Futu.re

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XII. Beatrice y Helen

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XII

Beatrice y Helen

—Niño… ¿Me oyes, niño?

Está justo encima de mí: sus rasgados ojos asiáticos, las pestañas pegadas por el maquillaje, las sienes rapadas… Beatrice al final ha salido, ha salido y está a mi lado.

La aparto de un empujón, me incorporo, pero enseguida me tumbo de lado. Empiezo a vomitar. Tengo que capturarla antes de que se escape, pero estoy demasiado ocupado con mis arcadas.

Veo fuego a mi alrededor, pero el aire es dulce, auténtico. Se puede respirar, y yo lo hago a todo pulmón. Luego me concentro y vomito otra vez. Lo hago en un rincón, agazapado, avergonzado, como un animal enfermo. Recobro el aliento, me limpio… Beatrice está sentada enfrente de mí, a un metro y medio como mucho.

Entre nosotros, en el suelo, está mi careta.

Me agarro la cara con las manos: no puede ser, ¿cómo se me ha podido caer? Me doy cuenta de que Beatrice me está mirando; no a Apolo, sino a mí, despojado. Y no tengo dónde esconderme. Quiero esconderme, pero el vacío detrás de mi espalda no me deja, porque está hecho de un compuesto transparente. Estoy enjaulado. Estoy en la pecera de Beatrice.

No ha sido ella quien ha salido, sino yo que me he metido en el cubo. ¿Cómo ha podido pasar?

Lo primero que hago es alcanzar a Apolo, lo engancho con los dedos temblorosos y lo aplico sobre mi piel seca y afiebrada como si fuera un apósito curativo; enseguida se me pega a la cara y me devuelve la libertad y el descaro, me devuelve a mí mismo.

—¿Por qué has hecho esto? —Amontono torpemente las palabras con la lengua áspera—. ¿Cómo he acabado aquí? ¿Has sido tú?

Beatrice suspira.

—Te quería ver sin esa estúpida careta.

—No pienses que ahora… Que te debo algo. O que no te voy a arrestar.

—Simplemente quería verle la cara a la persona que con tanto convencimiento suelta semejantes desvaríos.

—¿Desvaríos?

—Eres un niño, como yo pensaba.

—¡Cállate! ¿Cómo sabes cuántos años tengo?

Se encoge de hombros.

Afuera, al otro lado del cristal, se agitan las llamas. Los malditos cachivaches no dejan de arder. De vez en cuando, a través de la catarata formada por el aire candente, se puede ver el taller, donde esos desgraciados fabricaban sus adornos de Navidad; allí también hay fuego. Todo arde y se funde, no queda nada.

Beatrice contempla las llamas como si de una chimenea se tratara. Está ardiendo su laboratorio, pronto todos sus trabajos se reducirán a cenizas, pero su cara no expresa absolutamente nada.

Pero por fin sale de su letargo, porque ve cómo unas personas, que yo había tomado por demonios justicieros, están intentando atravesar la sábana ígnea. Los viejos están envueltos en trapos inútiles. Caminan, moviendo con dificultad las piernas frías, que no podrá recalentar ni siquiera el fuego de mil grados; agitan los brazos para disipar el humo. Se caen, se levantan, siguen caminando.

—Beatrice… —se oye un grito flojo entre las llamas.

¿Por qué arriesgan su vida por ella? ¿Para qué tanta entrega? ¿Y por qué mis compañeros me han abandonado? Sí, yo mismo se lo he ordenado, pero ¿acaso mis órdenes tienen tanto poder? ¿Por qué los Inmortales no se meten en el purgatorio para sacar de ahí a su colega, pero unos ancianos miserables y moribundos sí?

—¿Con qué los has cautivado? —le pregunto a Beatrice—. ¡Bruja!

Ella observa a los suicidas tercos con inquietud. Se pone de pie, les hace gestos con las manos para que se alejen.

—Ya los tienes enganchados a esa porquería tuya, ¿verdad? —intento adivinar yo—. Esa sustancia… Ya la habéis creado. Ya está en uso… ¡Tienen dependencia todos! Son esclavos tuyos…

Cojo fuerzas, me acerco a ella y la agarro del cuello de la bata.

—¿Ya os ha dado tiempo a pasársela a los traficantes? ¡Confiesa! ¡¿Ya está en el mercado negro?!

—Suéltame —dice ella con calma, incluso con vanidad—. Suéltame, niño. ¿Acaso no entiendes lo que está pasando aquí?

—¡Lo entiendo todo perfectamente! ¡Vienen a por la dosis! ¡Producís aquí la asquerosa droga y se la chutáis a los moribundos! ¡Os estáis forrando y, además, seguro que estáis compinchados con el Partido de la Vida!

—¡Idos! —grita ella a sus hormigas obedientes—. ¡Por favor, marchaos! ¡Estoy bien!

—¡No pasa nada! —interrumpo yo—. Te hemos hecho aquí una buena limpieza. A tomar por el saco tu fábrica. Y éstos, que vayan pasando… Ahora se va a quemar todo…

—¡Beatrice! —Apenas se oye una voz en el mismísimo centro del infierno, y enseguida una de las figuras se desploma.

