Futu.re

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XX. El mar

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XX

El mar

No sé si es de día o de noche. Las cortinas están cerradas, pero tras ellas está la pared cubierta de papeles pintados baratos. En la oscuridad brillan los dígitos rojos del contador que calcula el precio del alquiler de la habitación. Los minutos que llevamos aquí no los transforma en horas; marca «1276»; luego, tras un chasquido, el último dígito se convierte en un «7». Mil doscientos setenta y siete minutos con Annelie que me ha prestado Barcelona. ¿Cuánto es eso? Casi un día entero.

Arrojo una almohada al contador. Ésta tapa la luz roja y silencia el tictac. Buena puntería.

La habitación se vuelve silenciosa y oscura. Los cuartuchos de al lado están vacíos; los precios aquí son como en el resto de Europa y los pobretones locales no se pueden permitir ese amor tan caro. Yo sí puedo, y no se me ocurre otra forma mejor de despilfarrar mi salario.

—No podemos quedarnos aquí eternamente —me dice Annelie—. ¿Por qué no me haces caso?

—Ven aquí —le respondo.

El tacto de Annelie: primero está tensa como un resorte, su cuerpo se me resiste; después, cuando la cubro con los labios, se suaviza; la decisión de recoger las cosas y marchar (¿Adónde? ¿Para qué?) se le pasa. Mis caricias le relajan el espasmo, se le olvida lo que ella quería y empieza a hacer lo que quiero yo. Aquí la biología no explica nada; tal vez sea cuestión de física: bien la microgravedad, o bien el magnetismo, o bien la electricidad estática, atrae mis rodillas hacia las suyas, aprieta mi ingle contra la suya, engancha mis manos a las suyas. Necesitamos tocarnos con todas las partes de cuerpo, y romper esa unión resultaría doloroso. La física nos enseña que si dos átomos se acercan lo suficientemente el uno al otro, pueden empezar a interactuar y dos cuerpos se transforman en uno solo. Me tumbo sobre Annelie: labios con labios, caderas con caderas, pezones con pezones, toco a las puertas.

Se me abre enseguida, por arriba y por abajo, nos acoplamos formando un circuito cerrado, infinito. Esta vez también es diferente: no tan huracanada como la primera, no tan larga y extenuante como la segunda, no tan pausada y parsimoniosa como la tercera. Ahora nos estamos combinando, fundiendo. En la oscuridad no hay imágenes, únicamente quedan los roces, deslizamientos, cosquillas, caricias, hinchazón de las carnes, lametones ciegos, arañazos y mordiscos, fricción y dolor ansiado. Fiebre. Un susurro, implorante, lastimero, instigador. No estoy, no está; gritamos al unísono, respiramos al unísono, nuestros corazones laten al unísono. Cuando hago un movimiento torpe y nos separamos, Annelie se queja: «¡No-no-no-no-no!», y enseguida me ayuda a regresar, a penetrarla. Me aprieta las nalgas con los dedos, me hunde hasta el fondo, me sujeta —«¡Quédate ahí!»— y, sin dejarme salir, se desparrama, se frota contra mí, se bate con femenina torpeza. Piensa que así estará más cerca de mí. Pero necesita más y me agarra con más dureza, con más seguridad, con más desesperación; me atrapa y se coloca cómoda, su dedo recorre mi surco lleno de sudor, se desliza entre las dos mitades, me acaricia al principio y, de pronto, se me clava; me sacudo, ensartado en el anzuelo, pero con la otra mano Annelie me coge del cogote, aprieta mi cara contra la suya con una fuerza inesperada y su gemido se mezcla con la carcajada. Y, para castigarla, le respondo con lo mismo, pero siendo más cruel e insistente. Ella suelta un grito inaudible. Envuelvo su cabeza rapada con mis manos y le meto los dedos en la boca. Así, hundiendo el uno en el otro las raíces, privados de movilidad, nos retorcemos, serpenteamos, nos azuzamos. Annelie se corre la primera —ya no necesita nada, el ardor amoroso ha retrocedido, todas sus sensaciones se exacerban—, pero no la suelto hasta obtener lo que me corresponde. La hago sufrir, la torturo, hasta que su dolor también me deja exhausto.

Nos quedamos tirados, afectados por la neurosis de guerra o muertos, nuestros miembros amputados se esparcen por el campo negro, la noche nos hace de manta. Ulula el aire acondicionado, el sudor se va enfriando y con él, nuestra piel atenuada; el tictac de los minutos de mi vida alquilada no se oye, ahogado por la almohada, y me doy cuenta de que he conseguido parar el tiempo.

Ahora Annelie me toma de la mano y nos dormimos, y soñamos que otra vez hacemos el amor, intentando vana y tercamente convertirnos en un mismo ser.

Me despiertan las pulsaciones del contador; a través de los párpados veo el arrebol de los dígitos. Abro los ojos en contra de mi voluntad. Annelie está sentada sobre la cama, mirándome. Su silueta está contorneada de rojo. A saber cuántos minutos más han pasado.

—Tengo un hambre que no me aguanto —dice.

—Vale. —Me rindo—. Vamos a dar una vuelta.

