Futu.re

Futu.re


XV. El infierno

Página 21 de 41

—¡A ver, quítate de aquí! —Echa de la silla de al lado a un chiquillo con la nariz rota.

El pequeño, en vez de obedecer, se suena la nariz, pero el viejo le suelta un sopapo y al gamberro no le queda otra opción que cederme el asiento.

—Siéntate.

La silla que ha quedado libre es de plástico, blanco y mugriento; la de Devendra, a su vez, es diferente. Es una antigua silla metálica, aparentemente nada valiosa, está desconchada y tiene las patas torcidas; pero el hindú la ocupa con tanto garbo como si de un trono se tratara. Además, brilla. Devendra la habrá salpicado de agua mientras se la servía. El mueble despide un olor extraño, curiosamente conocido. Es el óxido, me viene a la mente. Así huele el óxido.

—Te peleas con tu amiguita —dice con voz trémula—. Es normal. Me agrada saber que allá, al otro lado del muro transparente, sois personas normales, iguales que nosotros. ¿Tomas una copa conmigo?

A mano tiene una botellita de aspecto peculiar. Antes de que le responda, Devendra vierte un chorro de algo opaco en un vaso vacío, me lo acerca, luego se sirve a sí mismo.

—¿Qué haces, viejo? ¿Qué te ha dicho el médico? —lo riñe la mujer.

—Esto no se puede, aquello no se debe… ¿Para qué vivo entonces? ¡Y éstos además me sugieren que viva eternamente! —Señala a Radj con la cabeza, brinda conmigo y de un trago se bebe medio vaso de brebaje—. ¡Por tu salud!

Huele fatal. Pero el anciano, tras limpiarse la boca, me mira con tanta guasa que no me queda otra opción que coger aire y beberme la pócima, quemándome los labios reventados.

Parece que he tragado agua hirviendo; siento cómo el bebedizo me baja por el esófago, cómo hace coagular proteínas por el camino y mata las células del epitelio.

—Setenta grados —comenta el viejo con orgullo—. ¡Eau de vie, agua viva!

—¡Aguardiente casero! —grita Radj—. El agua viva la tienen los burguesitos de Europa.

—¡Pues que se atraganten con ella! —vocea en respuesta Devendra—. Ven aquí, nieto.

Radj se aproxima a nosotros; pero a mí no me mira.

—¡Bebe, anda! —El viejo le sirve medio vaso—. Mira dónde estoy sentado.

—En una silla de metal, abuelo —masculla Radj con aburrimiento, como si esta conversación ya la hubiera tenido miles de veces; el vaso lo sujeta en la mano.

—Exactamente. ¿Y sabes —dice Devendra dirigiéndose a mí— por qué estoy sentado en esta silla, eh? Está coja, chirría como mi mujer con los dientes, está oxidada por completo, se está deshaciendo, pero sigo sentado encima de ella.

Me encojo de hombros; el agua viva se mezcla con mis propios jugos, se evapora y sus efluvios me inflan la cabeza.

Annelie está hablando con Sonia, ésta le acaricia las manos, Annelie asiente con la cabeza; estoy seguro de que percibe mi mirada, pero no quiere encontrarse con ella.

—¡No me gustan los compuestos! —explica el anciano—. El material compuesto no se oxida. Pasarán cien mil años y vuestras sillas seguirán iguales que antes. ¡Caerán imperios, la humanidad se exterminará, pero en medio del desierto quedará esa silla de mierda! —Mueve la cabeza de una forma especial, a lo hindú; la barbilla se mueve hacia los lados, pero la coronilla permanece inmóvil—. Tomemos otra.

—¡Para! —chirría la vieja nariguda.

Devendra se limita a lanzarle a su mujer un beso. Nos sirve primero a mí, luego a Radj y, por último, llena su propio vaso.

—Son sillas para dioses, no para humanos —concluye—. ¡A vuestra salud!

Radj bebe, pero mira a su abuelo con preocupación. A mí ya me da igual todo.

