Futu.re

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XXI. El purgatorio

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XXI

El purgatorio

—¡Aaaanneeeelyyyy!

Veo delante de mí, en el tropel, la cabeza femenina rapada al cero. Me abro camino entre la gente, me incrusto, empujo, piso los pies a los que siguen erguidos y las cabezas a los que se han caído; alguien me agarra por las perneras de los pantalones, atrapa mis botas, me tropiezo y por poco me desplomo.

No, esta gente ya no es mar; esta gente es lava. Barcelona se ha despertado y está arrojando fuego, se rompe, se agrieta y por las grietas rezuma el odio incandescente, capaz de quemar la tierra y arrasar nuestra nación hecha de materiales sintéticos.

Remo, floto sobre la piedra derretida, el terror me oprime la garganta; tengo que alcanzarla, ¡ahí está, tan sólo unos diez pasos! Un gordinflón se queda parado, me obstruye el paso hacia Annelie, le propino un empellón en la panza; empujo a una vieja; piso a una persona aplastada, que, a pesar de estar moribunda, chilla: «¡Dimisión!».

Ya no son tres millones, ni tampoco cinco. Todos los que estaban metidos en sus madrigueras, en sus jaulas de armadura, han salido a la calle, al darse cuenta de repente de que sus celdas no estaban cerradas. Han perdido la razón, están enajenados, se han fundido en un enorme monstruo, lo están alimentando con sus cuerpos y sus almas, y él crece, se levanta, se infla, atrae a más personas que no paran de salir de las ranuras, las engulle y se acrecienta, y ruge con tanta fuerza que el mundo tiembla.

—¡ABAJO!

—¡Annelie!

Veo una cara desfigurada; ¡no es ella! Ni siquiera es una chica, sino un tipo enteco con cejas depiladas. El monstruo ha absorbido de la escuálida envoltura a aquel mariquita que antes habitaba en ella y ha rellenado el pellejo de su propio ser. Ahora el cuerpecito brama con voz de acero, que el anterior inquilino jamás conseguiría exprimir: «¡Abajo!».

Le atizo una bofetada, corta pero fuerte, ya que no tengo sitio para alzar bien el brazo. Pero no siente nada, no entiende nada. Miro de un lado a otro, me arrastro hacia ningún lado, peleo con el monstruo; yo solo contra diez millones de cabezas. La asfixia —el miedo a la multitud— se apodera de mí otra vez. Debería ponerme en cuclillas, meterme la cabeza entre las rodillas y aullar, pero en lugar de eso me agito, me quedo atrapado entre hombros, barrigas, miradas enloquecidas y escaneo, escaneo, escaneo las caras.

Todos se desgañitan, declaman, patean el suelo, dan caceroladas y silban. Mi cabeza es una olla exprés olvidada en el fuego. El mosaico trepidante me ofusca la vista. Una de estas caras es de ella, mi posibilidad de encontrarla es de una entre cincuenta mil.

—¡Annelie!

La corriente me arroja sobre un islote donde están linchando a unos policías despistados.

Los sacan —vivos y blandos— de sus caracolas azules y los desgarran, haciendo crujir sus huesos y cartílagos; ellos berrean de miedo y de dolor sobrehumano. Me doy la vuelta y sigo corriendo, sin avanzar. Tengo a mi propia muerte colgada de los hombros, con la indiferente cara de Apolo y ranuras en lugar de ojos. La llevo dentro de la mochila a todas partes. Si alguien sospecha de mí, el monstruo tardará un segundo en zamparme, igual que ha devorado a mil policías y al refinado presidente de una superpotencia, que lo ha invocado.

Pero yo no pienso en eso.

«Te tengo que encontrar, Annelie».

«¿Por qué me has dejado? ¿Por qué lo has hecho con tanta facilidad? Desobedecí a Schreyer, infringí las normas, me limpié el culo con el Código, no te pude matar, te escondí en mi casa, perdí la cabeza, te vi en todos mis sueños, no te follé mientras estabas drogada y te me abrías, porque no te quería follar, sino hacerte el amor, en contra de todas las prohibiciones me encontré contigo dos, tres veces, soñé con vivir contigo —¡soñador!— pensando a la vez que me iban a castrar por eso y que me meterían vivo en una trituradora de basura. ¿Cómo has podido dejarme aquí solo? ¡Sin ti no puedo estar aquí! ¿Me oyes?».

La corriente humana me arrastra. Me dejo llevar.

Caigo en una madriguera, voy por unos pasillos, entro en casas, me señalan con unos dedos sucios y grasientos, me gritan algo en lenguas desconocidas, canosos, greñudos, calvos, de ojos rasgados, negros, morenos, pelirrojos, les respondo a gritos, los empujo, salgo corriendo… y termino en el mismo sitio del que acabo de salir. Necesito aire.

No. No. No tengo razón. No la tengo.

«Tú no tienes la culpa».

Ella no tiene la culpa.

Rocamora es el culpable. Mentiroso, manipulador, cobarde.

Tengo que encontrar a Annelie para decirle toda la verdad sobre ese bastardo. Contarle cómo se salvó el pellejo, cómo se la dejó a los Inmortales para que se divirtieran con ella. Recordarle cómo el Quinientos tres le metía el puño. Y contarle cómo, aprovechándose de sus gritos de dolor, Rocamora me distrajo para sacar su pequeña pistola. Ese comemierda no vaciló ni un segundo al entregarnos a su futuro hijo, por cuya pérdida se siente tan dolorido ahora. Incluso cuando tenía la pipa en la mano no se le ocurrió liberar a Annelie. «¡Miente, miente descaradamente, Annelie, no se arrepiente de nada, está podrido hasta las médulas, no es capaz de tener sentimientos!».

«Te encontraré, te lo contaré y me oirás, lo entenderás todo».

«Me entenderás. Me entenderás».

Rayados, pintarrajeados, con los dientes torcidos, bigotudos, carrilludos, ojerosos, con papada, negros y morrudos; escaneo las facciones, paso de un hocico a otro, busco entre ellos una cara, la cara, la salvación.