Pago la cuenta; no importa cuánto. Saltamos corriendo al exterior.

Y otra vez caminamos cogidos de la mano. Zigzagueamos entre cuerpos —blancos, amarillos, negros— semidesnudos y envueltos en todo tipo de andrajos.

Cuando llegué a Barcelona, por todas partes me perseguía el tufo a sudor revenido. Ahora ha desaparecido. He entendido que el gentío tiene su propio aroma, compuesto por especias, aceites y vahos humanos. Es fuerte y penetrante, áspero y desconocido para mí —en Europa no hay costumbre de perfumarse—, pero no se puede decir que esa emanación sea desagradable o fétida. Es natural, entonces es fácil de acostumbrarse a él. Y me acostumbro.

Para cenar tenemos un montón de gambas en barreño de plástico y cerveza de algas.

—¡En Europa estas gambas valdrían un dineral! —Annelie hace un ruido indecente al masticar, se limpia la grasa con el dorso de la mano y sonríe—. ¡Y aquí vale una miseria! Según vuestra escala, claro…

—Lo tenéis todo tan barato porque es robado —explico con reserva—. ¡Viven de nuestras subvenciones y además, en cuanto pueden, nos desvalijan!

—¡Os lo merecéis, burguesitos! Habéis prometido a la gente una vida digna, pero en vez de eso la habéis encerrado en una cloaca.

—No hemos prometido nada a nadie.

—¡Hombre, claro! No paran de decir: «¡el estado más humano, más justo, inmortalidad para todos, felicidad al entrar!». ¡No me extraña que todo el mundo venga aquí en manada! Si no estuvieseis mintiendo, toda esta gente estaría tranquilamente en sus casas.

—¡Vale, vale! No te lleves el cubo. Yo también quiero.

En una dirección, a través de un tropel impensable, se filtra un desfile de carnaval chino con un enorme dragón sintético, que flota sobre la multitud, girando despacio el cabezón de un lado a otro y parpadeando sus ojos-bombillas; lo sigue una jauría andrajosa, aporreando batintines y timbales. En la otra dirección, contraria a la del carnaval, se cuela una procesión funeraria: al difunto, envuelto en una sábana blanca, lo llevan en una angarilla, detrás camina un mulá, emitiendo aullidos siniestros y espantosos, lo sigue una escolta de mujeres con velo, llorando a grito pelado, y unos hombres con chilaba, barbudos, mudos y ceñudos.

Parece que van a colisionar y que se aniquilarán mutuamente; ¡ni siquiera se entiende cómo pueden coexistir aquí, en una misma dimensión! El ruido de los timbales acalla el rezo del mulá y los alaridos mujeriles, las fauces del dragón pasan por encima del cadáver fajado. Pienso: «¡Que se lo zampa! ¡Y luego los dolientes se abalanzarán sobre los exultantes! ¡La que se va a liar…!». Pero se esquivan pacíficamente, el dragón ni siquiera roza al muerto, los gongos armonizan con el canto del mulá, los chinos les dedican una reverencia a los árabes y cada una de las procesiones sigue su camino, en direcciones opuestas, taladrando la muchedumbre, animando a los que acaban de pasmarse al ver el cadáver y recordando a los más extasiados que su vida inevitablemente se acabará.

—¡Vamos a ver el mar! —me propone Annelie.

—¿El mar?

—¡Claro! Aquí hay un puerto gigantesco con paseo marítimo. ¡Ya lo verás!

Salimos del hangar y, respirando fatigosamente, subimos hasta el nivel veintinosequé; la vieja y auténtica Barcelona no se ve desde aquí, está escondida en un estuche de hojalata. Aquí sólo hay columnas cilíndricas de colores, la fingida felicidad de una Europa despreocupada, el faro que guía a los náufragos de todos los océanos.

Aunque el camino hasta el puerto es largo, no nos vuelven a atracar.

—Hay que mantenerse lejos de las torres —explica Annelie—. Además, es bueno saber quién manda en qué barrio. Donde están los pakis, los hindúes, los rusos, los chinos, los senegaleses… Y lo mejor es conocer por el nombre a sus cabecillas. Siempre se puede negociar. Aquí vive gente normal, no somos ningunos bárbaros.

—¡Pero si tenéis un conflicto político internacional por metro cuadrado! Peor que nosotros —digo—. ¡Un auténtico Babel!

—¡No te lo puedes ni imaginar! —se anima ella—. Lo de los chinos y los hindúes no es nada en comparación con otros barrios… Mira, en aquella torre está Palestina, que se ha declarado independiente, y en aquella azul hay un barrio asirio. ¿Has oído hablar de Asiria? Pues yo no tenía ni idea hasta que me perdí por ahí. El país hace mil años que no existe en el mapa, pero aquí, en Barna, sí. Está justo debajo de la Unión Soviética y encima del imperio Ruso. Ahí en cada nivel hay un gobierno exiliado. Un conocido mentiroso decía que había visto la embajada de Atlántida. Dice que entró y que le hicieron un visado y que, incluso, a cambio de unos cromos le dieron su divisa.