El fuego la abraza, le da caricias terribles; la figura se retuerce, rueda por el suelo y gime. Miro a Beatrice, ella no llora. A mí el incendio me exprime unas lágrimas de pacotilla, pero los ojos de la científica siguen secos.

—Eres un bellaco —me dice—. Un malvado. Acabas de matar a otra persona. Hoy has matado a dos.

—El teñido la ha espichado solo, si te refieres a él. Habrá sido un infarto o algo así. Supón que ha muerto de viejo. Ahora yo voy a tener la culpa de todo, ¿eh?

—¿El teñido? ¡Tiene un nombre! ¡Ni siquiera necesitas saber a quién has matado!

—¿Qué más me da?

—Te lo digo. Se llamaba Edward. Para que te acuerdes luego. Me decía que yo era su niña…

—¡Guarda tus jodidos efluvios para los demás!

—Me decía que nos íbamos a casar. Qué tonto.

—Que me importa una mierda vuestro amor de cementerio, ¿vale? ¿Acaso parezco un pervertido?

Beatrice solloza, se ahoga en el llanto, como si le hubiera asestado un puñetazo en la boca del estómago.

—Tenías razón. No te tendría que haber salvado…

Suelto un largo escupitajo: ésta es mi opinión sobre el asunto. Me ha salvado porque es una floja. Ahora es su problema.

—Es curioso: ¿se convertirá Maurice en un cretino como tú? —me pregunta no sé por qué.

—¿Quién?

—Un cretino y un idiota… Tan engañado y tan desgraciado como tú. ¿Cómo te atreves a pensar que vendemos el fármaco? ¡Que lo íbamos a vender!

—¡Ajá! Entonces, aquí no hay ninguna gripe, ¿verdad? ¡Era un juego! —exclamo victorioso—. Lo habéis creado. ¡Habéis creado esa maldita sustancia! ¡Estamos actuando correctamente!

—Por una dosis… —No puede apartar la vista del cuerpo convertido en una rueca hasta que éste se detiene—. ¿Crees que les queremos vender la medicina por dosis? Para ganar más dinero, ¿no? ¿Y que esta gente se lanza a las llamas por una droga?

—¡Sí!

De repente me suelta una bofetada, pero mi mejilla está protegida por un blindaje sintético, por una piel ajena con aspecto de mármol, y no llego a sentir nada. Le intercepto la mano y, de forma habitual, le doblo la muñeca. Su pelo canoso se suelta y se despeina.

—¡Me intentan salvar a mí! ¡No a sí mismos! ¡No necesitan ninguna droga, sino a mí!

—¡Que lo intenten! Carcamales miserables…

—¿Miserables? —Beatrice libera la mano de un tirón—. ¡¿Cómo te atreves a llamarlos miserables?! ¡Tú, saqueador rastrero, cobarde enmascarado! ¡El miserable eres tú! ¡Tú, no ellos!

Estamos uno enfrente del otro. Las lenguas de fuego se le reflejan en la cara, rejuveneciéndole la piel; las crines plateadas se le han despeinado y, junto con las sienes rapadas, le dan el aspecto de una iroquesa. En su expediente se indica que tiene ochenta y un años; nuestro acelerador ya le ha devuelto su edad biológica, pero ahora, anabolizada de furia, se ha olvidado de eso.

—¡Son las personas más valientes que he conocido! —ladra ella—. ¡Las más fuertes! No les da miedo descomponerse en vida. Convertirse en personas y ser condenados por eso a muerte por tu propio Estado. ¡Puto Estado de torturadores!

—¡Es mentira! Ellos hacen su elección. Europa les da la oportunidad…

—¡Europa! El Estado más humano y justo de todos, ¿verdad? ¡Pero si lleva la misma careta que tú! Y debajo de esa careta hay un hocico igual de repugnante. ¡Ésa es tu Europa!

—En Europa todos nacen inmortales. ¡Basta de echarnos la culpa! Simplemente, cumplimos la ley cuando vosotros no la queréis cumplir.

—¿Y quién inventó esa ley? ¿Quién obligó a la gente a hacer esa satánica elección? Si, por lo menos, nos ejecutaran en el acto… pero, claro, ¡sería inhumano! ¿Verdad? Entonces, nos dan una prórroga, matándonos poco a poco, haciéndonos sufrir… ¿Sabes cómo es la vejez? ¿Sabes qué se siente cuando, al despertar, encuentras en la boca un diente caído? ¿Perder el pelo?

—¡Me da igual todo eso! —insisto.

—¿Dejar de ver de lejos, luego de cerca y después quedarte completamente ciego? ¿Y olvidar el sabor de la comida? ¿Sentir que se te debilitan las manos? ¿Cómo se siente uno cuando cada paso le duele? ¿Sabes qué es vivir como un saco agujereado lleno de vísceras putrefactas? ¿Por qué arrugas los morros? ¿Te da asco? ¿Te da miedo la vejez?

—¡Cállate!

