice lanzando como una peonza una pequeña petaca de latón.

—Es una grabación hecha con cámaras panorámicas —aclaro por si acaso.

—Usted no tiene nada de poeta.

—Seguro que no —digo sonriendo.

—No sé si ha visto alguna vez escarabajos en ámbar. —Helen abre la petaca y extrae uno de sus cigarrillos negros—. El bicho se metía en la resina fresca en los tiempos prehistóricos, luego la resina se iba endureciendo y… Una vez tuve un hemisferio de ámbar que tenía dentro una mariposa con las alas pegadas. Fue en la infancia.

—¿Querrá decir que la sabana a nuestro alrededor es como un trozo de ámbar gigantesco en el que todas estas criaturas desgraciadas se han quedado atrapadas para la eternidad? —pregunto señalando con la cabeza a la pequeña jirafa, que retoza, provoca al padre, se pelea con sus patas y éste ni siquiera se entera de lo que pasa abajo.

—No. —Da una calada—. Se supone que se encuentran fuera del hemisferio. Dentro estamos nosotros.

El camarero me trae mi tequila doble, a ella, su vaso de agua. Helen echa allí unos cubitos de hielo y se queda observando cómo se derriten.

—Y usted, ¿tiene miedo a envejecer? —Trago de golpe la mitad del Ídolo.

Ella sorbe el agua con una pajita, mirándome con sus ojos invisibles a través de esas gafas que se ponen las chiquillas para salir de noche.

—No.

—¿Cuántos años tiene? —pregunto.

Se encoge de hombros.

—¿Cuántos años tiene, Helen?

—Veinte. Todos tenemos veinte, ¿no es así?

—No todos —contesto.

—¿Me ha citado para preguntarme eso? —Aparta el vaso con irritación y se pone de pie.

—No. —Aprieto los puños—. Claro que no. He venido para hablar de su marido.

Antes de entrar en el despacho de Erich Schreyer, trago un tranquilizante.

Mientras espero a que haga efecto, intento calmar el temblor con un mantra de fabricación propia.

Gallina. Gallina. Gallina. Miserable. Miserable. Miserable.

«Eres un idiota, un flojo y un mezquino», me digo a mí mismo.

Estiro los brazos y respiro. Parece que las manos no me tiemblan.

Ya puedo llamar al ascensor.

Un rascacielos normal y corriente. En la planta de arriba se fabrican los microchips para humanos, en la de abajo se ubica una distribuidora de algas y masa de plancton. El despacho de Schreyer está rodeado de muchas otras oficinas: abogados, contables, consultorías fiscales, yo qué diablos sé. En su puerta hay un sencillo letrero: «E. Schreyer». Podría ser vendedor de aditivos alimentarios, o bien un notario.

Primero entro en la recepción: una secretaria fea y crisantemos falsos. Más adelante se ve una puerta que parece dar acceso a un retrete. Al otro lado de la puerta hay cinco agentes de seguridad alrededor de un escáner molecular. Mientras el aparato comprueba si llevo explosivos, armas, sustancias radiactivas o sales de metales pesados, quedo encerrado en una angosta y hermética jaula. El escáner absorbe el aire, tintinea el radiógrafo, las paredes me aplastan. Espero, espero, callo, sudo, sudo.

Por fin se enciende una luz verde, se levanta la pantalla y me dejan continuar.

Schreyer me está esperando.

En todo el despacho enorme sólo hay tres muebles: una mesa y dos sillas. Muy sencillas, podrían quedar bien en cualquier garito de mala muerte. Pero no es sobriedad, sino un derroche sibarita. ¿No es un exceso aprovechar tan sólo dos metros cuadrados de doscientos y llenar el resto de vacío inapreciable?

Dos de las cuatro paredes son de cristal y dan al precioso Panteón, una torre que pertenece enteramente al Partido de la Vida. Es una columna inabarcable de mármol blanco, mide unos dos mil metros y está coronada por una réplica del Partenón. Allí transcurren las asambleas anuales, allí se ubican los cuarteles generales de los bonzos, allí se reúnen políticos de cualquier calaña que vienen de todas partes del continente. Pero Schreyer, por alguna extraña razón, prefiere contemplar Panteón de costado.

En las otras dos paredes se proyectan noticias, reportajes y gráficos. Por la pantalla del medio se pasea un guapetón de pelo castaño engominado, bigote arreglado y unas arruguitas telegénicas en la frente.

Me paro en el umbral. Intento controlar las palpitaciones de mi corazón.

Pero si el senador me está observando, si sabe lo que está pasando en mi interior, no lo manifiesta. Señala con la mano la silla como si nada: «¡Siéntate!». Lo entretienen más las noticias.

«… empieza el próximo sábado. Teodoro Méndez planea reunirse con los líderes de Europa Común y pronunciar un discurso en el Parlamento. La visita del presidente de Panamérica se centra, sobre todo, en los problemas de sobrepoblación y en la lucha contra la inmigración ilegal en los estados del Occidente global. Méndez, de convicciones poplibertarias, es conocido por su actitud crítica hacia la Ley de la Elección…».

—¡Los yanquis nos van a enseñar lo que es la vida! —refunfuña Schreyer—. ¡Su «actitud crítica»! Éste es un fascista liberal. Acaba de promover en el Congreso un proyecto de endurecimiento de cupos. ¡Las tasas iniciales de las bolsas se incrementarán un veinte por ciento!

