Futu.re

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XXIX. Rocamora

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XXIX

Rocamora

—¿Había ahí una chica joven? ¿De pelo corto? —Entre una palabra y otra, Rocamora tose—. ¿Estaba Annelie?

Debería estrangularlo, pero he agotado todas mis fuerzas en el Quinientos tres. Estoy demasiado ocupado por el oxidado rencor, poco a poco empiezo a comprender: acabo de matar al Quinientos tres, y es para siempre. Lo nuestro se acabó. Es el final de una historia que duró un cuarto de siglo, un final a cara de perro.

Y el bebé llora.

La mezo, la arrullo. Rocamora necesita zarandearme para hacerme sus preguntas estúpidas.

Sigue llevando ese abrigo, dos tallas más grande de lo necesario; ha adelgazado, se ha desgastado: ha perdido todo el lustre. Pero es igual de joven que cuando nos encontramos por primera vez. Casi un chaval.

—Ella estaba con vosotros en la casa okupada, ¿verdad? Lo sé. Puedes confiar en mí, soy uno de los vuestros. Soy su marido…

—¿Marido? —repito.

—Marido —reafirma.

No puedo dejarla en ningún lado, ni un segundo. Nos rodea el suelo frío y langostas enloquecidas.

—No tenía marido. Estaba sola.

—Nos habíamos separado… Por un tiempo. Por una tontería. ¿Dónde está?

—¿Os habíais separado? —le digo con tono circunspecto mientras arrullo al bebé; quién me arrullara a mí ahora—. Por un tiempo. ¿La dejaste tú?

Ojalá pudiera gritarlo, escupirle acusaciones a la cara, pero he gastado todos los humos matando al Quinientos tres. Y lo digo con voz débil e impasible.

—¿A ti qué te importa? —Se levanta—. Fue ella quien se marchó. ¿Dónde está? ¡¿Lo sabes o no?!

—¿La dejaste cuando la estaban violando los Inmortales? —pregunto.

—¿Dijo eso? ¡No me lo creo!

—¿Escapaste para salvar tu pellejo cochambroso? Tal vez no te lo pudo perdonar nunca.

—¡Cállate! —Da un paso hacia mí; pero el bebé que tengo en mis brazos no le deja acercarse más y tampoco me deja estrangular a ese gusano—. ¡¿Dónde está?! ¡¿Estaba ahí?!

—¿Y dónde has estado tú todo el año?

—¡Ni siquiera ha pasado un año! Nueve meses como mucho. La he estado buscando. Durante todo este tiempo. Tenía el com apagado. ¿Cómo iba a encontrarla?

—El com estaba apagado porque no quería que la encontraras. No te necesitaba.

—Pero ¡¿quién eres tú, eh?! —Enciende la linterna del comunicador y me alumbra la cara—. ¡¿Quién eres?!

—Pero tampoco te hizo falta nunca, ¿eh? ¡No hacías más que jugar con ella! Sólo te recordaba a una antigua amiguita tuya, que hace un siglo la había espichado, ¿o no? No necesitabas a Annelie, sino a ella, ¿eh?

No le veo la cara, en la total oscuridad su com brilla fuerte, como una estrella. Los saltamontes angustiados saltan sobre ese astro frío.

—¿Te conozco? —dice Rocamora espantando a manotazos el castigo divino—. ¿Dónde te he visto? ¡¿Por qué te ha contado todo eso?!

Afuera los alaridos no cesan. Alguien aporrea nuestra puerta; ni nos movemos. Al otro lado hay una veintena de okupas, una sección de Inmortales y un par de sicarios moribundos; puede estar llamando cualquiera. Es una ruleta.

—¡Necesita ayuda! ¡Ha sido inyectada! ¡Está embarazada! —Intenta convencerme de nuevo.

—¿Acaso puedes ayudarla? —pregunto—. ¿Quizá traes el remedio?

—¡¿Qué le ha pasado?! ¡¿Dónde está?!

—¿Por qué te preocupa tanto? ¿Acaso el hijo era tuyo? ¿Era tuyo el bebé del que estaba embarazada?

—¡A ti qué te importa! ¿Cómo que estaba?

Alguien sigue llamando a la puerta, con insistencia y desesperación. La voz es de mujer; parece que es Berta.

—… uego… favo…

—¿Quién es? —pregunto a la puerta.

—¡… yo! ¡… ert…!

Nuestra conversación no debería tener testigos. Pero Berta… Berta.

—¡¿Qué haces?! Si nos van…

Es tarde. Chasco el cerrojo. Entra de un salto Berta, convertida en un caparazón, con las púas hacia fuera, envolviendo a su Henrique. El niño llora: está vivo.

—¡Yan! Tú… ¡Gracias a Dios!

Debemos cerrarnos, pero en la rendija se clava una bota de asalto, tras ella se cuela un hombro negro.

—La puerta. ¡La puerta! —le grito al atolondrado Rocamora—. ¡Haz algo, cretino!

Tarda en reaccionar, y una figura negra irrumpe en nuestro cuartucho de tres por tres. Lleva a Apolo enganchado en la cara, pero lo reconozco por la pistola —mía, pequeña—. Es Ele.

Empujo la puerta con la espalda —crac— y vuelve a su sitio. Berta, con su pequeño en brazos, se desliza por la pared hasta sentarse en el suelo, Henrique berrea, la mía se desgañita. Ele, nada más entrar, encañona a Rocamora. Buenos reflejos.

