Futu.re

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XXVI. Annelie

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XXVI

Annelie

Tardo en llegar dos horas y cuarenta y tres minutos; la torre Polígono Industrial 4451 se encuentra en el fin del mundo civilizado. Es una construcción puramente utilitaria: un paralelepípedo grisáceo sin ventanas, ni terrazas, ni vallas publicitarias, veinte veces más grande que cualquier edificio de viviendas.

Al acercarse a ese monstruo, el tren se zambulle bajo tierra y sigue corriendo a través de túneles crepusculares. Aquí sólo llega un tren, vacío y muy de vez en cuando, ya que PI4451 está completamente robotizado. Todo tipo de empresas alquilan plantas para sus necesidades: desde la fabricación de turbinas hasta el prensado de pastillas de la felicidad. Y si hay una sección de viviendas, no está marcada en los ascensores.

«Es un lugar ideal para un asesinato», pienso yo. Seguro que es una trampa. Me la está tendiendo Rocamora, o el Quinientos tres, o Schreyer, para acabar conmigo. Lo entiendo perfectamente y, sin embargo, vuelo al encuentro con Annelie, hacia la lucecilla borrosa de un farol nocturno.

No puede hablar conmigo por el comunicador, no me explica nada. «Ésta es la dirección, aquí te espero».

Los ascensores de este edificio no están preparados para transportar a personas: son unos gigantescos elevadores industriales de diez metros de altura, sucios, hechos de compuesto macizo, que es más resistente que cualquier aleación metálica; en vez de puertas tienen unos auténticos portones por donde pasaría un autovolquete de mina. Pero los montacargas de aquí —con mamuts barritando en los capós— apenas caben en ellos. Me extraña incluso que haya un panel de control al alcance de una persona.

Dentro, la penumbra es casi total; los robots son ciegos, no les hace falta luz. Me arrimo a la pared, para que los camiones no me aplasten con sus ruedas, que son dos veces más altas que yo.

Llego al nivel trescientos veinte.

Estoy en la nave de Bisonte Willy, un productor de carne perteneciente al gigantesco grupo Ortega & Ortega Foods, que alimenta a medio mundo. Me acuerdo de su logo: un toro dibujado guiñando un ojo al objetivo. Detrás de Willy, unos pastos infinitos y el sol poniente. Ofrecen una amplia gama de productos de carne bovina, nutritiva y dietética. Incluidos, por cierto, los chuletones ya cortados para hostelería. Espero que en la planta trescientos veinte no tengan un matadero. A decir verdad, últimamente no quedan muchos.

Da igual. Aunque acabe en un matadero, sólo espero que no sea otro engaño.

Que aparezca Annelie aguardándome.

Dejo pasar a un cíclope ciego y entro tras él en su cueva. No es un pasillo, sino toda una pista, por la que no dejan de pasar rugiendo unos armatostes negros, cargados con decenas de toneladas de mercancía. El techo se desvanece en la oscuridad, por cada cincuenta metros hay un pequeño diodo, avanzo a tientas a lo largo de la pared, acercándome cada vez más al punto rojo de la meta marcado en la pantalla de mi comunicador.

Me ha llamado. Se ha acordado de mí y me ha llamado.

Rocamora debió de abandonarla. No ha querido criar al hijo de otro.

Sigo avanzando por la pared, el punto se aproxima, acorto los pasos. Siento una tirantez preocupante debajo de las costillas, me limpio el sudor de la frente. Me da miedo. Estoy confundido. ¿Qué le digo? ¿Cómo me voy a poner a gritar, exigiéndole explicaciones? ¿Cómo voy a culparla de destrozarme la vida, de quitarme la juventud?

O puede que no exista ningún niño. Puede que, al regresar con Rocamora, simplemente haya abortado, atendiendo a mis plegarias desde la celda, y haya eliminado el recuerdo eterno de nuestra caída, de nuestra infidelidad. O nunca hubo nada, sólo que Schreyer se vengó de mí por mi devaneo con su mujer y me mandó aposta al Quinientos tres. Todo se va a aclarar. Recibiré todas las respuestas.

Las necesito, pero incluso si se queda callada y me echa de aquí, me contentaré con haberla visto. Sólo necesito verla, llevo tanto tiempo deseándolo…

Veo una señal: «Bisonte Willy. Granja 72/40».

Doblo la esquina.

Delante, incrustada en la parte inferior de un portón ciclópeo, hay una puertecilla de dimensiones humanas. Está abierta, el cuadrilátero se ilumina por detrás, en el marco aparece una silueta.

La sombra se extiende por el suelo muchos metros por delante de la puerta, como si la hubieran aplastado con una apisonadora. Parece que lleva un vestido.

—¡Annelie!

—¡Acérquese!

No es Annelie; es un hombre. No puedo distinguir sus facciones, porque la luz me da justo en la cara. La inquietud se apodera de mí, echo a correr. Él no se asusta, ni siquiera intenta guarecerse. «Es una trampa», pienso convencido. No importa.

—¿Dónde está?