«Les recordamos que el sistema de distribución de inmortalidad en Panamérica, los famosos cupos de oro, se distingue radicalmente del europeo. Desde el año 2350 la vacunación general de la población contra la vejez fue interrumpida. El número de vacunados fue fijado en exactamente sesenta millones trescientas mil ciento cuarenta y ocho personas. Todos los años, como consecuencia de muertes violentas, accidentes y suicidios, queda libre cierta cantidad de vacantes para la vacunación. Estas vacantes, denominadas por razones obvias cupos de oro, se pujan en subastas públicas especiales».

No miro la pantalla, tampoco hago caso al locutor, que no para de masticar los ya conocidos detalles del pop-control panamericano. Sino que observo con cuidado a Schreyer.

—Adivine quién se queda con las vacantes —dice éste chascando los dedos—. Toda Panamérica está dirigida por veinte mil familias. Y ellos pueden procrear todo lo que quieran. ¿Por qué crees que necesitan limitar el número de participantes de las subastas? Para que los pobres no se metan allí y no les contaminen el aire a los ricachones. Porque, de todos modos, no tienen ninguna posibilidad de ganar. Dime, ¿en qué se distinguen de los rusos, a los que ponen verdes en los medios todos los santos días?

La envoltura de Erich Schreyer es la misma de antes: un bronceado de famoso de revista, un timbre de voz de locutor de noticias que infunde confianza a la primera, un impecable traje de color claro, en cuyos bolsillos interiores se esconde el mundo entero. Pero a través de ese lustre artificial se adivina algo… Me está tratando con mayor desenfado y empiezo a pensar: «¿No será Schreyer una persona de verdad?». Como si, al matar a Annelie, me hubiera convertido en un pariente suyo… O tal vez cómplice. ¿De verdad pensará que la he matado?

—Ese sistema tiene cien años —pronuncio con tacto—. No tiene nada de nuevo.

—¿Y para qué crees que viene ese maldito pijotero?

«La visita de Ted Méndez anticipa su esperada intervención en la Liga de las Naciones, donde planea someter a votación el proyecto de la Declaración de Derecho a la Vida, que prohibiría todas las medidas preventivas de control de población…», me explica el locutor por Schreyer.

—¿Lo has oído? —El senador da una palmada en la mesa—. Ellos venden la inmortalidad sólo a los que pagan con tarjeta de platino, y a nosotros nos juzgan por facilitar a todos los mismos derechos. Subastas… Cada una de esas subastas es como un tribunal de guerra. Absuelven a uno, otros cien al carajo. A eso lo llaman filantropía. El Estado se lava las manos y no hace más que contar la guita, y los ciudadanos que se maten por la vacuna. Y lo más importante es conservar el sueño americano. ¡Cualquiera puede ahorrar para la inmortalidad, si es lo suficientemente porfiado y talentoso!

En la pantalla aparece un analista invitado, que nos recuerda con qué pequeña ventaja ganó las últimas elecciones el republicano Méndez, cómo ha caído su prestigio desde entonces, qué poco queda para los próximos comicios y cómo intenta remendar la situación gracias a su cruzada por Europa; mientras sus rivales, los demócratas, no paran de promover la igualdad social según el modelo europeo.

Veo al analista mover los labios, con el rabillo del ojo observo a Schreyer. Éste frunce el entrecejo y da palmadas en la mesa…

¿Por qué lo he hecho? ¿Por qué le he perdonado la vida? ¿Por qué he desobedecido la orden? ¿Qué pieza se me ha averiado? ¿Dónde se ha producido el cortocircuito?

«Te has portado como un cagón», me digo a mí mismo.

«No deberían haberte soltado del internado. Jamás».

Schreyer se despega de las pantallas por un segundo, quiere decirme algo. Espero que me vaya a preguntar: «Por cierto, ¿recuerdas lo que le pasó a Basil? Me han dicho que antes estaba en vuestra decena…». Si lo sabe todo sobre mí, eso también lo tiene que saber.

¿Y si le falta información?

—Claro, facilitar la inmortalidad a todos los que nacen es inhumano, pero condenar a muerte a todos los que tienen ingresos anuales inferiores a un millón es mostrar magnanimidad…

«Teodoro Méndez ha criticado en numerosas ocasiones el Partido Europeo de la Inmortalidad por la dureza de las medidas que exige para realizar el control de población. Según Méndez, estas medidas inhumanas destruyen los valores familiares y minan las bases de la sociedad…».

—¿Y cuántas familias hay en Panamérica en las que el padre o la madre nacieron antes del año trescientos cincuenta y siguen jóvenes, mientras sus hijos, o incluso nietos, hace tiempo que envejecieron y se murieron? —pregunta el senador al locutor, que no para de balbucir—. Aquéllos no paran de ahorrar durante toda su eternidad para que su querida bisnieta pueda dejar de temer a la muerte… y, de pronto, mister Méndez va y sube las tasas un veinte por ciento. Por lo visto, a la niña le toca hacerse vieja y espicharla. No pasa nada, a lo mejor el eternamente joven bisabuelo se pega un tiro en un ataque de desesperación y deja una vacante a alguno que se lo pueda permitir. Un sistema espléndido, muy justo. Digno de imitar.

«Se han hecho famosas las declaraciones del presidente Méndez en las que afirma que la coalición del Partido Popular Democrático de Europa, liderado por Salvador Carvalho, con el Partido de la Inmortalidad es la mayor vergüenza desde los tiempos de negociación con Adolf Hitler…».

—¡Ahí va! —explota Schreyer—. ¡Siempre llegamos al mismo tema! ¡A Hitler! ¡A los nazis! ¡Idiotas! ¿Por qué no a Barbarroja?