—¡Manos arriba! —Y grita a su com—: ¡Rocamora está aquí! ¡Tengo a Rocamora!

Éste da un paso hacia atrás, otro, llega a la pared, se reclina y abre el abrigo; debajo lleva un ancho cinturón negro con bolsillos llenos de paquetes y cables enrollados. Rocamora levanta las manos despacio: entre los dedos sujeta algo parecido a un extensor para gimnasia.

—¡Venga! —dice—. Si lo suelto, te convertirás en una mancha. Todos nosotros.

Si son explosivos de verdad, son suficientes para volar por los aires toda la factoría.

No se ve bien, pero parece que Ele empieza a sudar. Yo sudo. Rocamora suda.

—Ni se te ocurra —le digo a éste.

—¡Ay, no, por favor! —gime Berta—. ¡Está aquí mi pequeño! ¡No lo hagas!

—¡Eh, amigo! —Ele no deja de encañonarlo—. No te pongas nervioso. No te voy a hacer nada. Figuras como tú me hacen falta vivas.

—No me entregaré vivo —niega Rocamora.

—¡No! ¡Por favor! ¡No lo hagas! —ruega Berta.

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes ahí? —muge una voz en el comunicador de Ele.

—¡Diles que he encontrado a Rocamora! ¡Nachtigall también está aquí! ¡Sí, Yan! ¡Con el hijo! Y una tía con su crío.

—¿Nachtigall? —pregunta Rocamora—. ¿Yan Nachtigall?

—Hola, Ele —saludo a Ele.

—¡Hemos informado a la jefatura! ¡Aguanta! —farfulla el comunicador.

—¡Deja la pistola en el suelo! —grita Rocamora silenciando el com—. ¡Suéltala, bestia, o suelto yo! Uno…

—¡No tienes cojones!

Mi hija se deshace en llantos:

—Aaaa. Aaaa.

—¡Me matarán de todas formas, nada más digitalizarme! ¡Prefiero así! ¡Dos!

—Vale. Vale. Pero no te va a salvar… —Ele se agacha y deja la pistola en el suelo.

—¡Y díselo a los tuyos, díselo! ¡Venga! —Rocamora juguetea con el detonador, como si de verdad fuera un extensor.

—¡No os emocionéis —grita Ele en el com—. Este psicópata está cargado de explosivos. No asaltéis por ahora!

—Cinco rehenes, dos niños, Rocamora tiene una bomba, recibido —ganguea el com.

—Sujeta a la mía también. —Me siento al lado de Berta, que no para de sollozar—. No consigo calmarla. Ea, ea, tranquila. Todo irá bien.

Ele sigue haciéndole ojitos a Rocamora. Lo abrazo por detrás, le hago una llave, retrocedo y lo tumbo al suelo. Ele sacude las piernas, Berta solloza, los niños chillan, las langostas saltan por todas partes, Rocamora parpadea asombrado, yo encuentro a tientas la pistola —viscosa, pegajosa— y con un solo golpe tranquilizo a Ele. Saco de uno de sus bolsillos las esposas de brida, le sujeto las muñecas y lo coloco en un rincón, como si fuera un saco.

—Nachtigall —repite Rocamora, observando con estupor mis movimientos—. Aquel Nachtigall. El héroe de la liberación de Barcelona. Coronel. Bastardo.

—¡Oye, tú! —Levanto la pistola, desde la punta del cañón hasta su frente hay medio metro, pero aun así es arriesgado—. Sí. Estuve allí. En Barna. Lo vi todo. Lo oí todo. Abrí las puertas, es cierto. Pero fuiste tú quien los mató. A cincuenta millones de personas. Los puteaste. Los utilizaste. Los condujiste al matadero. Estuve allí cuando los estabas azuzando…

—¡Pamplinas! ¡Quería liberarlos! ¡Ellos pedían justicia! Yo sólo…

—Estuve allí cuando estabas mintiendo sobre Annelie.

—¿Cómo?

—Cuando le declarabas tu amor, diciendo que tu sueño era volver a empezar…

—¡No mentía! ¿A ti qué te importa todo eso? ¿Quién eres? ¿Dónde está?

No respondo.

—¡¿Dónde está?!

—¿Nuestra Annelie? —me ayuda Berta, que se acaba de calmar—. Se murió durante el parto, hace dos meses.

Rocamora suspira-ríe-solloza.

—¿Cómo?

—Tú tranquilo, no nos inmoles, ¿vale? Se murió. Pregúntale a él, el hijito es de ella. Querías a Annelie, ¿verdad? ¿No querrás matar a su hijito?

—¿Murió?

—Murió —confirmo.

Ele se remueve en el rincón, balbuciendo algo.

—¿Por qué tienes a su hijo? —Rocamora me come con los ojos, dos bolas rojas y desencajadas—. ¿Por qué lo sabes todo de ella? Eres tú, ¿verdad? ¿Fue contigo…? ¿Lo tuvo contigo?

Se le resbalan los dedos del pomo del detonador, lo vuelve a coger. Sigo encañonándolo.

—Con un Inmortal. Con un bastardo. Con un asesino.