Me da vueltas la cabeza, se me ocurre subir a una torre multicolor, porque desde las alturas ¡podré ver a Annelie sin duda! Y subo, sudando a chorros, por una escalera de caracol, nivel tras nivel, hasta que me empiezan a arder los pies. Mi objetivo es la azotea, pero las fuerzas me abandonan a la mitad del camino. Me reclino sobre la pared transparente, mis pulmones están a punto de reventar, la camiseta se me ha pegado a la piel. Parpadeo, me agarro del pasamano para no desplomarme.

Miro hacia abajo.

Entre el Mediterráneo y el muro de cristal ya no cabe ni un alfiler. Ondean las banderas carmesí del Partido de la Vida, alguien blande pancartas escritas rápidamente a mano: la gente pide justicia, reclama nuestra agua, exigen inmortalidad para todos y cada uno. Se erizan como aguijones, cañones, bates de béisbol y estacas. No, los habitantes de este lugar no son cucarachas ni hormigas, sino avispas, avispones venenosos; y Méndez, con Rocamora, ha sacudido su nido.

Me pareció que los habitantes de Barcelona estaban reconciliados con la muerte, que no necesitaban nuestro Olimpo de mierda, que se conformaban con su destino, disfrutando cada minuto de sus vidas instantáneas de polillas nocturnas. Los creía capaces de robar la inmortalidad para revenderla en el mercado negro, pero jamás pensaría que estaban dispuestos a luchar por ella.

Estaba equivocado.

Antes simplemente nos odiaban por separado, cada uno a su manera; su odio nos calentaba, a veces demasiado, pero lo hacía pausada y distraídamente, como el sol del mediodía. Pero Méndez ha recogido esos millones de rayos en un haz y los ha refractado con su intervención, luego Rocamora se los ha arrebatado junto con la lupa y ahora pretende prender fuego al mundo entero.

En la mochila tintinea algo.

¿Cómo puede ser? ¡Si el com está en modo silencioso!

Intento no mirar hacia abajo ni por la ventana. Meto la mano en la mochila y saco el comunicador. La pantalla emite una luz roja parpadeante. Máxima alarma.

Aquí no me ve nadie; la torre está vacía, los últimos inquilinos bajaron a la calle ululando, saltando los peldaños de tres en tres. Me acerco el comunicador.

Parpadea un aviso: «MOVILIZACIÓN GENERAL». Es la primera vez en mi vida. Lo amplío: todos los Inmortales están obligados a presentarse en la frontera con el municipio de Barcelona. Firmado personalmente por Bering.

Todos. Entonces yo también. Releo el mensaje una y otra vez.

La Falange tiene cinco mil secciones. Quinientas centurias. Cincuenta mil Inmortales.

Jamás los he visto a todos juntos. Porque antes no hubo ocasión. ¿Qué pasará? ¿Una cruzada contra los amotinados?

Intento leer las noticias, pero en este momento el comunicador pierde la señal y la conexión se interrumpe.

Afuera se oye un estruendo. ¿Una explosión?

No. Todavía no.

En la ventana panorámica veo tres cazas del ejército —negros, con los bajos pintados de blanco—, pasan justo por encima de las torres. Se dan la vuelta sobre el mar y regresan hacia Barcelona. Y desde el continente vienen otros tres. El ruido se produce al romper los cazas la barrera del sonido a baja altura. La muchedumbre muestra sus múltiples caras, los bárbaros han levantado las cabezas y se han quedado quietos. ¿Será una avanzadilla de reconocimiento? No creo; se ve todo perfectamente desde los satélites…

Mis intentos de sintonizar el com son inútiles: han cortado la señal.

En cada planta hay un terminal informativo sumido en coma profundo. Toco las pantallas, pero me salta una desquiciante imagen polícroma. Menos mal que no padezco epilepsia, me podría provocar un ataque.

Recorro las cuevas forradas de materiales compuestos, están llenas de pinturas rupestres. Quiero encontrar a alguien que tenga un com de otra compañía.

Pero las plantas están desiertas.

Pasan unos minutos y en toda la torre se va la luz. En las demás, probablemente, también.

Están aislando Barcelona del mundo exterior.

Ahora estoy seguro de que van a asaltar la ciudad.

Tengo que encontrar a Annelie antes de que cincuenta mil Inmortales entren marchando en Barcelona; está a punto de empezar una masacre que Europa no ha visto desde los tiempos de la guerra de los Malditos. ¡Debo sacarla de esta guillotina, hacer que vuelva conmigo, hablar con ella por lo menos!

Es cuestión de minutos.

Si ahora no encuentro a Annelie, no la recuperaré nunca.

«Annelie, Annelie, Annelie, te dije que quería estar contigo, te descubrí mi nombre verdadero, deserté en mis sueños, estuve a punto de hacer lo que siempre le había prohibido al Novecientos seis. ¿Por qué no me has creído? ¿Por qué has creído a un terrorista, un estafador, un payaso, y no me has creído a mí?

»¿Con qué te ha conquistado ese canalla?

»¿Qué hará mejor que yo? ¡¿Follarte?! ¿Cuidarte? ¡¿Protegerte?!

»¡Le escribías, Annelie! ¡Lo llamabas! ¡Dice que te ha enterrado y te ha llorado, mientras que su com estaba a punto de explotar de tus mensajes! Sabe que sigues viva, que lo estás esperando, que lo estás buscando. Pero va y monta ese puñetero espectáculo, te dice que te quiere delante de todo el mundo y te derrites, fluyes, corres como un río de montaña hacia ese rastrero.

»¿Dónde estaba antes, eh? ¡¿Dónde?!

»¿Por qué no contestó? ¿Por qué no envió a sus tipos de caras remendadas aquí, para salvarte de mí? ¡¿Qué estaba esperando?!

»¡Porque ya no te necesita, Annelie! ¡No te necesita viva!

»¡Fíjate en el espectáculo trágico que acaba de representar! ¡Mira cómo ha comprado cincuenta millones de lanzas por una sola historia sobre tu violación y asesinato! ¡Qué bien te ha vendido! ¡Es el sueño de cualquier rufián!