—Te va devorando… Tu rostro se va convirtiendo en una caricatura de ti mismo cuando eras joven y tu cerebro, en una esponja reseca…

—¡Tu vejez no me importa!

—¿La mía?

Beatrice agarra la cremallera de su bata de laboratorio y tira hacia abajo. Se quita torpemente el jersey y se queda solo en sujetador; una tira de tela blanca que envuelve un trozo de carne ahumada y marchita. La piel le cuelga en pliegues, tiene el ombligo estirado. Beatrice, al desnudarse delante de mí, se arruga, se hace más diminuta, como si de verdad no fuera una mujer sino un insecto; en lugar de esqueleto tenía un caparazón en forma de bata. Y debajo de él, un cuerpo viejo y endeble.

La observo maravillado y horrorizado a la vez.

Se quita de un tirón el sostén, descubriendo dos pechos amorfos con pezones marrones y desfigurados.

—¿Qué haces?

—Esto es lo que queda de mí. ¡Fíjate bien! Me has quitado la juventud. Mi belleza. Tú y gente como tú. ¿No te importa eso?

Beatrice da un paso hacia mí; reculo y me incrusto en la pared.

—Eres tú quien me vigila. No dejas que me cure. Me deseas la muerte. ¿Por qué no te importa? ¡No es mi vejez, sino la tuya!

—No, por favor —le pido.

—Tócamelos. —La hechicera amerindia se me aproxima.

—¡Basta!

—¿Te dan asco? ¿Sabes lo bonitos que eran antes? Hace sólo siete años. ¿Cómo era yo? ¿Estas manos? —Me pone en la nariz sus dedos de pergamino—. ¡Qué odas dedicaban los hombres a mis piernas! —Se acaricia las flácidas caderas—. ¿Dónde está todo? La vejez me va devorando noche y día. ¡No tiene solución! Las cremas, el ejercicio, las dietas. Todos estos medios son legales sólo porque son inútiles.

—¡Hiciste tu elección!

—¡No hice ninguna elección! Irrumpieron en mi casa en la mitad de la noche, me torcieron la muñeca y me inyectaron el acelerador, y ya está.

—No puede ser… Es una infracción grave de la normativa. Tenían que… —replico con inseguridad.

—Se llevaron mi juventud y mi belleza y no me dejaron nada a cambio. Y lo más importante… ¡me quitaron a mi hijo!

—¿A tu hijo?

Sigue desnuda delante de mí, sus ojos empañados miran hacia el pasado; las paredes de la cámara empiezan a calentarse, lo siento con la espalda. ¿Cuánto tiempo podrá aguantar? El aire también se está agotando. En el cuello y en el pecho de Beatrice se acumulan gotas de sudor, sólo su cara maquillada no transpira, su aspecto es inalterable, como el de mi careta.

—Me metieron una dosis de anestesia y me dejaron ahí tirada. Pensé que lo estaba soñando. Que era una pesadilla. Me parecía oír a mi niño llorar, que lo estaba buscando y no lo podía encontrar. Quería despertarme, ayudarlo, pero no podía. Y cuando volví en mí…

—¿Tuviste un hijo?

—… comprendí que no era una pesadilla. Maurice, mi hijo, ya no estaba. No me lo creía, tenía la esperanza de que fuera un sueño, fui a preguntárselo a los vecinos… Si tenían a mi Maurice…

—¿Procreaste ilegalmente? ¿No declaraste el embarazo? —Ahora todo se aclara.

—Tenía dos meses. Lloró de verdad, pidiendo que lo encontrara, que lo salvara… Pero no lo salvé. Me lo quitaron. ¡Me lo quitasteis! ¡Os lo llevasteis todo: mi juventud, mi belleza, a mi hijo!

—Ahora lo entiendo.

Enderezo la espalda; me zumban los oídos, siento las manos electrizadas y el alma se me agita de ira y de asco.

—¡Y ahora están haciendo de él un desalmado como tú! Un cretino adiestrado. Un perro desquiciado…

—¿Lo sabías?

—¡Un canalla sanguinario! Mi niño… —sigue ella como un autómata.

—¡¿Lo sabías?! ¡Dilo, perra! ¿Sabías qué iba a pasar con tu hijo si descubrieran tu maternidad ilegal? ¿Sabías que lo iban a meter en un internado? A todos los hijos ilegítimos los meten en internados. Sabías eso, ¿no? ¡Sabías que lo iban a convertir en un Inmortal!

Me apetece golpearla, sin piedad, como a un hombre, encajarle un puñetazo en la mandíbula, dejarle la nariz más chata todavía, patearle las costillas.

—Sabías lo que le iba a pasar en el internado, ¡¿eh?! Lo sabías y aun así no declaraste el embarazo. ¡Condenaste a tu Maurice, sabiendo todo lo que le iba a pasar!

Beatrice se estremece de un escalofrío y se cierra la bata, escondiendo de mí sus pechos repugnantes. Se aquieta. Y las llamas al otro lado del cubo empiezan a menguar, como si fuera ella quien las alimentara con su cólera, que se acaba de consumir junto con el laboratorio.