—¿Y lo tendría que haber hecho con un cobarde? ¿Con un traidor? ¿Con un gallina? —le pregunto—. ¡Fíjate! ¡A ver si me reconoces! —Le quito la careta a Ele, que parpadea como un borracho, y me la pongo—. ¿Recuerdas cómo me decías que aquí, debajo de la careta, se escondía un tipo normal, que no te quería matar? ¡A tu mujer se la estaban cepillando los Inmortales y tú te escapaste con el rabo entre las piernas en cuanto te dejé marchar! ¿No te acuerdas? ¡Aquí estoy! —Me quito la careta—. ¡Aquí estoy, un tipo normal! ¡Te tendría que haber apiolado hace un año, allí mismo!

—¿Tú? ¿Eres tú?

—¿Por qué la dejaste entonces? ¿Por qué no te la llevaste si la querías tanto? ¿Por qué me permitiste matarla? ¡Dos veces! ¡La abandonaste allí! ¿Qué esperabas?

—¡Envié a mis hombres a por ella!

—¡Si hubieras ido a buscarla tú, no me la habría podido llevar! Te preocupas demasiado por tu pellejo. No la quieres a ella, sino a ti mismo. ¡No tienes derecho a ella!

—¡Cierra el pico! ¿Vale? —Da un paso hacia mí, olvidándose de la bomba y de la pistola—. ¡La quería! ¡La quiero!

—¡A ella no! ¡A alguna otra tipa! ¿No se lo confesaste acaso? ¡Se lo confesaste! ¡Sólo se parecía a alguien! ¡La utilizaste como sucedáneo!

—¡¿Qué sabes tú, cachorro?! —ruge.

Berta le da el pecho y ella se queda tranquila. Las langostas cantan. Ele gimotea y muge. Su comunicador se enciende de nuevo.

—Hemos informado a la jefatura. El senador Schreyer quiere hablar. ¡Ponte!

—¡Cancela!

Apunto la pistola a Ele; pero éste no reacciona todavía.

—¡Jesús! ¿Estás ahí? —dice Schreyer desde la muñeca de Ele.

—¿Schreyer? ¿Por qué Schreyer? —Rocamora se relame, se limpia el sudor de la frente con la mano en la que sujeta el detonador—. ¿Qué tiene que ver Schreyer aquí?

—¿Estás ahí, Jesús? —insiste el senador—. ¡Qué suerte! Buscaba a Yan y te he encontrado a ti. ¡Todo un regalo! ¡Después de tantos años! ¿Qué haces ahí? ¿Os habéis juntado para compartir vuestros sentimientos hacia la pobrecilla…? ¿Cómo era, Annelie?

—¿Cómo lo sabe? ¡¿Por qué lo sabe todo?!

—Me han dicho que quieres inmolarte —dice Schreyer con interés fingido; otra conversación mundana, nada más.

—¡Apágalo! ¡Corta! —exige Rocamora.

—No tengas prisa —dice el senador—. ¡Tengo tantas noticias para ti! Y para ti, Yan. Por cierto, perdona que no te haya devuelto la llamada antes. Tenía la agenda apretada.

Al otro lado de la puerta se oye ajetreo; después viene un golpe pesado: están probando.

—¿Qué están haciendo? ¡Mándales que se retiren! ¡Que se vayan tus perros, Schreyer! —grita Rocamora—. ¡Voy a volar todo esto! ¡¿Me oyes?! ¡No respondo por mí!

—No hace falta, no hace falta —se convence a sí misma Berta.

—Y no respondiste nunca, ¿eh? —observa Schreyer y dice hacia un lado—: Riccardo, detenga a los chicos. Voy a intentar negociar con el terrorista.

—¡¿Con el terrorista?!

—Pues sí. Pon las noticias. Jesús Rocamora ha secuestrado a cinco personas y amenaza con inmolarse junto con ellos. Entre los rehenes hay una mujer y dos niños pequeños. Maravilloso, ¿verdad? El líder del Partido de la Vida mata a dos bebés. Un final digno.

Los golpes cesan, pero ahora al otro lado de la puerta se oye una fricción, como si estuvieran arrastrando algo pesado.

—¡Es mentira! ¡Nadie se lo va a creer!

—¿Piensas que alguien te va a dejar desmentirlo? Esto es el fin, Jesús; tú mismo te has metido en un callejón sin salida. Sólo puedes elegir entre dos opciones: marcharte como un terrorista o entregarte y arrepentirte.

—¡¿Arrepentirme?! ¡¿De qué?! ¡¿De haber estado durante treinta años salvando vidas humanas?! ¡¿De haber intentado salvar a los niños de vuestra máquina infernal?!

—Si te cuesta tanto hacerlo, se puede arrepentir por ti tu réplica tridimensional. Para eso te necesitamos, preferiblemente, entero, para poder digitalizarte.

—Ya lo sabía. —Rocamora se relame—. Queréis sacar en las noticias mi títere, para que os lama el trasero y pida a los nuestros que se entreguen. Lo mismo que hicisteis con Fukuyama y con la mujer de Clausewitz.

—Los vuestros ya no existen, Jesús. ¿Acaso no te han informado? Ah, a lo mejor no te funciona el comunicador. Ahora mismo están asaltando vuestra guarida en la torre Vértigo, también sale en las noticias. Sólo quedas tú.

¿Asalto? ¿Acaso Beatrice y Olaf pueden prestar algún tipo de resistencia?

¿Cómo han encontrado aquel sitio tan rápido?

¿Me habrán localizado a mí mientras estuve llamando al padre André?

—No pienso regalaros mi pellejo. Lo tendréis que arrancar de las paredes. —El sudor le chorrea a Rocamora por la frente—. No os dejaré que me disequéis y me llenéis de paja, ¡¿vale?!