Quita el volumen y durante un minuto recorre de pared a pared el despacho, mascullando algo con furia. En las pantallas enmudecidas aparece Bicoastal City, una ciudad ciclópea, un único edificio que se extiende por toda Panamérica desde su costa occidental hasta la oriental. Después, sale el famoso Muro de Cien Pies, que Panamérica levantó para aislarse de América del Sur, una llaga incurable, desgarrada una y otra vez por las guerras criminales. Más imágenes: hordas de inmigrantes abordando el muro. Luego, sus guaridas. Veinte personas para todo el perímetro. Lo demás lo hacen los robots: avisan, amenazan, localizan, matan, queman los cadáveres y esparcen las cenizas al viento. Definitivamente, los robots hacen nuestra vida más cómoda.

Por fin Schreyer tamborilea los dedos sobre la mesa.

—Desde luego, necesitamos un fondo informativo correcto para la visita de su santidad. —Señala hacia Méndez, que abre la boca como un pez—. Por eso lo que vas a hacer lo debes realizar con sumo cuidado.

Asiento con la cabeza. Efectivamente, debo.

Le debo a él y me debo a mí.

Sonrío. Pero el senador malinterpreta mi sonrisa.

—¡Yan! Te había prometido un ascenso, ¿recuerdas? Y te encomendé una misión importante. Fallaste. Has hecho un esfuerzo por enmendarte, eso sí. Pero ¿acaso todo lo que quieres ahora es volver a tu decena para seguir siendo la mano derecha de tu superior?

Me encojo de hombros.

Me arrepiento de lo que hice. Y de lo que no hice. Fue un instante de debilidad y no puede volver a repetirse jamás. Todo lo que quería es no haber sido ayer tan débil, miserable, inútil e idiota. Todo lo que necesitaría ahora es haber matado ayer a Annelie.

—Por eso te he llamado. Tu expediente, en vez de ir a la basura, de nuevo está sobre mi mesa.

—Estoy listo.

—Acabamos de localizar un laboratorio clandestino donde han creado un antídoto contra vuestras inyecciones. Un genérico ilegal.

—¿Cómo?

—Como lo oyes. Unos listillos han aprendido a bloquear el acelerador. Mientras los inyectados lo toman, no envejecen. Imagínate algo como aquella terapia de Bruselas, pero más potente y en manos de criminales.

—¡Seguro que no son más que unos tramposos! Hay tantos…

—Esta persona es premio Nobel.

—Pero pensaba que el ministerio tenía bajo su control a todos los virólogos desde que salían del instituto…

—Ahora no estamos hablando de cómo ha ocurrido todo esto, sino de cómo corregir la situación. Porque entiendes qué consecuencias puede tener, ¿no?

—Si esta porquería funciona de veras… —Intento imaginarme que la posibilidad existe. Sería una auténtica pesadilla.

—Lanzarán la sustancia al mercado negro. Los inyectados son millones y cada uno necesitaría una dosis por semana… ¡O al día! ¡Es como la heroína, peor aún! ¿Cómo impediremos a los inyectados que compren el antídoto?

—¿Aislándolos?

—¿Metiéndolos a todos en campos de concentración? Aun así a Bering lo comparan con Hitler, lo has oído. Fluirá una cantidad de dinero con la que no vamos a poder competir. Todos los farmacéuticos y demás alquimistas que ahora están preparando tranquilamente sus placebos se transformarán en la red distribuidora de esos canallas. La mafia empezará a protegerlos. Y cada uno de los inyectados se va a convertir en su esclavo, porque vivirá de dosis a dosis. Y ni siquiera la mafia… Cuando esos químicos caigan en manos del Partido de la Vida…

—¡Pero seguro que se inventarán nuevos aceleradores!

—Y a los Inmortales les tocará volver a buscar a millones de personas para inyectárselos —refuta Schreyer—. Sabes perfectamente que la Falange no es tan numerosa… La plantilla apenas consigue combatir a los nuevos infractores. El colapso nos espera, Yan. Un colapso total. Pero lo más desagradable es que…

—Dejarán de tenernos miedo —interrumpo.

Asiente con la cabeza.

—Muchos no se atreven a procrear por el miedo a ser castigados. Si los que vacilan se enteran de que existe un remedio…

Schreyer suspira profundamente, se aprieta las sienes con los índices, como si temiera que, si no lo hace, la cara se le descosería por las costuras y se le despegaría la máscara habitual de indiferencia y afabilidad.

—Todo se viene abajo, Yan. Los hombres se devorarán unos a otros. ¿Crees que a alguien le importa el déficit energético de Europa o para cuántas bocas más pueden aumentar su producción las granjas de saltamontes? Es curioso, ¿a partir de qué precio por caja de algas empezarían a protestar? A principios del siglo veintiuno la población del planeta era de tan sólo siete mil millones de personas. A finales de la misma centuria, cuatrocientos mil millones. Luego fue duplicándose cada treinta años, hasta que se hizo obligatorio pagar por una vida con otra. Si ese precio baja una pizca, se acabó. Si la población aumenta aunque sea un tercio… Miseria, hambre, guerras civiles… Pero la gente no quiere entenderlo, les importa un bledo la economía y la ecología, les da pereza y miedo pensar. Sólo quieren jalar y follar sin tregua. Sólo se los puede amedrentar. Las rondas nocturnas, los Inmortales, las caretas, abortos provocados, inyecciones, vejez, vergüenza, muerte…

—Los internados —añado.