—¿Por qué? ¿Por qué lo pariste clandestinamente? ¿Por qué no hiciste la elección mientras estabas embarazada?

—¿A ti qué te importa?

—¡Habrías podido quedarte con él! Si hubieras declarado el embarazo a tiempo, uno de vosotros, tú o el padre de Maurice, habría podido estar con él durante diez años y el otro, toda la vida. ¡La culpa es tuya! ¿Por qué no hiciste la declaración a tiempo?

—¡Me dejó! Me abandonó en cuanto supo que me había quedado embarazada. ¡Desapareció!

—¡Tendrías que haber abortado enseguida!

—No quise. No pude. No podía matar a su hijo. Esperaba que volviera…

—¡Idiota!

—¡Cállate! ¡Lo quería! Por primera vez en setenta años amé a un hombre de verdad. No puedes juzgarme. ¿Cómo vas a saber qué es el amor? ¡Ahí todos sois unos impotentes!

—Claro… —asiento—. Somos todos unos impotentes. Y tú no eres más que una puta. Una puta fea e inútil. Tú misma le aplicaste la condena a tu hijo. ¡Amor! Te lo puedes meter en tu seco y arrugado…

—Pensé que iba a volver… —susurra ella—. Que iba a querer ver a su hijo.

—¿Y tu héroe es el teñido que la acaba de palmar delante de ti?

—¿Ed? No… A éste lo conocí aquí hace un año. No tiene nada que ver.

—Menuda pelandusca eres —refunfuño.

No lo niega, no discute. Le acabo de dar en el punto débil, en la boca del estómago, le he cortado la respiración, le saltan chispas de los ojos. Esta vieja perra sabe que es culpable. Lo sabe. Y por eso se rinde. Ahora puedo arrancar tiras de sus carnes viejas y oxidadas; aunque esté viva, no dirá ni pío. Le interesa sólo una cosa.

—Tenéis diferencia… de edad, ¿no? Pero tal vez lo conozcas. Eres muy joven todavía, ¿verdad? Es posible que lo vieras allí. Puede ser que estuvieseis en el mismo internado. Es un niño de ocho años, de ojillos rasgados, se llama Maurice.

El cristal, lamido por las llamas, se ha enhollinado y se ha puesto negro. Puedo ver en él mi reflejo. Tirabuzones de mármol, aspilleras negras de los ojos, una nariz griega impecable.

—¡Por eso me has sacado del fuego! —Caigo por fin en la cuenta.

Me quito la careta de Apolo —ahora lo hago voluntariamente— y sonrío. Le dedico a Beatrice Fukuyama una sonrisa tan amplia como me permiten los músculos faciales y los labios agrietados.

—Aquí me tienes —le digo—. Mira. ¿Quieres verme otra vez antes de espicharla? Pues mírame. Cuando crezca será como yo. ¿No decías que éramos todos iguales?

Y se queda mirándome. Le tirita la mandíbula. El fuego y la furia la han abandonado, y se ha quedado vacía.

—Cuando salga del internado, ya habrás palmado. No os vais a cruzar. Pero no pasa nada. Tienes derecho a una llamada, ¿te lo han dicho? Todos lo tienen. Pero no hace falta que llames. Ya me has visto a mí, y a tu Maurice le importas una mierda. No se acuerda de ti. A los dos meses es sólo un pedazo de carne.

Por fin consigo que llore.

—Llora —digo—. ¡Llora todo lo que quieras! Pero hazlo más alto para que no me ponga a contarte cómo los tratan allí. Cómo los castigan por vuestro puterío. ¡Qué precio pagan por vuestros amores perros!

Y ella llora a grito pelado. Derrotada, se sienta en el suelo y llora sin parar, mientras el incendio en el laboratorio se va apagando.

—Perdóname… —balbuce entre sollozos—. Perdóname… Tienes razón. Es mi castigo. La muerte de Edward y lo que acabáis de hacer con mi trabajo… Me lo merezco.

—¡Que te den!

Pero ahora, que está apagada, yo también me consumo. Le he dicho todo lo que quería, la he quemado, he quemado su laboratorio, me he quemado por dentro. Y, de improviso, me invade una sensación totalmente impropia para mi relación con Beatrice: la culpa.

«Ni siquiera es mi madre», me digo a mí mismo; simplemente es una vieja extraña. Le tiendo la mano.

—Recoge tus cosas. Nos vamos.

—¿Cómo te llamas? —me pregunta con voz débil.

—Jacob —contesto con retraso.

Se levanta, exhausta, y empieza a abrocharse.

—Ha pasado media hora y aún sigo vivo —observo—. ¿Dónde está tu gripe de Shanghái?

—No la hay —responde Beatrice ahogadamente—. Esperaba que eso os pudiera detener.

—Claro que no la hay. No nos habrían dado una misión así. Pero la sustancia existe, ¿a que sí? Una dosis diaria de vida para reclutar un ejército de cadáveres andantes y sacarles pasta, ¿eh?

—No pensábamos venderla, Jacob. No teníamos derecho.

—Desde luego.

