Futu.re

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XXVIII. Liberación

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XXVIII

Liberación

La estación PI 4451 se encuentra bajo tierra: sus andenes están pensados para recibir convoyes mercantiles de muchas toneladas y no las probetas frágiles que transportan pasajeros por los tubos. En Europa, todas las vías de carga quedan ocultas a las miradas del ciudadano llano.

Aquí abajo, los detectores de intrusos funcionan correctamente. En cuanto las puertas del ascensor se separan, en el altísimo techo empiezan a ondear rayos de diodos, arrancando de la oscuridad absoluta, cósmica, las paredes vacías de un local lúgubre e inabarcable, grúas automáticas, que funcionan sin parar, y unas roderas anchas por las que corren unos trenes de mercancías taciturnos, parecidos a ciempiés gigantescos. De una boca de túnel a otra hay un kilómetro como mínimo, pero en ese espacio no cabe ni la mitad de un tren. Los ciempiés se llenan los múltiples estómagos de cualquier cosa: avanzan poco a poco y las grúas van atiborrando los segmentos vacíos de trastos irreconocibles. Se apañan perfectamente sin personas; tengo la sensación de estar en una base colonial de terrícolas en una galaxia lejana, producto de alguna profecía cinematográfica no realizada. Los humanos fundaron este puesto de vanguardia con el fin de gobernar el universo, pero hace un millón de años la espicharon por casualidad; los mecanismos, sin embargo, siguen en marcha y ni siquiera nos echan de menos.

Me quedo solo, sentado en el centro de un banco de medio kilómetro de largo, de cara a las vías; espero el tren de pasajeros. Por encima de mi cabeza vuelan contenedores de varias toneladas de peso, sobre rieles del techo se deslizan las pinzas de unos manipuladores y, aparte del banco duro e infinito y del letrero «Polígono Industrial 4451», que queda justo delante de mis narices, no hay nada que se adapte a la escala humana.

De aquí hasta la torre Vértigo hay un tubo directo sin paradas; se tarda una hora. Annelie debió de coger el primer tren que pilló y se marchó hacia la nada.

Este lugar tiene pinta de nada en la nada. Me imagino cómo su tren paró en medio de la oscuridad, se prendió la luz, al detectar los robots a un humano, y ella bajó, sujetándose la barriga y se sentó en el banco vacío de medio kilómetro de largo bajo un infinito cielo de hormigón.

He dejado a nuestra hija con el padre André. Éste ha prometido cuidar de ella durante unas horas, mientras yo hago los recados. Me ha costado pedírselo, a él le ha costado aceptar mi encargo. Pero sabe perfectamente que, si puedo, volveré sin falta.

Ella ya se habrá despertado: ya es la hora, no puede dormir tanto. Llora, pide que le cambien el pañal, pero Berta pasa de ella porque tiene al suyo pegado a la teta. No pasa nada, el santo padre encontrará a alguien que lo haga o, en el peor de los casos, se encargará él mismo.

Aun así no estoy tranquilo.

De la boca del túnel salta sin previo aviso un tubo de cristal: transporte de pasajeros. Los escasos viajeros ocasionales observan con descaro la estación desnuda —hormigón, hormigón, hormigón—, que ni se preocupa de disimular que no es un rincón paradisiaco.

El tubo me absorbe y, en cuanto mi pie deja de presionar el suelo del andén, los diodos empiezan a apagarse, hasta que la terminal de carga desaparece por completo, como si no hubiera existido nunca.

Tengo una hora para ensayar el interrogatorio particular que le tengo preparado a Rocamora, repetir la plegaria dirigida a Beatrice y calcular por milésima vez cuántos años tenía cuando Erich Schreyer encontró a su esposa fugitiva, para averiguar si soy capaz de creer que es mi madre verdadera y que sigue viva.

Una hora para repasar en la cabeza todo lo que había dejado a medias porque tenía a alguien en los brazos, o pegado al costado, llorando, balbuciendo, distrayéndome, exigiendo que le prestara atención en exclusiva.

¡Una hora de silencio! ¡Por fin!

Y me duermo enseguida.

Sueño que encuentro a mi madre… en Barcelona, que todo este tiempo ella ha trabajado en una misión de la Cruz Roja y ha vivido en la casa de paredes blancas, aquella de la escalera que lleva a la planta de arriba, de la flor de té y la maqueta de Albatros. Sueño que llevo careta de Apolo y que me acompaña mi sección completa, todos completamente equipados, despersonalizados, pero sé que son mis chicos, que son de fiar. He recibido un aviso que denuncia a mi madre, mi deber es escanearla, averiguar si tiene hijos ilegales e inyectarle el acelerador. Nos abre la puerta, le tapo la boca, los compañeros registran las dos plantas, mientras tanto me encargo de la labor principal; al fin y al cabo, es mi madre. Se parece a Annelie, tiene los mismos ojos amarillos, pómulos rectos, los mismos labios, sólo el peinado es diferente: pelo largo echado hacia atrás. ¡Tilín! Establecido el parentesco con Yan Nachtigall Dos T, el embarazo no fue registrado, a usted le toca un pinchacito, todo según la ley, y a su hijo lo vamos a tener que llevar a un internado, así son las normas. Espera, pero si mi hijo eres tú, he estado esperándote aquí durante todos estos años, quería que me encontraras, que pudiéramos hablar, tenemos tantas conversaciones pendientes, cuéntame cómo has vivido, mi pobre niño, Dios, cómo pude permitir que nos separaran, perdóname, perdona. Espere, mujer, si usted cree que me va a dar lástima con esos suspiros, se equivoca, traiga para acá el brazo —¡clic!—, ya está, ahora está todo correcto, todo de acuerdo con la ley. Inmediatamente, los demás enmascarados se abalanzan sobre mí —Ele, Víctor, José, Daniel—, me atan de pies y manos, me arrastran a algún lugar, me quitan a mi madre. ¡Eh! ¿Adónde me estáis llevando? Soltadme; pues otra vez al internado, Yan, conoces la Ley, ahora tienes que estar en el internado, hasta que tu madre se muera de vieja. Pero no quiero estar ahí, no quiero que envejezca, no quiero que muera, no quiero que nos separen de nuevo, he estado tanto tiempo buscándola… Pero me siguen arrastrando y no puedo hacer nada. Lo único que soy capaz de hacer para no acabar de nuevo en el internado es despertarme.