—Los internados —admite Schreyer—. Escucha. Soy un romántico. Me gustaría serlo. Me encantaría que todos fuésemos seres supremos. Libres del ajetreo diario, de sandeces, de los bajos instintos. Mi sueño es que seamos dignos de la eternidad. ¡Necesitamos alcanzar un nuevo nivel de conciencia! No podemos seguir siendo monos o cerdos. Yo intento tratar con la gente, tratar a la gente como iguales. Pero ¿qué hago si se portan como auténticas bestias?

El senador abre una gaveta de la mesa. Saca una pequeña cantimplora brillante y le da un trago. A mí no me ofrece.

—Entonces ¿qué laboratorio es ése? —pregunto.

Me mira con atención y hace un gesto de comprensión.

—No es un buen sitio para nuestras actuaciones, el mismo centro de una reserva. Si lo queremos hacer oficialmente, hace falta una gran cantidad de autorizaciones, sería imposible hacerlo sin que nadie se enterara. Imagínate que se presenta allí la prensa, que la Policía tiene que luchar con esos endriagos en directo… No nos vendría bien. En vísperas de la visita de Méndez. Pero no podemos esperar a que su santidad abandone Europa: es cuestión de horas. En cuanto la sustancia salga al mercado negro, todo está perdido. Será imposible volver a meter al genio en la lámpara. Hace falta una operación relámpago. Sólo una sección de Inmortales. Actuación limpia. Precisión quirúrgica. Destruir el laboratorio, la maquinaria, las muestras. Nada de periodistas, ninguna acción de protesta, no se deben enterar de lo que va a pasar. Ni siquiera los Inmortales tienen que saber qué están haciendo, excepto tú. A los científicos me los traéis sanos y salvos. Que trabajen para nosotros.

—¿Están ahí solos esos científicos? ¿Puede ser que el Partido de la Vida ya les esté cubriendo las espaldas?

Se pone ceñudo.

—No se sabe. Nos informaron de la existencia del laboratorio ayer y no tuvimos la oportunidad de comprobarlo todo. Pero incluso si los terroristas todavía no han llegado, es cuestión de tiempo. En resumen, hay que resolver el asunto cuanto antes. ¿Estás listo?

Después de lo que hice con Annelie me siento salpicado de mierda. Apesto y me apetece limpiarme, lo necesito, necesito remendar lo que hice… Lo que hago. Es mi oportunidad. Pero en vez de decir simplemente «¡Sí, señor!», digo:

—Hay un «pero». No quiero que vuelvan a mandarme con unos psicópatas. Ya me estresé bastante. Y, como vimos la vez anterior, me afecta negativamente. Iré con mi sección.

Schreyer guarda la cantimplora en el cajón y enarca una ceja.

—Como quieras.

Al salir del despacho, llamo a Ele.

—Lo sé todo —me dice con voz apagada—. Enhorabuena.

—¿Por qué?

—Por el ascenso. Por deponerme.

—¿Qué? Oye, Ele, yo no…

—Venga, ya está —me interrumpe—. Aún tengo que avisar a los demás.

Ele se desconecta y Schreyer ya no descuelga más. Así que me puedo meter las preguntas por donde me quepan.

No pasa nada, cuando todo esté listo, haré que Ele vuelva a su puesto. Yo no pedí ese ascenso. Así no.

Media hora más tarde nos reunimos en la estación de tubo de la torre Alcázar. Le tiendo la mano a Ele, pero no me la coge.

—Tíos —dice—, ahora nuestro jefe de sección es Yan. Ha sido una orden. Pues eso. Toma, Yan. Ahora tú repartes.

Y me pasa un maletín plano con el inyector. Sólo el jefe de sección está autorizado a administrar la inyección a los infractores.

Así que ya soy adulto.

La charla acaba. Y Daniel, que ya estaba abriendo las fauces para decirme «¿Por dónde andabas, payaso?», se detiene; Víctor me mira sorprendido; y Bernhard se ríe: «¡Hala, enroque!».

—¿Quién va a ser tu mano derecha? —dice Ele sin mirarme, como si le importara un pimiento.

—Tú.

Asiente rápidamente con la cabeza; era de suponer.

—¿Y? —pregunta entornando los ojos—. ¿Qué operación es? Veréis, a mí no me han informado.

Doy un paso hacia delante.

—Hoy trabajaremos a unos cuantos vejestorios —explico a todos—. En esta torre se ubica una reserva enorme, de cincuenta niveles. En el nivel cuatrocientos once hay una fábrica benéfica… —compruebo con el comunicador— de adornos de Navidad.

Bernhard suelta una carcajada.

—Se trata de un laboratorio ilegal. Nuestro objetivo es destruirlo todo, y a los cabezas de huevo que están allí los tenemos que arrestar.

—¡Buen curro! Mejor que meterles inyecciones a las tías. —Víctor levanta el dedo gordo.

—¿Y qué laboratorio es? —pregunta Ele.

—Biológico. Algo relacionado con los virus.

—¡Uy! ¿Y no necesitamos uniforme de protección? ¿Mascarillas por lo menos?

—No. No será necesario —aseguro yo.

Me da igual que Schreyer no me haya ofrecido los malditos uniformes. Quiero que la operación sea peligrosa.

—Tendrías que haber solicitado el uniforme —insiste Ele—. Sea quien sea el que te envía, la vida de los chicos es más importante.

Daniel cruza los brazos sobre su pecho de barril y chasca la lengua. Alex asiente agitando la cabeza. Antón y Benedikt se quedan callados, escuchando con atención.