Lo cojo de la solapa, lo aparto de un empujón. No se resiste.

Es un chico joven, guapo y un poco afeminado; tengo buen ojo para eso. Lo que tomé por un vestido resulta ser una simple sotana negra. ¿Un cura? Tiene la piel atezada, unos ojos grandes y tristes, lleva el pelo con raya en medio y una perilla cuidada. Jesusito después de una sesión de peluquería.

—¡¿Dónde la escondes?!

—¿Es usted amigo de Annelie? Lo ha llamado de mi comunicador, yo…

—¿Dónde está el Quinientos tres? —Le aprieto el cuello—. ¿O es cosa de Rocamora?

—¡Espere! ¡No entiendo nada, se lo juro! Soy André, el padre André. Annelie está bajo mi custodia.

—¿Bajo tu custodia? ¡¿Qué coño dices?! ¡¿Dónde está?!

—Desconecte el comunicador y sígame. Yo lo guío.

Suelto los dedos, aunque al principio me cuesta. Él se frota la delicada garganta, tose con aire de mártir, esboza una repelente sonrisa dócil y me invita a seguirlo. Apago el com.

Miro por todos los lados.

Probablemente, es el más insólito de los lugares en los que he estado.

Entramos en una nave del tamaño de un campo de fútbol, los techos son tan altos que debajo cabría un edificio de diez plantas. Está iluminada, la luz es extraña, alarmante, desagradable. Todo el espacio está ocupado por lo mismo: de arriba abajo, de punta a punta, se hacinan unas enormes bañeras transparentes, llenas de líquido turbio en el que flotan unos enormes bultos rojos. Los hay de un metro de largo, los hay de tres; todos permanecen inmóviles en sus artesas, bañados por un fluido opaco, algo entre linfa y sangre. En el techo y a la altura de la décima fila de esos dornajos, se mecen unos focos blancos, pero sus rayos se manchan de flema rojiza y llegan al suelo y a las paredes ya de color amarillo anaranjado, palpitantes e inseguros.

Se siente un fuerte y pesado olor a humedad.

Las bañeras están conectadas a través de unos tubos por los que circulan líquidos —limpios y sucios—, proporcionando alimento a los bultos rojos y recogiendo sustancias residuales. No es necesario fijarse en todo el proceso circulatorio, desde la entrada se puede percibir que esas moles están vivas.

—No se asuste. Sólo es carne —explica el padre André con suavidad.

Exactamente. Es carne de búfalo. En nuestro mundo superpoblado, ¿quién va a criar búfalos de verdad? Para que crezca un bicharraco así, hace falta muchísima hierba, mil veces más de lo que pesa el propio animal, además del agua y la luz solar. Con sus gases intestinales cada uno sería capaz de perforar un agujero en la capa de ozono, que ya está bastante fastidiada. No, el ganado de verdad se cría sólo en un par de países subdesarrollados de Latinoamérica. El Viejo Mundo, gracias al cultivo celular, se alimenta de tejido muscular puro. Nada de cuernos ni pezuñas, ni ojos profundos e inteligentes; ningún desecho. Carne y nada más.

—¿Qué pasa? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué no ha salido?

Los tumores rojos y pesados no paran de expulsar burbujitas, la agüita nutritiva salta a su alrededor, gorgotea, los rayos de luz se refractan en los chorros, proyectando unas imágenes espeluznantes sobre el suelo. Por los huecos entre las filas de artesas, se deslizan en las cuatro direcciones unos autómatas, clavando varillas en la carne, midiendo algo. A nosotros no nos prestan atención.

—Aquí nadie nos va a buscar —contesta el padre André—. En esta nave no hay más que máquinas y el sistema de detección de intrusos está trucado. Nosotros ya llevamos varios años viviendo en este lugar.

—¿Vosotros?

—Sí, nosotros. Dirijo una misión católica.

—¡Conque una misión! —Se me crispan los puños.

—Se la voy a enseñar. Después. Ahora lo están esperando.

—¿A qué te refieres?

Al final de la nave topamos con una puerta minúscula, como si fuese de una ratonera, entramos en un local donde se debe de guardar la maquinaria de limpieza. Parece una casa okupada: unas finas mamparas de plástico separan viviendas diminutas, donde la chusma duerme directamente sobre el suelo, en camastros endebles, se oyen unos chillidos… Niños. Claro, es una casa okupada.

—Pero ¿ella…?

—¡Yan!

Annelie parece pálida y extenuada, el pelo le ha crecido, pero sigue igual de bella: mis ojos, mis cejas finas, mis pómulos, mis labios…

—¡Gracias a Dios!

Me arrodillo ante ella.

—Annelie. Annelie.

Tiene una barriga enorme, realmente gigantesca. Aún no ha parido, pero tiene que estar a punto. Cuento; me salen siete meses y medio.

Debo odiarla por eso. ¡Si ya lo hice, ya lo conseguí una vez! Pero ahora no puedo; sólo la miro, la miro y no me sacio.

—Annelie.