»Erich Schreyer lo llamó diablo. Diablo. Entonces me pareció que estaba exagerando. Ahora no. ¡Qué poder hay que tener sobre una persona para que vuelva contigo corriendo, después de una traición y una humillación pública!».

Empiezo a sentir miedo por ella.

¿Qué le pasará a Annelie cuando lo encuentre?

Rocamora ya ha contado a toda la ciudad y a todo el mundo la triste historia de final desgraciado. Annelie es una mártir y él, también. En sus sufrimientos los barceloneses se reconocen a sí mismos. Su rebelión empieza donde acaba la vida de Annelie.

Me quedo mirando las banderas rojas que se agitan sobre la multitud.

Termina Annelie y empieza Rocamora.

Si Annelie lo encuentra, Rocamora le dará un beso, luego uno de los chicos con la piel trasplantada le retorcerá los brazos, otro le pondrá en la cabeza una bolsa de plástico y se le sentará encima para que no se menee demasiado. Tardarán unos dos minutos. Rocamora seguramente apartará la mirada. Es que es tan sensible…

Otra vez corro, ruedo por la escalera, encuentro a tientas la salida, me vuelvo a zambullir en la lava hirviendo, de nuevo me aprieto la cabeza con las manos, porque de las vueltas que da parece que se me va a descuajaringar.

Rocamora está atrayendo a Annelie hacia una trampa.

Ella está en peligro. Mi Annelie está en peligro.

Voy de un lado a otro, inspecciono a las personas, selecciono, descarto, me caigo, me levanto…

Mientras estaba con Annelie, entendía Barcelona, la empezaba a sentir; ahora los locales otra vez me miran como a un forastero, confundo direcciones, no reconozco lugares por los que acabo de pasar y vuelvo a rebuscar por sus rincones. No entiendo lo que gritan, no puedo leer los rótulos de las carpas; Annelie no quiere saber nada de mí, Barcelona, tampoco.

—¡¡¡Annelie!!!

Tranquilidad. Debo tranquilizarme. Necesito recuperar el aliento.

Esconderme de todo el mundo y respirar.

Encuentro un quiosco abandonado donde antes vendían gaseosa. Me encierro, me siento en el suelo, me acuerdo de cómo mezclábamos esa gaseosa con absenta… hace nada. El quiosco se bambolea sobre las olas humanas, que están a punto de aplastarlo como un cascarón de nuez. Siento una arcada, la boca se me llena de saliva salada. No aguanto y vomito en uno de los rincones.

Y sólo entonces entiendo que no la voy a encontrar. Tardaría cien años en escrutar todas y cada una de las caras de esa maldita ciudad; y cuando llegara hasta ella, no la iba a reconocer, porque las facciones ajenas me habrían quemado la retina y ya estaría ciego.

Me quedo sentado junto a mi charquito, abrazándome las rodillas y mirando fijamente la etiqueta de la gaseosa. Recuerdo cómo arrugaba Annelie la nariz al sorber por una pajita la absenta diluida. No sé cuánto tiempo pasa, la marea humana me amodorra y duermo con los ojos abiertos.

Me despierta un alarido exaltado.

—¡Ro-ca-mo-ra! —se oye por un lado.

—¡Ro-ca-mo-ra! —se oye por el otro.

—¡RO-CA-MO-RA!

Con los dedos temblorosos hago chascar el cerrojo.

Lo veo enseguida. Una proyección lejana: Rocamora rodeado de unos tipos serios y barbudos, éstos tienen las narices rotas y están envueltos en cananas. Delante de él está Méndez. Apagado, palidecido, acartonado, vivo.

De milagro han conseguido salvarlo de las suelas de zapatos y tacones, le han quitado el polvo y ahora lo están enseñando, pero no a los rebeldes, sino a los cincuenta mil Inmortales y a los que los envían.

Será el mismo proyector que hace unas horas instalaron los ayudantes de Méndez; debe de ser autónomo, ya que no hay electricidad en ningún lado; además, el sol se está poniendo y dentro de nada todo se sumirá en una oscuridad absoluta.

—¡Ro-ca-mo-ra! ¡Ro-ca-mo-ra! ¡Ro-ca-mo-ra!

—¡Queremos negociar! —dice Rocamora mirándome a los ojos—. ¡Basta de derramar sangre! ¡Los que viven aquí no son animales, sino personas! ¡Lo único que pedimos es que nos traten como personas!

—¡RO-CA-MO-RA!

—¡Merecemos vivir! ¡Queremos criar a nuestros hijos!

—¡¡¡ROCAMORA!!! —Los alaridos del gentío lo acallan.

—¡Queremos seguir siendo personas y seguir vivos!

—¡¡¡MUERTE A EUROPA!!!

Se cree que los dirige. No. Sólo es que entre los cincuenta millones de cabezas la suya es la primera y la más grande. Nada más.

Él está aquí. Seguro que está aquí. He tardado demasiado en entenderlo. Está muy cerca. Y todos los locales saben dónde; Annelie lo sabe. No la puedo encontrar a ella, pero a Rocamora sí. Y donde está él, está ella…

Salgo de mi barquita y me zambullo en el gentío.

Escucho atentamente su eco.

El eco cuenta que en el mar han sido avistados unos barcos gigantescos que nunca se habían visto por aquí; que el horizonte está teñido de negro; que todos andan preparados para el asalto y lucharán hasta el final; que Rocamora, junto con los rehenes, está en el Fondo, debajo de la plataforma, en el búnker de alguno de los narcos ubicado cerca de la plaza Catalunya, en los cimientos de la torre Omega-Omega o por ahí; que alrededor se han congregado miles de guerrilleros; que la mitad de ellos son pakis fundamentalistas y la otra, sijes; que están poniendo barricadas y ya no hay manera de acceder al lugar. También dice que el maldito Bering manda para acá medio millón de Inmortales, que los ha armado y los ha autorizado a disparar; dice que van a bombardear Barcelona y luego la quemarán con napalm, pero nadie tiene miedo. Preguntes a quien preguntes, todos están dispuestos a morir. Y parece cierto: las sombras de los cazas pululan por el cielo crepuscular, truenan, nos rompen los tímpanos, ensayando el bombardeo. «Y me merezco morir quemado por napalm», pienso yo de repente. Ayer quemé vivas a doscientas personas, hoy me quemarán a mí, con la misma indiferencia, indiscriminadamente. Sería correcto, pero me da miedo. No quiero formar parte de un amasijo de carne y alquitrán, pegado a otra gente. A esta gente, no. Aquí, no.