—Te estoy diciendo que está todo controlado.

—¿Quién es?

—¿Quién?

—¿Quién es el que nos envía allí?

Ahora incluso Víctor y Bernhard dejan de reír y prestan atención, aunque todavía siguen sonriendo.

—Oye, Ele… Eso da igual.

—No da igual, lo nuestro es pop-control. Y punto. Para todo lo demás está la Policía y los servicios especiales. Y si alguien me intenta utilizar con otros fines, me gustaría preguntarle personalmente por qué tengo que hacerlo. Y para quién. ¿Para el Estado? Laboratorios clandestinos… ¿Desde cuándo los Inmortales se dedican a esas cosas?

Los compañeros titubean, nadie interviene, nade se atreve a defenderme. Daniel tiene cara de mosqueo, Bernhard está paladeando algo. Ele espera la respuesta.

—Desde siempre, Ele —contesto con una sonrisa—. Lo que pasa es que no te habían avisado porque sabían que dormirías mal.

—¡Que te den!

Víctor se da la vuelta y se ríe, Bernhard pone cara de guasa.

—Basta de chácharas —digo—. Ha llegado el ascensor.

Cuando marco en el mando el dígito 411, el ascensor me avisa con sinceridad: «Está a punto de acceder a la zona especial dedicada a personas mayores. ¿Está de acuerdo?».

—Nos pondremos las caretas justo antes de entrar —advierto por si acaso—. Hay muchos inyectados allí, sabéis que no nos quieren.

—Gracias por avisar —dice Ele haciendo una reverencia.

Y yo le doy las gracias a Schreyer por la espléndida organización.

La cabina baja despacio, como si fuera un bocado sin masticar atravesando el débil y deshidratado esófago de un anciano.

Por fin, las puertas se abren y entramos en el último círculo del infierno de El Bosco.

El nivel cuatrocientos once resulta plagado de seres inertes, encorvados y marchitos, con la carne despegada de los huesos y la piel despegada de la carne; están llenos de manchas de pigmentación y tienen el pelo frágil y descolorido; unos, al borde de la muerte, apenas mueven sus hinchadas piernas, otros, no lo suficientemente vivos para andar solos, se trasladan en coches fúnebres individuales impulsados por electricidad…

—¡Yiiiijaaa! —suelta Bernhard.

Aquí el aire apesta a vejez, a muerte inminente.

Es un olor fuerte, la gente lo siente como los tiburones que perciben una gota de sangre recién caída al agua. La gente lo nota, lo teme y lo intenta camuflar. Basta sólo con ver a un viejo para te atufe hasta los huesos.

No sé a quién se le ocurrió mandar a los carcamales a las reservas.

A nosotros no nos gusta pensar que somos de la misma especie biológica, y a ellos no les gusta pensar que pensamos así. Lo más probable es que empezaran a esconderse ellos mismos. Se sienten más cómodos unos con otros, mirando las arrugas ajenas se ven como en un espejo, no se perciben como una aberración, una anomalía, no se sienten tanatófilos. Se intentan convencer de que son iguales que los demás y que lo han hecho todo correctamente.

Y nosotros simulamos que estos guetos ni siquiera existen.

Por supuesto, los mayores tienen derecho a encontrarse fuera de las reservas, y nadie los va a maltratar o a humillar públicamente sólo porque tienen un aspecto repelente. Pero incluso en una aglomeración a un anciano no se le acerca nadie. Todos huyen de él, y los más intrépidos —tal vez cuyos padres murieron de viejos— le echan limosna a distancia.

Yo, personalmente, pienso que no se les puede prohibir estar en sitios públicos. Al fin y al cabo son ciudadanos de Europa igual que nosotros. Pero si por mí fuera, les obligaría a llevar siempre algún aparato que emitiese ruido como señal de aviso. Para que la gente normal que tiene alergia a la vejez pudiera alejarse y no fastidiarse el día.

Los viejos intentan organizarse aquí una especie de ocio, hacer algo, como si no fueran a morir mañana: tiendas, consultas médicas, bloques dormitorio, salas de cine, sendas con polvorientas plantas artificiales. Pero entre los carteles de reumatólogos, gerontólogos, cardiólogos, oncólogos y odontólogos, siempre aparece algún que otro letrero de agencia funeraria. Nunca he visto a un cardiólogo, el cáncer parece que también fue erradicado hace unos cincuenta años, pero los carcamales siempre tienen problemas con eso; y, por eso, una funeraria fuera de la reserva no la vas a encontrar nunca.

—Parece una ciudad invadida por zombis, ¿eh? —Vic le da a Bernhard un codazo.

Lo parece.

Pero nosotros, no infectados por la vejez, que no nos descomponemos en vida, no les interesamos a los zombis. Estas criaturas están demasiado ocupadas en no desintegrarse en polvo, poco les importan los diez jovenzuelos que andan por ahí. Los viejos andorrean sin rumbo, con los ojos vacíos y las mandíbulas colgando. Descuidados, manchados de comida, despistados por completo. A muchos, durante los últimos años de su vida, les falla la memoria y se les ofusca la razón. Los atienden de cualquier manera, según se pueda: los servicios sociales se componen de los de aquí, los que mejor se han conservado. Los mortales entienden mejor los problemas de los de su clase.

—Mira qué hermosa. —Bernhard señala con el dedo a una anciana canosa y desmelenada, con unos enormes pechos colgando, y le guiña un ojo a Benedikt, el orejudo—: ¡Seguro que en el internado le echarías los trastos!