Ya tiene aquí su rincón: un colchón doble, una manta arrugada, una silla, al lado de la cama improvisada hay una caja, encima hay una taza humeante y una lamparita. Es la única luz.

—Ya tengo contracciones.

—Annelie quería que usted estuviera a su lado —comenta el santo padre.

—¡Fuera de aquí! —ladro yo.

El otro se limpia la cara y se retira con obediencia de nuestra guarida. Me siento, pero no aguanto sentado ni medio minuto.

—Gracias por venir. Tenía mucho miedo…

—¡Qué bobadas! —replico con decisión; ya se me ha olvidado que quería empezar por un interrogatorio, exigir que se deshaga de…—. ¿Por qué no estás en un hospital? ¿No deberías ir a un paritorio?

—¿Con mis papeles? Estoy empadronada en Barcelona. Vivo aquí de forma ilegal, Yan. Me entregarían enseguida a la policía o a tus Inmortales.

—Ya no son míos. He renunciado… Estoy despedido.

—No quería… meterte en todo esto. Lo siento. —No deja de mirarme a los ojos—. Pero en cuanto tus ex me dijeron que estaba embarazada… Después de todo lo que me había dicho mi madre y aquel médico… pensé que era un milagro. Y si ese milagro me lo sacaban con una cuchara, nunca más…

Recuerdo que, cuando la vi por primera vez, con aquella barriguita menuda, ajena, pensé que era diferente a las demás mujeres embarazadas, tan descuidadas, deformadas, hinchadas. Pero ahora que tiene un bombo enorme, tampoco me resulta desagradable. Estoy dispuesto a perdonarla, incluso aquella traición suya.

—Yo… ¿Por qué…? ¿Por qué no me pediste permiso? Me tendrías que haber preguntado. Es una decisión… O tú o yo. Según las normas, claro… Lo habría hecho de todos modos. Pero… Me encontraron y me inyectaron el acelerador, Annelie.

—A mí también.

—¿Cómo?

No me lo puedo creer; ¡si ella ya estaba inyectada, la segunda, la que me pusieron a mí, era ilegal! Eso significa que, en realidad, uno de nosotros podría seguir siendo joven, yo… o ella.

—Son dos, Yan.

—¿Quiénes? —Tengo la cabeza llena de poliexpán.

—Voy a tener gemelos.

—Gemelos —repito—. Gemelos.

Una vida por cada uno. Ella no me dejó en manos del Quinientos tres. No se quiso vengar. No me traspasó la responsabilidad, sino que la dividió entre los dos.

No sé por qué, pero de repente me siento aliviado, a pesar de que hace menos de un minuto se ha confirmado que mi condena es definitiva y no tengo derecho a la objeción.

También está inyectada. Ahora nos toca remar juntos.

Con esta luz no se ve si ya le han salido canas; tiene la cara ligeramente hinchada, unas pequeñas bolsas debajo de los ojos, pero tienen que ser síntomas de otra enfermedad, del embarazo.

De todas formas nos quedan diez años. O tal vez, si la transfusión de sangre hace efecto, más todavía.

Annelie me ha llamado. Quiere estar conmigo.

No me ha traicionado.

—Te echaba de menos.

—Tu ID estaba bloqueado. Intenté localizarte antes.

—Estaba en la cárcel. Una historia idiota. Da igual.

A ella también le da igual.

—¿Y qué…? ¿Qué ha pasado con Rocamora? ¿Con Wolf? —Me fijo en la caja-mesilla: es de un robot de cocina, qué curioso.

—Lo dejé. —Se incorpora un poco más, se pone las dos manos en la barriga; el gesto se le tensa, se le amarga.

—Entiendo.

Por encima de la mampara se asoma un chiquillo de unos cuatro años. Se ve que ha subido en una silla.

—¡Hola! ¿Cuándo vas a parir?

—¡Pírate! —Hago como que le tiro algo; el niño suelta un chillido de susto y se cae hacia atrás, pero no se oye ningún ruido.

—Es Georg, es amigo mío. —Annelie me lanza una mirada de reproche.

—¿El padre también es tu amigo? —le pregunto con desconfianza; ya siento celos de todo el mundo.

—Sí. A él… no le interesan las mujeres —dice con una pálida sonrisa—. Es bueno.

De repente, por el escote veo asomar media cara de Jesús sobre una pequeña cruz de plata.

—¡Es buenísimo! —digo—. Ese padre tuyo. Vendedor de almas y de su propio culo.

—No hables así. Llevo medio año viviendo aquí, me acogieron sin más, sólo porque estoy embarazada…

—Porque interrumpir la vida en gestación es un pecado terrible, que equivale a un asesinato —pronuncio como atolondrado.

Antes ya lo había oído decir a una mujer. Precisamente por eso acabé en el internado, porque le daba miedo cometer un pecado.

—Porque no tenía otro lugar adonde ir.

«Vale. De acuerdo, Annelie. Tregua, solo por ti. Si te ha dado paz, lo soportaré».

—Aquí no conozco a nadie más que a Rocamora.

