Futu.re

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XVII. Las llamadas

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XVII

Las llamadas

«Llamada».

Es una palabra fácil, pero hay palabras que en el internado a menudo cobran un significado propio: habitación de entrevistas, enfermería, prueba.

La prueba de la llamada la tienen que pasar todos, sabemos perfectamente qué hay que hacer; los que ya la han superado se ponen chulos y miran a sus compañeros de decena por encima del hombro; comparten generosamente el secreto: cómo es, qué se siente. Está claro que, por cuestión de honor, muchos enseguida juran que en ningún momento sintieron nada especial.

En cada decena siempre hay alguno al que llaman cuando es muy pequeño todavía, y ésos son los que peor lo pasan, pero también se hacen guays antes que los demás y más adelante suelen ser más valientes. Y los que tienen que superar la prueba al final, durante los últimos años, normalmente ya van preparados: soportan la llamada con más facilidad, porque ya están cansados de esperarla. Con cada año que pasa, la idea de la llamada se hace más pesada, más insoportable, apetece que llegue y ya está. Dan ganas de expresarlo todo, de desahogarte, de reafirmarte.

La llamada se hace sólo una vez, jamás se presenta otra oportunidad igual. Los que suspenden la prueba de la llamada desaparecen del internado para siempre; lo que les pasa no se sabe, está prohibido hablar de ello. Pero hay que reconocer que son pocos.

En nuestra decena el primero fue el Ciento cincuenta y cinco. En aquel entonces teníamos siete años y lo de la llamada lo habíamos conocido por unos chismes con los que nos asustaban por las noches o por los desesperados desvaríos muchachiles. Fue entonces cuando, un día, nos sacaron a los diez de la clase y nos llevaron con el monitor jefe.

—Te llaman —le dijeron al Quinientos cincuenta y cinco en el pasillo—. ¿Sabes qué tienes qué hacer?

Éste fingió una sonrisa seria; o, quizá, simplemente estaba sonriendo. El Ciento cincuenta y cinco mentía tanto que la poca verdad que decía por casualidad o por descuido la tomaban por trola. Yo nunca dudé que este compañero fuera a superar la prueba sin ninguna dificultad.

Nos llevaron en fila india por los pasillos blancos y vacíos, nos subieron en el ascensor-búnker de tres pulsadores y nos hacinaron en el despacho impoluto del monitor jefe: una pantalla en la pared y desagües en el suelo, ninguna otra cosa interesante.

Nos pusieron en fila de cara a la pantalla —negra y vacía— y cerraron la puerta. El jefe al final no salió a recibirnos, pero sabíamos perfectamente que lo estaba viendo todo. Sólo había que recordar ese detalle siempre y todo saldría bien.

El Ciento cincuenta y cinco aguantó como un campeón. Se reía, le tomaba el pelo al Treinta y ocho, cotilleaba con el Doscientos veinte. Luego se oyó la señal.

La imagen llegó más tarde; primero sólo sonó la voz:

—¿Bernhard?

Era una voz femenina, joven. Y como… desbordada, no sé. Rebosaba de todo, digamos. Tras cada palabra que pronunciaba se escondía algo más, cien veces más, pero un oído humano no sería capaz de captar la frecuencia. No podíamos oírlo, pero aquel infrasonido enseguida nos quitó todo el alborozo. El Doscientos veinte quedó mudo, el Treinta y ocho frunció el ceño, el Siete hasta se puso a tiritar.

—¿Bernhard?

La pantalla parpadeó —es probable que pasaran primero el sonido y la imagen por la moderación, para que no hubiera sorpresas— y nos miró (más bien al Ciento cincuenta y cinco) una mujer, no muy vieja, pero surcada ya por las primeras arrugas, con la piel blanda, pero, a pesar de todo eso, según nuestras medidas, demasiado viva, demasiado tierna.

—¿Me estás viendo, Bernhard?

El Ciento cincuenta y cinco la recibió en silencio.

—¡Dios, qué grande estás! Bernhard, hijo, querido… ¿Sabes…? Estos señores me permiten hacerte sólo una llamada. Una nada más. En todo el tiempo. Mientras, mientras… ¿Cómo estás? ¿Qué tal estás, chiquitín?

Yo lo empapaba todo. Estando a su lado veía que las orejas se le ponían de color púrpura. La cámara enfocaba de tal manera que la mujer sólo pudiera ver a su Bernhard y nosotros permaneciésemos invisibles.