—No teníamos derecho a dosificar la salvación. El medicamento se tenía que administrar en una sola toma, ser fácil de usar. Y fácil de producir. Los que fueran a fabricarlo no deberían depender de nosotros… Un laboratorio, tres personas… Sabíamos que éramos vulnerables.

—¿Habéis enseñado a alguien más? ¿Habéis vendido ya alguna tanda? ¿Tienes la receta? ¡Levanta la compuerta! ¡Salimos!

Beatrice obedece, da una orden y la lámina sube. Un aire candente y bochornoso me golpea la cara, las cenizas revolotean como plumas negras.

—No nos ha dado tiempo a terminar el trabajo. La medicina no existe, Jacob.

—¡No puede ser!

—Nos faltan unos años para obtener el resultado… Nos faltaban.

—Mientes.

Tropiezo con un envoltorio carbonizado; ya no tiene nada de humano, aunque hace media hora gritaba «¡Beatrice!». Lo esquivo.

—Entonces ¿para qué iban tus carcamales a meterse aquí? Si el medicamento aún no existe y tardaría años en aparecer… ¡para entonces ya la habrían palmado todos como moscas! ¿Para qué adelantar acontecimientos? ¿También les mentías? ¿Prometías salvarlos si te salvaban a ti?

—¿No lo entiendes?

—¡No, maldita sea!

—Sabían que no les iba a poder ayudar. Sabían que estaban perdidos. Edward lo sabía y Greg, por supuesto… El de la silla de ruedas. Pero yo quizá llegaría a ese día y obtendría la fórmula… Carcamales miserables… —Se vuelve para mirar otro montículo de harapos, que apesta a carne asada—. Seguramente, pensarían que merecía la pena morir para que, algún día, otros se salvasen.

Entramos en el taller, completamente quemado, negro. Bajo las botas resbala el vidrio fundido, que está empezando a espesarse: los adornos de Navidad han adoptado un estado, a mi parecer, perfecto. Beatrice se quema y suelta un chillido. Entonces la levanto en brazos para llevarla al otro lado del charco.

—No te harán nada. Los que me han enviado aquí sólo quieren que trabajes para ellos.

¿Para qué se lo estoy diciendo? Ella no deja que se le tenga lástima, pero es exactamente lo que siento. Esa historia de dos ancianos estúpidos que intentan adelantar a la muerte en una carrera perdida de antemano… De pronto aparezco yo y los descalifico.

No han logrado, pues, llegar a la meta. Ni lo lograrán jamás. Si es que dice la verdad… Uno de sus compañeros ya se está enfriando, otro está en coma, a ella le quedan un par de años; si la suelto sin más, seguirá viviendo en su mundo y no va a hacer ningún daño a nadie. Trato de ahuyentar esos pensamientos, pero, entre zumbidos, regresan una y otra vez.

Cojo a Beatrice de la mano.

—Pero si no había intención de venderla… ¿qué queríais hacer con esa sustancia entonces? ¿Fabricarla para el Partido de la Vida?

—Ni siquiera pensábamos fabricarla.

Me acuerdo de mi último encuentro con Schreyer. ¿A quién le tengo que hacer caso antes, a una vieja con el eje quebrado o a un senador? ¿Acaso sería capaz de engañarme? ¿Exageraría las dimensiones del peligro para hacerme creer en lo correcto de la operación? Sería capaz. Si así es, ¿sigo en deuda con él?

Sigo en deuda.

Pero…

—Colgaríamos la fórmula en la red. Con acceso gratuito.

—¿Qué?

—Para que cualquiera la pudiera imprimir en su impresora molecular. Con cosas así nadie se puede lucrar. Nadie tiene que esperarlo y morir sin que le llegue el turno…

Se me turba la vista.

No quiere ocultar la receta. No necesita dinero. No necesita siervos. Quiere hacer pública la panacea. Quiere romper la finísima sintonía del mecanismo que rige nuestros instintos, dejándonos seguir siendo personas. Salvar a todos para matar a todos.

Beatrice Fukuyama es mucho más peligrosa de lo que piensa Schreyer. No es terrorista ni mayorista; es una puñetera idealista.

Bajo la visera de mi yelmo.

Le aprieto la muñeca con todas mis fuerzas, hasta dejársela amoratada, y la arrastro, como los nómadas de antaño arrastraban a sus cautivos, atándolos a las sillas de sus caballerías, para convertirlos en esclavos o sacrificarlos.

A la salida me recibe una manada de vejestorios mugrientos y mi sección. Los carcamales me maldicen, estirando los brazos para arrebatarme a su reina, pero los Inmortales repelen su patético ataque.

Nos retiramos antes de que lleguen los bomberos, y nadie nos impide recoger a nuestros rehenes ni nuestros trofeos. Beatrice forcejea, pero Vic no tarda en convencerla con una breve descarga.

Al otro lado de la compuerta aérea nos está esperando una turbonave de la Policía. Mientras embarco con Beatrice al hombro, ella desvaría; dos descargas de táser dejan trastornado a cualquiera.