—¿Por qué no hay niños aquí? —me pregunta el novato rapado—. Pensé que estaban todos juntos… Los padres con los hijos.

—Las familias viven aparte, en otro nivel —explico con apatía; todavía me cae mal—. Aquí sólo están los terminales, todos pasan de ellos. ¿Cómo te llamas?

—¡Qué diablos! —Éste se estremece cuando un demente lleno de babas lo coge de la manga.

¿Por qué este canijo inútil tiene que sustituir a Basil? ¡Si nadie lo puede sustituir! Me aguanto para no encajarle al mocoso una colleja.

Frente a nosotros pasa un electromóvil con luz de emergencia, una cruz de color rojo en un lateral y dos sacos negros en el maletero. Se detiene al detectar a los peatones agolpados. Las viejas empiezan a cacarear, a suspirar y a santiguarse. El chaval al final me dice su nombre, pero esa visión hace que se me taponen los oídos.

Escupo al suelo. Es un auténtico paraíso para los traficantes de almas.

Alex, el que siempre está de los nervios, murmura:

—No sé por qué pensaba que los diez años se les pasaban volando…

Diez años es lo que oficialmente les queda por vivir después de nuestra inyección. Pero es una cifra aproximada. A unos el acelerador de la vejez los destruye antes, otros se resisten un poco más. Pero el resultado siempre es el mismo: decrepitud prematura, demencia, incontinencia, olvido y muerte.

La sociedad no se puede permitir que el que ha hecho la elección envejezca de forma natural; además, si simplemente se le priva de la inmortalidad, en unas cuantas décadas fabricará tantos bastardos que todo nuestro trabajo se irá al garete. Por eso lo que inyectamos es el virus especial para acelerar el envejecimiento. Éste produce infertilidad y en pocos años borra todos los telómeros del ADN. La vejez devora al infractor de una manera rápida, terrible e ilustrativa: una buena lección para los demás.

El nivel cuatrocientos once tiene aspecto de un barrio artificial destinado al rodaje de una película sobre una pequeña ciudad idílica que jamás existió. Pero los edificios de colores hace tiempo que palidecieron y rozan con los tejados un techo gris; en vez de lapislázuli y nubecillas hay una maraña de tuberías y mangas de extracción. A lo mejor, hace mucho tiempo, esta reserva fue pensada como un geriátrico de aspecto relativamente ameno, donde los hijos podían traer a sus padres sin sentir después remordimientos de conciencia. Pero llegó el momento en el que los fundadores de este pueblecito acogedor dejaron de cuidar la imagen, puesto que los padres no tenían más opciones que venir aquí. Y tampoco duraban en este lugar tanto como para preocuparse por hacer una reforma.

Qué divertido: un joven fresco y elegante con traje caro, que parece haber acabado aquí por pura casualidad, trata de descolgarse de la manga a una mujer de pelo blanco y ojos hundidos.

—Vienes tan poco —se queja ella—, ¡vamos y te presento a mis amiguitas!

El chico, cortado, mira a su alrededor; al parecer se arrepiente de haber flaqueado. Le dice a su madre un par de bobadas y acaba huyendo de la planta. ¿Y para qué ha venido? Los trajo y ya se acabó. ¡No hace falta sufrir diez años más!

Ya no volvemos a encontrar idiotas como él.

Seguimos las indicaciones del comunicador y entramos en uno de los edificios coloreados.

Estamos en un pasillo largo de techos bajos y con una pequeña bombilla al fondo. La ventilación apenas funciona: el flujo de aire a través de las rejillas de los extractores es como la respiración de un enfermo de neumonía moribundo, igual de débil, caliente y nauseabundo. Hace un bochorno infernal. En la penumbra, a lo largo del pasadizo, están sentadas en sillones andrajosos sombras de personas, que paran de agitar sus abanicos de plástico sólo para, de vez en cuando, echarse la mano al corazón. Están flotando en charcos de sudor ácido y no pueden salir a la orilla para ver lo que pasa a su alrededor, así que nuestra marcha pasa desapercibida.

De pronto, se oye un susurro:

—¿Quiénes son? ¿Los ves, Giacomo? ¿Quién viene?

Luego suena otra voz, con retraso, como si estos dos no estuviesen en la misma habitación, sino en dos continentes diferentes y se comunicasen por un cable que pasa por el fondo del océano; una técnica que hace quinientos años que no se utiliza.

—¿Eh? ¿Dónde? ¿Dónde?

—Por ahí vienen… ¡Míralos, Giacomo! No son unos viejos como nosotros… Son gente joven.

—No son gente, Manuela. No son gente, sino ángeles de la muerte que han venido a por ti.

—¡Viejo cretino! Son personas, son hombres jóvenes.

—¡Cállate, bruja! Cállate o te van a oír y te llevarán con ellos…

—Éste no es su sitio, Giacomo. ¿Qué hacen aquí?

—¡Yo también los veo, Giacomo! ¡No son ángeles!

—¡Os estoy diciendo que veo la luz! ¡Brillan en la oscuridad!

—¡Es por culpa de tu leucoma, imbécil! Son gente normal. ¿Adónde irán?

—¿Tú también los ves, Richard? No es su sitio, no deben estar entre nosotros, ¿verdad?

—¿Y si buscan a Beatrice? ¿Si los han enviado por Beatrice?

—¡Tenemos que avisarla! Tenemos que…

—Pero estamos guardando la puerta… Que no se os olvide… ¡Tenemos que avisar!

—¿Avisar a quién? ¿Qué dices?