—¿No puedes decir nada? ¿Estás bien? ¿Qué te dan de comer ahí, Bernhard? ¿Los chicos grandes te tratan bien? He intentado conseguir… A través del ministerio… Pero me dijeron que sólo se podía hacer una llamada. Que el día y la hora los elegía yo… ¿Me oyes? Hazme una señal con la cabeza si me oyes.

Y el Ciento cincuenta y cinco le hizo una lenta señal con la cabeza. Sólo tenía siete años.

—Menos mal que me oyes. No dejan que me hables, ¿verdad? ¡Tu padre y yo te echamos de menos! He aguantado tres años. Me dicen: no se precipite, señora, no se le volverá a presentar una oportunidad así… Pero no he podido aguantar. Quiero saber que estás bien. ¿Estás bien, Bernhard? Cómo has crecido… Qué guapo eres… ¡Guardamos todas tus cosas! Tus sonajeros, la pequeña turbonave y el gato que cuenta cuentos. ¿Te acuerdas de él?

Miré al Ciento cincuenta y cinco, sólo con el rabillo del ojo. La mujer de la pantalla nos había embelesado; estábamos como piedras.

Aquella llamada era la primera. Ninguno era capaz todavía de resistir ante el arrobamiento materno. Si el Ciento cincuenta y cinco no nos hubiera dado ejemplo, a saber…

—¿Acaso no puedes contarme nada de nada? Bernhard… tengo muchas ganas de volverte a llamar para verte otra vez. Pero no me dejarán. Soy tonta. Soy una tonta impaciente. Lo que pasa es que hoy se cumplen tres años desde que te… desde que te mudaste y… Tu padre está bien. Tres años. ¡Cuéntame algo, Bernhard! Por favor, el tiempo se está acabando, pero aún no me has dicho nada de nada.

«El tiempo se está acabando, Ciento cincuenta y cinco. Despiértate».

Entonces nuestro compañero se quitó el pelo de la frente, se limpió la nariz con el dorso de la mano y dijo:

—Eres una estúpida y una delincuente. No te volveré a ver jamás, ni quiero verte siquiera. De mayor voy a ser Inmortal. Y voy a machacar a gente como tú. Para que lo sepas. Además voy a tener otro apellido. El tuyo no lo quiero llevar.

—¿Qué estás diciendo? —Ella se consumió inmediatamente—. Tú no puedes… Te obligan, ¿verdad? ¿Te obligan? ¿Bernhard? Tú papá y yo te adoramos. Nosotros… Tu papá te esperará sin falta y…

—No os quiero ver nunca. Sois unos criminales. ¡Adiós!

—¿Cómo que no queda más tiempo? ¡Esperen! Si ésta es mi única… ¡Ustedes me lo han dicho! Si jamás lo volveré a… ¡No hay derecho!

Las últimas palabras no se dirigían a nosotros. La voz se cortó, la pantalla se apagó. Fin. El Ciento cincuenta y cinco escupió al suelo y restregó el gargajo con el pie.

La puerta se abrió y apareció nuestro monitor jefe, luego nuestro doctor con sus artilugios. Le midió al Ciento cincuenta y cinco el pulso, la temperatura y la sudoración. Le hizo al monitor jefe una señal con la cabeza.

—Aprobado. —Zeus le zarandeó los bucles al Ciento cincuenta y cinco—. Eres un héroe.

Ya está. Ese día se ganó el respeto de todo el mundo: ¡pasar la prueba de la llamada a los siete años!

—¡Ha sido pan comido! —anunció públicamente el Ciento cincuenta y cinco.

La llamada sólo la puede hacer el padre que asume la responsabilidad por el nacimiento del hijo. Aquel que, tras la separación, está condenado a vivir, como mucho, diez años. «Y que den las gracias —dirían nuestros monitores—, porque Europa es la cuna del humanismo». En China o por ahí a los criminales no los miman tanto.

Sólo se permite hacer una llamada y el progenitor tiene la libertad de escoger el día. Muchos, por supuesto, intentan aplazar el momento, porque quieren ver cómo será su hijo de mayor. Pero no tiene mucho sentido.