—La Variable Efuni… ¿Recuerdas qué es? Pensaban que habían descifrado el genoma ya en el siglo XX… Veían las letras sin poder leer las palabras… Luego las leyeron y pensaron que habían entendido el significado… Pero resultó que cada sílaba tenía su propio significado, o varios… Y que las palabras eran polisémicas… El mismo gen te puede hacer paticorto y feliz, otro influye a la vez en la potencia y en el color de los ojos y a saber qué otras cosas… Hasta ahora no lo hemos descifrado todo, no hemos captado todos los significados… Cancelar el programa… Eugene Efuni… Biólogo. Éste dijo que el segmento ejercía otras funciones, que no se podía precipitar, pero… ¿Quién le ha hecho caso? Nadie, Maurice… ¿Me oyes, Maurice? —Me mira a los ojos con insistencia.

—No.

Abro el grifo y lleno el vaso.

Tengo la garganta seca; el puñetero incendio me disecó por completo. El agua me parece dulce, pero es mi sed la que la azucara. Lo bebo hasta el fondo, me lleno otro. Un trago, otro trago, y se queda vacío. Lo colmo de nuevo. Bebo, me salpico. Los dedos se resbalan por el compuesto; si el vaso fuera de cristal, posiblemente me reventaría en la mano.

Lleno el cuarto vaso, me lo vuelco en la boca. Ahora el sabor del agua es el mismo de siempre: humedad con un ligero toque de hierro. Ya no tengo más sed, pero lleno el vaso otra vez.

Pesado, me tumbo en el catre y enciendo la pantalla.

Busco el canal benéfico que se dedica a exprimir de la gente lágrimas y dinero, contando la vida en las reservas. Sale un hospicio más o menos decente: aquí los niños juegan en un prado junto a sus padres en avanzado estado de composición, imitando la felicidad familiar como si a nadie le tocara morir dentro de un par de años.

Termino el quinto vaso.

«Sin la ayuda de Generación apenas podríamos aguantar —confiesa un anciano de aspecto agradable, abrazando a su hija pequeña—. Pero gracias a ustedes, podemos llevar una vida completa. Igual que ustedes…».

En esto, los violinistas que tocan de fondo sacan una nota especial, que te pone la piel de gallina. Es un truco ya conocido: un espectador no preparado puede pensar que es el discurso del viejo que lo ha conmocionado.

«La Fundación Generación cuida a tres millones de ancianos en toda Europa —concluye un barítono aterciopelado, mientras en la pantalla gira el logotipo de la susodicha fundación—. Colabore con nosotros para ayudar a esta gente a vivir dignamente…».

—Y una mierda —contesto, atragantándome con el agua.

En el Medievo existía una tortura que consistía en clavarle a la persona un embudo de cuero en la boca y verter agua en él hasta que el estómago explotara. Me vendría bien un embudo de ésos.

Este canal no es más que una leprosería, igual que todas las reservas de viejos; los demás emiten los anuncios sociales sobre la «Elección del débil», donde el primer plano desgrana los dientes podridos y cabellos ralos de unas viejas sumidas en el marasmo.

Dan ganas de vomitar, pero ésa es su función. Europa no necesita ancianos. Hay que mantenerlos, curarlos, alimentarlos; no producen nada más que mierda y adornos de Navidad, pero consumen aire, agua y espacio. El racionamiento ya no es cuestión de mayor provecho, sino de mera supervivencia. Europa está al borde del colapso, no se le pueden apretar más las tuercas.

Pero envejecer y morir es derecho constitucional de todos, igual de inalienable que el permanecer siempre joven. Lo único que podemos hacer es convencer a las personas de que no envejezcan. Y lo hacemos como podemos.

Los que eligen procrear como animales eligen su propio destino. La evolución avanza, y los que no saben cambiar se extinguen. El desarrollo tampoco espera a los que no quieren cambiar sus principios.

—La culpa es vuestra —musito y bebo otro trago—; que os den, pues.

Miro el reloj: queda un minuto para la conferencia de Bering. En la pantalla de mi comunicador todavía parpadea el mensaje de Schreyer: «Canal Cien, siete de la tarde. Te divertirás».

Cambio al Canal Cien.

Paul Bering, el ministro del Interior y miembro del Consejo General del Partido de la Inmortalidad, sale a una pequeña tribuna y saluda protocolariamente a los reporteros conocidos. Detrás de él, las estrellas europeas sobre el fondo azul; en la tribuna, el escudo del ministerio con el lema «Todo por la sociedad»; en la solapa, un pin con la cabeza de Apolo. El mandatario es un joven alegre, de pelo castaño y facciones aniñadas. Se parece más a un estudiante de algún liceo de élite panamericano. Así es como tiene que ser la persona responsable de la seguridad de una Utopía mágica, donde la mayor amenaza para los ciudadanos es el mal tiempo. Bering está ligeramente despeinado, descaradamente bronceado y sonríe con timidez, aunque con esos dientes podría sonreír veinticuatro horas al día. Carvalho quiere a Bering. La cámara lo quiere. Todos lo quieren. Yo lo quiero.