Las gambas se terminan justo en el momento en que llegamos al puerto. Al rodear una torre de color amarillo limón, que antes obstruía la vista, nos vemos inundados por el mar. Salimos a un paseo marítimo con miríadas de puestos de cocaína, pipas, prostitutas transexuales, pinchos morunos, vestidos tradicionales y armas de fuego. La estructura se eleva cientos de metros sobre la superficie acuática. Al otro lado, hasta el cielo, se eleva el muro. Los acantilados sintéticos de la gigápolis.

Es raro estar en un lugar donde la tierra acaba.

Ya había visto el mar antes. Normalmente se parece a campos de arroz o canales venecianos por la cantidad de viveros que tiene. El océano es un enorme criadero, donde la humanidad produce todo tipo de bichos para alimentarse: salmón por aquí, moluscos y plancton por allá.

Pero ahora se abre ante mis ojos un inmenso vacío. A nadie se le ocurriría poner aquí una plataforma marítima, puesto que los cacos del lugar la desvalijarían en un abrir y cerrar de ojos. Junto a la costa trajinan unas pequeñas barcas mercantes y lanchas pesqueras, pero el horizonte está despejado.

Y el aire de aquí es totalmente diferente.

No parece aire, sino helio. Llenas con él los globos dentro de tu pecho y prepárate para despegar.

Echamos de un banco torcido a unos chiquillos con pinta de granujas y nos sentamos mirando hacia el azul. La brisa nos acaricia las caras. Los rayos de sol derriten el compuesto del que están fabricadas las quinientas setenta y seis idénticas torres de la ciudad nueva. Abajo, en el subsuelo, vive la ciudad vieja, la ciudad donde…

—¿Qué te parece Barna? —pregunta Annelie, entornando los ojos al sol—. Un auténtico infierno, ¿verdad?

Rapada al cero, me parece increíblemente fina, frágil y… mía; he sido yo quien la ha transformado.

… un auténtico infierno que podría ser mío. Nuestro.

No, mi idea de conseguir un trabajo en el parque Fiorentina, ponerme a trabajar de guardián de mis recuerdos infantiles, meter en ese herbario a Annelie y jugar con ella durante mis horas libres a Adán y Eva no es más que un sueño estúpido. En cuanto falte al trabajo, se pondrán a buscarme, me encontrarán al día siguiente, me citarán en el tribunal de la Falange y entonces…

Una sala negra, un círculo de caretas blancas, castración y a la trituradora; me convertiré en compost y mi lugar en la sección lo ocupará un aprendiz, al que no tardarán en adiestrar.

Pero Barcelona…

Hasta aquí no llegarán los Inmortales. Aquí nos podemos esconder y no nos encontrarán jamás. He vivido en Europa, estoy vacunado de la vejez, Annelie también. No tenemos que temer a la decrepitud ni a la muerte. Al principio podríamos vivir en la casa de Radj… Y luego, quizá, conseguiríamos nuestra propia casa y una vida de verdad.

Barcelona. Cloaca. Carnaval. Bullicio. Peligro. Vida.

Todo lo que debo hacer es coger mi mochila con la indumentaria de verdugo y arrojarla ahora mismo al mar. Dentro de unos segundos caerá al agua, los aparatos se estropearán tras un cortocircuito y jamás volveré a ser Setecientos diecisiete. Puedo convertirme en Eugène o seguir siendo Yan.

—¿Barna? —digo saboreando el nombre de nuestra nueva casa.

—Barna. —Annelie me mira con picardía—. ¿Qué te parece?

La camiseta holgada se agita al viento, bien ciñéndose a su cuerpo y marcando sus curvas, bien separándose y olvidándose de ellas. Annelie se está mirando con preocupación las manos manchadas de aceite.

—Escucha. ¿Tienes aquí tu uniforme? Es negro, ¿verdad? Deja que me limpie las manos con él. No se notará nada. Sólo una vez. Un poquito.

Estira la mano para coger mi mochila, pero se la intercepto, diciendo que no con la cabeza. Ella refunfuña algo y me da la espalda. El sol se esconde tras una nube. Me siento avergonzado. «Barcelona eres tú, Annelie».

—En Rusia hay una enfermedad rara. La garganta se cubre con una película y el enfermo empieza a asfixiarse. Al final se muere por falta de oxígeno.

—¡No me cambies de tema! —me dice con severidad.

—La curan con un chirimbolo extraño —continúo—. Con un tubito de plata. La película huye de la plata. El curandero se lo introduce al enfermo en la garganta y éste respira por el tubito hasta superar la dolencia.

Annelie no me interrumpe.

—Tú eres mi tubito de plata. Gracias a ti he empezado a respirar.

Me mira de reojo y sonríe, luego se echa hacia atrás y me besa en la boca.

Después se limpia las manos en mis pantalones.

—Eres un poeta, ¿eh?

—Perdona. Estoy desvariando. Soy un idi…

Me vuelve a besar.

—Para que mejores. No me gustaría que te asfixiaras.

—¿Crees que podríamos vivir durante un tiempo en casa de Radj? —Dirijo estas palabras hacia la nada, hacia el mar.

—¿Piensas desertar?

Me encojo de hombros.

—¡No vas a poder!