Me despierto un minuto antes de llegar a la torre Vértigo.

El vagón ya está atiborrado de gente —el que no va contento, va alegre— y todos bajan aquí, en la torre Vértigo, conmigo.

En el andén nos mezclamos con manadas de turistas y grupos de vividores con chaquetitas de moda. Aquí, por lo que se ve, hay unos casinos y hoteles tropicales; bajo nuestros pies, arena blanca; unas palmeras despampanantes salen directamente del suelo del andén, unas cacatúas a cuerda cuelgan de sus ramas, en vez de paredes hay un panorama del paraíso de las Seychelles. Este rascacielos tiene muchísimos ascensores, por dentro parecen canastas de bambú con techos de cristal o casitas de aborígenes colgadas de los árboles, a la entrada de cada uno te dan una bebida de bienvenida gratis con un inofensivo sabor a fruta. Tomo unos tragos: más claridad, menos contraste. Un par de esos viajes en ascensor y seguro que en el casino me sentiría a gusto.

Nivel ochocientos cerrado por reforma.

Los de información se niegan a ayudarme, tengo que buscar otros atajos. Desde la azotea del hotel Riviera —casitas blancas de tres plantas con postigos de color azul claro, dispuestas a lo largo de un fragmento de paseo marítimo adoquinado con faroles de gas y gaviotas gordas por peatones— sube una escalera telescópica hasta una escotilla de techo: el cielo está en obras. Riviera está en el nivel setecientos noventa y nueve, que también está cerrado, pero consigo colarme en medio de un equipo de albañiles con mascarillas. Me quedo a solas en el trastero con uno de ellos para que me preste su mono.

Trepo por la escalera, subo de nivel, cierro la escotilla.

Aparezco en la otra punta del planeta, en las antípodas, en Australia: un hostal de madera a la orilla del océano, unas tablas de surf viejas esparcidas por la playa, que llega hasta el horizonte; propulsada por el oleaje artificial, una enorme tortuga hinchable clava el hocico en la arena. Cerca de la orilla, en el agua verde, se ha atascado una aleta de tiburón, no se mueve ni hacia adelante ni hacia atrás. El cielo está encendido, pero se ha quedado colgado: las mismas nubes flotan en círculos, como si estuvieran atadas con una cadena, el sol se esconde detrás del mar y salta por el otro lado, entre unas montañas rojizas, cada dos minutos.

«Estamos en obras, disculpen las molestias».

Las ventanas del hostal —Canguro playero— están cerradas con cortinas, en la planta baja hay una terraza con toldo, una barra de bar tapada con una funda, carteles cerveceros en las paredes, unas pirámides de vasos polvorientos se yerguen en un rincón. Unos altavoces baratos expulsan un guitarreo romántico y vacacional. Caminando desenfadadamente, me viene al encuentro un tipo con gafas oscuras, lleva las manos metidas en los bolsillos, tiene toda la cara llena de manchas y cicatrices de trasplantes. Estoy en el lugar adecuado.

—¿Q’t’falt, tío?

Llevo un mono de obra, en vez de boca y nariz tengo una mascarilla. Mascullo algo incomprensible, señalando hacia la casa: necesito hacer una revisión.

Está más preocupado por la escotilla a través de la que he irrumpido en su Australia. Si aparece alguien más del otro lado de la tierra, él tendría que disparar primero. Si no hay nadie, es probable que yo sea un obrero despistado.

Finjo distracción y no le hago caso. Enseguida empiezo a inspeccionar la choza: «Tengo que trabajar, chaval, juega a la guerrilla contigo mismo». Doy golpecillos en las paredes con aire de profesional, toqueteo llaves y ventanucos. Tiro del pomo de la puerta principal, ésta cede y se abre. Entro como si nada, y cuando el otro quiere pasar detrás de mí, le rompo los dedos de un portazo; una pistola pequeña pero pesada se cae al suelo, la recojo y tumbo al perseguidor con un golpe de culata en el cuello. Se desploma. Me quedo esperando: ¿acaso es posible que esté solo? Qué poca cosa.

A lo mejor Rocamora no está aquí. ¡No puede ser que ande sin guardaespaldas después de todo lo que pasó con Clausewitz!

—¿Quién es? —suena una voz de anciana—. ¿Jesús?

Reconozco en ella a Beatrice.

Está irreconocible.

Aquella voz que había oído antes parece una copa de cristal que han metido en un saco y han machacado a martillazos: antes tintineaba, ahora cruje y rechina.

—¿Has vuelto ya?

He intentado adelantar varias jugadas, pero me he pasado. Rocamora ni siquiera pensaba esconder a Beatrice en un sitio diferente. Sólo falta él —¿se ha marchado?— y lo esperaré.

Jadeando, subo por una escalera a la planta de arriba, pistola en ristre; la noria solar cada dos minutos hace explotar el polvo suspendido en el aire, los peldaños gimen bajo mis pies, las paredes están empapeladas con fotos de surferos de dientes impecables y mapas de navegación.

La única puerta está cerrada. Toco.

—¿Jesús?

—Soy yo, Beatrice, abra.

Y ella pica.