—Riccardo, ¿le importaría pedir a la gente que salga? —dice Schreyer hacia un lado otra vez—. Y páseme a un canal seguro, hágame el favor. Me gustaría hablar con el terrorista suicida a solas. Psicología en acción, por así decirlo. La última oportunidad de salvar la vida a los niños.

—¡A esta gente no le deseo la muerte! —grita Rocamora—. ¡No le crean! ¡No soy un suicida! ¡Saldremos de aquí! Si alguien me oye… Siempre he luchado y lucho por el derecho que tienen las personas a seguir siendo personas, por nuestro derecho a perpetuar la especie, por que no nos quiten a nuestros hijos, por que no nos obliguen a hacer esa elección inhumana…

Me acerco a la salida a hurtadillas. Rocamora no me hace ni el menor caso; puede ser que nos escapemos de aquí antes de que…

Abro el cerrojo. Empujo despacio, con cuidado…

La puerta no se abre. Debe de estar bloqueada por fuera con algo pesado.

—Ya está. No hace falta que sigas dando voces, te han desconectado —interrumpe Schreyer—. Ahora podemos charlar a solas. Tú y yo. Y tus rehenes, claro, pero no cuentan. Los matarás igualmente.

—¡Cabrón! ¡Mentiroso!

Rocamora mira con odio en dirección a Ele, que está tirado en un rincón, como un saco, maniatado y con la frente sangrando. Desde ahí, desde él, sale una voz ajena, como si fuera un médium en trance que algún demonio utilizara para llamarnos desde el más allá.

—Treinta años, Jesús. Treinta años has estado aplazando nuestra conversación, ¿eh? Has estado muy ocupado, lo comprendo. ¡Luchando contra el sistema, claro! He estado treinta años buscándote. Te escondes genial. Treinta años salvando de mí, del antropófago, a niñitos rosados y encantadores. A niñitos ajenos. Porque con los tuyos no has tenido demasiada suerte, ¿eh?

—Yo…

—Y durante treinta años exigiendo la abolición de la Ley de la Elección. ¿Tal vez porque nunca has podido hacer una elección acertada?

—No tenía por qué… Nadie tiene por qué…

—¿O sólo porque te dio miedo? ¿Sólo porque te portaste con ella como un cretino?

—¡Apaga! ¡Apágalo! —grita Rocamora a Ele.

—No te pongas histérico —dice Schreyer—. Has estado treinta años evitando esta conversación. ¿Te resulta más fácil palmarla que hablar conmigo? ¿Sabes lo que me duele? Que me haya engañado con un cobarde como tú. Me da igual que fueras un gigoló y un indigente. Me da pena que me quisiera cambiar por un rastrero como tú.

La habitación empieza a deformarse y hundirse, la pequeña y malvada pistola forcejea con mis dedos húmedos; la aparto de Rocamora para no interrumpir la conversación y poder escuchar hasta el final.

—Te estuvo esperando, Jesús. Te estuvo esperando durante cuatro años, mientras yo la buscaba. ¿Apareciste alguna vez? ¿La llamaste?

«Cuatro años —repito para mí—. Estuvo esperando durante cuatro años hasta que…».

—¡No quiero hablar de eso!

Rocamora me mira a mí, a Ele, a Berta.

—¿Tal vez te daba miedo encontrarte con una emboscada? ¡Pero es que, en aquel entonces, ni siquiera eras el terrorista más buscado! Eras un simple estríper, seductor de damas atormentadas, un pobre perro apestoso. Un perro que se folló a la perra de otro.

—¡La culpa fue tuya, Schreyer! ¡Sólo tuya! ¡La llevaste a la desesperación!

—Todo el mundo tiene la culpa menos tú.

—¡La quise!

—Y por eso la abandonaste. Ella había dejado a su marido por ti, y tú ¿qué?

—¿Qué hiciste con ella?

—¡Qué interés tan repentino! Has estado reprimiendo la curiosidad durante treinta años, pero, sin ton ni son, quieres que te lo expongan todo con detalle.

—¡Estuve buscando! ¡Los quería encontrar!

—Y no los encontraste. Tú, con tus posibilidades, con tu amiguito hacker, no pudiste dar con ellos. ¿Lo oyes, Yan? ¡Qué mala pata!

Lo oigo. Lo oigo todo y no entiendo nada. Tengo la cara empapada, parece que me sangran los sentidos. Berta me observa en silencio; tiene a Henrique enganchado a una teta y a mi hija, a la otra. Un saltamontes despistado se estampa contra una mejilla de Rocamora. Éste se estremece, la mano que sujeta el detonador se le contrae; aprieto los ojos.

—¿Qué hiciste con ella?

—Nada. La hice regresar a casa, Jesús. El resto lo hiciste tú.

—¿Y el hijo?

—¿El hijo?

—Tenía que haber dado a luz, ¿no?

—Dio a luz, Jesús. Intenté disuadirla. Estaba dispuesto a perdonárselo todo, ¿sabes? Es que es ridículo, después de haber vivido cincuenta años con una mujer, tener celos de un gigoló, de una puta con pantalones. Le pedía que abortara. Le decía: «Sácate eso, límpiate y nos olvidaremos de todo. Viviremos como antes». ¿No pensarás que ella se había escapado por ti? No, quería conservar el maldito embrión como fuera.