Saboreo estos pensamientos. Me confieso a mí mismo. Lo reconozco.

Apesto a forastero. Y aunque en vez de un par de días me quede viviendo aquí durante años, no seré de aquí. Soy ajeno a Barcelona, soy ajeno a Annelie. Ella lo sentía. Lo recordaba, siempre tenía presente quién soy.

—Annelie… —susurro—. Annelie… ¿Dónde estás?

—¡Porque somos personas! —grita Rocamora agitando el puño.

—¡Rocamora! —entonan sus acompañantes.

—¡ROCAMORA! —responde la plaza.

De repente mi conjuro parece funcionar: alguien empuja al cámara, el objetivo se tambalea —la gente suelta un «ay»— y veo… El mármol rosado. Las líneas rectas talladas por mi mano. Mis ojos. La mirada —enamorada— que penetra, devora al patético demagogo. Ella está viva. Ya lo ha encontrado.

No le han puesto una bolsa de plástico en la cabeza, no se ha amoratado, no se ha meado, no se ha tenido que retorcer; ahí está, junto a él, ayudándole a engañar a estos idiotas.

—Está viva —digo en voz alta, pero luego, al ver que no es suficiente, grito—: ¡Está viva! ¡Es mentira! ¡No la han matado! ¿No veis? ¡Os está mintiendo!

—¡Cállate! —sisean—. Estamos escuchando.

Me ha sacado de la caseta, me ha quitado la angosta carlanca, me ha rascado la oreja y me ha sacado a pasear. Ya estaba pensando que tenía una nueva dueña —¡y qué dueña!—, pero ella ha jugado conmigo lo que ha querido y me ha abandonado en un parque. Ha vuelto con su puñetero caniche. Y yo ¿qué hago? ¡¿Qué hago?! No soy un perrito robot, una maqueta de mascota, no se me puede apagar y meterme en el trastero, si de repente, con demasiada pasión canina, te he atacado la pierna y te la he manchado.

«Soy de verdad, ¿te enteras?».

—Puñetero caniche… —me oigo a mí mismo.

Las imágenes empiezan a cambiar; debo de estar caminando. No soy consciente de hacia dónde, pero se me está acercando aquella torre a la que llegamos en tren desde la Toscana.

Es la torre de la estación, de la que sale el túnel que atraviesa el muro de cristal. A este lado está Barcelona, al otro lado, los nuestros.

Subo por la escalera vacía, las piernas no me pesan nada, cero; el cráneo también está vacío. Estoy en el oscuro paso subterráneo donde Annelie y yo nos atascamos, donde me quitaron la mochila. ¡Izquierda, derecha, un, dos! Camino marchando delante de los demonios envueltos en humo embriagador. Esta vez despido ondas diferentes, y los demonios ni siquiera se atreven a llamarme la atención.

Los carteles apagados no me ayudan nada a encontrar la estación, pero soy una partícula de polvo metálico y un imán eléctrico me atrae. Allá, detrás del intercambiador, al otro lado del puente de forja que pasa por encima de las nubes, se están movilizando cincuenta mil Inmortales, la Falange entera, quiero estar con ellos, quiero ponerme en la fila.

¿Cómo piensan entrar en Barcelona? El muro de cristal, con la única puerta a la altura del trigésimo nivel, la ha hecho inexpugnable para los ilegales, pero al mismo tiempo ha convertido la ciudad en una fortaleza, cuyo asedio podría durar meses o incluso años.

¿Sabrá Bering adónde los está enviando? Aquí, en Barcelona, todos los hombres tienen armas, y muchos están dispuestos a morir por la inmortalidad. ¿Cómo van a combatir cincuenta mil Inmortales con táseres contra cinco millones de bárbaros armados? ¿Por qué no envían primero una unidad especial del ejército?

No lo sé. Tal vez, no debo saberlo.

Por fin llego a la estación. Está a oscuras. Junto a la entrada hay un montículo; es un policía tendido de bruces en el suelo con los brazos abiertos en cruz. Su casco desapareció, tiene la cabeza aplastada y hundida en un charco oscuro. Parece que el líquido no ha salido del cuerpo del agente, sino que éste se ha acercado a la fuente para beber.

De enfrente me llega un leve murmullo, saco el comunicador para alumbrarme el camino y el táser por si tuviera que recibir a los nuevos anfitriones. La luz de la linternita brinca, se oye a alguien hablar en árabe, parecen injurias, suena como si el pobre estuviera vomitando sus propias tripas.

El com pita: luchando con las interferencias, intenta engancharse a la señal de una red no identificada. La pilla y enseguida queda atiborrado de mensajes. Los hojeo rápidamente: todos llegan codificados. Los Inmortales van a entrar aquí por la estación. La operación empieza dentro de unos minutos.

Alumbrándome el camino, paso a hurtadillas por la tenebrosa estación. Tropiezo en otros cuerpos, unos vestidos de azul, otros de pardo. Brillan ligeramente los azulejos de las paredes llenos de reclamaciones de igualdad y maldiciones dirigidas al Partido. Huele a chamusquina y humo de crack.

Me deslumbra una linterna. Levanto las manos. Temo encontrarme aquí con todo un regimiento preparado para el duro asalto, pero, por lo visto, los policías han vendido caras sus vidas. En las barricadas sólo hay cinco atrincherados.

—¿Eres tú? —me preguntan despacio y con voz inestable; reconozco el crack.

—Sí. Soy yo.

—¿Y los demás? ¡Te hemos dicho que traigas aquí a todo el mundo! ¡Se va a liar una muy gorda! —dicen estirando las palabras y sin dejar de quemarme las pupilas con su puñetera linterna.