«Gracias por venir —dice Bering—. Es un asunto realmente importante. Hoy hemos desmantelado un grupo criminal que ha conseguido sintetizar un genérico para la muerte, la vacuna de la juventud eterna».

El cuerpo periodístico se agita y ulula. Bering hace una pausa y esboza un gesto serio para convencer a los presentes, dejándoles enviar desde sus comunicadores la noticia urgente. Subo el volumen y aparto el vaso medio vacío.

«Ha ocurrido lo que nosotros temíamos y para lo que nos estábamos preparando. Damas y caballeros, hoy hemos logrado prevenir una verdadera catástrofe».

El ministro Bering, acalorado, también se sirve un vaso de agua y calma la sed. La prensa aplaude.

«Sí, han oído bien: catástrofe de magnitud mundial. La banda planeaba exportar el genérico a Panamérica, donde se distribuiría a través de las redes ilegales. Los medios recaudados se iban a destinar a la financiación del Partido de la Vida».

Toma ya.

«¡Necesitamos pruebas!», exige un reportero con un claro acento panamericano.

«Por supuesto —asiente Bering—. Pongan la imagen, por favor».

En la pantalla aparece Beatrice Fukuyama.

Tiene mejor pinta que cuando la metía en la turbonave de la Policía. Está peinada, lavada, maquillada. Ningún rastro de palizas o torturas… Puesto que en la Utopía no utilizan esos métodos.

«Es Beatrice Fukuyama 1 E, científica microbióloga, premio Nobel de Fisiología y Medicina de 2418 —presenta Bering—. Buenas tardes, Beatrice».

«Buenas tardes», saluda ella con dignidad.

«Estimados colegas, Beatrice Fukuyama está a su disposición». Bering hace un gesto de invitación.

Me acerco más a la pantalla, miro con atención y desconfianza. Los periodistas se abalanzan sobre mi Beatrice como si les hubieran ofrecido lapidarla en la plaza del mercado de algún pueblecito galileo.

Pero aguanta bien la avalancha y, sin perder la paciencia, lo explica todo: «Sí lo he creado. No, no sé nada de la distribución. La tendrían que organizar los activistas del Partido de la Vida, ni se les ocurra llamarlos terroristas, sólo intentan salvarnos. No, no diré nombres. No, no me arrepiento de nada».

Tiene los labios secos, pero no para de sonreír. La mujer mira a la cámara con determinación, la voz no le tiembla ni una sola vez. Tampoco intenta dar a entender, ni con un gesto siquiera, que está secuestrada o que haya que desconfiar de todo lo que está diciendo.

Cuando el interrogatorio termina, Bering alza un dedo.

«Otro detalle. La operación de hoy ha sido realizada por una sección de Inmortales. Había que actuar con rapidez, alguien había avisado a los criminales, éstos habían destruido su laboratorio y estaban a punto de huir. La policía no habría llegado a tiempo. Afortunadamente, una decena de la Falange se encontraba cerca».

«Señor ministro —salta alguien de la multitud—. El presidente de Panamérica, Ted Méndez, es conocido por sus críticas al Partido de la Inmortalidad, sobre todo a sus unidades de asalto. ¿Cree usted que esta operación les ayudará a mejorar las relaciones?».

Bering se encoge de hombros.

«¿Unidades de asalto? ¿No es algo de la historia del siglo XX? No sé de qué me habla usted. Tengo muy buena relación profesional con el señor Méndez. Eso es todo, colegas. ¡Gracias!».

Se baja el telón.

El comunicador pita: es un mensaje de Schreyer.

«¿Qué tal?».

La boca se me llena de sal; me he mordido el labio.

No es Beatrice, es un pelele. No la creo capaz de decir esas cosas. No creo que pueda sonreír. Lo que acaba de decir la Beatrice-pelele no puede ser verdad, porque todo lo que me dijo en la cámara de cristal la Beatrice auténtica no puede ser mentira.

«Qué más da cómo lo han conseguido», pienso yo para tranquilizarme. Mi verdad no es más dulce que esa mentira empalagosa con la que acaban de llenar las bocas abiertas a todo el mundo. Beatrice es más peligrosa de lo que la han pintado. Si no lo es para Panamérica, lo es para Europa. Y sobre todo para el Partido de la Inmortalidad.

«Lo hiciste todo bien», me digo a mí mismo. ¡Todo bien!

«Frenaste a unos dementes que querían destrozarte la vida y la de otros ciento veinte mil millones de personas. Defendiste la ley y libraste de sospechas a la Falange. Con una misión pagaste otra misión fallida y limpiaste tu reputación. Conseguiste un ascenso y recuperaste la confianza de tus superiores».

Todo correcto. Pero ¿por qué Beatrice Fukuyama —limpia y sonriente— me parece más horrible que aquella bruja que me embistió descubriendo ante mí su vejez? ¿Por qué las palabras que oí entonces me parecen más importantes que todo lo que acabamos de escuchar ahora?

«¿Qué tal?».

Me siento como un preservativo usado, señor senador. Me alegro de haberle sido útil. Gracias por escoger nuestra marca.