En cuanto chasca el cerrojo, tiro de la puerta y Beatrice cae en mis brazos. Quiere soltarse, pero me la aprieto contra el pecho, abrazándola como un oso.

—Chist… Espere… No le haré daño.

Ahogadamente, farfulla algo. Luego, tras gastar todo el aire, se rinde y, entonces, poco a poco, aflojo los brazos y la siento en un sillón de mimbre.

Estamos en una habitación convertida en laboratorio: una estación de trabajo, una impresora molecular, una refrigeradora llena de frascos. ¡Continúa trabajando! ¡Tenía razón! Rocamora raptó a Beatrice para que ésta pudiera llevar su investigación hasta el final… para él.

—¿Quién es usted?

Entorno la puerta, me quito el bozal y la gorra de visera prestada.

—¿Quién…? Pero… ¡Olaf! ¡Olaf! ¡Ayuda!

—Olaf está durmiendo —le digo.

Se ha estropeado mucho en este último año. Se ha encorvado, su cara parece una pasa. La piel se le ha vuelto transparente, delgada; antes el cuerpo de Beatrice Fukuyama era de carne curada, ahora está lleno de pulpa en descomposición. Quiere mantener la pose, pero tiene el eje podrido. Las sienes, que antes llevaba rapadas en señal de protesta contra la vejez, se le han vuelto a cubrir de greñas. Los ojos son los mismos de antes: vivos, sabios; pero los párpados caídos se los tapan.

—¡Que no se le ocurra tocarme! —Habla como si los labios, cansados e inobedientes, no le pertenecieran—. Van a regresar, y a usted…

—¡No pienso hacerle daño! Necesito su ayuda. Sólo usted puede…

—¿Ayuda? —Frunce la cara, incrédula—. ¿Cómo puedo ayudarlo?

—Estoy envejeciendo. Me han puesto la inyección. Sé que está elaborando una medicina… Un antídoto para el acelerador… Algo contra la vejez. Yo… Lo he visto en las noticias y… En fin, me ha costado mucho encontrarla.

—¿Una medicina?

Beatrice asiente con la cabeza. Sus ojos se me clavan como anzuelos, su mirada atraviesa mi piel cansada, los dos centímetros de nieve bajo la capa de mi cabello rojo, me pincha las pupilas.

—Me acuerdo de ti.

No me muevo. Tenía la esperanza de que los diez años por cada uno, el fuego y el humo corrosivo me borraran de su memoria, que me fuera a tomar por otro, igual que ha confundido mi voz con la de Rocamora.

—Eres aquel bandido. Aquel asaltante enmascarado que destrozó mi laboratorio. Eres tú.

—No soy un bandido. Ya no soy Inmortal…

—Ya lo veo —dice ella—. Incluso yo lo veo.

—Oiga… Siento muchísimo lo que ocurrió aquel día en el laboratorio. Siento haberla detenido y que falleciera toda aquella gente…

—Edward —interrumpe—. Matasteis a Edward.

—No lo matamos. Tuvo un infarto.

—Tú mataste a Edward —insiste—. Y me entregaste a los torturadores.

—Ellos… ¿Le hicieron algo? Vi las noticias. Me pareció…

Una sonrisa cansada y torcida le desfigura los labios.

—Lo que salió en las noticias fue un espantajo, mi réplica digital en tres dimensiones. Me tomaron los parámetros mientras estaba limpia, sin moretones, sin quemaduras, sin huellas de pinchazos. La imagen era capaz de hacer cualquier declaración por mí.

—De verdad lo siento. He pensado en usted… Me acordaba…

Beatrice hace gestos afirmativos con la cabeza, como si quisiera animarme, hasta que me doy cuenta de que se los dirige a sí misma.

—Estás envejeciendo de verdad —dice con una sonrisa—. Lo tuyo no es maquillaje.

—¡Le estoy diciendo que me pusieron la inyección!

—Bien. —Hace un gesto de satisfacción con la cabeza—. Entonces la justicia existe.

—¿No puede ayudarme? ¡Por favor! Ha estado calculando la fórmula… Y veo que sigue… Todo este equipamiento…

Beatrice se aferra a los apoyabrazos, se pone en pie con dificultad, apartándome de donde estoy de un empujón.

—Te llamas Jacob, ¿verdad? Yo también me acordaba de ti. Me enseñaste muchas cosas.

—Yan. En realidad me llamo Yan —confieso.

—Me da igual cómo te llamas en realidad. Para mí eres Jacob.

Junto a la ventana cerrada con cortinas hay una silla de ruedas. Beatrice apenas se tiene en pie, pero no se sienta, le tiemblan las rodillas. Y aun así no me mira desde abajo, sino como una igual.

—Por favor se lo pido. Un colega suyo, con el que usted empezó la carrera, con una verruga aquí, me hizo una transfusión de sangre. Me metió porquería. ¡Ahora el envejecimiento avanza más rápido que antes!

—No lo conozco. Debe de ser algún timador.

—Me tiene que ayudar.

—¿Tengo que hacerlo?

—¡Por favor! A lo mejor le quedan algunas muestras experimentales… Tal vez necesite voluntarios, puede ensayar conmigo…

—¿Conque tengo que ayudarte?

—¡Si usted no me ayuda, no lo hará nadie!

Beatrice mantiene la cabeza recta, aunque pesa como todo el planeta Tierra; sus palabras son atropelladas, pero la voz suena firme:

—Entonces nadie podrá hacer nada. Quemaste todo mi trabajo. Lo rompiste, lo borraste y lo incineraste. No hay ninguna medicina. Ni la habrá.

—Tuve un hijo. Por eso me pusieron la inyección. Ya no estoy con ellos, se lo juro. ¡No soy un Inmortal! He pasado por el mismo infierno que usted. Me encarcelaron, yo…

—No creo. —Hace un gesto de negación, moviendo la cabeza de mil toneladas—. ¿Por el mismo infierno? No creo.