—¡Pero nosotros no somos dioses, niño! —El anciano resopla de placer y entorna los ojos—. Por muchos mejunjes que nos metamos en los cuerpos, son timos. Las sillas de plástico eterno no son para nuestros traseros. Necesitamos sillas que nos recuerden ciertas cosas… ¡El hierro oxidado es el material idóneo!

—Pase lo que pase, abuelo, te conseguiremos su agua —insiste Radj—. Voy a disolver con ella tu potingue, rejuvenecerás unos quince añitos, entonces podrás despotricar tranquilamente de lo bueno que es morirse.

—¡Eres tú quien se empeña vivir eternamente! —se ríe Devendra—. Eres joven, y aun así te parece poco.

—¡Me empeño! ¿Por qué sólo los burgueses pueden vivir siempre? ¡No es justo! ¡Míralo! —Radj me da un empujón en el costado, pero sin malicia—. Puede ser que te doble la edad, y tú no paras de llamarlo niño.

—¿Éste? ¿Crees que no soy capaz de distinguir a un chaval de un carcamal? No, nieto, una persona no envejece por fuera, sino por dentro. ¡Y a este crío le veo las entrañas! —Devendra me zarandea el pelo.

Si estuviera en mi estado habitual, de tanta confianza se me erizaría el vello en el pescuezo, pero la poción india me ha diluido los sesos. No puedo cabrearme.

—¿Qué te apuestas? —vocifera con brío Radj—. ¿Cuántos años tienes, amigo?

—No soy un niño —respondo.

—¿Cuántos? ¿Veintitrés? ¿Veintiséis? —intenta adivinar el viejo.

—Veintinueve.

—¡Veintinueve! ¡Eres un crío! —se parte de risa Devendra.

—Amigo, ¿de verdad eres de ahí? ¿De la gran Europa? —me pregunta alguien.

El estudiante gafotas se nos acerca y trae también la silla para su mujer preñada. Ésta se abanica con sus pestañas, grandes como alas de mariposa, coqueta, como si no notara para nada el embarazo.

—De verdad —contesto vacilando.

—¡Qué guay! —exclama el empollón frotándose las manos—. Oye, tengo que hablar contigo. Necesitamos un colaborador ahí, al otro lado.

—¿Para traficar con droga? —bromeo.

—¡Qué va! A eso se dedica Radj. Es especialista en perico. Yo hago cine. Él es hombre de negocios, yo soy más de arte.

—Yo la verdad es que me quiero pasar al tráfico de agua —confiesa Radj no sé por qué—. Pero lo controlan todo los árabes, y están con los pakis, así que no nos metemos… Ni nos la venden.

—No me interrumpas, hermano. —El estudiante le da un empujón con el hombro—. En fin. Allí en Europa a los tíos no se os levanta, ¿no? Me refiero a la libido.

—¿Y eso por qué? —digo ofendido.

—Por la buena vida, supongo. ¡Todo lo que rodamos aquí lo compráis vosotros! O sea, las perspectivas son alucinantes. ¡Encantado de conocerte!

Se mete la mano en la solapa de su chaqueta entallada —de cintura para abajo viste un pantalón de chándal— y extrae una tarjeta de visita y me la entrega. Es una tarjeta física, de papel fino y barato, pero el nombre está impreso en letras de oro. «Hemu Tirak», dice la cartulina. «Productor de porno». La guardo respetuosamente en el bolsillo de pecho.

—¡Abuelito, échame a mí también! —pide Hemu, empollón y productor de porno.

—¿Tu mujer no tendrá nada en contra? —se pitorrea Devendra—. La mía, ¿sabes?, sufre cuando me pongo contentito.

—¡Porque del páncreas te queda sólo un cuarto y lo quieres embalsamar también! —explota la anciana.

—¡Chitón! —Devendra junta las cejas pobladas—. ¡Soy yo el que manda en esta casa!

—Yo, por ejemplo, no me puedo quejar —insisto; una marea cálida me invade el cráneo.

—¡Es otra prueba de que es un chaval! —interrumpe nuestra negociación el viejo Devendra.