Soy bueno. Soy buen chico. Recuerdo cómo huele una persona recién quemada.

Pero ese olor no le quita la razón a Schreyer. Escogió un buen papel para mí y me lo explicó todo, para que me fuera más fácil representarlo. Perdió su tiempo en vez de ordenármelo sin más; a mí o a cualquier otro.

Estoy viendo su mensaje y no sé qué contestarle. Por fin escribo: «¿Por qué yo?». Erich Schreyer reacciona enseguida: «Qué pregunta más tonta. Yo me pregunto: ¿quién si no?».

Un minuto más tarde llega otro mensaje: «Puedes descansar, Yan. ¡Te lo mereces!».

Y aquí estoy, sentado enfrente de su preciosa mujer en el café Terra. Estamos en medio de una sabana, envueltos en una tarde que jamás se hará noche; a los clientes les gusta el ocaso africano, ya que la oscuridad la pueden ver en cualquier otro lado. Por eso las jirafas —dos adultos y su cría tambaleante— van a dar vueltas sin parar, estarán despiertas eternamente. Pero les da igual, claro, porque hace mucho que están muertas.

—¡Mira qué bonito es! —pía a mi lado una muchacha, mostrando a su novio la cría.

—¿Adónde va? —le pregunto a Helen Schreyer.

Ya se ha levantado y está a punto de marcharse, pero yo no tengo prisa.

—¿Y mi marido qué? —Helen aprieta los labios; en sus gafas de aviador sólo veo mi reflejo.

—Su marido tenía razón en todo. —Bebo de un trago mi vaso de Ídolo de oro, y no siento nada.

—Él es una bellísima persona. Tengo que irme. ¿Me acompaña?

—Pero… ¿no va a terminar el vaso de agua?

—¿Quiere que pague yo? Entiendo que el sitio no es de los baratos… pero no quiero sufrir sólo porque le da pena que deje sin acabar un vaso de agua del grifo.

«Beatrice ya ha pagado por usted», me apetece decirle. No todos aparentamos veinte años. ¿Dice que no tiene miedo a la vejez? Conozco a una persona, Helen, que le cambiaría el sitio: su coqueto hastío de la vida por las greñas blancas, manchas de pigmentación y pechos flácidos. ¿Está preparada?

Miro su vaso: está medio vacío.

Es agua corriente que sale del grifo de cada casa. Dos átomos de hidrógeno, uno de oxígeno, algunos excipientes espontáneos y una buena dosis de retrovirus, que, al entrar en el cuerpo humano, día y noche modifica su genoma, limpiando aquellas zonas por culpa de las cuales envejecemos y morimos, e incrusta sus proteínas en el ADN humano, regalándonos la juventud. Ésa es la vacuna de la muerte. Formalmente, la inmortalidad es una enfermedad y nuestra inmunidad —neandertal armado de una tranca— intenta luchar contra ella. Así que, cada día, nos contagiamos una y otra vez, por si acaso, bebiendo agua de grifo. ¿Acaso se puede inventar un método de vacunación más cómodo?

—Lo suyo ya está pagado. —Me levanto—. Por supuesto que la acompaño.

Enfrente de la recepción hay una hilera de cuartos de baño, la pared del pasillo tiene forma de cascada artificial, el suelo está revestido de ébano, unos apliques de vejiga de buey esparcen su luz tenue.

Abro de un empujón una puerta negra, cojo a Helen de la mano y entramos en un cuarto de baño. Ella forcejea, pero le tapo los labios. Le tiro de la coleta de quinceañera y le inclino la cabeza hacia atrás. Con las botas le golpeo sus estilosos zapatos, le separo las piernas, como si la estuviera registrando. Empieza a mugir, y le hundo los dedos en la boca. Con la mano libre busco su cinturón, los botones, la cremallera, tiemblo, desabrocho, jadeo, rompo, desgarro, le bajo el pantalón por la rodilla, le meto la mano en las bragas y hurgo; Helen intenta darme una coz, me muerde, pero no la suelto, insisto, la obligo, y unos segundos más tarde su lengua empieza a resbalar por mis dedos, que ella me ha mordido y ha hecho sangrar; sin aflojar las mandíbulas crispadas, me lame, me obedece, me acerca el culo, se levanta, se abre, se humedece y me palpa a ciegas la entrepierna, busca mi cremallera, susurra algo con ira, desabrocha, pide, gime, se inclina hacia delante, levanta servicialmente una pierna y se deja, me deja hacer con ella lo que me dé la gana. Las gafas de Helen acaban en el suelo, se le ha torcido la chaquetilla, un pecho queda fuera, ella cierra los ojos y lame el espejo contra el que la aprieto…

Me siento furioso, me siento bien por haberla cogido de la coleta y haberla bajado de su Olimpo, a esa diosa engreída, por arrancarle con las uñas el dorado, porque con cada gemido se rebaje a un hombre, se rebaje ante mí.

Me bato contra ella, me bato hasta perderme, hasta derretirme, y ninguno de los dos ya es humano, sino que somos dos animales copulando y así es como mejor nos sentimos.

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