Rocamora. Ya no lo llama Wolf.

—Encima inyectada… ¿Adónde iba a ir?

—También te estuve buscando. Allí, en Barcelona. Durante dos semanas.

—Nos quedamos en el búnker. En la plaza Catalunya. Durante un mes entero. Hasta que todo terminó.

—Entonces te tenía cerca. Podía haberte encontrado. Sin tener que esperar. ¿Por qué no te encontré?

—No lo sé. Quizá porque era demasiado pronto.

—¿Y ellos…? ¿El Quinientos tres? ¿Los Inmortales? ¿Cómo te encontraron?

—Cuando la cosa se tranquilizó, salí del búnker para investigar. Y me pillaron. Rocamora me rescató, es decir, sus hombres; pero aun así… Les había dado tiempo. Luego nos trasladamos a Europa. Por mar.

—¿Y por qué dices que era demasiado pronto? ¿Eh?

Annelie se acaricia el vientre, se frunce la cara y se muerde los labios.

—Están dando patadas. Se pelean, los bichos. ¿Quieres tocar?

Niego con la cabeza. Ahora no tengo ganas de tocar a ese ser, ni siquiera a través de Annelie.

—¿Te da cosa? —dice con una sonrisa suave—. Normal. A la gente no se le pudo ocurrir otra forma más ridícula de multiplicarse. La última vez vi algo parecido en la película Alien, el octavo pasajero. ¿La viste en el internado?

—No.

—Muy mal. Ahora entenderías cómo me siento.

Me avergüenzo, sé que acabo de actuar como un cretino. Pienso que debería hacer un esfuerzo y acariciarla para que se sienta bien. Pero me falta coraje.

—Digo que era demasiado pronto porque aún quería estar con él. Con Rocamora. Todavía no había entendido…

Ahora, quizá, ya no necesito oír eso. Tengo suficiente con que me haya llamado y con que haya intentado localizarme durante estos últimos meses. «No hace falta que me lo expliques. Ya te he perdonado, Annelie. ¡Cómo no!».

—No había entendido lo gilipollas que era. Volví con él. Quise olvidarlo todo. Su traición. Sus mentiras. Pensé que ya estábamos en paz… Porque ya sabía lo de que tú y yo… Lo del niño. Pero no importa. En fin, quería volver a empezar. Una hoja en blanco. Sólo quería que me dijera: «Tú y sólo tú. Nadie más. Nunca». Como aquel día lo había dicho desde las turbonaves. ¿Por qué lo puede decir delante de millones de desconocidos, y no es capaz de repetir lo mismo en la intimidad?

Aparto la cara; me enoja, me incomoda, me cuesta oír sus palabras.

—Pero… en cuanto nos salvamos, me dice: «Quiero que seamos sinceros… No me enfado contigo, Annelie. Te lo perdono todo. No importa que me hayas puesto los cuernos. Eres joven y tienes la sangre caliente. Yo ya soy viejo. He visto tantas cosas en la vida…».

Tengo ganas de arrancarle los ojos a Rocamora. Ella tiene ganas de terminar.

—Pues creí que quería mimos. «Qué va, qué dices, no eres tan viejo». Pero…

A Annelie se le desfigura la cara; ella se retuerce sobre el colchón con las manos en la barriga.

—Basta. ¿Te encuentras mal? ¿Llamo a alguien?

—No basta. Me dice: «Hace mucho, cuando era joven, tuve una novia. La amaba con locura. Pero todo acabó muy mal. Por mi culpa. Cuando quise recuperarla, ya era tarde. Todo aquello fue en tiempos antediluvianos, pero sigo sin poder olvidarla».

—¿Para qué te contaba todo eso? —Farfullo con indignación; me pongo en el lugar de Annelie.

—Bingo. Digo: «No quiero saber nada de tus tías, ¡no existieron jamás!». Y me contesta: «el problema es que eres idéntica a ella, la misma cara. Cuando te vi, pensé que era ella, que había regresado del otro mundo». Romántico de los cojones.

Un brillo colérico inunda sus ojos; se incorpora sobre la cama.

—Entonces comprendí por qué me pedía que me hiciera aquel corte de pelo demodé. Por qué siempre me endilgaba ropa extraña. ¡Porque no me quería a mí, sino al recuerdo de su ex! ¡Era justo lo que necesitaba oír de él! Estaba dispuesta a olvidarlo todo, ¡todo!, con tal de que me dijera que quería estar conmigo. ¡Conmigo, y no con el clon de otra!

Hago un gesto de comprensión con la cabeza. Tengo la lengua atrofiada.

—Lo siento. Te hago daño, ¿verdad? Pero necesitaba decirte toda la verdad. Que sepas que me arrepiento de haberme escapado de ti aquel día. Me arrepiento de haberle creído a él. Me arrepiento de no haberte creído a ti. Perdóname, por favor.