—Vendrán, no te preocupes. —Intento imitar su dicción.

Vendrán seguramente, pero por ahora aquí sólo hay cinco personas.

—¿Y los que han ido por el plástico? ¿No te los has encontrado? ¡Están tardando!

—¡Yo qué coño sé! —Me sorbo los mocos y me encojo de hombros—. ¿Me dais una caladita? Estoy cagadísimo.

—¡Relájate, cagón! —Por fin el rayo se me aparta de los ojos—. Ahora van a forrar el puente de plástico y, en cuanto los bastardos se asomen, nosotros, ¡bum!, nos los cargamos.

Plástico. Seguro que se refiere al explosivo. Están a punto de traer de no se sabe dónde explosivo plástico para minar el único puente que hay. ¿Cuántos de los nuestros caerán cuando lo vuelen por los aires?

—¡Y claro que te invito a unas caladas, hermano! ¡Estamos luchando por la misma causa! —El árabe suelta un viscoso gargajo—. ¡Ven a fumar con nosotros por la justicia!

Veo que todos los accesos a la estación los tienen cerrados. Las puertas son fuertes; las instalaron con el objetivo de retener avalanchas de vándalos que van a Europa. Con los cadáveres de uniforme azul han construido un parapeto y se esconden tras él, apoyando sobre las espaldas ajenas los cañones de sus armas. Es una auténtica brigada internacional: un árabe colocado está cargando su revólver con unas balas artesanales de punta redonda; un negro con rastas por la cintura acaricia en los brazos una recortada de cañón ancho; dos bárbaros bigotudos encañonan las puertas con ametralladoras. Uno de ojos rasgados está rellenando de queroseno unas botellas, las tapa con mechas de trapo: salen porciones individuales de cóctel Molotov.

—Están tardando mucho —dice sorbiéndose los mocos el chino—. ¡Decían que iban a tardar media hora!

Oigo los pitidos del com en la mochila.

—¿Eso qué?

—Dame una caladita —pido.

—¡Eh! ¡Los de las barricadas! ¡Podríais ayudarnos! ¡Esta porquería pesa un huevo! ¡Aquí habrá unos treinta kilos, la madre que la parió! —se oye en la oscuridad.

Los bárbaros trepan por el parapeto, saltan al otro lado y van cojeando hacia el rincón de donde viene la voz.

Esto puede ser el fin. Quince minutos más y convertirán la estación en una ojiva y la torre, en un misil; sesenta kilos de explosivo plástico… El comunicador tintinea de nuevo, con más insistencia. El árabe suelta una bocanada de humo corrosivo que convierte el aire en agua y me pasa la pipa de tallado grotesco: un enano acuclillado y barrigudo mira directamente a los ojos del fumador; la boquilla de la pipa es su pene desproporcionado y curvo.

—Disfrútala.

Le clavo el táser en el cuello. Bzzz. Inmediatamente pincho en el cuello al de la jeta achinada: ¡bzzzz! Este idiota se ha atrevido a levantarme la mano con una de sus botellas. El negro parpadea, se levanta y va girando hacia mí la recortada con tanta lentitud como si de un cañón de un acorazado se tratara. Lo golpeo con el canto de la mano en el cuello. Se atraganta, tose y hace chascar el disparador… El seguro de la recortada estaba puesto. Le suelto una descarga sin mirar.

De pronto se oye tocar a rebato. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Están derribando las puertas con un ariete.

Habrán recibido la orden de atacar. Debieron de estar esperando a que anocheciera para poder aproximarse al puente sin ser avistados… Ahora el túnel ya debe de estar lleno de los nuestros…

—¿Qué pasa ahí? —me gritan los que traen los explosivos.

—¡Todo bien! —les grito yo.

¡Bum! ¡Bum! Pero las puertas pesan unas diez toneladas. ¿Cuánto más pueden tardar?

—¿Os echo una mano? —Corro hacia aquellos cuatro, que, barriendo el suelo con unos diodos minúsculos, arrastran dos sacos gigantescos.

¡Bum! Al darse cuenta de que las puertas resultan demasiado duras para el ariete, los del otro lado acercan y ponen en marcha un cañón de láser. Una pequeña luciérnaga roja aparece en la superficie de la puerta metálica y empieza a recorrer su lento camino, dejando atrás un surco de bordes derretidos, como si alguien estuviera cortando chocolate con una cuchara caliente.

«¿Quién sino yo?». Así dice Erich Schreyer.

Me uno a los portadores. Mientras sujeto el saco lleno de ira divina, meto a uno de los bárbaros los bornes del táser en la oreja y enseguida paso al otro, sin mirarle siquiera a la cara. Uno de los rayitos brinca y desaparece. El segundo leñador se deshace del lastre y esgrime en el aire una daga, abrasándome un hombro. El saco se cae, el chaval contrahecho que lo ha traído hasta aquí coge aire con un resoplido. La daga vuelve a silbar en el aire. El jorobado se acuclilla y se echa a los hombros cansados las dos arrobas de Gehena y corre a trompicones hacia las puertas.

¡BUUUMM!

—¡Esperad! ¡¡¡Esperad!!!

Esquivo a ciegas el acero invisible y corro tras el jorobado. Éste se detiene a unos pasos de las puertas, que no paran de bascular, suelta el lastre y empieza a buscar algo en su mochila, disponiéndose a incinerarnos a todos. Me adelanto unos segundos, lo cojo del pelo y lo aparto del detonador, le incrusto el táser directamente en la boca: «¡¡¡Muérete, perro!!!». En este instante me alcanza el bárbaro superviviente; a la luz de un diodo que apunta a la pared lo veo alzar el arma. El único escudo que me queda es mi mano; agarro el cuchillo por la hoja y me da tiempo a pensar: ahora van llover mis dedos cortados. El bruto se queda sorprendido, me suelto, le unto la cara de sangre, me tiro encima de él —peso más— y voy apartando la hoja, más, más, luego —¡bzzzz!— aprovecho la ocasión.