Al Quinientos ochenta y cuatro lo llaman cuando todos tenemos nueve años. En la pantalla aparece un hombre de ojos hundidos, ojeras negras y pelo frágil; y lo más importante son las orejas ridículas, muy separadas.

—Hijo —dice y se relame—. Tú… Jolín… ¡Qué grande! ¡Estás hecho un hombre! ¡Has crecido muchísimo!

El Quinientos ochenta y cuatro —endeble, feo incluso sin los granos, que todavía no le han salido, el futuro onanista y objeto eterno de burlas— se sorbe los mocos mirando al suelo.

—¡Hombre! —se retuerce de risa el Ciento cincuenta y cinco—. ¡Hombretón!

El Quinientos ochenta y cuatro intenta hundir en los hombros la cabeza orejuda, pero el cuello es demasiado largo y no cabe.

—¿No estás solo? Nos están escuchando, ¿verdad? —El señor aguza la vista, como si de verdad pudiera ver a los demás—. No importa. Tenemos poco tiempo. Recuerda, hijo, soy una buena persona. Siempre te he querido. Simplemente pensamos que íbamos a tener suerte, pero… Para mí siempre vas a ser el mismo pequeñajo que…

—Pequeñajo… —El Ciento cincuenta y cinco se parte de risa.

—Pero… Pero… ¡No eres mi padre! —pía el Quinientos ochenta y cuatro—. ¡Eres un delincuente! ¡Por tu culpa estoy aquí! ¡Tú tienes la culpa y la gente como tú! ¿Te enteras? ¡Vete! ¡No quiero hablar contigo! ¡Y tendré otro apellido! ¡No el tuyo! ¡Y me haré Inmortal! ¡Vete! ¡Vete!

Su padre abre la boca como un pez sacado del agua y el Quinientos ochenta y cuatro aprueba.

Yo temo mi llamada y sueño con ella; la veo en mis sueños con tanta nitidez que, cuando me despierto, tardo en darme cuenta de que mi cita se aplaza… ¡y siento alivio! No sé qué decirle a mi madre. Tengo las palabras, nos las han enseñado, pero ¿cómo se las voy a decir? Las ensayo mientras sueño. «¡No te echo de menos! ¡Estoy bien aquí! ¡Mejor que en casa! ¡Yo me haré Inmortal y voy a hacer visitas a gente como tú!», le digo. Pero ella me responde: «¿Vamos a casa?», y me saca del internado.

Las mismas visiones a los siete, a los ocho, a los nueve años.

Luego llama el padre del Trescientos diez. Es un hombre serio, calvo, colorado, gigante. Pero habla sólo moviendo una parte de la cara, la otra está atrofiada.

—Hee teeneedo un derrame —pronuncia de forma ridícula—. Eeeell. No sssseé cuánto me queda. Hee peensaado que noo… Noo… meee daaaba teeempo.

—¡Padre! —ataja el Trescientos diez, un chaval de diez años—. Cometiste un delito. A mí me toca pagarlo. Voy a ser Inmortal. Renuncio a tu apellido. Adiós.

El médico le toma el pulso y levanta el dedo gordo. El Trescientos diez tiene un pulso de astronauta. Lo tiene claro: un criminal paralítico no es más que un criminal paralítico.

Cuando tenemos once años, llaman al Doscientos veinte. Su madre es una anciana con greñas blancas. Al Doscientos veinte se lo llevaron cuando era muy pequeño, y para su madre los diez años pasaron más rápido que para el resto. Ha estado aguantando la llamada hasta el final. Y ahora le toca.

Los labios se le pegan, tiene la mirada extraviada; no lo reconoce, ni él a ella. El Doscientos veinte lo único que ha aprendido aquí desde los dos años ha sido a chivarse, a mentir, a adular. No recuerda a ninguna madre y menos todavía a la que ahora aparece en la pantalla y balbuce algo salpicando saliva.

—¿Eres tú, Víctor? ¿Eres tú, Víctor? ¿Eres tú? —no para de farfullar la vieja—. ¡No es él! ¡Ése no es mi hijito!

—¡Y tú no eres mi madre! —suelta de un soplo el Doscientos veinte—. No necesito tu apellido, tendré uno nuevo, saldré de aquí como un Inmortal y no os querré ver ni a ti ni a mi padre, los dos sois unos criminales, ¿te enteras?