—No… No. ¿Cómo me ibas a creer? ¡A un Inmortal! Después de todo aquello…

—¿Sabes…? —Me sonríe, buscando mi mano—. Nunca te tuve miedo. Ni siquiera el día cuando… cuando todavía llevabas careta. Sabía que no podrías hacerme nada. Tampoco cuando me sacaste del piso. Tengo un sexto sentido. Como si te hubiera conocido desde el primer momento. Quizá por la voz. Tienes una voz… como cercana. Familiar.

—Yo soñé contigo. Chorradas… En mi sueño… Total, que te dije que te quería. Después de aquella historia… Pues… La primera. Te veo en mi sueño… Ejem. Pues eso.

—¿Me lo dijiste en tu sueño? ¿Y en la realidad? ¿Te da miedo? —Se ríe y frunce la cara.

—No. Yo… Ahora mismo, ¿quieres?

—Venga, ahora mismo.

—Bueno. A ver. Vale. En resumen, que te quiero.

—¿Y me has querido siempre? Di que sí. Quiero sentirme tonta por no haberme enterado antes.

—Pues… Cuando supe… Que lo habías puesto a mi nombre… A decir verdad, te quería matar. Es que no sabía que eran dos…

—Dos. —Se frota la barriga—. Pero no sé si son niños o niñas.

—No tengo ni idea de qué hacer con ellos.

—Yo tampoco. No pasa nada, se lo preguntaremos a los chicos. Aquí muchos tienen críos. Dicen que sólo hay que quererlos.

¿Sólo?

—Yo también he soñado contigo. Mucho. Ya estando aquí. ¡Imagínate! —Se ríe—. Que vivía contigo en el aquel parque-reserva con el río, adonde me llevaste.

—¡Me llevaste tú allí! —replico.

—Pero no había ni paredes ni pantallas, y podíamos ir a donde quisiéramos. Y teníamos hijos.

—¿Quieres que vayamos allí después de que des a luz? —Casi llego a creer que es posible—. ¡O vámonos más lejos! Yo ya no soy Inmortal, seguro que me dejarán salir.

—¿Y adónde?

—No lo sé. A alguna de las islas de Oceanía. ¿O quieres que vayamos a Panamérica?

—Me gustaría volver a Barcelona —dice en voz baja—. Me sentía tan a gusto allí.

—Y yo.

—Eh… Vi en las noticias… que les habías abierto las puertas. ¿Es verdad?

Asiento con la cabeza. Estoy a punto de ponerme a mentir, pero asiento.

No quiero que ahora haya obstáculos entre nosotros. Nada que pudiera impedir que nos acerquemos, que nos fundamos; pero la mentira se extendería como una película sintética y no nos dejaría adherirnos.

—Yo… Cuando te fuiste… quería que Barcelona dejara de existir. Me empezó a gustar gracias a ti. Pero cuando… Se la abrí. Se la abrí yo. Yo. Soy un idiota mezquino. Si no hubiera abierto las puertas, ahora podríamos irnos allí.

—No. —Annelie suspira—. No fue culpa tuya. Es lo mismo. Habrían entrado por el mar. La culpa la tiene Jesús. Es él. Él con sus mentiras. Él es el culpable.

Aparto la cara y me paso los dedos por los ojos húmedos.

—Gracias. Yo… Gracias.

Ahora sí: perdonado.

—Gracias —repito—. Soy culpable de todas formas. Pero…

—Te quiero —dice Annelie—. Quería decírtelo antes de que sea tarde.

—¿Tarde?

Me aprieta los dedos y susurra:

—Tengo miedo. Aquí no hay matronas. Siento que me voy a morir. —Se recorre el cuello con los dedos, encuentra la cruz, se tranquiliza.

—¡Qué chorradas dices! —exclamo agitando las manos—. Tus gemelos van a nacer, no te preocupes. Saldrán como disparados.

—Nuestros gemelos.

Pues sí, nuestros. Parece que son nuestros. Todavía no me cabe en la cabeza.

—Gracias por venir —repite ella—. ¿Sabes?, soy como una gata preñada, que se pasea por ahí y luego viene a parir a la casa de su dueño.

—No lo sé —digo sonriendo—. Esa peli tampoco la vi en el internado.

Después ella cierra los ojos, y me quedo sentado al lado, sujetándola de la mano.

Dos horas después, rompe aguas; unas mujeres trajinan a nuestro alrededor, dando consejos inútiles. Por fin encuentran unos trapos limpios y agua hirviendo; de dónde lo sacan no tengo ni idea. El padre André está en el centro del alboroto. Estoy dispuesto a echarlo a patadas en cuanto empiece sus peroratas, sin embargo, nos libramos de sus homilías y de citas del Testamento, sólo intenta ser útil. Pero tampoco lo consigue, puesto que no hay condiciones para ello.

Nos enseñaron cómo funcionan las tías; quieras o no, nuestro trabajo tiene algo que ver con ginecología. Pero cuando Annelie se encorva y empieza a gritar, se me olvida lo poco que sabía.