—Es una niña. Tengo una niña. Su madre, mi… Murió en el parto. Estoy solo. Por culpa de esa transfusión envejezco más rápido. No dispongo de los diez años. No tengo con quién dejarla. No tengo con quién dejar a mi hija. Compréndame. ¡Tiene que comprenderme!

Ella no responde. Camina hacia la ventana: un paso, otro paso, otro paso. Para.

—Llamé a Maurice. Llamé a mi hijo al internado. Hice la llamada, la única llamada. Me habías dicho que no lo hiciera, ¿te acuerdas? No te hice caso. Lo vi. Vi cómo había crecido. No tendría que haberlo hecho. Tenías razón, Jacob.

Ahora lo entiendo: su Maurice se lo dijo todo. Tengo que explicárselo, tal vez se suavice…

—Sí. Sí, lo sé. Sé lo que le dijo. Renegó de usted, ¿verdad? Eso no significa nada. Es una prueba obligatoria que tenemos. Si no le dice esas palabras, no le dejarán salir jamás. Las dice todo el mundo.

Beatrice Fukuyama se encoge de hombros, lo hace como una anciana y como una reina a la vez.

—Me imaginaba algo así. Pero eso no cambia nada. Es un extraño. No lo conozco, él no me conoce a mí. Y jamás nos podremos conocer. Me decías que él era un trozo de carne cuando se lo habían llevado. Tenía dos meses. ¿Qué tiempo tiene tu hija ahora?

—Dos meses.

—No se acordará de ti. —Pronuncia palabra por palabra—. Te morirás y tu hija no se acordará de ti. No tengo nada que darte.

—¡Miente! —Me lanzo hacia ella, levanto el puño, me cuesta aguantarme—. ¡¡¡Miente!!!

—¿Qué me vas a hacer? —No parpadea—. ¿Me matarás? Mátame. Me da lo mismo. Me moriré igual. No hay medicina. Hiciste polvo todo lo que había.

—¿Qué está cociendo ahí entonces? ¡¿Qué es eso?! —Llego de un salto a donde están los frasquitos y las probetas—. ¿No quiere compartirlo conmigo? ¡Pues lo cogeré yo mismo!

—Cógelo —dice.

—¿Qué es?

—Lo que te mereces. Tú y los que son como tú. ¡Lo que nos merecemos todos! ¡Toma! ¡Coge! ¡Zampa! —Agarra de la mesa un frasco y me lo pasa; las venas de sus brazos son como lombrices de cementerio, que se están acomodando debajo de su piel con antelación—. ¡Venga!

—¿Qué es eso?

—Lo que pergeñé mientras me tenían presa. Lo que he cocido aquí. Tenía prisa. Pensaba que no me iba a dar tiempo, pero lo he logrado. Es lo que nos volverá a hacer personas. Humanos. Es el antídoto.

Al principio me cuesta comprender de qué está hablando, pero en cuanto caigo en lo que puede ser, me empiezo a asfixiar y me suda la frente.

—Lo he llamado «Jacob», en tu honor. Lo pone todo en su sitio. Se multiplica dentro de ti imperceptiblemente. Un día después empiezas a contagiar a los demás. Nadie lo va a notar. Sabe esconderse. No tiene síntomas. Ni remedios. En un mes elimina tu virus de la juventud. Lo sustituye. Te hace inmune a él. Para siempre. Te cura. De nuevo te hace mortal. Añádelo en el agua y curará a todos los que la beban. Escoge un día adecuado. Encuentra el canal central. Viértelo en los depósitos y salvarás a miles de millones.

—Bruja… —sólo puedo susurrar—. ¡Bruja! Es terrorismo… Es… ¡Es una masacre! ¡Está desvariando! ¡No será capaz! ¡Es otro papelón de los suyos, como el de la gripe de Shanghái aquel día!

—Zámpatelo y comprobarás —dice con firmeza.

—¡Voy a traer aquí a la Policía! A los Inmortales…

—Van a venir de todas formas. A Jesús ya le queda poco. Han aniquilado a casi todos sus hombres. —Su voz suena indiferente y cansada—. Idiota… También me pedía que le hiciera un remedio contra la vejez. Pero esto es mucho mejor. Es panacea de verdad.

Intenta abrir la probeta, pero le falta fuerza. Me da tiempo a arrebatarle la semilla demoníaca de las manos.

—¡Bebe! —dice entre risas y toses—. ¡Bebe! ¡Te querías curar! ¡Pues bebe!

—¡Está loca!

—¿Yo? —Da un paso hacia mí y, sin querer, reculo—. ¿Yo? ¡Por fin he recuperado la lucidez! ¡Gracias a ti, Jacob! ¡Gracias!

—Es terrorismo puro. Infectar el agua potable… Rocamora y…

No sé dónde meter eso para no abrirlo sin querer, para no liberar la muerte.

—Tienes miedo. Te da miedo la vejez, te da miedo la muerte. No eres más que un cachorro, un cachorro estúpido. —Beatrice sonríe, los labios le tiemblan—. No le tengas miedo. La veo desde aquí. Está a dos pasos. No es tan terrible.

Abajo se oye un leve ruido; debe de ser Olaf, cuyo cerebro se está reiniciando después de casi desnucarlo.

—Se lo he dicho a él y te lo digo a ti: ¡necesitamos la muerte! ¡No debemos vivir eternamente! ¡No nos hicieron así! Somos demasiado necios para ser eternos. Demasiado egoístas. Demasiado engreídos. No estamos preparados para vivir para siempre. Necesitamos la muerte, Jacob. No sabemos vivir sin ella.