Conservar el maldito embrión. Conservar el maldito embrión como fuera.

Le pedía que abortara.

Repito las palabras de Schreyer sólo con los labios.

—¡La habías tenido encadenada durante cincuenta años y querías tenerla otros tantos! ¡No eras capaz de darle nada, Schreyer! ¡No fue feliz contigo! Ella no habría querido…

—Pero tú le diste todo, claro.

—¡Anna soñaba con tener un hijo!

—Así que la dejaste preñada y te largaste. Benefactor. Gracias.

—¿Cuántos años había estado intentando quedarse embarazada de ti? Me lo dijo, me lo contaba todo… ¡No había conseguido nada!

—¡Y de pronto ocurre un milagro! ¡Un milagro milagroso! ¡El Espíritu Santo la iluminó! ¡Se produjo la inmaculada concepción! ¡Justo lo que le había pedido a Dios, pensando que yo no la oía! ¡Un hijito!

—¡Ella pensaba que el problema lo tenía ella! Se creía infértil, por eso rezaba y… ¡Lo sabes todo! ¡Lo sabes!

—¿Problema? ¡No veo ningún problema! No lo veía antes ni lo veo ahora. El problema es cuando uno se deja llevar por su instinto animal. El problema es cuando uno no sabe qué hacer con el celo y cubre a la primera que pilla. Cuando se montan no sé qué películas y toman el simple puterío por intervención divina. ¡Eso sí que es un problema!

—¡Tú la obligaste a hacerlo! ¡Tú! ¡La llevaste al borde de la locura! ¡Ella no era así!

—¿Así cómo? ¿No hablaba con su Jesús como si éste le fuera a responder? Sí, eso le pasó después. A lo largo de los años que la estuve buscando. Te recuerdo: yo la busqué, tú no, Rocamora. ¿Y te atreves a decirme que no la quise? ¿Acaso es posible que alguien haga ese esfuerzo por una mujer a la que no quiere?

—¿Qué hiciste con ella?

—Lo que habría hecho cualquier hombre enamorado y buen marido. No la abandoné, como hiciste tú. No la eché de casa. La cuidé hasta el final, Jesús.

Los escucho pasmado, anonadado, sin interrumpir.

Miro a Jesús Rocamora.

Me fijo en su mirada, que me pareció familiar hace tiempo, hace un año. En sus ojos.

Debajo de todo su maquillaje, sus cejas postizas, sus pómulos, su nariz…

Me veo a mí mismo.

—¡¿Hasta el final?! ¡La mataste! —ruge Rocamora.

—Ella y yo actuamos según la ley, Jesús. Ella hizo la elección. Optó por conservarle la vida a tu hijo, eligió pagar por él con su belleza, con su juventud, con su vida. Intenté que cambiara de opinión.

Escogió la vejez y la muerte. Decidió conservarle la vida al hijo.

La sangre en mis venas se ha vuelto gorda y espesa, como la que brotó del pobre Olaf. A mi corazón le cuesta bombearla, se ha quedado flojo últimamente. A duras penas me sube la sangre condensada de las piernas, la va empujando a través de los frágiles capilares de mi cerebro petrificado, jadea, no da abasto. No doy abasto.

—¿Qué hiciste con mi hijo?

—¡Oh! Traté el asunto con mucha responsabilidad, Jesús. Crié al niño. Lo eduqué. Al fin y al cabo era hijo de mi querida mujer.

—¿Un niño?

Todos los años que pasé en el internado, todos los años durante los que soñé con salir, escapar, dando cabezazos en las pantallas, todos los años durante los que esperé la llamada de mi madre…

Todo aquello no fue por azar: mi primer encuentro con Schreyer, la misión que me encomendó, su paciencia, su capacidad de perdonarme los fallos, las cenas y los bufets, los cuidados y la educación.

—¿Tienes más hijos, Jesús?

—¡No! ¡¿A ti qué te importa?!

—Te gustan tanto los niños, Jesús… Has dedicado toda tu vida a defender a las pobres gentes que han decidido multiplicarse a costa de lo que fuera. Y los tuyos ¿qué?

—¡Cállate!

—¿Hablas con ellos? Lo dudo. ¡Es que te escapas de tus mujeres en cuanto se quedan embarazadas! Eso no suele favorecer las buenas relaciones con los hijos. ¿Conoces a alguno?

—No, por favor —digo con voz inaudible.

—¡Déjame presentarte a tu hijo! Además, ya os conocéis un poquito. Yan, éste es Jesús. Jesús, éste es Yan.

Tengo una pistola. ¿A quién disparo? ¿A Schreyer? ¿A Rocamora? ¿A mí mismo?

—Guay —dice Berta.

—¡¿Ése?! ¡¿Es él?!

—Y vaya casualidad —dice Erich Schreyer—. Ya que ni tú ni tu hijo habéis podido dominar vuestros instintos perrunos, aquí se ha juntado toda vuestra familia feliz. Tres generaciones en una sola habitación. Así que, si haces explotar la bomba, matarás a tu hijo y a tu nieta de un tiro.

—¿Qué? —Rocamora no acaba de asimilarlo—. Tú… Caníbal…

—Gracioso, ¿verdad? ¡Treinta años has estado luchando por el derecho de la gente a perpetuar la especie, Jesús, en lugar de criar a tu propio hijo! En vez de estar con la mujer que te lo dio. ¡Treinta años de demagogia y cobardía! Y ha llegado el momento de la verdad. Resulta que tienes hijos y nietos. ¿Y qué? ¡Te vas a inmolar junto con ellos, y todo por tu lucha sagrada!

