Futu.re

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XI. Helen y Beatrice

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Entonces, llego de un salto a las estanterías con los matraces y los tiro todos al suelo. Se vuelcan uno tras otro como fichas de dominó, caen y explotan esparciendo esquirlas de cristal, parecidos a bloques de hielo arrojados contra las piedras.

—No lo haga… No lo haga… —El novio de la bruja, el del pelo teñido, desencaja los ojos y agita la cabeza—. Le ruego…

—¡Os he dicho que no es peligroso! —ladro, intentando animar a los míos—. ¡Destrozadlo todo! ¡¡¡Rápido!!!

El vejete se pone a desabrocharse los botones de la camisa, luego para, se echa la mano al corazón, muge algo y se viene al suelo.

—¿Qué es lo que acaban de romper? —le pregunta el gnomo—. ¡¿Qué es, Edward?! ¡Edward se encuentra mal!

Ele se queda mirando los recipientes rotos y el líquido transparente derramado. Los demás están pendientes de su reacción; demasiado tiempo estuvo a la cabeza de la sección.

—Vic. Víctor. ¡Doscientos veinte! Vas a ser mi mano derecha. Ele, quedas destituido.

—¡Eres un cabrón! —responde—. ¿Cómo puede ser que uno haga su trabajo a conciencia, arriesgue su vida, se entregue por completo y que luego lo echen; y a otro, que se dedica a hacer gilipolleces, lo hagan jefe de sección? ¿Eh? ¡Tú no eres el jefe! ¿Te enteras?

—¡Acabarás ante el tribunal, comemierda! —le espeto.

Al oírme, Ele queda aturdido. Los demás ni se mueven. Recorro con la mirada las cuencas vacías de las caretas. ¡¿Dónde estáis todos?!

«¡Venga, Doscientos veinte! Vamos. ¡Ambos estamos hechos del mismo fango! ¡Tú me modelaste, y yo a ti!», le dirijo mis alaridos silenciosos. Y el Doscientos veinte me oye.

Uno de los Apolos me saluda. Lo hace despacio, con cierta inseguridad.

Luego vuelca al suelo un armario entero con probetas; no son de vidrio, y las empieza a pisar con las botas. Los demás también se ponen en movimiento, como si se acabaran de despertar. Acaban destrozadas las impresoras, los ordenadores, los matraces y los contenedores.

Todos los decrépitos trabajadores del taller de juguetes quieren entrar, no les da miedo contagiarse la gripe de Shanghái, pero eso no significa que Beatrice me haya mentido. La vejez es una enfermedad mucho más desagradable. ¿No estarán buscando el alivio?

—¡Beatrice! ¡Beatrice! ¡Han venido a por ella!

—¡Fuera! ¡Sacadlos de aquí! ¡Y a trabajar!

Por fin empieza la destrucción. A los cadáveres andantes los reducen con los táseres, los cogen de las piernas y los arrastran por el suelo; sus cabezas se agitan y se golpean contra los objetos. Los amontonan al otro lado de la puerta. No sé cómo sus corazones aguantan las descargas; si nuestros corazones son de goma, los suyos son de trapo y se pueden romper. Pero lo hecho, hecho está.

El viejo teñido sacude las piernas y queda inmóvil en el suelo. Me inclino sobre él y compruebo que ha dejado de respirar. Le cojo la muñeca con la esperanza de encontrar bajo su piel de tortuga, hundida en la carne fría, alguna venita pulsando. Le azoto las mejillas, pero no hay nada que hacer, está muerto. Se va poniendo azul. Se le habrá parado el corazón. ¿Qué hacemos ahora? ¡No tendría que haber muerto!

—¡Levántate! ¡Levanta, carcamal!

Ya es un cadáver, y yo soy muy malo resucitando a la gente. Fred, el del saco de colorines, intentó demostrármelo, pero todavía me niego a creerlo.

—¡Cabrón! ¡La ha palmado!