Beatrice se acerca a la ventana, abre las cortinas, se apoya en el alféizar y mira al sol, que galopa por el firmamento.

—Simplemente está cansada… Cosas de la edad… Es la vejez… Si se sintiera ahora como una joven no hablaría así.

—¿Y para qué viviría entonces? Ya no tengo a nadie. —Beatrice no se aparta de la ventana.

Ocaso, alba, cénit, ocaso, alba, cénit, ocaso.

—He dejado de aferrarme a la vida, es cierto. La muerte me ha hecho libre. No tengo nada que perder, Jacob. No puedes hacerme nada. Ni tú, ni Jesús, ni vuestro partido. Sólo quería que mi hijo —se vuelve hacia la mesa de trabajo— llegara a este mundo.

—¡Beatrice! —se oye abajo—. ¡Beatrice! ¿Se encuentra bien?

—¡Ciento veinte mil millones morirán! ¡¿Qué cambiará con eso?!

—Tendrían que morir todos. Lo vivo muere. No somos dioses. No podemos serlo. Hemos tocado techo. No podemos cambiar nada, porque no nos podemos cambiar a nosotros mismos. La evolución se ha detenido… junto con nosotros. La muerte nos hacía renovarnos. Reiniciarnos. Pero la prohibimos.

Cierro la puerta con llave.

Se oyen pisadas en la escalera. Ocaso, alba, ocaso. Las cortinas cuelgan lánguidas. El aire no se mueve.

Mi cabeza está a punto de reventar.

—No hacemos nada con nuestra eternidad —murmura Beatrice—. ¿Qué novela importante ha sido escrita en los últimos cien años? ¿Qué gran película se ha rodado? ¿Qué descubrimiento relevante se ha hecho? Sólo se me ocurren cosas vetustas. No hemos aprovechado la eternidad. La muerte nos estimulaba, Jacob. Nos azuzaba. Nos obligaba a utilizar la vida. Antes la muerte se veía por todas partes. Todos se acordaban de ella. El esquema era fácil: aquí está el principio, aquí está el final.

—¡Beatrice! ¡¿Está él ahí?! ¡¿Quién es?! —El tirador de la puerta salta y rechina.

—Un idiota desgraciado —le responde Beatrice—. Me está exigiendo un remedio contra la vejez.

—¡Apártese de la puerta!

Salto hacia un lado; enseguida un disparo arranca de cuajo la cerradura. Pero cuando Olaf —ojitos de cerdo, piel remendada, frente prominente— derriba la puerta, ya estoy detrás de Beatrice, tapándome con ella y enarbolando la pistola.

—¡Ni se te ocurra!

—No has podido encontrar un rehén más inútil —dice entre risas Beatrice; despide un ácido olor a vejez—. Matadme y se acabó. Quiero paz.

Olaf va cambiando de posición para poder dispararme mejor. Me enfoca con la mira telescópica de una pesada pistola ametralladora.

—Si le pasa algo, Rocamora te arrancará la cabeza —le digo—. Así que, quieto.

Se queda inmóvil, parpadeando estúpidamente, como si se hubiera distraído, pero no me fío de él.

—Jesús… Un buen hombre. Lo ha dejado todo y se ha ido al fin del mundo a buscar a su chica… Un hombre vivo. Ésa es su debilidad. No va a durar mucho —farfulla Beatrice—. No le va a dar tiempo a nada. Ha perdido la partida.

—¿A buscar a qué chica? ¡¿Dónde está?!

—¿Cómo se llama? ¿Annelie? Dice que por fin la ha encontrado…

Olaf dispara.

En vez de usar a Beatrice de escudo, en vez de regalarle el alivio, la empujo, la dejo con vida… y me quedo con su dolor. El hombro izquierdo. Otra vez mi hombro izquierdo. Después —¡uno!, ¡dos!, ¡tres!— mi pistola brinca, los tímpanos ceden, me empiezan a pitar los oídos, Olaf se tambalea, se dobla, se echa a dormir boca abajo.

Beatrice choca contra la mesa, los frascos ruedan, se caen al suelo, ella los recoge, se tuerce y, con dificultad, se sienta.

—Jesús tiene alma. Un hombre desalmado no oye a su conciencia, no se arrepiente de nada, pero Jesús es todo un remordimiento.

Le doy la vuelta a Olaf y lo pongo boca arriba, recojo su pistola. Sigue vivo, aunque tiene toda la barriga de color negro rojizo.

—¿Rocamora ha ido a buscar a Annelie? ¡¿Adónde?! ¡Di!

Olaf no contesta, sólo respira, su respiración es rápida y entrecortada, con cada resoplido, como si fuera un patito de goma, expulsa un pequeño chorro.

Rocamora ha ido allí. Schreyer decía que para Jesús trabajan unos hackers… Pudo haber localizado las coordenadas del lugar donde encendí el comunicador de Annelie. Por eso no está aquí… Ni él ni sus hombres.

Tengo que preguntar al padre André si está todo bien. Si ella está bien…

—¿Te cuento un chiste? —balbuce Beatrice—. La Variable Efuni decía que los segmentos del ADN responsables del envejecimiento también tenían otra función: controlaban el alma. Y nosotros los volvimos a codificar a nuestra manera. Y nadie sabe qué nos metimos en lugar del alma.

Me conecto, marco el número de André —Annelie me había escrito desde su comunicador, por eso tengo guardado su ID—. El santo padre tarda en responder.

—¡Yan! ¡Yan! ¡Los Inmortales están en el edificio! Tenemos que… —La imagen parpadea, el padre André suelta un gallo—. Tu hija… ¡Nos han encontrado! ¡¿Dónde estás?!

—¡¿Cómo?! ¡¿Qué ha pasado?!

Se corta; la pantalla se apaga.