—¡Es mentira! ¡Sucia mentira!

—Una historia edificante, ¿eh, Jesús? Un hombre que con tanto brío defendía el derecho a procrear se suicida y se lleva al otro mundo a sus propios retoños.

—Lo has tramado tú…

—¿Tal vez no debiste haber procreado?

Rocamora se limpia el sudor de la frente, coge el detonador con la otra mano para desentumecer los dedos. Parpadea, me busca con la mirada.

—¿Es él?

—Exactamente, Jesús. ¡Has recuperado a tu hijo! Os quería presentar antes, pero…

—¿Antes? Cuando… ¿Cuando me tenía que matar? Lo enviaste tú, ¿verdad? ¡Son todo intrigas tuyas! Lo azuzaste contra mí…

—Y ha quedado divertido, ¿no crees? Y a la vez, enriquecedor. Lo vi en alguna película estúpida de ciencia ficción. A ti te gustaría.

—¿Todo esto para vengarte de mí?

Todo lo que me ha pasado en este último año, todos estos acontecimientos extraños e inconexos, empiezan a cuadrar. Mi vida empieza a cobrar sentido. Pero ¿cuál es?

—¿Vengarme? ¿De un puto, de un cobarde y un mezquino? No, más bien quería enseñarte.

—Te llevaste a mi hijo… Al hijo de Anna… Lo convertiste en un monstruo. Dedicar treinta años a eso… ¡Eres un demente! ¡Estás enfermo!

—¿Un monstruo? Es un chico majo. Sólo lo ayudé un poquito a ascender en el escalafón. ¡Yan ahora es coronel de la Falange, héroe de la liberación de Barcelona! ¿No estás orgulloso de tu hijo? ¿Al que tanto deseó mi pobre mujer?

Mi pobre mujer.

La hice regresar a casa.

La cuidé hasta el final.

El pequeño crucifijo de mis recuerdos-pesadillas. El crucifijo en la pared del castillo-chalet, en la casa insular embrujada en medio del cielo. Aquel mismo crucifijo al que siempre se dirigía mi madre. Aquél al que pedía amparo y protección.

Está colgado justo enfrente de aquel extraño y pequeño cuarto, que le da tanto miedo a Helen Schreyer. Aquel cuarto con una cama estrecha, una puerta sin pomo y una pared de cristal bancario antibalas, que se puede tapar con cortina o destapar, pero sólo por fuera.

—Tú… —Tengo la garganta seca—. Tú…

Pero Schreyer no me oye. Me he quedado sin voz.

—¡Tú! —le grito—. ¡La tuviste encerrada allí! ¡En aquel cuartucho! ¡Es una cárcel! ¡Un calabozo!

Sin ventanas, sin pantallas, sin posibilidad de ocultarse si el dueño decide dejar la cortina abierta. Es una celda. Celda en la que Anna Schreyer cumplió su condena perpetua, de donde no podía salir. Y lo único que veía desde ahí era el crucifijo colgado enfrente. Aquel crucifijo con el que me enseñaba a hablar por si me sentía mal o tenía miedo.

La cuidé hasta el final.

¿Estuvo encerrada durante todos aquellos años, los diez años los pasó en la puñetera jaula? ¡¿Mi madre?!

—Eres un gusano… un cabrón… Eres un sádico.

—¿Yo? —Por el altavoz se oye su risa seca—. ¿Tú crees? Teníamos que estar juntos. Ella y yo. Siempre. Era un amor eterno, verdadero. Limpio, sin aditivos. ¿Y qué recibí a cambio? Traición. Fui magnánimo. Le había pedido por favor que abortara. Pero te conservó de todos modos. Decía que su diosecillo se lo había mandado. Pensaba engañarme y huir. Estaba segura de que ese tarugo la iba a salvar. Ella escogió la vejez. Yo se la regalé. Pero no estuvo sola. Todos los días me acercaba a la pared transparente y le hacía una foto. Era fácil. Se pasaba todo el tiempo pegada al cristal, esperando que lo destapara. Quería ver a su Jesús. Y yo le mostraba cómo envejecía.

—¿Por qué se lo hacías? Tanto sufrimiento, ¿por qué? —susurra Rocamora—. No lo sabía… Dios, ojalá lo hubiera sabido… ¿Por qué no te divorciaste de ella simplemente?

—Soy un marido fiel. No estuve con otras mujeres mientras Anna vivió. Y no soy sádico. ¡Nunca la hice sufrir! ¡Siempre estuvo de buen humor, Jesús! No me apetecía que decayera antes de tiempo, por eso en el agua que bebía siempre se le disolvía una pastilla de la felicidad. Siento no poder enseñarte sus fotos. En ellas siempre sonríe.

—¡No te lo perdonaré! ¡Hijo de puta!

—¡Caníbal! —sopla Schreyer a Rocamora—. Pero ¿qué puedes hacerme? ¿Pulsar el botón? Se acabó, Jesús. Para mí, los treinta años no han pasado en vano. Desde luego, eres libre de escoger entre salvar a tus hijos, para luego transformarte en una marioneta digital y engrosar las filas de los demás revolucionarios destripados, o convertir a tus hijos en chuletas asadas. Yo optaría por la primera opción. Yan me cae bien. Ya le he cogido cariño. Pero tú dirás.