Lo dice demasiado rápido. Aunque no creo que sea porque esté nervioso. ¿El Doscientos veinte? ¡Qué va! Simplemente le da asco ver a esa vieja decrépita y quiere acabar cuanto antes.

Pero las normas son las normas: la forma es libre, el contenido es siempre el mismo. Tienes que anunciarles a tus padres que renuncias a su apellido, que les prohíbes buscarte después del internado, que los consideras criminales y que vas a engrosar las filas de los Inmortales. Lo más importante, por supuesto, es la sinceridad. El doctor la mide con sus aparatos, la calcula según su fórmula especial: la sudoración, más el pulso, más la vibración de las pupilas, más… Les pedimos las chuletas a los que ya han aprobado, nos explican exactamente cómo hay que actuar… y aun así nos ponemos nerviosos.

Nuestra decena se empieza a dividir: los que ya han pasado la prueba de la llamada parecen formar una secta. A los que aún no lo hemos hecho nos tratan con desprecio: somos unos verdes, unos inmaduros. Yo ya quiero estar con ellos, con los guays. Pero no me llaman.

Sigo ensayando. El vocabulario ya lo tengo aprendido: «delincuente», «renuncio», «Inmortal». Nítido, claro, en mayúsculas y en negrita.

Son palabras que parecen estar grabadas en una cara de la hoja. Pero al otro lado, se transparentan otras. No consigo leerlas, pero son unas palabras atropelladas, lastimeras, tristes. Entonces, asustado, dejo de mirar al trasluz.

Cuando todos tenemos doce, el Novecientos seis va y declara que no cree que su madre sea una delincuente. Lo intento hacer entrar en razón, pero el Doscientos veinte se chiva antes; al Novecientos seis lo llevan a la cripta y yo intento escapar por la pantalla. Y de esta forma me salvo: me doy cuenta de que es imposible escapar del internado, pero la caja me cura por completo la gilipollez. Cuando me sueltan, ya sé perfectamente qué le voy a decir y cómo. «¡Llámame! ¡Llámame, puta!».

Llaman al Treinta y ocho. Su padre es un anciano guapo con calva bordeada de rizos blancos. El mismo aspecto podría tener algún día el Treinta y ocho si no hubiera decidido hacerse Inmortal. Pero se ha decidido.

—Estás hecho un hombre —le dice su padre con una leve sonrisa, le brillan los ojos; se queda callado unos segundos, después lo suelta todo de golpe—: Perdona que no te haya llamado antes. Mil veces quise hacerlo. Pero… Pensé aguantar, ¿sabes?, hasta que te hicieras más mayor. Para poder imaginarme… cómo vas a ser. Luego. Cuando. Pues eso. Claro, tienes que comprender que no te dejarán salir hasta que… Mientras yo viva.

—¡Hecho un hombre! —se troncha el Ciento cincuenta y cinco—. ¿Le diremos a tu papi que traficas con tu culito? ¿Eh?

El Treinta y ocho abre las piernas, se queda firme y, sin apartar la mirada de la pantalla, dice:

—¡No soy ningún hombre! Me utilizan. ¡Aquí han hecho de mí una putita! ¿Entiendes? No se lo desearía a nadie. Al salir de aquí me alistaré a la Falange. Tendré una nueva familia y una nueva vida. Y si algún hijo de puta me vuelve a recordar…

Se deshace de su padre y al Ciento cincuenta y cinco le echa una mirada tan feroz que éste jamás le vuelve a gastar bromas.

¿Por qué no me llaman a mí? ¿Por qué se les da tan fácil, y a mí me toca esperar?

Cumplimos trece.

Le llega el turno al Novecientos, un chico lento, taciturno, impenetrable. Su madre llora a moco tendido, el Novecientos observa su histeria ceñudo.

—No me acuerdo de ti —le dice a su mamá—. En absoluto.

Precisamente por eso le resulta fácil elegir luego las palabras adecuadas.

El Ciento sesenta y tres —cretino hiperactivo, psicópata y peleón— ve a su padre, deformado por el cáncer y envuelto en unos cables, que intenta regurgitar unas disculpas, y se pone a insultarlo a voces:

—¡Púdrete! ¡Púdrete, pedazo de mierda! —Se baja los pantalones y le enseña al moribundo el flaco trasero.

Aprobado; ha pasado la prueba.

¿Qué pasa? ¿Voy a ser el último en recibir la llamada?