—Necesitamos recuperar el alma… —susurra Beatrice mientras bebe de una probeta—. Debemos recuperarla…

¡Bebe de una probeta!

Chocando contra Olaf, resbalando sobre el espejo que éste acaba de producir y que está a punto de solidificarse, salto del cuarto de los horrores, tropiezo en un peldaño, ruedo por la escalera, llego a la salida, doy un portazo, me hundo en la arena, me asfixio, echo la última ojeada a la choza playera.

Beatrice está sentada junto a la ventana, sonriendo y despidiéndome con sus ojos carbonizados; el Sol gira vertiginosamente alrededor de la Tierra.

No soy capaz de reflexionar. Los latidos del corazón me lastiman las costillas, siento pinchazos dentro del cráneo, tengo los pulmones inundados de miedo y de rabia, y debo descargar esa rabia por la boca, arrojarla contra cualquiera que se me cruce por el camino.

Voy empujando a los mirones plantados en medio, a todos esos vagos emperifollados que vienen al casino a despilfarrar su inmortalidad y a tostarla bajo el sol dibujado, irrumpo en los ascensores, golpeo alocadamente los botones y esas inertes pantallas táctiles, corro lo más rápido que puedo, todo lo que me permite el bulto que se convulsiona dentro de mi pecho, los pulmones inundados, el agujero que Olaf ha perforado a pocos centímetros de mi interruptor.

El tren llega enseguida, mi único deseo cumplido, el cigarro consolador antes del fusilamiento.

La gorra de albañil se quedó en la choza de Beatrice, los curiosos me observan, se ríen con sorna y, asqueados y despavoridos, se apartan. Clavo mis ojos desecados en una valla publicitaria, leo el anuncio social: «¿Impuestos altos? ¡Por culpa de los que tienen hijos!», en la imagen aparece una aula escolar supermoderna, destrozada y pintarrajeada por unos vándalos granosos.

«Que no se os ocurra.

»Que no se os ocurra, hijos de puta.

»Que no se os ocurra ponerle la mano encima».

Sólo pienso en ella, en mi niña sin nombre de dos meses de edad, que me quieren quitar. Llamo al santo padre otra vez, y otra, y otra.

—Están asaltando… Langostas… Donde las langostas… —grita por encima de las interferencias, y ya no me vuelve a descolgar.

Por fin: PI 4451, el tubo frena en medio del negror. Las puertas se abren, tengo que salir al vacío, al lugar que no existe. Así, en su momento, llegó aquí Annelie con mis hijos en el vientre. Por eso bajó aquí.

Doy un paso hacia delante, hacia los elevadores. Zigzagueo entre las ruedas de los camiones ciclópeos y éstos frenan asustados, como hace un elefante ante un ratón; berreo hasta quedarme ronco, insulto al ascensor, pesado y lento, maldigo su cerebro oxidado, aporreo su panel de control, el elevador se arrastra hacia arriba, me cuelo por la rendija apenas abierta. Corro como un condenado, a través de los pasillos oscuros, allí, hacia el portón de la granja donde están los bisontes ciegos y sordos, carne estúpida, allí, donde está mi casa, mi hija, donde están esos bastardos, donde está el padre André, mi pobre marica valentón, donde está Berta, Boris, la pequeña Natasha, mi hija, donde está mi hija.

La puerta está rajada por un cañón de láser. No hay nadie en el local.

—¡¿Dónde estáis?! ¡¿Dónde estáis?!

Grito, bramo, agito la pistola —ese regalo de Olaf—, estoy dispuesto a volar la cabeza al primero que vea; pero no hay nadie. Nuestra casa okupada está desvalijada: los colchones volcados, los crucifijos arrancados de las paredes, la ropa esparcida por el suelo y salpicada de rojo.

—¡¿Dónde estáis?!

Una hora. He tardado una hora en llegar. Durante este tiempo ha podido pasar cualquier cosa, todo puede haber acabado. He llegado tarde, ¡tarde! Pero sigo buscando por todas partes. Vuelvo a la nave de la carne, con el rebaño; ¡no puede ser que no haya pistas! Corro a lo largo de las paredes, tapándome la herida con la mano. En uno de los rincones veo el conducto destinado al paso de los limpiadores: la tapa está arrancada. Me pongo a gatas, avanzo por el pasadizo, encuentro un chupete abandonado, alguien me inyecta adrenalina en la sangre, no siento el dolor, lo único que me molesta es el sudor que me inunda los ojos, ¡no para de chorrear, joder!

En la primera sala, a los mansos bisontes llamados Willy los trituran en una picadora de carne, inmensa como el universo, convirtiéndolos en todo tipo de productos cárnicos, desde salchichas hasta hamburguesas, y aportando un sentido a su vida terrenal.

No… Dijo algo de unas langostas. «Donde las langostas».

Sigo gateando, ¡más rápido, más rápido! Repto por delante de explotaciones de cereales, factorías de seudolegumbres, sigo, sigo, no paro de encontrar por todas partes huellas rugosas de las botas de asalto, trozos de pañales, gotas de leche.

Pero lo que me guía realmente es un extraño rumor creciente, espeluznante, no es mecánico ni tampoco animal: una mezcla entre zumbido, susurro y crujido.

La luz del comunicador es cada vez más débil, yo también estoy bajo mínimos. Aquél se apaga, yo me quedo.

El pasadizo me conduce hacia un local de dimensiones colosales, cuyas paredes inabarcables están cubiertas de papeles impresos con imágenes de hierba verde. Sólo hierba, hierba y nada más. A lo largo de las paredes se hacinan unas cisternas de cristal, anchas por arriba y estrechas por abajo, de unos veinte metros de altura. Aquí hay cientos de tolvas así, cada una está llena hasta los topes de una masa verdosa y movediza.