—Me has utilizado —digo— como una arma. Como una herramienta. Me has utilizado y me has desechado.

—Una herramienta poco eficaz —reacciona Schreyer—. No acertabas una. Te enrollaste con la tía a la que tendrías que haber liquidado, luego lo de Helen. De tal palo tal astilla, ¿eh, Yan?

—¿Lo sabías?

—Suelo ver los vídeos de las cámaras de seguridad. ¿No fuisteis a nuestra casa para eso?

—¡Que no se te ocurra hacerle nada!

—Otro amante de falsas amenazas. No te preocupes, Yan. Fui yo quien os presentó, ¿no te acuerdas? Helen es testaruda, no quiere tomar la píldora. Hubo que buscarle una diversión temporal. Un sucedáneo.

Ele está sentado en su rincón, rojo como un tomate, haciendo de portavoz del demonio. Pero no se atreve a interrumpir al senador Schreyer. Al otro lado de la puerta se oyen ruidos raros, voces ininteligibles y chasquidos.

—Es todo un detalle que te preocupes por Helen, pero no vale la pena, de verdad. Es mía, Yan. No se va a escapar. Siempre estará conmigo. Sabe lo que le pasó a Anna y no le apetece estar metida en aquella habitación, siendo eternamente joven y bella. El hecho de que se la hayas metido un par de veces no te otorga derecho a nada. No seas una bestia descerebrada como tu padre. Esperaba que fueras mejor. Confiaba en poder criar a un ser supremo de la semilla inmunda, darle una lección a ese mono y, a la vez, honrar a mi querida mujer. ¡Tenía tantas ganas que fueras digno de la eternidad, Yan!

—¿Y tú te crees digno de ella? ¿Crees que puedes jugar con la gente? ¿Te crees Dios? ¡¿Crees que Dios eres tú?! —le grito.

—¿Y quién si no? —Erich Schreyer se ríe—. Oh, un momento… Me están llegando noticias de Vértigo. Jesús, tus amigos acaban de volar tres plantas de la torre. ¿Quién estaba allí? ¿Ulrich? ¿Peneda? Está reducido a cenizas.

Rocamora no responde. Le tiembla la mano de cansancio. Mira a Ele, me mira a mí… y calla.

—¿Eh, Jesús? ¿No dices nada? ¡Venga, aprieta el botón! Un verdadero revolucionario, para perpetuar su nombre, tiene que saber irse con dignidad. ¡Dale al botón, hazte Che Guevara!

Puntos negros en el suelo de hormigón. Rocamora respira ahogadamente.

La mirada nublada de Beatrice en la ventana de la segunda planta. El sol que corre vertiginosamente. Una tortuga hinchable en el océano cercenado. El laboratorio. Todo ha desaparecido. Olaf con sus agujeros en el vientre. Ése ya no tenía nada que perder.

—¿Quieres que te ayude? Allá afuera ya está todo lleno de explosivos. Los titulares de las noticias también están preparados, Jesús. Ya has efectuado el atentado. Nadie se va a sorprender.

Mi hija, que estaba tan estupendamente callada, centrada en la teta de Berta, empieza a piar de nuevo, se desgañita más y más.

—Se ha hecho caca —informa Berta—. Coge al mío, voy a intentar hacer algo.

—Apaga el com, Ele —digo, gesticulando con la pistola—. Demasiada información, me va a explotar la cabeza. Venga, corta.

Y Ele me obedece.

—Tráela para acá —le digo a Berta, guardándome la pistola en un bolsillo—. Lo hago yo. ¿Tienes trapos secos?

—Es mejor que os entreguéis —dice Ele con voz ronca—. O moriremos tontamente.

Rocamora se relame los labios, baja el brazo, pasa despacio el detonador de una mano a otra, desentumeciéndose los dedos.

No para de mirarme. Estoy limpiando a la niña. No estaría mal tener un poco de agua. Me ha reconocido, se ha tranquilizado y me mira a la cara.

El tiempo va pasando. Al otro lado de la puerta no se oye nada. Ele suda en silencio, sólo de vez en cuando menea la cabeza para sacudirse los saltamontes.

El universo está a punto de colapsar. Un meteorito gigantesco se está aproximando a la Tierra y, dentro de unos minutos, aquí no habrá nada. Estoy limpiando la caca.

—No sabía —me dice Rocamora—, no sabía que le había hecho eso. Que os había hecho eso.

¿Acaso es posible que ese hombre sea mi padre? ¿El hombre al que siempre he despreciado y he odiado? Jamás lo busqué. ¿Por qué he tenido que encontrarlo?

Es por culpa de Annelie. Me obligó a creer que mi madre estaba viva. Me enseñó a perdonar. Me engañó. Me engañó y también murió.

Mi madre no vive. La estuve buscando en vano.

Así es la vida: piensas que el mundo es plano e infinito, pero resulta que es una pelota colgada en medio de la nada, y navegues hacia donde navegues, volverás al punto de partida. Ya está explorado por completo. No tiene misterios.

—Las dos han muerto —le digo a Rocamora—. No queda nadie.

—Nadie. —Se humedece los labios; sus ojos son de vidrio, y el vidrio se está fundiendo.

—¡Así que resulta que es su nieta! —dice Berta, señalando a la pequeña niña desnuda que estoy envolviendo en un trapo prestado.

—No lo entiendo —dice Rocamora.

Yo tampoco.

Observa al bebé en mis brazos.