Ya está… Ahora…

¿Dónde está mi mochila? ¿Dónde está mi careta? Me bamboleo como un borracho; un eco de voces lejanas salta por la cueva, vienen los refuerzos. Ah, aquí está… Encima de mi espalda. En la mochila. Me la pongo de mala manera y, dando tumbos, me dirijo hacia las puertas, encuentro la cerradura…

¿Acaso pienso en ese momento en Radj, en Devendra, en Sonia, en Falak, en Margó o en James? No. En vez de eso pienso en los policías sacados de sus caracolas azules, que habían venido hasta aquí en busca del relamido cretino panamericano. Pienso en Annelie, que no me había creído. Pienso en los ahorcados de la sección de Pedro, que salían en todos los canales. En cómo toda la Falange se lo tuvo que tragar entonces. Pienso en que se ha ido con el chupacámaras, caniche mentiroso.

—¡Soy compañero! ¡Soy compañero!

Así les abro las puertas de Barcelona a los Inmortales.

Se las abro… y me siento en el suelo. Aunque debajo de la careta no se me ve, sonrío.

Schreyer me dio vacaciones. Han sido unas vacaciones merecidas, por lo que había hecho con Beatrice y su caterva de pedorros, con sus medicinas mágicas y sus planes malvados. Pero las vacaciones han terminado; es la hora de volver al trabajo.

Me rodean las caretas conocidas y entrañables; subo la manga descubriendo la muñeca: «¡Identificadme, soy compañero! ¡Soy uno de vosotros!». Tilín, tilín; y me tienden la mano, me socorren.

—Yan. Yan Nachtigall 2 T —me identifico yo.

—¿Qué coño haces aquí?

—Llegué… antes… de que cerraran. Cuidado… Ahí hay explosivos. Y refuerzos… Vienen sus refuerzos… Aquí… Están armados. ¿Entendéis?

—¡Enviadlo al continente! —ordena alguien—. El héroe ha cumplido.

—Ahí… tienen armas… Están todos armados —balbuceo—. ¿Por qué no mandan al ejército? ¡Cada Inmortal toca a mil!

—El ejército está haciendo su trabajo —responden—. ¡Ponedle una máscara antigás!

—¿Qué?

La estación ya está llena de Inmortales; hay tantas linternas que parece que es de día.

—¡Preparados! —viene una voz no se sabe de dónde—. ¡Tres minutos!

Las caretas de Apolo desaparecen todas de repente, descubriendo los rostros humanos. Durante unos instantes, la Falange de Alejandro se transforma en una simple multitud, acalorada, excitada, igual que la que bulle abajo. Pero enseguida, en lugar de las caretas de gesto marmóreo, bello y abstraído, todos se encasquetan unas máscaras negras desconocidas, con escotillas redondas en vez de ojos y latas agujereadas en vez de boca. Desaparecen las personas fugaces y se convierten en adefesios; empieza el baile de máscaras.

Todas las caras me resultan desconocidas; son cincuenta mil, ¡imposibles de distinguir!

Todas, excepto una.

Allá donde acaba mi campo visual, en uno de los extremos, alguien está embutiendo en caucho su cabeza cubierta de pelo hirsuto. Me estremezco. Es sorprendente que haya podido notarlo, porque está de lado y ni siquiera me mira.

Veo un amasijo rojizo en vez de la oreja.

Aquella oreja que arranqué con los dientes.

—¡Evacuad a éste! —decide alguien mi destino.

Y vuelve a ocurrir lo mismo que aquel día: de nuevo están por todas partes unas caretas iguales, pero esta vez son de una divinidad diferente. Y de nuevo el Quinientos tres hará lo que yo no soy capaz de hacer.

—¡No! ¡No! ¡Quiero ir! —Me retuerzo, incluso el dolor en los dedos cortados se apaga—. ¡Sé dónde está Rocamora! ¡Sé dónde está Méndez! ¡Os conduciré!

—Vale, vale… ¡Ponedle una máscara antigás! ¿Por qué todavía no le…?

Y me descubro deprisa, mirando de reojo al mutilado, quiero saber si le ha dado tiempo a reconocerme. Pero ahora estamos todos disfrazados, deformados, mutilados…

—¡Dos minutos!

De pronto alguien interrumpe la orden:

—¡Bering está hablando! ¡Se dirige a nosotros! ¡A nosotros!

Cada uno tiene a un Bering en la muñeca izquierda, en el comunicador, está pegado justo en el lugar donde se suele hacer la inyección, nos está contando las pulsaciones, les marca el ritmo. Todos subimos el volumen y Bering nos habla:

—Siempre hemos sido tolerantes con ellos. ¡Pero han tomado nuestra tolerancia por cobardía! Hemos sido buenos. ¡Pero han tomado nuestra bondad por debilidad! Los hemos salvado de las guerras. Les hemos dado nuestro pan y nuestro techo, nuestra agua y nuestro aire. Nos estamos privando de procrear, mientras ellos se están multiplicando como cucarachas. Les hemos regalado una nueva casa, pero la han llenado de mierda y ahora quieren ocupar la nuestra.

Doy vueltas intentando encontrar al Quinientos tres, pero es inútil. Todos somos iguales, todos son como de molde, cada uno está enganchado a Bering como un bebé a una teta.

—Hoy, mil policías han fallecido. ¡Los han matado! ¡Los han degollado como cerdos! ¡A nuestros chicos! ¡A mis chicos! Hemos estado esperando demasiado… Mientras atiborraban Europa de droga, esperábamos. Mientras nos contagiaban de sífilis y de cólera, esperábamos. ¡Ahora nos están degollando! Han secuestrado al presidente de Panamérica y nos exigen que les demos la inmortalidad. Si toleramos esto, Europa se irá al traste. ¡O nosotros, o ellos!

Sí, es la voz de Bering; pero ha perdido toda su afectación, toda su ñoñería. Es tan tajante como la de un jefe de sección cualquiera; y toda la Falange se queda callada, escuchándolo con máxima atención.