—¡No le hagas caso y llama!

—¡Hola!… ¿Beatrice? ¿Dónde está Beatrice?

—¿Quién es Beatrice? —suena la voz de Ele justo al lado de mi oído, despertándome del sueño ajeno—. Espero que no sea ella a quien buscamos.

—¡Vic, Ele, haced que se callen! —le grito en respuesta.

—¡Sí, señor!

—Beatrice… Vienen a buscarte… —logra susurrar alguien; después se oyen estruendos y quejidos. No veo nada. No tengo tiempo para verlo.

—¡A paso de carga! ¡Rápido, joder! ¡La han llamado! ¡Encontradla!

Se encienden unas linternas de mil candelas cada una, sus rayos arrancan de la oscuridad montones de trapos animados que se remueven de ira y sisean con impotencia.

—¡¡¡A paso de carga!!! —retransmite mi orden Ele, mi mano derecha.

Retumban las pisadas de nuestras botas en las baldosas. Estamos unidos por una misión, de nuevo somos uno. No somos personas, sino una arma de asalto, un ariete… y yo, su punta de acero.

Arrancamos las puertas que nos cortan el paso, volcamos sillas de ruedas ocupadas por futuros cadáveres, o ya cadáveres, y por delante de nosotros corre en cadena un susurro medroso, interrumpiéndose en aquellos eslabones que están carcomidos por el óxido de párkinson o alzhéimer.

Y por fin llegamos a nuestra meta, la puñetera fábrica de adornos de Navidad.

Encima de la entrada parpadea un banner que dice: «Aquella Navidad de siempre». En el dibujo, ancianos, jóvenes y niños se abrazan en un sofá; detrás, un abeto lleno de espumillón y bolas brillantes. Una gilipollez antinatural; estoy seguro de que los propagandistas del Partido de la Vida intentan adaptar nuestra temporada de rebajas más importante a sus mezquinas necesidades.

Las puertas ni siquiera están cerradas.

En el interior de los talleres trajinan figuras desgarbadas, simulando trabajar. Se oyen borboteos, se arrastra hacia la nada una cinta transportadora, entre ufes y ayes unos morloks tristes y desnutridos andan de aquí para allá con cajas llenas de género inservible.

—¡¿Dónde está?!

Todos en el taller se quedan quietos, como si mis palabras les provocaran un ictus.

—¡¿Dónde está Beatrice?!

—Beatrice… Beatrice… Beatrice… —bisbisean en los rincones.

—¿Quién? —me pregunta una voz chillona.

—¡Todos con las manos en la pared! —ordena Ele.

—¡Cuidadito por aquí! ¿Me oyen o no? —chirría un gnomo con la calva llena de manchas de pigmentación, al salir de una montaña de cajas—. Esto es una fábrica única y especial, por si no lo saben. Son adornos de vidrio auténtico, sí. Nada que ver con su compuesto cochino. Y el vidrio es idéntico al de hace setecientos años. Así que lleven cuidado, no corran…

Con gesto nervioso miro a mi alrededor: ¿no será una trampa? ¿Habremos tenido suerte de llegar aquí antes que los combatientes del Partido de la Vida? Me acuerdo de sus jetas remendadas; luchar contra ellos sería mucho más duro que apalear a unos vejestorios inoportunos. ¿Les digo a los míos qué peligro corren aquí? ¿O no estoy autorizado?

—¡Eh, eh! —Bernhard intercepta al gnomo agarrándolo de la barba—. Gracias por avisar. Ahora lo destrozaremos todo, si no te…

De pronto se oye un estampido…

—¡Aquí! —grita Víctor triunfal—. ¡Venid aquí!

Tras una cortina de tallarines de plástico transparente se abre una sala grande. También hay una puerta, pesada y hermética, pero está reumáticamente atascada. Los que se escondían al otro lado, sin lograr cerrarla, simplemente se han quedado agazapados con la esperanza de que no los encontremos. Pero siempre encontramos a todo el mundo.

—¡Caretas! —ordeno—. ¡Olvida la muerte!

—¡Olvida la muerte! —retumban a coro los nueve gaznates.

Y en la sala sí que entramos volando, como los ángeles por los que antes nos tomó el viejo Giacomo al vernos a través de las cataratas.

—¡Luz!

Dentro hay mesas, autoclaves, impresoras moleculares, procesadores, carcasas de ordenadores, estanterías con matraces sellados, probetas; y todo es vetusto, mugriento, antiguo. En el rincón del fondo, un cubo transparente con puerta. Es una cámara hermética para ensayar con virus peligrosos.

Y en medio de todo este museo están sus conservadores, una tríada espeluznante y patética a la vez.

En una silla de ruedas, envuelto en catéteres como capilares extirpados, está sentado un viejo moribundo; tiene las piernas atrofiadas, sus manos cuelgan como fustas, la cabeza, enorme y con pequeños pámpanos plateados alrededor de la calva, se apoya por un lado sobre una almohada. Tiene los ojos entrecerrados; los párpados le pesan demasiado para mantenerlos abiertos.

Al lado de él, un anciano jorobado se apoya en un bastón; lleva el pelo teñido de rubio intenso y la cara afeitada. Tiene un aspecto limpio e incluso presumido, pero le tiemblan las rodillas y también la mano con la que sujeta el cayado.

Delante de ellos, con un gesto protector, se yergue una anciana alta, con las manos en los bolsillos de su bata de trabajo. Sus ojos rasgados están maquillados; las sienes, rapadas; las blancas crines, peinadas hacia atrás.