Por milésima vez empiezo a calcular: llevo en el internado desde los cuatro años; después de la inyección pocos viven más de diez años. Puede haber excepciones, claro… ¡Pero resulta que sólo le queda un año para hacerlo y, por fin, liberarme! Lo necesito, necesito escupírselo, quiero verla hecha una ruina, tengo tantas ganas de hacerlo que se me revuelven las entrañas. ¿Por qué no me llama?

Cuando ya tenemos quince, sólo quedamos tres: el Novecientos seis, que se ha recuperado de todas las fracturas que le hicieron en la cripta, que ha engordado y sigue invicto; el Siete, llorón y quejica; y yo.

Le toca la prueba al Siete.

En los últimos años el Siete se ha estirado, se le han desinflado los carrillos de hámster, ya no lloriquea cuando le dan una paliza, ni gime mientras duerme. Pero cuando ve a su madre encamada, entre almohadas, no logra decirle ni una palabra. El Siete apareció en el internado cuando tenía cinco; seguramente recordará bien a su madre, cuando era joven, feliz y enérgica.

—Gerhard —lo llama desde la cama una anciana decrépita y espantosa; tiene la piel de pergamino, fina y amarillenta, la cara está llena de manchas de pigmentación; y lo más asqueroso es que se está quedando calva—. Gerhard. Mi pequeño. No has cambiado.

—Tú tampoco, mamá —dice inesperadamente el Siete.

Ella exprime una sonrisa cansada, se ve que le cuesta esfuerzo estirar los labios.

—Me muero —dice ella—. Me quedan dos semanas. He esperado todo lo que he podido.

El Siete se queda callado. Los carrillos le cuelgan inmóviles, el pecho se le agita, preparado para expulsar lo de los Inmortales, del apellido, de los criminales, pero no le sale.

—Menos mal que te he podido ver. Ahora no me da tanto miedo.

—Y… ¿Y mi padre qué tal? —dice el Siete con voz ajena, lastimera.

—Ni idea. —Su madre apenas mueve la cabeza amarilla—. Nos separamos hace tiempo. No sé nada de su vida.

—Mama. Escucha. Voy a ser Inmortal —por fin se atreve a decir.

—Bueno —aprueba la anciana—. Haz lo que sea mejor para ti, hijito. Haz lo que quieras. Pero… Quiero pedirte perdón. Lo pasaré mal allí, en el otro mundo, si no me perdonas…

El Siete se atraganta, lucha con su propia nuez. La decena permanece en silencio, ni siquiera el Ciento cincuenta y cinco se mete. El Doscientos veinte se ha quedado paralizado como un perro de caza al acecho. Siento escalofríos.

—Te perdono, mamá —contesta el Siete—. Te perdono.

—Idiota —susurro.

Una sonrisa de gratitud se dibuja en la cara de la anciana, se reclina sobre las almohadas y enseguida la comunicación se corta. Sube la puerta y en el vano aparece el doctor.

—Ven, amiguito, te vamos a hacer un par de análisis. —Llama al Siete con el dedo—. Parece que estás un poquito nervioso.

Tanto nosotros como el Siete sabemos qué significa todo eso, pero el chico ya no tiene fuerzas. Toda la rebeldía acumulada durante los últimos diez años la ha desperdiciado ante la pantalla.

—Adiós, chavales —balbuce.

—Chao —contesta el Novecientos seis.

No lo volvimos a ver jamás, y su puesto quedó vacante hasta el último año.

Empiezo a tener miedo: y yo, ¿seré capaz?

Cuando me llame, ¿podré escupir en la pantalla? ¿Sabré ignorar sus lágrimas, desoír su voz, no reconocerla?

Pero ella no llama.

O se ha muerto cuando yo era muy pequeño o no quiere hablar conmigo. Quizá me haya olvidado simplemente. Me condenó a doce años de prisión mayor y me dejó tirado. Habrá vivido una vida estupenda, luego se habrá cruzado las manitas sobre la barriga y ahora estará criando malvas, sonriendo, y ni se acuerda de haber parido a nadie jamás.

¡Que se produzca un milagro! Que tenga buena salud y una inmunidad inhumana, que aguante un año más en la camilla de algún hospital, resistiendo a la muerte, ¡y que me llame durante el último año! ¡Le recordaré su crucifijo, sus promesas, sus puñeteros cuentos, sus consuelos; la maldeciré y entonces me dejará libre!