Saltamontes. Langostas. La mejor fuente de proteínas.

Hasta las bocas de los embudos sube una cinta transportadora cerrada que derrama sobre los insectos —a modo de maná celestial— un amasijo verde; supuestamente, hierba. La verdura no para de brotar, cae ininterrumpidamente, pero dentro de las cisternas no se ven sus restos; al parecer, las langostas la pulverizan hasta la última molécula. Se me pasa por la cabeza una idea vaga y espantosa: las más afortunadas, a las que ha tocado estar junto al muro de cristal, clavan sus abalorios en la hierba fotografiada, disfrutando de un clima psicológico favorable, mientras las demás se ven obligadas a observar a sus vecinas. Por debajo de los embudos pasa otra cinta transportadora que recoge insectos que ya han alcanzado un tamaño adecuado, los electrocuta y los lleva hasta la freidora llena de aceite hirviendo.

El runrún de su existencia y el susurro de su fallecimiento atiborran los cientos de miles de metros cúbicos de este mundillo. No se oye nada más que el estridente y ensordecedor «chjrsch​chjrschch​jrschc​hjrschch​jrschchjrsc​hchjrsch», no se ve nada más que el amasijo verde y compacto fluir a través de los embudos, como arena entre las ampollas de un reloj.

En una de las paredes hay una escalerita endeble que debe de servir para que una persona suba hasta la cinta transportadora o a la parte superior de los embudos por razones de mantenimiento. Los peldaños son de medio metro de ancho, los pasamanos parecen hilos. Casi a la altura del techo la escalera topa con un puentecillo estrecho que pasa por encima de las cisternas transparentes.

El puentecillo llega hasta la pared de enfrente; al final hay una puerta cerrada, y junto a ella se apretuja un grupo pequeño de andrajosos. Una figurita con sotana, mujeres con envoltorios en las manos, escondidas tras las espaldas de un par de hombres. Los están acorralando unas personas con túnicas negras y manchas blancas en lugar de caras.

Me agarro de los hilos y trepo por los peldaños temblorosos, no me da miedo caerme, no me da miedo estrellarme.

Tres de los enmascarados se dan la vuelta y caminan en mi dirección. Los demás siguen cerrando el círculo alrededor del cura y los otros, empujándolos hacia la puerta cerrada y hacia el precipicio.

¡¿Dónde está mi bebé?! ¡¿Dónde está ella?!

El santo padre me grita algo, pero las langostas silencian sus palabras.

Subo a la pasarela, apunto la pistola a los que se me aproximan. Los Inmortales sólo tienen táseres, la lucha será breve y desigual.

Uno de ellos mide dos metros, es un hombre-atalaya, casi igual de fuerte que nuestro Daniel. Empezaré por él. Enfoco su frente de mármol blanco con la mira.

A unos cinco pasos los Inmortales se quedan paralizados. Han entendido que…

—¿Setecientos diecisiete?

—¡¿Yan?!

Deben de estar gritándolo a pleno pulmón, pero tan sólo un ligero rumor me llega a los oídos. Resulta imposible distinguir las voces, las langostas las silencian, trituran las entonaciones, los timbres, dejando las cáscaras vacías de las palabras.

El que está más cerca se quita la careta. Es Ele.

Entonces ¿es verdad que el bigardo es Daniel?

¡Es mi sección! ¡Mi propia decena! ¡Mi familia!

¿Qué hacen aquí? ¿Qué probabilidades había de que los fuesen a mandar precisamente a ellos a por mi hija?

—¡Yan! ¡Baja la pipa, hermano! —musita Ele.

¿Quién es el décimo? ¿A quién han puesto en mi lugar? ¿Quién me sustituye?

Ele da un paso hacia mí, y yo reculo. ¿Cómo puedo dispararle? ¿Cómo voy a matar a Daniel? ¿Cómo mato a los hermanos?

Los otros siete, al verme indeciso, asaltan el corrillo asediado.

—¡Quieto todo el mundo! —Disparo al aire, las langostas ronchan al masticar la detonación.

Ele y su escolta se paran, pero los que están detrás de ellos están repartiendo descargas a diestro y siniestro. Alguien está a punto de despeñarse de la pasarela, pero lo consiguen sujetar. Y cuando ya estoy a punto de disparar a los míos, me hacen una señal.

Uno de los enmascarados tiene un bebé en las manos.

Está envuelto en un trapo que antes era un vestido de Annelie.

El bastardo la desenvuelve, le quita los pañales, la coge de una pierna, de una piernecita, y la sostiene sobre el precipicio. ¡A mi hija! ¡Mi hija! ¡Mía!

Abro la mano: «¡Mirad!». La pistola cae al vacío. Levanto los brazos. ¡Me rindo! «¿Qué más quieres? ¡No lo hagas! ¡Seas quien seas! ¿José? ¿Víctor? ¿Alex?».

Me ordena con un gesto: «Retrocede, despacio, no hagas movimientos bruscos».

Y empezamos a bajar uno por uno: yo, Ele, Daniel, los demás Inmortales, los pobres okupas detenidos, aquel comemierda, que lleva a mi hija en brazos. Parece que los manda a todos. No Ele, sino él.

Una vez abajo, empieza a dirigir la operación; la decena lo obedece.

Los hombres quedan reducidos; las mujeres, maniatadas; los niños, apartados a patadas.

Miro al bebé desnudo, que antes estaba envuelto en trapos hechos del vestido de Annelie. No hay nadie ni nada más, sólo ella.

Ele se me acerca, me tiende unas esposas de plástico: «Toma —dice—, póntelas tú, hermano». El otro la sigue sujetando de una pierna, boca abajo; está toda morada, la sangre le ha bajado a la cabeza; llora como una descosida, y puedo oír su llanto por encima del estruendo de los insectos.