El parto dura eternamente. Annelie suda, se queda tendida en su colchón empapado, con las piernas abiertas, los pechos abombados se le salen del camisón desgarrado, alguien hurga entre las sábanas, niños ajenos saltan alrededor, el padre André dirige: «¡Agua, hierve las tijeras, una toalla seca, empuja, empuja!». Ella llora, echa la cabeza hacia atrás y me mira. Le acaricio el pelo, la beso en la frente, le digo que nos iremos de este puñetero país en cuanto se ponga bien. Me da miedo, tengo miedo.

Aparece la cabecita; una tipa enseguida me llama para que mire, pero no puedo soltar la mano de Annelie, que grita con tanta fuerza como si le estuvieran haciendo un exorcismo. Las parteras se quedan obnubiladas, yo me desconecto… e imagino cómo el monstruo desgarra a mi Annelie, le rompe las partes, tan pequeñas, estrechas y delicadas. «¡No tires de los hombros! ¡De los hombros no!». Y por fin aparece: del color de una berenjena, embadurnado de flema, con un olor extraño, inmóvil; me acuerdo del parto en la casa de Devendra y grito: «¡Ata el cordón! ¡Hay que sujetarlo con un hilo!», y me pongo a hacer los nudos, uno cerca del abdomen redondo y rojo, el otro, más adelante; el cura corta la culebra umbilical con unas tijeras, y sale sangre, muy, pero muy clara, Annelie grita, las comadronas le hacen coro, gallinas inútiles, y el padre pone al bebé boca abajo, le da una palmada en el microscópico culo arrugado, la criatura cobra vida y empieza a piar. ¿Por qué pensé que iba a ser un niño?

—¡Trae, dámelo! —Lo cojo; no pesa nada, tiene la cabeza más pequeña que un puño mío, me cabe entero en un antebrazo—. ¡Una niña! —Se la enseño a Annelie; pero no se entera de nada.

No para de respirar; el bebé chilla, necesito que alguien se lo lleve. Annelie está pálida, el sudor le chorrea por la frente, alguien me quita a la niña sin nombre y se la lleva. ¿Tal vez el santo padre? Ahora Annelie me necesita.

—¿Ves? Uno ya está fuera. ¡Un empujoncito más y se terminó!

El padre André no se corta y mira justo ahí —a mi mujer— y dice: «¡Está mal colocado!».

—¡¿Qué quieres decir con eso?!

—El otro está con las piernas por delante. No lo podremos sacar.

—¡Podremos! ¡Saldrá solo!

Annelie llora, el pecho se le agita con fuerza, el corazón late como si estuviera remolcando un vagón cargado de mercancía, como si hubiera subido caminando a la milésima planta de una torre. El segundo bebé no termina de salir, alguien se pone a ayudar. Annelie, con la mirada perdida, dice: «Yan, Yan, Yan, quédate conmigo un rato, tengo miedo, Yan…».

Le vuelvo a coger las manos temblorosas, crispadas, y le cuento mi sueño: que paseábamos por Barcelona, ese circo demoníaco, vivo y aromático, que nos quedábamos mirando el horizonte vacío, que zampábamos gambas fritas; que el cielo sobre nuestras cabezas no tenía fondo y el mar estaba lleno de lanchas de pescadores, y bajo nuestros pies hervían de gente las Ramblas, aún despiertas, con sus malabaristas, bailarinas, parrillas asando chuminadas de todo tipo, con sus procesiones carnavalescas chinas, hindúes y su curry mezclado con los sueños de regresar a la tierra donde se encuentra el templo sagrado; viviremos allí, con ellos, en esa ciudad, nos bañaremos en el mar y bailaremos en las calles, y tomaremos el sol en los tejados de las casas ajenas, ¿por qué demonios tenemos que comportarnos, si todavía no tenemos ni treinta años?

Hablo, susurro, río, lloro, le acaricio las manos, la frente, el vientre… y ni siquiera me doy cuenta de que me deja de escuchar, de oír, de que se queda inmóvil. El primero en notarlo es el santo padre; me aparta de un empujón, me desplomo de bruces sobre el suelo, me levanto para pelear, y me grita: «¡No respira! ¡Cretino! ¿En qué has estado pensando?». Le escucho el corazón: silencio. En la barriga tampoco se oye nada.

—Pero ¡¿cómo?! ¡No puede ser! ¡¿Por qué?!

—¡El corazón! ¡Se le ha parado el corazón! ¡Hay que hacer algo con el bebé! ¡Un cuchillo! ¡Traedme un cuchillo!

—¡No! ¡No! ¡No dejaré que la cortes! ¡Está viva! ¡Escucha mejor! ¡Sigue latiendo! ¡Flojo, pero late!

Una de las parteras trae un espejo y lo pone delante de los labios azules de Annelie; pero no hay niebla, no hay rocío, no hay vida.

—¡Quita! ¡Quita, zorra! —Sujeto el espejo con mi propia mano; nada.

El padre André le quiere cortar el vientre, pero no sabe cómo. Yo tampoco lo sé. Nos da miedo hacerle daño al bebé, que está quieto, ha dejado de moverse, mientras nosotros nos pegábamos voces.