—¿Y eso por qué?

—Porque ni siquiera te atreves a manchar tu uniforme —dice Annelie chascando la lengua—. ¿Crees que soy tonta? Estás de permiso y por eso te has puesto en plan romántico. Pero en cuanto te llamen del curro, volverás con el rabo entre las piernas. ¿O no?

No lo sé. No sé qué voy a hacer.

—Quiero estar contigo.

—Niñerías. —Me da una palmada en el hombro—. Juegos de parvulario.

—¿Qué?

—Eres tonto. Me sorprendes.

Meto la mano en la mochila y saco el uniforme.

—Toma —le digo—. Límpiate. Adelante.

—No necesito sacrificios —me dice con sorna—. Guárdalo antes de que te rompan la jeta. Aquí os tienen alergia.

—Me quiero quedar. En Barcelona. Contigo.

—¡Eso sí que son desvaríos!

—Podemos vivir con Radj —insisto—. Luego nos alquilaremos un piso… Un rincón… Tal vez cerca del de tu madre. Encontraré algún trabajo. De segurata o… Pues… A lo mejor Radj me consigue algo o la idea esa de Hemu… No importa. Lo que no quiero es volver. Necesito estar contigo… —Escondo la mirada, tengo calor, tengo vergüenza, no me puedo callar.

Ella se llena los pulmones de helio. Entrecierra los ojos. Interrumpe mi balbuceo:

—¿Cómo es tu nombre completo?

—Yan.

—Completo. Con el identificador.

Me cuesta. En aquellos baños públicos del campo de concentración me sentía menos desnudo que ahora, cuando, por primera vez en mucho tiempo, pronuncio mi nombre completo. Me tengo que exponer del todo, si no, no me creerá, no confiará en mí. Es una prueba.

—Yan. Nachtigall. Dos T.

—¿Nach-te-gall? ¿N-a-c-h-t-e-g-a-l-l?

—Es con «i». Nachtigall. Significa «ruiseñor» en alemán. También hubo una división nazi que se llamaba así. Me tocó en el sorteo, tras la graduación.

—Muy bonito. Te pega. —Annelie salta del banco y, con las manos en los bolsillos, echa a caminar.

—¿Adónde vas? —Me toca correr tras ella.

—Estoy en deuda —contesta—. Contigo.

La alcanzo junto al terminal de comunicación, escondido tras una gruesa coraza antivandálica de color verde claro. El gobierno europeo instaló esas casitas de juguete en los barrios modélicos, para que los salvajes más sesudos pudieran integrarse en el espacio informativo común y culturizarse. Un com normal aquí es un lujo…

—Búsqueda de familiares —pronuncia Annelie.

—¿Qué haces?

«Identifíquese», ordena el terminal.

—Annelie Wallin Veintiuno P —articula con nitidez antes de que me dé tiempo a reaccionar.

«Aceptado. ¿A nombre de quién quiere realizar a consulta?».

—Búsqueda de familiares. A nombre de Yan Nachtigall Dos T.

—¿Para qué? ¿Qué estás haciendo? —La cojo de la mano y la aparto del terminal; siento un escalofrío, se me nubla la vista y retumba el corazón—. ¿Para qué? ¡No te lo he pedido! ¿Y cómo se te ocurre identificarte?

«Búsqueda en curso».

—Tú no puedes realizar la búsqueda a tu nombre. Tienes prohibido saber lo que pasó con tus padres. Te estoy ayudando.

—¿Para qué? ¡No quiero saber qué les pasó! ¡No existen! Te estás arriesgando. Te pueden descubrir y saber que no has muerto.

—¡Esto es Barcelona! —Annelie hace una mueca—. ¡Que intenten sacarme de aquí!

«Yan Nachtigall Dos T —dice el terminal—. Resultados de búsqueda. Padre no identificado. Madre: Anna…».

Debería ordenar «¡Cancelar!», pero la lengua se me ha pegado al paladar; ese maldito ataúd verde, ese ordinario ídolo de los vándalos, se ha convertido en un verdadero oráculo, el mismísimo Dios me está hablando desde las entrañas de una montaña de material compuesto.

«Error».

La pantalla parpadea y se apaga, el terminal se reinicia. Mis neuronas, que ya han pasado a formar parte de sus circuitos integrados, también se quedan colgadas. Paralizado, intento recuperar la respiración.

—Hazlo otra vez. ¡Estaba a punto de decirlo!

—Annelie Wallin Veintiuno P. Solicita búsqueda de familiares. A nombre de Yan Nachtigall Dos T.

«Búsqueda en curso… Yan Nachtigall Dos T. Resultados de búsqueda: padre no identificado. Madre:… Error».

Otro derrame cerebral y un parpadeo indefenso, y el reinicio, y el olvido.

—¡No entiendo! ¡No entiendo! —Doy puñetazos en la pantalla, pero el terminal está pensado para gente como yo.

—Vamos a probar otra vez…

—¡Espera, calla!

Se queda callada; entonces oigo un zumbido. Siento una vibración. Dentro de mi mochila. Una llamada.

Una llamada. ¡A la mierda, sea quien sea! ¡Idos a la mierda! ¡A la mierda!