Entre todo este follón, Beatrice vuelve en sí y se incorpora sobre el suelo, parpadea y empieza a gatear. ¡Vieja testaruda! Gatea entre las caretas desenfrenadas, pasa frente al hombre vegetal, envuelto en catéteres a modo de hiedras e indiferente a todo lo que ocurre. ¿Adónde irá? Pero ahora no tengo tiempo para dedicarme a ella. Además, dudo que se vaya lejos después de la descarga eléctrica.

Y mientras estamos haciendo trizas todos sus trastos, ella llega a la cámara transparente al fondo de la habitación, se mete allí, susurra algo y la entrada del cubo queda bloqueada. La vieja va volviendo en sí, nos observa desde el interior, nos mira, nos sigue mirando… Sin gritos ni sollozos. Está petrificada.

Víctor enciende su lanzallamas, quema con él la maquinaria demolida. Los demás, borrachos de adrenalina, lo imitan.

—¡Salga de ahí! —Golpeo el cristal de la pecera en la que se esconde Beatrice Fukuyama.

Me dice que no con la cabeza.

—¡Se va a quemar viva!

—¿Qué le ha pasado a Edward? —Ella intenta perforarme con la mirada y enfocarla en el gafotas azulado.

Oigo su voz perfectamente; dentro debe de haber un sistema de megafonía.

—No lo sé. Salga, alguien tiene que auscultarlo.

—Me miente. Ha muerto.

La necesito viva. Beatrice Fukuyama 1 E, la cabecilla del grupo organizado, premio Nobel y criminal; la necesito con vida. Es la mitad de la misión. Se trata de una operación totalmente correcta y justificada, no lo dudo en absoluto.

—Voy a esperar. Aguardaré media hora a que el virus haga efecto.

—Estamos en paz —le contesto—. Una mentira por otra. No había ninguna gripe en las probetas, ¿verdad?

Beatrice no me responde. El fuego va trepando por la montaña de escombros, la envuelve poco a poco con la intención de engullirla. A mí no me da miedo, éste es un fuego que purifica.

—¡Vámonos! —Víctor me da una palmada en el hombro—. ¡Hemos desconectado la alarma de incendios, tenemos que largarnos!

Al lado de él se planta el chaval delgaducho, ese sucedáneo cochino de mi Basil.

—No puedo. Tengo la orden de capturarla con vida.

—¡Salgamos! —insiste—. Ya se han prendido los adornos de Navidad… ¡Se quemará todo el barrio!

Beatrice se da la vuelta y se sienta en el suelo, como si todo lo que está pasando no le importara.

—Marchaos —ordeno—. Sacad al minusválido y marchaos. Tú asumes el mando, Vic. Yo saco a ésta y me uno más tarde. Tiene que haber alguna forma de abrir este cacharro.

—¡Déjala aquí! —Víctor se sube la capucha y tose.

—Lo he dicho todo. ¡Venga!

—¿Te has vuelto loco, Setecientos diecisiete? He venido aquí arriesgando mi vida para que tú… —Víctor se da la vuelta y se va.

Todo está envuelto en llamas: los muebles, las máquinas, las plantas artificiales. Un humo corrosivo me empieza a cegar.

—¡Ya saldré! ¡Saldré! —grito a los demás—. ¡Vosotros marchaos! ¡Rápido! ¡Es una orden!

Salen reculando despacio. Se llevan el cuerpo del viejo presumido de las gafas, sacan la silla de ruedas con el paralítico, más muerto que vivo.

Sólo el chaval con pinta de gamberro se queda parado en medio de la habitación mirándome fijamente. Parece sordo.

—¡Hala, tú también! —Lo empujo en el hombro.

—No puedo dejarlo. ¡No se puede abandonar al jefe de sección! —Le da un ataque de tos, pero sigue clavado en el maldito suelo.

—¡¡¡Venga!!! —Lo empujo con más fuerza—. ¡Pírate de aquí!

Me dice que no con la cabeza, entonces le asesto un golpe en su pómulo blanco. Le pego y pienso: no debería odiarlo. Los que me conocen desde hace veinte años ya se han largado, pero éste sigue aquí.

Al levantarse del suelo, balbuce algo, pero le doy una patada en el culo huesudo y por fin se marcha a rastras.

Que viva. No tiene la culpa de que lo pusieran en el lugar de Basil. La culpa fue mía.