—Son cincuenta millones de bestias ingratas e insaciables. Podríamos lanzar al ejército, exterminarlos, reducir ese maldito lugar a cenizas. Pero no nos vamos a rebajar a la altura de esas bestias. ¡Europa no se dejará bestializar! Nos están poniendo a prueba, pero nuestro deber es mostrar que somos inquebrantables. ¡Humanidad! ¡Moralidad! ¡Legalidad! ¡Éstos son los tres pilares que sostienen nuestra nación! ¡Hermanos! ¡Les está viendo ahora todo el mundo! Ustedes tienen que ser los primeros en entrar en Barcelona. Su deber es mostrar lo que son los Inmortales. ¡Hoy se cubrirán de gloria!

Veo las espaldas enderezarse, las figuras negras se están poniendo firmes. Bering, mientras tanto, vocifera:

—No vamos a derramar su sucia sangre. Pero nuestro país no lo volverán a pisar. Todos han de ser deportados. Muchos de ellos ya nos han robado la inmortalidad. Y si no tomamos medidas, van a volver. ¡Como las cucarachas o como las ratas! ¡Por eso antes de devolver a esos animales a sus junglas inyectaremos a cada uno el acelerador! ¡Basta de aguantar!

—¡Basta de aguantar! —repiten las voces sordas a mi alrededor.

—¡Olvida la muerte! —brama Bering.

—¡Olvida la muerte! —responde con firmeza la Falange.

—¡Marchen, ar! —truenan los megáfonos.

Así me convierto en la punta de una lanza; soy la primera piedra de un alud.

«Te encontraré, Rocamora. A ti y a tu Annelie. Te has atrincherado en el Fondo, en una madriguera, te has rodeado de sicarios armados hasta los dientes, ¿y piensas que no te voy a encontrar, que me voy a rendir, que ahora os voy a dejar en paz?».

«Nos da igual que seáis mil veces más que nosotros. Nos importa un bledo que estéis armados».

Allá vamos.

En la cresta de la ola salgo de la estación; atacamos Barcelona por arriba. Miro hacia delante, pero no paro de sentir un ligero escozor en la espalda: el Quinientos tres debe de estar cerca, está aquí. Me está mirando, me está abrasando.

La gente permanece en la plaza. Ahora, en la penumbra, cuando afuera han encendido antorchas y linternas, la explanada tiene aspecto de la fina corteza terrestre, agrietada, que se va resquebrajando por la presión de la lava hirviendo.

Las ventanas panorámicas de la torre de neón llegan desde el suelo hasta el techo. En el cielo estival de color azul oscuro nadan oscuros coágulos de escuadrones militares. Desde el continente hacia la ciudad amotinada se dirige la flota aérea. Además, por el mar se están acercando innumerables naves; con mis propios ojos las puedo ver en el horizonte. El cerco se está cerrando, pero Barcelona resiste: desde la plaza de las quinientas torres llegan —creciendo y reafirmándose— los gritos:

—¡A-ba-jo! ¡A-ba-jo! ¡A-ba-jo!

Y más tarde se oye:

—¡Ro-ca-mo-ra!

Yo ya empezaba a sentir esta Babel como mía, pero me ha engañado con Rocamora al igual que lo está haciendo con él Annelie. Ciudad zorra, cuidad traidora. Zorra orgullosa y traidora declarada, pero mi odio hacia ella es más fuerte que mi enamoramiento engañoso.

Será un asalto grandioso, una batalla dantesca. No siento la sangre brotar de mis dedos lacerados y de mi hombro. No sé lo que es el dolor.

—¡Olvida la muerte! —grito.

Mil gargantas reproducen mi alarido visceral.

Quiero hundir los bornes del táser en la carne viva hasta agotar la carga y luego golpear hasta desollarme los nudillos, morder, arañar hasta destrozarme las uñas. Y que me peguen a mí también, que me pateen, que me rompan los huesos, que saquen toda la idiotez a porrazos, ojalá me muera limpio, impoluto, vacío; pero aquí, con los míos; no me da miedo morir.

Quiero caer luchando, quiero rociar sobre Barcelona azufre en llamas, quiero arrasarla con fuego, aniquilar todas y cada una de las almas que de las que me he enamorado aquí y las que me han engañado.

Pero no soy Dios, soy una partícula de polvo metálico; y los cielos están despejados y llenos de estrellas.

—Annelie —balbuceo a través del filtro de la máscara antigás.

Pero el sonido no llega al exterior; los filtros retienen toda la suciedad.

Unos instantes después, las alas de los cazas tapan la luz de la estrellas; vuelan raudos cual arcángeles justicieros, y por donde pasa su sombra se instaura el silencio. De sus cuerpos se separan y empiezan a caer las bombas, explotando antes de alcanzar la tierra, sobre millones de cabezas. Al reventar, esparcen gas. Los rebeldes se agazapan, se tiran al suelo, se abrazan unos a otros, preparados para morir abrasados; pero al aspirar el gas invisible e insípido, se desploman.

Cuando descendemos hacia la plaza, nos reciben millones de cuerpos postrados. No se ha muerto nadie, ya que en el maravilloso país de la Utopía no hay nada que esté por encima de la ley y la moralidad.

—¡Es el gas del sueño! —me explica una cara negra con impenetrables ojos de mosca.

Qué bonito. Simplemente duermen, esperando a que los despertemos.

Es como un cuento de hadas, un puto cuento de hadas.

En la plaza de las quinientas torres no queda espacio para nosotros; todo está lleno de cuerpos inmóviles. Caminamos por encima de esos cuerpos; al principio con mucho cuidado, luego de cualquier manera. Son blandos e inestables, cuesta pisarlos. Así debió de ser el tacto de una ciénaga o un desierto de arena, antes de que los sepultáramos bajo el hormigón elástico, igual que el resto de la superficie terrestre. Porque la tierra es demasiado fofa para soportar nuestros rascacielos.

—¿Adónde? —me preguntan—. ¡Llévanos con Rocamora!

Sobre el reino onírico, como cuervos sobre un campo de batalla, planean las turbonaves, clavando en los cuerpos unos gruesos rayos de luz proyectados por unos focos. ¿Ninguno se mueve? Todos yacen impasibles.