Echo un vistazo.

Es Erich Schreyer. En persona. Vuelvo a guardar el com. Me planto ante el ídolo color lechuga. El cuello agarrotado, la cabeza a punto de estallar, los puños apretados, los nudillos desollados, bum, bum, bum…

—¿Yan?

—Vámonos. ¡Vámonos de aquí! —Para despedirme le doy una patada al terminal; éste pesa como una efigie de la isla de Pascua.

Mientras caminamos, el com sigue zumbando y vibrando en mi mochila, sigue irritándome como si fuera un insecto, me está sacando de quicio. «No, señor senador. Lo siento. Esta vez sea cual sea el asunto…».

¿Qué asunto?

«No puede ser que a usted le hayan comunicado con tanta prontitud que la chica de Rocamora, a la que asesiné y pasé por una trituradora, está revolviendo bases de datos desde Barcelona. ¿No puede ser? Pero ¿quién es ella al fin y al cabo? ¡No es más que un desperfecto insignificante entre un millón de piezas del mecanismo impecable que usted dirige!». Soy yo con mis paranoias… ¿Cómo se me ocurre pensar que Annelie puede importar a alguien más que a mí?

El com, esa mosca cojonera, no para de zumbar.

—¡Mira! —Annelie se tapa los ojos con la mano para protegerse del sol y señala hacia el cielo—. ¡Ahí no! ¡Más arriba! ¡Detrás de las torres!

Un grueso punto negro. Otro. Y otro. Y otro. Un lejano aullido gutural.

—¿Qué es eso?

—Turbonaves. Un medio de transporte.

Se aproximan unos bultos alargados con alas. En la ciudad no suelen aparecer. No son negros, sino de color azul oscuro con dígitos blancos en las carrocerías. Famoso colorido.

—Desde aquí no se ve nada. ¿Nos acercamos un poco?

Las pesadas máquinas barrigudas, ciegas y con alas pequeñitas, van descendiendo una tras otra —diez, veinte— y aterrizan entre las torres de colores. Las reconozco. Es la unidad antidisturbios de la Policía. La gente huye en desbandada.

—Vale. No avances más.

—¿Qué hacen aquí?

El comunicador, con las cuerdas vocales cortadas, aún sigue agonizando en el fondo de mi mochila, no logra tranquilizarse. Las vibraciones apenas perceptibles se extienden por el tejido, por mis tejidos.

Se abaten hacia fuera las escotillas-rampa, los bichos alados paren unas larvas azules y brillantes. Desde aquí se ven pequeñas; se colocan en cadena formando un círculo, después otro. Son cientos, tal vez mil.

La muchedumbre se electriza. Cargada de miedo y curiosidad, primero se esparce, pero después se estabiliza y empieza a solidificarse. Un eco rueda desde el epicentro hacia la periferia y un minuto más tarde llega hasta nosotros.

—Policía. Policía. Policía. Policía.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué operación es ésta? —le pregunto.

El eco repite mi pregunta, traduciéndola de un dialecto a otro, y se la lleva por encima de miles de cabezas hacia el centro, para regresar al cabo de un rato con una respuesta:

—Dicen que viene el presidente de Panamérica. Méndez. Junto con el nuestro, el europeo.

—¿Cómo? ¿Para qué?

—Pon las noticias —pide Annelie.

Cuando tengo el comunicador en la mano, me veo obligado a rechazar la llamada de Schreyer para poder escuchar las últimas noticias.

«El deseo de visitar el municipio de Barcelona el señor Méndez lo expresó en el transcurso de las negociaciones con el presidente de Europa Unida, Salvador Carvalho. La petición fue formulada en respuesta al comentario del presidente Carvalho acerca de los métodos inhumanos que se emplean en los controles fronterizos a lo largo del perímetro del así llamado muro de Ciempiés, que separa Panamérica del continente sudamericano…».

—¿Qué cuentan por ahí? —me pregunta un tuareg atezado de barba blanca y rizada.

—Sólo pretende hacernos oler nuestra propia mierda. Una visita amistosa —explico yo—. Carvalho le echa en cara la masacre en las cercanías del muro. Y Méndez le responde: «Vamos a dar una vuelta por Barcelona, compadre, a ver cómo está vuestro patio».

—¡Mira tú! Dicen que Méndez le va a dar caña al mismísimo —informa el tuareg a todos los que le frotan los costados.

—¡Es una oportunidad! —Annelie parece entusiasmada.

—¿Una oportunidad?

—¿Qué sueles ver en las noticias europeas cuando se habla de Barna? Ajustes de cuentas, plantaciones de psilocibes, túneles por los que los contrabandistas intentan llegar a vuestra agua preciada… ¡Como si no hubiera nada más! ¡Para que la gente piense que vive en un país de felicidad absoluta!

—¿Y crees que ahora, especialmente para Méndez, todos los canales empezarán a alabar nuestro oasis bienaventurado? ¡No me hagas reír!