Aquél hace el amago de golpearle la cabecita contra la cisterna, de reventársela, pero se detiene en el último momento. Quiero abalanzarme sobre él, pero Daniel me corta el paso, me empuja hacia atrás y me tuerce una muñeca.

El que la estaba sujetando, cansado de divertirse, pasa mi bebé a otro.

La furia me da fuerzas y me hace explotar, ni siquiera Daniel puede conmigo. Me convierto en un resorte y le lanzo un golpe de gancho, me destrozo los dedos, le destrozo los dientes; después de dar un salto, se desploma. Y yo ya estoy al lado de aquel cabrón malparido.

Propino un cabezazo a Apolo en la frente, lo derribo, me tiro encima, lo machaco con los puños magullados, le embadurno la careta con mi sangre; él intenta escapar, me mete una coz en la entrepierna, me clava los dedos en el cuello, pero no siento nada: ni dolor ni asfixia. De uno de mis bolsillos se cae la otra pistola —pequeña y pesada—, la cojo y, al no tener nada más a mano, empiezo a machacarlo con la culata, como si fuera una piedra, lo golpeo sin parar en los ojos, en la coronilla, en la nariz, en la ranura de la boca, le incrusto la careta en el cráneo. Se abalanzan sobre mí, me intentan apartar, pero lo machaco y machaco y machaco. Luego le arranco la cara, blanca, desfigurada, hundida.

Debajo está el Quinientos tres.

Está acabado. Tiene la frente abierta, un hueso blanco sale del amasijo encarnado. Pero aun así no me puedo detener. No puedo. No puedo.

Quinientos tres.

«¡Nada se puede corregir! ¡No habrá paz! ¡No habrá perdón!

»¡No hubo ni habrá! ¡Muérete, cabrón! ¡Muérete!».

Me despegan de él, me meten una descarga, me aplastan contra el suelo.

Debería desconectarme, pero no puedo; sólo me quedo paralizado y callado, los veo colocar a mi hija junto con los demás niños, oigo a Ele llamar a la unidad especial para mandarlos a todos al internado, lo veo enfocarme con el comunicador: me exhibe a alguien como muestra del éxito de la operación.

En ese mismo instante, el Inmortal que está sentado encima de mis piernas se desploma de bruces. Las mujeres corren hacia sus hijos, una de ellas se cae, Ele enarbola mi pequeña pistola y aprieta el gatillo.

Desde la otra punta del local se acercan corriendo tres figuras. Los tres llevan abrigos largos, el retroceso de los disparos les sacude los brazos. Uno de los Apolos se echa las manos al costado, otro rueda por el suelo, las langostas se zampan sus almas liberadas, luego Ele acierta: uno de los hombres con abrigo tropieza y se viene al suelo a unos veinte pasos de nosotros. Los otros dos se quedan sin balas, los Inmortales se lanzan hacia ellos, yo me sacudo sobre el suelo, tengo que levantarme; dos abrigados contra seis enmascarados, viene un torbellino.

—¡Annelie! ¡¿Dónde estás?! ¡Annelie!

Veo de refilón una cara conocida y no tan conocida, con unos rasgos borrosos, difíciles de captar… la misma en la que descargué la pistola encasquetada, la misma que contemplaron millones de personas en la plaza barcelonesa de las quinientas torres.

—¡Annelie!

¡Rocamora está aquí! Nos ha encontrado. Ha encontrado a Annelie.

No sabe nada, piensa que está viva, ha venido a buscarla. Y ahora lo matarán. Alguien ya se le ha echado encima, lo está estrangulando con la brida de las esposas, su compañero ya no respira.

Multiplico toda mi ira por toda mi desesperación: me basta para ponerme de lado. Y veo al padre André recoger la pistola automática que he arrojado desde la pasarela. Apunta a los agresores, pero —vaya inútil— no puede con el retroceso, dispara una y otra vez… ¡nada! No da a ninguno de los Inmortales, cero resultados…

En esto, una de las cisternas transparentes explota como un globo, se deshace en migas brillantes, revienta como una gota de lluvia que ha chocado contra el suelo, y todo el espacio visible se envuelve en una alfombra viva y estrepitosa. Unos bichos enormes ocupan todo el suelo y todo el aire, saltan por primera vez en su vida cronometrada, abren las alas, cantan, zumban, se nos meten en los ojos, en la boca, en las orejas, nos arañan la piel: la octava plaga de Egipto, furia divina.

Inmediatamente, estalla otra cisterna y ya no se ve nada más.

Repto —¡puedo reptar!— a tientas hacia donde estaba mi hija. No sé qué está pasando con Rocamora y el padre André.

Y la encuentro, como si me hubieran instalado un navegador en el cerebro, como si ambos estuviéramos imantados. La abrazo, la protejo de las langostas, que no paran de devorarla, y busco a ciegas un refugio, tambaleándome sobre mis pies de algodón.

Encuentro una puerta; la empujo, me escondo. Es un trastero angosto.

Abro el envoltorio: es mía. Está viva.

La beso, la aprieto contra mi pecho, ella chilla, llora, se ha puesto azul de tanto esforzarse. Me agazapo en un rincón, la arrullo, la mancho de sangre, mía y ajena. Por el suelo brincan unos saltamontes desquiciados por la liberación, chocan contra la pared, contra el techo, contra mi cara.

La puerta se abre de par en par y en el umbral aparece una figura, el cuartucho empieza a llenarse de bichos.

—¡Cierra! ¡Cierra la puerta! —voceo.

Salta hacia dentro, tira del pomo, aplasta los insectos atascados entre la puerta y el quicio, hurga en la cerradura, se desploma exhausto y respira ruidosamente, frotándose el cuello dolorido.

Es Rocamora.

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