Después, cuando ya me doy la vuelta, lo logran sacar. Es un niño. Está muerto.

—Ha sido el corazón. Se le ha parado el corazón —me balbucea al oído el santo padre—. Aquí no hay médicos. Sin ellos no habríamos podido hacer nada de todos modos.

Le encajo un puñetazo a ciegas, me quedo mirando a mi mujer, a Annelie, destripada, pringada, vaciada. Me arrodillo a su lado, le quito el pelo de la frente, le enderezo la cabeza —pesada como un proyectil y espeluznantemente dócil—. Le susurro en el oído lo que no decía en voz alta: «Te quiero. No, por favor. Te quiero. Acabo de encontrarte. No te quiero perder». La beso en la boca: ha bajado la fiebre, sus labios están ateridos, parecen inhumanos. Le toco el pecho: es gelatina fría, el sudor se está secando.

No entiendo.

¿Es ella? ¿Es ella o una muñeca extraña?

—Dios se ha llevado su alma.

—¡Callaos! ¡Callaos, bestias!

Alguien corta el cordón umbilical del muerto, envuelve el cuerpecillo morado y enroscado en un trapo, otro le tapa a Annelie la cara con una sábana.

—¡No! ¡Esperad! —grito—. ¡Esperad! Quiero verla un poquito más.

—¡Ella tiene que comer! —suena junto a mi oído.

—¿Ella? —Me doy la vuelta, irreflexivo y lloroso.

—¡La niña tiene hambre! ¡Una ha nacido viva, por si no lo sabías!

—¿Sí?

—¡Yo le doy el pecho! —gritan al lado—. ¡Tengo bastante leche!

—Toma, toma, dale una calada. —Me pasan un canuto—. Una calada y te sentirás mejor.

Estiro los labios y me meten el pitillo por el agujero, obedezco la orden y aspiro, tragando el humo con olor a pino; el local se deforma, las paredes se ondulan, las facciones de Annelie se relajan, ya no le duele, yo también me tranquilizo, también cierro los ojos.

¿Por qué es más fácil ser sincero con los muertos?

No lo sé. Aquí no sabemos nada sobre los muertos, nada de nada.

Paso toda la noche a su lado. No me atrevo a tumbarme en el colchón, me quedo sentado en la silla. Mañana por la mañana habrá que hacer algo con el cuerpo, dice el santo padre. ¿De qué cuerpo está hablando? Me da igual.

Annelie ha dejado por aquí cerca un bebé, que, según ella, también es mío; pero no quiero verlo, me da miedo que se me rompa. ¿Quién tiene la culpa de su muerte? ¿Yo? ¿La niña? ¿El niño? ¿Las parteras torpes? ¿De quién me tengo que vengar?

Le quito la sábana de la cara.

Miro: no, no es Annelie. Pero ¿dónde está?

Por encima de la mampara, subido a una silla, me está espiando el vecinito Georg.

Paso una noche insomne, sumido en una extraña embriaguez; a veces me parece que ella me mira, que tiene los ojos abiertos y que le brillan las pupilas, y también me da la impresión de que mueve los labios, pero no puedo oír las palabras. Le quedó algo por decir, pienso entre alucinaciones. Le quedaba tanto por decir.

Por la mañana nos rodean todos los habitantes de la casa okupada, una veintena de personas. Aquí hay otros dos hombres, los demás son mujeres y niños.

—Me gustaría celebrar una misa de cuerpo presente —dice con cautela el padre André.

—¡Oye, tú! —De un salto me planto a su lado y lo agarro por el cuello—. ¡Es por tu culpa! ¡¿Por qué no la han ayudado tus cruces, eh?! ¡¿Y de qué sirven ahora?! Ni la toques, ¿me oyes? ¡Que ni se te ocurra!

Lo empujo y se aparta a rastras. Alguien más continúa su sermón:

—Según la costumbre cristiana, el difunto debe ser enterrado. Pero aquí no hay dónde. No hay tierra.

No hay tierra en Europa, sólo hormigón y compuestos, y todas las plantas chapotean en un líquido nutritivo. ¿Qué hacer, pues?

—En el nivel doscientos cinco hay unas trituradoras para la basura —recuerdan otros.

Trituradoras. Quemar significaría despilfarrar energía y materia prima. La única salida para los que se mueren aquí es ser triturados y convertidos en fertilizantes.

Así que trituradora.

No quiero. ¿Qué hago?

Todos acabaremos ahí, tarde o temprano.

«Intenté salvarte de ella, Annelie, pero sólo he estado aplazando este día. Te he asegurado nueve meses de prórroga, pero todo termina igual que entonces».

—Vale —concluyo; alguien decide por mí.

Unas tipas intentan enseñarme a mi hija —«¡Mira qué chiquitina!»—, que, envuelta en un trapo y agarrada a un esmirriado pecho ajeno, parece un bolo.

—Sí, sí.

No me siento capaz de acercarme.