Si no, ¿cómo salgo de aquí?

Llaman al Novecientos seis.

Es su madre, a la que no han conseguido que llame delincuente ni siquiera metiéndolo en la cripta. La mujer apenas respira, le tiembla la barbilla, la boca no se le cierra; la miramos fijamente, pero toda la fila aguanta las risitas por el respeto que tenemos al Novecientos seis. No dejo de mirarlo, como si la madre no fuera suya, sino la mía. ¿Cómo lo hará? Me da miedo que se ponga ñoño como el Siete, o que se ponga chulo igual que al salir de la caja… Pero la llamada es una chorrada en comparación con la cripta.

—Te… Quiero… —articula inaudiblemente la mujer.

Está completamente ajada, los goteros le han chupado todos los jugos, pero su mirada sigue cristalina. El primer plano lo ocupan sus ojos marrones y ligeramente oblicuos, los mismos que tiene el Novecientos seis. Parece que éste se esté viendo en el espejo.

—Eres una delincuente. Me niego a llevar tu apellido. Cuando salga de aquí seré Inmortal. Adiós.

En este momento los ojos de la anciana se quedan vacíos. Intenta mascullar alguna frase más, pero no lo consigue. El Novecientos seis le dirige una sonrisa.

La desconectan de su hijo. Y tal vez de todos aquellos aparatos complicados; ha hecho lo que tenía que hacer, ha llegado el momento de pensar en ahorrar.

En aquel instante le perdono al Novecientos seis que fuera mejor que yo. Más paciente, más duro, más hombre. Porque por fin se ha traicionado, ha rechazado sus principios igual que yo cuando estuve en aquel ataúd maldito. Ahora también es un hombre nuevo. ¡Otra vez podemos ser hermanos!

El doctor redacta un informe: los parámetros del Novecientos seis son perfectos. Prueba superada.

Una vez a solas, le doy al Novecientos seis una colleja de admiración.

—¿Cómo lo has hecho?

—Lo he hecho. —Se encoge de hombros—. Dicho y hecho. Ella sabe que le he mentido.

—¿Cómo?

—Siempre lo sabe —dice con seguridad.

—Tú… ¿Les has tomado el pelo?

Me mira como si yo fuera un idiota.

—Y tú ¿en serio pensabas decirle a tu madre que es una delincuente?

—Pero es que luego nos hacen análisis.

—¡Son gilipolleces! —susurra—. Hay muchas formas de engañar sus máquinas. El pulso, el sudor… ¿Crees que sirve de algo?

Los ha engañado. Ha fingido y nos ha engañado a todos.

—Lo entendí en la caja —me explica—. En la cripta esa. Lo que pretenden es quebrarte. ¿Y si eres de goma? Simplemente te coges a ti mismo y te escondes en el del numerito. Lo importante es hacerlo bien, para que no te encuentren cuando vayan a registrarte, ¿lo pillas? Incluso si se te meten en las tripas linterna en mano.

¡Tú eres tú! Te quieren modificar, y sólo tienes que hacerles creer que lo han logrado. Así podrás llevar al tú auténtico dentro del tú falso a todas partes. Si te piden que jures, jura. Son palabras, no significan nada.

—Y… ¿la has perdonado? —le digo tan bajo que ni siquiera los micrófonos ultrasensibles serían capaces de captar mi voz.

Y el Novecientos seis me dice que sí con la cabeza.

—Ella me decía: «Soy una persona, Basil. Nada más que una persona. No esperes de mí nada especial». Y lo recordé. Yo también soy una persona normal y corriente. Estoy seguro de que lo entiende.

Me muerdo el labio inferior, arrancándome un trocito de piel, para que me duela.

—Vale. Vamos. No sea que nos oigan.

Su método no me servía. De todas formas, en el caso de que me llamasen, me tocaría hacerlo todo en serio. Pero no me llamaron.

Una vez, cuando ya estaba completamente desesperado, insistí en que me llevasen con el monitor jefe y le pedí que me dejara llamar a mi madre para pasar la prueba. Me comunicó que los internos tenían prohibido realizar llamadas desde el internado.

Pasadas dos semanas me dijeron que estaba exento de la prueba de la llamada.

Así que ni siquiera tuve la oportunidad de no atreverme a hacer lo que hizo Annelie.

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