Es toda la retaguardia. No están los hombres de abrigos anchos, cuyas caras expresan menos vida que nuestras caretas. No está Rocamora ni sus secuaces. Sólo estos tres, una presa fácil.

Los Inmortales ya los están rodeando.

—¿Beatrice Fukuyama 1 E? —pregunto a la de los ojos rasgados, sabiendo la respuesta de antemano.

—¡Fuera de aquí! —responde ella—. ¡Lárguense!

—Usted se vendrá con nosotros. Estos dos… ¿son sus colegas?

—¡No irá a ninguna parte! —se mete el vejete teñido—. ¡No la toquen!

—Nos los llevamos también —digo—. ¡Destrozadlo todo!

Doy ejemplo: tiro de la mesa una impresora tridimensional, de una patada la parto por la mitad.

Saco de la mochila diez aerosoles con pintura. Sólo hace falta acercarle un mechero a uno de éstos para convertirlo en un pequeño lanzallamas.

—¡¿Qué están haciendo?! —chilla histéricamente el viejo del cayado.

—¡Quemadlo todo! —Chasco el mechero.

Y el chorro de tinta negra se convierte en una llamarada naranja. Magia.

—¡Cómo se atreve! —aúlla el vejestorio teñido cuando Víctor arroja contra la pared una torre de ordenador.

—¿Por qué? ¡¿Por qué hacen eso?! ¡Bárbaros! ¡Bellacos! —grita con voz quebrada.

Daniel le tapa la boca. Los demás cogen sus pulverizadores.

—¡Romped las probetas! —ordeno.

—¡Escuchad, cretinos! —se oye la tajante voz de la anciana.

Pero la ignoramos todos.

—¡Están llenas de virus! ¡Unos virus mortales! —Esta vez logra retener nuestra atención—. ¡En estos contenedores! ¡No los toquéis! ¡O moriremos todos! ¡Todos!

—¡Romped las jodidas probetas…! —repito.

—¡Esperad! —me interrumpe la careta con voz de Ele—. ¡Aguanta! ¿Qué virus son ésos?

—¡La gripe de Shanghái! ¡La gripe de Shanghái modificada! Si entra en el aire, moriréis dentro de media hora. —La vieja tiene la mirada clavada en Ele, sin parpadear.

—¿Qué laboratorio es éste? —Se vuelve hacia mí—. ¡¿Eh?!

—¡Ya lo he dicho! —contesta por mí Beatrice Fukuyama—. ¡Nos dedicamos a las infecciones mortales!

—¡Está mintiendo! No le hagas ni puñetero…

—¡Intentadlo! ¡Venga, adelante!

La sección está paralizada. A través de las ranuras, ocho pares de ojos medrosos y desconfiados, como sellados con brea negra, me miran, miran a Ele, miran a la vieja demente.

—Es el virus de Shanghái, cepa «Xi-o» y «Xi-f» —ataja Beatrice—. Cuarenta y dos de fiebre, edema pulmonar, parada cardiaca. En media hora. De momento no existe ningún medicamento contra eso.

—¿Es verdad, Setecientos diecisiete? —pregunta la careta con voz de Alex.

—¡No!

—¿Cómo lo sabe? —Beatrice da un paso hacia mí—. ¿Qué le han dicho los que lo mandan aquí?

—¡No es asunto tuyo, tarasca!

No sé por qué saco el táser y lo dirijo hacia ella. A Beatrice le saco una cabeza y muchos kilos, pero ella avanza hacia mí con seguridad; entonces abro un poco más las piernas para que no me arrolle.

—¿Cómo te atreves a hablarle así? —El teñido quiere parecer severo y decidido, pero su voz alta y chillona lo estropea todo.

—¡Pero es asunto nuestro! —se entromete Ele—. ¿Dónde estamos, Yan?

—Cállate —le aviso yo.

—Se acabó, chicos —ordena—. Hasta que reciba personalmente la confirmación de esta misión…

—¡No hay ninguna gripe! —berreo yo—. ¡Han encontrado un antídoto contra el acelerador!

—Desvaríos —refuta la anciana con calma—. Sabe perfectamente que en estas condiciones es imposible. Deme su…

Bzz…

Beatrice se cae al suelo y convulsiona.

—¡No! ¡No! —El decrépito dandi cojea hacia ella, abre los dedos, separa los brazos—. ¡No, no, no! Querida, ellos…

—¿Que-ri-da? —se descojona la voz de Bernhard—. ¡Adónde vas, carroza!

—¡Empaquétala! —ordeno.

Pero nadie me hace caso. Todos miran a Ele con la boca abierta.

La cortina de tallarines se levanta y entra aquel gnomo pesado de calva con manchas, que nos ha intentado sermonear acerca de los adornos de cristal.

—¿Estás bien, Beatrice? —dice con voz chirriante—. ¡Estamos aquí! Si pasa algo… ¡¿Beatrice?!

—¡Reducidlo!

—¡La han matado! ¡Han matado a Beatrice! —aúlla el calvo.

Tras el telón de goma se mecen lánguidamente unas sombras: rebelión en el cementerio. Primero aparecen unos dedos maltratados por la gota, después unas rodillas temblorosas, se oye a alguien arrastrar los pies, se traslucen las venas azuladas, las barbillas descolgadas tiritan… Beatrice Fukuyama no podría tener defensores más patéticos e inútiles.

Pero mis subalternos, embelesados por la argucia de la vieja arpía, se han convertido en rocas de sal. Tengo que deshacer el hechizo.

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