Entre cuatro, sacamos a Annelie sobre unas sábanas plegadas; las mujeres la han colocado de tal forma que sólo se le vea la cara. Al niño muerto se lo han puesto encima del vientre y lo han envuelto, lo han escondido. Yo voy delante, a mi derecha camina el padre André —no quiero verlo—, nos siguen otros dos hombres. Atravesamos la nave llena de chicha descerebrada y burbujeante, la luz manchada de linfa baila sobre la frente de mi mujer.

Continuamos por el pasillo, los cíclopes invidentes nos vienen de frente, amenazando con aplastarnos en un abrir y cerrar de ojos, en algún lugar, detrás de las paredes, se mueven y respiran unas máquinas potentes, tallan, moldean, ensamblan, fabrican. La vida sigue.

Entramos en el ascensor gigantesco, bajamos en compañía de unos robots indiferentes, llegamos al nivel adecuado. Aquí está la planta de reciclaje de materia orgánica. Me siento como en casa: conozco todos estos artilugios. A hurtadillas, mientras los basureros hurgan en la otra esquina, buscamos un sarcófago desocupado.

El santo padre la santigua a escondidas, moviendo la boquita… Pero estoy ocupado. Le digo a Annelie: «Hasta la vista». Él, mientras tanto, andorrea por la nave y vuelve con flores. Unas flores marchitas de color amarillo.

Le ponemos el ramillete en el pecho y bajamos la tapa pesada y transparente.

Luego me voy corriendo, cobarde, flojo.

Me da miedo recordar cómo se convierte en polvo. Tampoco quiero recordar a la Annelie de ayer. La conservaré tal como la vi en Barcelona. En los bulevares, en el paseo marítimo. Sonriente, furiosa, viva. ¿Qué hago con una muerta? ¿Cómo voy a arrastrarla por todas partes?

Salgo al pasillo, me pongo en cuclillas. Unos extraños se quedan observando cómo la trituradora muele las piernas y los brazos de Annelie.

—¿Dónde está? —le pregunto al padre André a la vuelta, mientras cruzamos la nave de las bañeras con carne.

—¿De qué me habla? —Se detiene.

—Lo que llevábamos en la sábana… no era ella. Lo que he estado acompañando durante la noche tampoco es ella. No es Annelie. Lo que hemos echado en la trituradora… ¿Acaso es ella? ¿Dónde está entonces? La persona. ¿Dónde se ha metido?

Los otros dos se van con sus mujeres e hijos.

El padre André no se esfuerza en responder.

—¿Dónde acabará?

Levanta un brazo, señalando con un amplio gesto hacia las filas de dornajos, hacia los escuadrones de enormes bultos rojos. Unos trozos de carne, musculatura atrofiada de un ser inexistente, apenas se mantienen a flote, absorbiendo agua y expeliendo gases. No sienten nada, no piensan en nada, no tienen prisa, ni miedo, ni tendones, ni nervios. El aire está impregnado de una espesa y omnipresente exhalación carnal.

—Dímelo.

—¿Yo qué sé? —Agita la cabeza—. Seguro que la trincharán, la asarán y se la zamparán, luego harán de vientre y se limpiarán.

—¡Que te jodan! —Lo agarro de la pechera—. ¡Cabrón! ¿Me quieres decir que mi Annelie no es más que carne?

Me da un empellón y se suelta.

—Quédate aquí —me ordena—. ¡Quédate aquí y fíjate en ellos! E intenta adivinar dónde está. Si no ves ninguna diferencia entre ellos y una persona, entre ellos y una chiquilla que te quería, que amaba a la vida, que te ha dado una hija, si no lo ves… pues lárgate de aquí. No voy a dejar que te lleves al bebé.

Se gira sobre los talones, barre el suelo con la sotana y se marcha a paso ligero.

«No puede ser que seamos iguales», pienso. Todo esto no es más que carroña, no tiene alma, no tiene nada más que células, nada más que moléculas, nada más que reacciones químicas. Si somos así, ¿cómo me voy a encontrar con Annelie?

De alguno de los recónditos rincones sale rugiendo una pala descomunal, escoge un trozo de chicha y, con un movimiento nefasto, como el sino, lo agarra y lo extrae de la bañera-placenta, de ese remanso acogedor, y se lo lleva hacia la nada, como las garras de una águila gigantesca, como la muerte.

Así no me gusta.

Me miro las manos, llenas de manchas de pigmentación.

No puede ser que todo acabe de esta forma, tan fácilmente.

Escondo las manos en los bolsillos y voy a donde está la gente, más rápido, más rápido, hasta echar a correr. Con el rabillo del ojo veo cómo uno de los bultos se estira, intenta salir, pero, al no conseguir nada, se escurre hasta el fondo y se vuelve a relajar.

—¡Así no puede ser! —digo jadeando y agarro al santo padre de la manga—. ¡No me lo creo!

—Yo tampoco —asiente—. ¿Y quién sabe cómo es en realidad?

Resulta que él tampoco entiende nada.

¿Qué hago entonces? ¿A quién acudo?

—Enséñemelo. Quiero ver a mi hijo.

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