—Lo que creo es que Méndez puede cambiar en un día lo que los viejos pedorros europeos pasan por alto desde hace cien años. Hacer que la gente se dé cuenta de que Europa Unida es un mito. Que existe una cárcel para los condenados al lado de vuestro Olimpo de mierda. Que toda esa igualdad que no paran de predicar ante las cámaras es una puta mentira. Eso es lo que tiene que ver la gente en vez de que aquí cruzamos la calle en rojo.

—Eso no va a pasar —digo con toda seguridad—. No le dejarán hacer casi nada. Mira cuánta Policía.

Subimos a una cinta transportadora que cuelga sobre nuestras cabezas, nos hacemos hueco entre dos pakistaníes que trafican no se sabe con qué; aquí somos como animales en un abrevadero, no es el momento ni el lugar para acordarnos de nuestras enemistades.

La plaza de las quinientas torres desde la cinta se ve mejor: el círculo azul se va ensanchando, llega hasta el enjambre humano y lo barre, lo ahuyenta. En el hueco agrandado, aterrizan más máquinas y bajan más soldaditos de plástico, que, formando filas, se unen a la cadena. Con cada eslabón ésta se va haciendo más amplia.

—Pero no tendrán fuerza suficiente para aplastar toda Barna —comenta Annelie.

—No conoces a Bering.

Otras diez turbonaves quedan suspendidas sobre Barcelona. Los megáfonos intentan convencer a los ciudadanos de que se queden en sus casas.

—¡Estamos en nuestra casa! —grita alguien de la multitud—. ¡Largaos vosotros!

El eco de las turbinas se derrama sobre la ciudad de los sueños, la inunda, de todas las ranuras salen los ceñudos inquilinos de los rascacielos decorativos. Sucios riachuelos alimentan el mar parduzco y embravecido, en medio del cual se ve un pequeño islote con borde azul.

Pero los habitantes de los guetos no suben aquí para enfrentarse a las fuerzas de seguridad (el que gritaba está en la minoría), sino que se acercan a los silenciosos policías de armaduras de plástico como se acercaban los aborígenes a los conquistadores embutidos en corazas, recién desembarcados de sus enormes galeones de velamen blanco. Lo hacen por curiosidad.

Sobre la muchedumbre planean los drones de la televisión, dentro del cerco doble pululan los reporteros, que no se atreven a acercarse a la gente, grabándola por encima de los hombros anchos y oscuros cascos redondos.

—¡Ahí está! ¡Ahí! —El mar de manos levantadas se agita.

Entre las torres fulgurantes pasa flotando un majestuoso aeroplano blanco, escoltado por pequeñas y ágiles turbonaves.

—¡Joder! —susurra la gente maravillada en trescientas lenguas distintas.

No es para menos. Nunca un pájaro tan importante ha sobrevolado estos barrios.

El aeroplano blanco se queda suspendido en el cielo, luego empieza a descender despacio y aterriza justo en medio de la pista que le han preparado. Se abre el portón, baja la rampa y el minúsculo presidente de Panamérica saluda con la mano-cerilla al mar parduzco e inquieto. Ni siquiera se ven vigilantes a su alrededor, tan sólo periodistas, periodistas, periodistas…

Detrás de él sale a la rampa otra figurita, debe de ser nuestro Carvalho.

Abajo trajinan los ayudantes, el cámara enfoca a Méndez y, de repente, encima de la plaza acordonada por la Policía aparece su proyección, tejida de aire y rayos láser. Un gigantesco busto de tres metros de altura: cabeza y hombros. Méndez sonríe radiantemente, el trueno de su voz sale de los altavoces y agita el aire sobre los espectadores:

—¡Amigos! Les agradezco que me hayan permitido hacerles una visita.

Los pakis se miran, se rascan las barbas y se arreglan las dagas que cuelgan de sus cinturones.

—Normalmente, cuando mis amigos europeos me invitan, voy a Londres o a París. Pero soy una persona inquieta y curiosa. Les he pedido que me mostraran algo nuevo. Digo: «¡Vamos a pasar por Barcelona!». Y no sé por qué, pero mi amigo Salvador me ha intentado disuadir. Dice que en Barcelona no hay nada que hacer. ¿Están de acuerdo?

—¡Ese Carvalho es un astuto comemierda! —ruge uno con turbante en la cabeza.

—Es que me apetecía venir aquí. Conocerlos a ustedes. ¡Así que, si piensan que voy a seguir aquí, plantado en esta rampa, se equivocan! —Y Méndez empieza a bajar por los peldaños.

—Es un hombre valiente, la madre que lo parió —dice sonándose la nariz un pakistaní con un bolsillo abultado.

La otra figurita sigue pegada a la rampa: Carvalho no tiene prisa por meterse en la jaula de los leones.

Las cámaras cambian de plano para mantener enfocado al presidente que baja la escalera. Al pisar la tierra, Méndez —¡vaya numero!— de verdad se dirige hacia los cordones policiales. Unos bigardos negros con trajes oscuros y gafas de sol lo acompañan, formando un pequeño cerco a su alrededor. Todos juntos rompen el cerco. Los periodistas, superando el terror, le siguen los pasos. Se produce un milagro: la mar humana se abre ante el personaje estrafalario y éste, como Moisés, camina por el fondo.