—Buen chico, qué quieres que te diga. —El gafotas me da una palmada en el hombro—. ¡Sigue así! Pero no sé por qué a los vuestros les gusta ver a las nuestras. Quizá porque saben que si una tía aparenta diecisiete, diecisiete tiene. O porque lo hacemos aquí con más chispa, como si fuera siempre la última vez…

Annelie está de espaldas hacia mí, se ha agachado y parece entretenida con algo. Me apetece acercarme a ella. Acariciarle la espalda. Cogerla de la mano. ¿Por qué le he echado la bronca?

—Nuestro tío Genesh tuvo un tumor —dice Radj—. Cáncer de páncreas.

—Se refiere a mi hermano —explica Devendra—. Era un buen hombre. Todos tenemos problemas de tripa.

—Estuvo dos años muriéndose —sigue Radj—. Tenía setenta. Los médicos le daban dos meses, pero aguantó dos años. Y cada noche exigía que su mujer, mi tía Ayushi, se acostara con él. Tenía sus años, por cierto. Y se acostaban, ¿sabes? ¡Menuda potencia tenía el hombre! La tía decía que cada vez que lo hacían le daba miedo que se le muriera encima. Pero no podía decirle que no.

—¿No podía? ¡No quería! —brama Devendra—. ¡Ése sí que era un hombre! —Confirma sus palabras con un gesto sugerente.

—¡Pues haz como él! —le dice la mujer, poniéndole en las narices su dedo nervudo.

—¡Es lo que hago! —El viejo se bebe otro vaso.

—En fin, lo llevamos en la sangre. —Hemu, el gafotas, le acerca una taza esmaltada para que se la llene—. Hablo de la pasión.

—¡No me extraña, con un bellezón así! —Devendra le da un codazo a su vieja y señala con la cabeza a la rubia embarazada—. Aunque tú tampoco estabas mal…

—Pues a mí no me importaría beber de su agua —reconoce la anciana.

—Conseguiremos para ti también, abuela Chajna —asegura Radj.

—Quiero brindar, Hemu, por que tu Bimby te traiga un buen chiquillo —sonríe Devendra.

—Yo me uno. —Radj alarga su vaso—. ¡Por tu hijo, hermano! ¡Y por ti, Bimby! Necesitamos muchachos. Nuestra familia, nuestro pueblo…

Todos brindan por la Bimby emperifollada; ésta se ríe por lo bajo para no provocar un parto prematuro.

—Voy a tomar el aire. —Devendra se levanta de la silla destartalada—. ¡Eh, vieja! ¿Sales conmigo?

—A ver, amigo. Volviendo a nuestros negocios. —Hemu me tira de la manga—. Todos dicen que los vuestros se han vuelto majaretas de tanta simulación y relaciones virtuales… Pero tengo una idea genial. Reclutamos aquí un batallón de jovencillas, las ponemos delante de las cámaras… ¿Lo pillas?

—Espera. Ahora vuelvo…

Me levanto, le doy la espalda y me dirijo hacia Annelie haciendo eses. Tengo que explicarle por qué se lo he dicho así. La tengo delante de mis ojos, desnuda, alocada, tirada sobre el césped suave… Y luego en esa maldita consulta, donde le dijeron que…

—Escúchame… —Le pongo la mano en el hombro—. ¡Escucha! Perdóname, yo…

Se estremece, como si le diera un pinchazo. Se vuelve. Tiene en las manos un comunicador.

—Sonia me lo ha dejado. He llamado a Wolf.

—¿Qué?

—Para que sepa dónde estoy. Para que me venga a buscar. Los Inmortales aquí no nos encontrarán.

—Pero si…

—No quiero esperar más —dice Annelie—. Necesito que me recoja. ¿Entiendes?

—Entiendo…

—Siento haberte pegado. Sigues sangrando todavía.

Me limpio la boca. La mano se me tiñe de rojo.

—No pasa nada —respondo sonriendo—. Me lo he desinfectado.

El sabor del aguardiente se desvanece, el de la sangre se queda. Me trago la saliva viscosa. Respiro por la nariz.

Mi sangre huele a hierro oxidado.

Ir a la siguiente página

Report Page