Beatrice y yo nos quedamos a solas.

—No tiene nada que temer. Sólo la quiero llevar al ministerio. ¿Me oye? ¡No tiene nada que temer!

Hace como que no me oye.

—Le juro que su vida no corre peligro. Tengo una orden, debo sacarla de aquí…

Le importan un bledo mis órdenes. Sigue de espaldas hacia mí y ni se inmuta. El compuesto al arder suelta humo ácido de color gris, me cuesta respirar, me pica la garganta y la cabeza me da vueltas.

—Por favor —pido—. Lo que está haciendo no tiene sentido. ¡No me voy! ¡No la dejaré aquí!

No paro de tragar y escupir el humo grisáceo. Me mareo, los ataques de tos me obligan a detenerme.

En el umbral aparece una silueta. Me habrán venido a buscar… ¿Vic? Me vuelvo, pero la silueta es muy borrosa, la tapa el humo. Estoy desorientado. Se me trastorna la conciencia. Regreso con la anciana. Doy unas palmadas en el cristal; ella se vuelve.

—¿Piensas escapar de aquí? Crees que te puedes esconder de nosotros, ¿eh? ¿Qué vas a hacer? ¿Traficar con esa porquería? Sé por qué te has metido en este maldito agujero. ¡Para estar más cerca de tu clientela! Los inyectados. ¿Planeabas abrir aquí una tiendecilla y vender el antídoto ilegal a esos cadáveres ambulantes? ¿Eh? ¡Y al mundo que le den!

Dentro de la pecera de Beatrice el aire parece limpio y transparente. ¡Qué diablos!

Recojo del suelo la pata de una mesa —pesada y puntiaguda— y con todas mis fuerzas aporreo con ella la pared sintética. El material traslúcido amortigua el impacto, tan sólo se agita ligeramente. Entiendo que es irrompible, pero continúo dándole golpe tras golpe.

—Sé que me estás oyendo. ¡Lo sé! ¿No dices nada? ¡Pues sigue así, bruja! Os pillaremos pase lo que pase. No os dejaremos destruir Europa. ¿Te enteras? ¿Quieres forrarte mientras nosotros nos morimos de hambre? Por vuestra culpa volveremos a las cavernas. Pero da igual… ¡Os cogeremos a todos! ¡Mercachifles de mierda!

Detrás de mí explota algo, me envuelve en una nube de calor, quiere derrumbarme, pero no cedo y me mantengo de pie.

Me apetece enroscarme en el suelo, la tos me provoca arcadas.

De pronto el techo hace una cabriola impensable: de un salto se pone justo delante de mis ojos, donde antes tenía la pared transparente con Beatrice al otro lado. Intento levantarme, pero se me nubla la vista, los brazos dejan de obedecerme y…

—¿Piensas que soy un flojo? ¿Crees que no aguantaré y me iré? Antes la palmo. ¡La palmo, pero no te dejo escapar! —musito yo.

Es verdad que no me puedo ir. ¿Dónde estarán? ¿Dónde está mi decena, mis compañeros, mis pies, mis manos, mis ojos y mis oídos? ¿Por qué no vienen a buscarme? ¿Por qué no me quieren sacar de aquí a la fuerza? ¡¿Acaso no entienden que no puedo abandonar mi puesto voluntariamente?! ¿Dónde está Vic? ¿Y Daniel? ¿Y Ele?

Con el rabillo del ojo, a través de las lágrimas picantes y la humareda tóxica veo el contorno de una persona que entra en este infierno humeante, luego a otro.

—¡Vic! —digo con voz ronca—. ¡Ele!

Pero no… Ninguna careta. Están encorvados y se mueven tan despacio que parece que llevan encima unas lápidas de granito. Son ancianos, esos insectos tercos y descerebrados, que vienen a sacar de las llamas a su abeja reina, a Beatrice.

Me fijo y veo que son jorobados y no tienen cabeza. Caminan a tientas porque son ciegos. Entonces entiendo que son los auténticos ángeles de la muerte y no unos impostores como nosotros.

Vienen a buscarme.

Me muero.

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