—Seguramente sabrán que mi amigo Carvalho y yo sostenemos opiniones distintas acerca de cómo tratar la inmortalidad. Yo soy republicano, un viejo conservador. ¡No voy a negar que la inmortalidad sea una cosa estupenda! Pero ¿acaso hay algo más valioso que la familia? ¿Que el amor paterno? ¿Que la posibilidad de enseñar a los hijos todo lo que sabemos desde que nacen? ¿Que el respeto hacia los padres que nos trajeron a este mundo?

El gentío murmura algo ininteligible; yo escucho a Méndez sin demasiada atención, mi cabeza está ocupada de otras cosas. Quiero encontrar otro terminal informativo y volver a preguntarle por el destino y la ubicación de mi madre, llamada Anna. Estoy dispuesto a probar cien mil malditos terminales verdes, hasta encontrar uno que funcione.

¿Anna?

No me acuerdo. ¿Cómo me voy a acordar? Simplemente «mamá».

—¡El humano es un ser solitario! —declama Méndez—. Y no hay nada peor que la soledad, eso es lo que pensamos en Panamérica. ¿Y quién nos puede ser más cercano que nuestros padres, nuestros hijos o hermanos? Sólo con ellos de verdad estamos a gusto. Con ellos y con nuestros queridos cónyuges. Todos dicen que los políticos no hacen más que tomar el pelo a la gente de a pie, pero yo también soy una persona normal y corriente, y de verdad creo en estas cosas tan sencillas. ¡Sí! Me resulta fácil vivir porque creo en cosas asequibles. Pero Panamérica es un país de múltiples opiniones. ¡Somos un pueblo libre, nos han enseñado a respetar a las personas que piensan de otra forma!

Al parecer, la noticia sobre la visita de Méndez ha alcanzado los rincones más recónditos de las dos Barcelonas, la alta y la baja. La aglomeración es increíble, no se le ve principio ni fin. Todos están callados, expectantes.

—Sí, nuestra inmortalidad cuesta dinero. Está claro que no todos se la pueden permitir. Es pura verdad. Panamérica también está superpoblada. Pero el nuestro no es un país de igualdad universal, sino un país de igualdad de posibilidades. Cada uno puede ganarse el cupo.

De pronto, la proyección tridimensional, la gigantesca réplica del presidente predicador, se tuerce y parpadea; a través de ella se entrevé otra imagen, pero enseguida vuelve la faz de Méndez. Parece que el orador no se da ni cuenta de lo ocurrido.

—Pero aquí, en Europa, dicen que nuestro sistema es un latrocinio. ¡Sí, mi amigo Salvador dice así! No discuto, puesto que nos han enseñado a respetar las opiniones de los demás. Salvador dice que el sistema europeo es mucho más justo, porque está basado en la igualdad universal. «¡Aquí todos somos iguales», dice Salvador, «y cada uno nace con derecho a la inmortalidad!».

Annelie está inquieta. La gente se altera cada vez más: el suave murmullo se transforma en bullicio. Las palabras de Méndez están siendo traducidas a trescientas lenguas, el que no traduce explica, el aire se vuelve sofocante, como antes de una tormenta. Siento con mi piel la electricidad que se está acumulando en el ambiente, empiezo a intuir las descargas. Pero Méndez, como un petrel, se alimenta de ellas.

—Aquí, en Barcelona, vive gente sencilla. ¡Como yo! Gente que cree en valores sencillos y comprensibles. Les tengo mucho aprecio. Ustedes escogen una verdadera igualdad. Ustedes escogen la inmortalidad. Europa se la concede. ¡Es su derecho y ustedes son felices! ¿Verdad, Salvador?

Por fin me doy cuenta de lo que está haciendo. Ahora entiendo por qué Schreyer le tenía tanto miedo.

Las cámaras enfocan al presidente Carvalho, colorado, sudoroso, iracundo.

—Yo… —empieza a balbucir Carvalho, pero en este momento la imagen de nuevo se va.

Carvalho se desintegra y en su lugar, encima del gentío, aparece otro hombre, con una pared de color amarillo brillante de fondo. Su cara me suena de algo. Pero Annelie lo reconoce enseguida… y se tapa la boca con la mano.

—Yo quería a una chica —pronuncia con dificultad el nuevo personaje—. Ella me quería a mí. Yo decía que era mi esposa, ella decía que yo era su marido. Es una historia sencilla y comprensible, señor Méndez. Como a usted le gusta.

—¿Cómo? ¿Quién es? —ulula la multitud.

—Mi chica se quedó embarazada. ¡Qué cosa tan sencilla! Pero no me lo dijo. No le dio tiempo. Cuando nuestro futuro hijo tenía tan sólo unas semanas, en nuestra casa irrumpieron unos bandidos. Habrá oído hablar de ellos. En Europa los bandidos actúan bajo auspicio del Estado. Se hacen llamar Inmortales.

La muchedumbre empieza a rugir, todos a la vez, en todos los idiomas. Me vuelvo hacia Annelie y la agarro de la mano.

—¡Annelie! Escucha…

—Estos bandidos llegaron de noche. Nos dijeron que habíamos infringido la Ley de la Elección. Una ley que obliga a los padres a matar al hijo nonato o a suicidarse.