Los focos recorren las torres y, gracias a ellos, puedo ver lo que en la oscuridad jamás podría divisar: dos letras griegas, dos «omegas». Es el edificio del que hablaban en la multitud. Aquel obelisco que aplasta el pecho a la plaza de Catalunya, enterrada debajo de él. Tiene que ser allí.

—¡Allí! —digo señalando el obelisco—. ¡Abajo!

Mi comunicador ha resucitado, está recibiendo una avalancha de mensajes sobre cómo transcurre la operación: en el puerto están atracando mercantes vacíos, son aquellos barcos que se veían en el horizonte. «Aquí hay un puerto gigantesco con paseo marítimo. ¡Ya lo verás!», suena su voz. Sacudo la cabeza: «¡Fuera de aquí!».

—¡Rápido! —ordeno a mis propios jefes—. ¡Mientras funcione el gas, debemos rescatar a Méndez! ¡Lo tienen de rehén!

Tienen a Annelie, quiero decir yo. La debo… Debo… Yo qué diablos sé.

Y galopamos —pisando espaldas, vientres, piernas y cabezas— hacia la torre Omega-Omega. ¡Rápido, antes de que se haga tarde! Sigo sintiendo quemazón en la espalda; no sé si el Quinientos tres forma parte de nuestra vanguardia. No sé si lo estoy conduciendo hacia Annelie, otra vez…

Hemos llegado: Omega-Omega. Aquí está la entrada, aquí está la escalera; la nube tóxica ha descendido, está introduciendo sus tentáculos en las guaridas de las cucarachas, revuelve en ellas, encontrando y aplastando a los parásitos.

Bajamos por los peldaños. En cada uno hay un guerrillero tendido, con un pañuelo árabe subido hasta los ojos y una cinta de municiones al hombro. Ninguno presta resistencia. Así de fácil debió de ser antaño el trabajo de la muerte.

Más de uno quisiera ese trabajo. Aun así siento ganas de pelea.

«¡Levantaos! ¡Luchad! ¿Por qué cojones os quedáis ahí tirados?».

Pateo a un muyahidín en el pómulo; la cabeza pega un brinco y vuelve a su sitio. «¡A luchar! ¡A luchar, perro!».

Me separan de él a rastras, me he pasado. Me azuzan: «¡Busca! ¡Busca!», y continúo olisqueando el rastro.

La plaza de Catalunya parece un mercado medieval arrasado por el cólera. Los edificios modernistas de seis plantas —montañas de piedras cansadas y mugrientas— bordean el corral. La plaza está soltando su último suspiro. Todos están durmiendo, tirados por el suelo en diferentes posturas, según les haya sorprendido el veneno. En las parrillas se carbonizan los pinchos morunos, suenan los acordes finales de las máquinas tragaperras, unos electrocares desbocados —zumbando perezosamente— forcejean contra las paredes. El húmedo entarimado está cubierto de tenderetes, todos llenos de cuerpos inertes. La oscuridad es total, parece que el universo entero haya colapsado y no quedase nada más que la Tierra, nuestra Tierra olvidada. Tengo la impresión de haber bajado al mismísimo Hades para hacerles una visita a los antiguos griegos muertos.

—¿Y ahora por dónde?

Encienden las linternas. «¡Busca!».

—Tiene que ser por aquí. En el búnker de unos narcos… Aquí…

—Vale… —me responde una máscara inexpresiva—. ¡Por grupos! ¡Registrad todas las casas! ¡Necesitamos a Méndez! A los demás los identificamos, los pinchamos y a las bodegas de los barcos.

Formamos grupos. Y buscamos, buscamos.

Me dan un antiséptico para que no se me infecten las heridas, también unos esparadrapos para que no me las vea y un analgésico para que no me acuerde de ellas. Y funciona.

Annelie…

«No te pude encontrar en el reino de los vivos, te quiero encontrar en el reino de los muertos». Casa por casa, apartamento por apartamento, pasillo por pasillo, jaula por jaula, peldaño por peldaño, sótano por sótano. Cuánta gente. Cuánta gente.

Hemos invadido Barcelona sabiendo que a cada uno de nosotros le corresponden mil rebeldes armados. Mil personas furiosas, exaltadas, desesperadas, que no tienen nada que perder.

Ahora yacen encadenados, respirando imperceptiblemente, sus pies y brazos parecen hechos de goma flexible, pero aun así parecen muchísimos, demasiados; ¡mil por cabeza! Estoy empezando a entender lo que significa este número.

Aparte de mi propia misión, tengo que cumplir la orden general: aplicarle a cada uno de los durmientes el escáner, averiguar su nombre o asignarle un número, inyectarle el acelerador y ponerle en la muñeca la etiqueta de despachado, luego cargarlo en una camilla y sacarlo a la superficie. Arriba trabajan otras secciones, apartando los cuerpos para dejar paso a los camiones, hacinan a los muertos vivientes, colocándolos boca abajo y con la cabeza suelta para que no se atraganten con sus propios vómitos, y los llevan al puerto, donde los esperan barcos, barcazas y otras embarcaciones que Bering ha conseguido para poder llevar a cabo esta operación.

Y no paro de hurgar en las casas ajenas, miro a las caras de los ancianos, hombres, mujeres; se agotan las pilas de los escáneres y nos entregan unas nuevas. Se acaban las dosis del acelerador y nos traen más. Me duele la espalda, tenemos que trabajar agachados, los durmientes pesan más que los muertos, y los muertos pesan tres veces más que los vivos. Los sedados se nos resisten con todo su peso silencioso.

Yo buscaba una batalla, quería luchar, pero esto, en vez de una lucha, parece un entierro interminable. Qué se le va a hacer; lucho contra ellos como puedo: les doy vueltas, les subo las mangas, les cubro los pechos destapados, les limpio los labios vomitados, les meto la linterna en las pupilas. Pero ninguno se mueve; la ciencia química ha avanzado bastante últimamente. ¿Qué estarán soñando? Tal vez estén viendo todos lo mismo. ¿El vacío?

Pasa un día y una noche. Quedan novecientos por cabeza.

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