—Tiene que estar por aquí cerca —trata de adivinar el pakistaní del turbante—. ¡Esa pared amarilla es de Omega-Zeta!

Los ayudantes de Méndez, que habían montado el proyector, por fin logran cortar la imagen, pero Rocamora sigue hablando por los diez altoparlantes instalados en las turbonaves policiales que cuelgan sobre el mar inmundo. El sonido sale de la nada y de todas partes, como si el mismo cielo estuviese hablándole a la plebe.

—Según esta ley podrían haberla obligado a abortar o haberle puesto una inyección que la habría convertido en una anciana y la mataría. Esa ley fue escrita por caníbales. Por unos sádicos antropófagos. Pero a los Inmortales les pareció demasiado clemente. Ellos actuaron a su manera. Violaron y mataron a mi mujer. Me salvé de milagro.

—¡Dimisión! —chilla una mujer. Y enseguida un barítono potente le hace eco:

—¡Dimisión! ¡Carvalho, dimisión!

—¡¿Annelie?! ¡Annelie!

—De milagro, se lo juro. ¡De milagro! —Los altavoces se van desconectando uno tras otro, pero aún no han conseguido acallar a Rocamora del todo—. ¡Sí, me maldigo por haber sobrevivido! Yo tendría que haber muerto allí para que mi Annelie siguiera sana y salva. Era mi deber, pero no lo cumplí. Intenté ponerme de acuerdo con aquellos asesinos, llegar a ellos. ¡Quieras o no, estamos en Europa! ¡Una sociedad de derecho!

Lo que le contesta Méndez o cuáles son las objeciones de Carvallo la gente no lo oye; los técnicos de sonido se ven impotentes, su maquinaria ha sido secuestrada por Rocamora, éste ha obtenido acceso a ella y lo ha vuelto a bloquear.

—Perdona —susurra inaudiblemente.

Su mano se me escapa.

—¡Annelie! ¡No le hagas caso!

Pero ella se escabulle en la multitud como agua caída en la arena.

—¡Carvalho, dimisión! ¡Di-mi-sión! ¡Di-mi-sión!

—Y otra cosa. La igualdad aquí no existe, señor Méndez. Es un mito. Populismo puro. Barcelona desde hace muchos años que no recibe agua de Europa. Los que viven aquí no pueden entrar en la Europa verdadera, aunque se les haya ofrecido refugio.

—¡Bering, dimisión!

—¡Abajo el Partido de la Inmortalidad!

—¡Annelie! ¡Annelie, vuelve! ¡Por favor te lo pido! ¿Dónde estás?

Se callan todos los altavoces excepto uno. La última turbonave, cuya tripulación no consigue dominar los aparatos trucados, se aparta lo más lejos posible, pero el eco recita las palabras de Rocamora a todos los que estamos aquí:

—Necesitan mitos para encubrir ese sistema canibalesco, señor Méndez. Había estado luchando contra ellos antes de que… ¡Me apellido Rocamora, el pueblo me conoce! He dedicado toda mi vida a esta lucha. A ella no le dije quién soy. De esta forma la quise proteger. Pero aun así Annelie fue castigada… por mí. Y ahora… Ojalá me la pudieran devolver… Lo dejaría todo. Pero la asesinaron. No me dejaron nada. ¡Abajo el Partido de la Inmortalidad! ¡Abajo los farsantes!

—¡Abajo el Partido de la Inmortalidad! ¡Carvalho, dimisión! ¡Dimisión!

—¡¿Annelie?! ¡Annelie!

Me invade el miedo: no la encontraré jamás en este tropel, en esta ciudad, en esta vida. Siento escalofríos, tengo la frente húmeda, los ojos se me llenan de ácido; me han quitado mi tubito de plata y una película infecciosa crece, se cierra y me obstruye la garganta; pensé que me había curado, pero resulta que respiraba gracias a ella, a mi Annelie.

En esto, se produce una reacción en cadena.

Un millón, dos millones, tres millones de voces declaman al unísono; y la gente ya no cabe en sí de tanto odio. La muchedumbre se calienta, se ensancha, se desborda y con una facilidad increíble devora a Méndez junto con sus enormes guardaespaldas; el doble cordón policial explota como una pompa de jabón, un tsunami engulle las turbonaves, que habían invadido sin temor ni vergüenza las tierras ajenas, se mete en ellas, las rompe, las desfigura. Al principio se pueden ver las boyas azules de los cascos policiales flotando sobre la superficie fangosa, pero poco a poco se van dispersando, hundiéndose.

Un segundo antes de que se produzca lo incorregible, el suntuoso aeroplano blanco se estremece y despega deprisa, se inclina primero, después se endereza; las turbonaves que han conseguido coger altura dan vueltas, rociando a la multitud con gas lacrimógeno, pero toda esta gente ha llorado tanto en su vida que el efecto es nulo.

Ya nada más se puede encontrar en este amasijo; tampoco a nadie.

—¡Annelie! —me desgañito yo.

—¡Annelie! —vocifera desde helicóptero Rocamora hasta que lo cortan.

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