—¿Qué nombre le habéis puesto?

—Ninguno.

—Es su hijo —se explica a sí mismo—. El hijo de Annelie.

—Pero no es tuyo —le recuerdo—. Me pediste que le provocara a Annelie un aborto. Tu hijo se quedó allí, encima de las toallas. No se lo pude impedir a los chicos. Estaba ocupado charlando contigo.

—No, por favor. No digas eso.

—Hiciste con ella lo mismo que habías hecho con mi madre. Lo único es que yo fui un poco más afortunado.

—Enséñamela —me pide.

—Que te jodan.

Parpadea.

—¿Podías haber muerto en vez de ella? —le pregunto a mi padre—. ¿En vez de ellas?

—Tendría que haberlo hecho —responde—. Tendría que haber muerto entonces.

La cojo de otra forma para que esté más cómoda. Por lo menos a ella le puedo ser útil en este momento. Me mira seria, ceñuda. Estará a punto de quedarse dormida.

—Cuéntame algo de ella. De mi madre.

Tose. Se pasa la mano por la raya oscura en el cuello. Luego, no se sabe por qué, toca los paquetes de explosivos que lleva en el cinturón. Lo hace con cuidado y con un gesto pensativo. Se engancha a ellos como si estuviera cargando la batería.

—La abandoné… —dice.

—Eso no…

—Sí, la abandoné. Sí, cuando me habló del embarazo, me dio miedo tener que asumir toda la responsabilidad. Empezar a envejecer. Las enfermedades. La impotencia. La demencia senil. Es como una enfermedad mortal, como la lepra, como una condena. ¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Ea, ea, ea. Duérmete.

—¡Simplemente no quería envejecer! ¿Qué tiene de malo? No había vivido lo suficiente. No había visto nada. No había sentido nada. No había hecho nada. No había estado con todas las mujeres. No había salido de Europa. ¿Por qué tenía que asumir la condena? ¡No quería tener hijos! ¡No fue capricho mío! Yo no sabía que ella no usaba protección. ¿Renunciar a mi vida, a mi futuro, sólo para satisfacer su capricho? ¿Sólo para que ella pudiera estrujar a un bebé? ¿Por qué? ¿Acaso es justo? ¿Acaso tiene sentido? ¡Soy demasiado joven! ¡Quiero vivir todavía! ¡Para mí! Sé disfrutar de la vida, del vino, de las mujeres, de las aventuras. ¡Me gusta mi cuerpo! —Abre y cierra la mano libre—. No tenemos nada más que eso. Yo no lo tengo. ¿Cómo voy a cambiarlo todo por un hijo? ¡Por un pequeño animal escandaloso! ¿Para qué?

—¡Eres un animal, un verraco! —le dice Berta.

—Y claro, hui. Preferí no pensar en lo que le iba a pasar a Anna. Esa enajenación suya… Bendito sea Dios. Era un milagro que estuviera embarazada, después de cincuenta años. Y todas esas cosas. Parecía tan feliz. El aborto ni lo mencioné. Sólo me marché y cambié el ID.

Inclino la cabeza con gesto de atención. Me duele mi cabello blanco, me duelen las arrugas al hacer estos movimientos apenas perceptibles.

—Claro.

—Ella… ¿Te habló de mí? ¿Se acordaba de mí?

—No.

—¿Nunca? ¿Ni una sola vez?

—No.

—Pues yo me acordaba de ella todos los días. Al principio me daba miedo que me delatara a los Inmortales. Luego me di cuenta de que era mejor que yo. Más valiente, más honrada. Estuve contando días: ahora, seguro que ahora estará dando a luz. Hoy el niño cumple un mes. Hoy, un año. No fui capaz de llamar. Y cuanto más esperaba, peor. ¿Cómo hacerlo? Si no lo haces en el primer momento, luego cuesta más. De los nombres de las demás ni me acordaba, confundía sus caras. Pero a ella… no me la podía quitar de la cabeza. Me gustaba de verdad, ¿sabes cómo es eso?

Ele se sorbe los mocos, se remueve, no le apetece demasiado escuchar confidencias ajenas. En realidad, Ele es un tío normal, pero un poco limitado: no acaba de comprender que lo malo y lo bueno no existe.

—Tenía un sabor tan fuerte que, después de ella, las demás parecían insípidas. Por mí había sacrificado toda su vida: su ático de lujo, los bailes, las tertulias, los viajes alrededor del mundo. Su belleza. Era guapísima.

—Me acuerdo.

—Todas las demás historias fueron ligeras, fatuas, casuales, sólo para pasar el rato. Lo que había vivido con Anna no lo he vuelto a vivir con nadie. Cuando se escapó de Schreyer, estaba en un baile vienés y vino directamente, con su vestido de gala, a mi cuchitril. La enseñé a beber vodka. Ella me enseñó a tirarme de cabeza al mar desde los acantilados, en Cerdeña. Me llevó a los sótanos de no sé qué torre, con unos cristianos, donde un cura viejo nos casó. Lo recuerdo todo, como si hubiera sido ayer. Lo que pasó hace un año me parece borroso, pero aquello lo veo con claridad, con nitidez.

El comunicador de Ele empieza a pitar y a parpadear. Pero Jesús Rocamora me ha hipnotizado, me ha hecho entrar en trance; escucho su voz como una cobra puede escuchar el sonido de una flauta.

—Es Schreyer. —Ele estira hacia mí las muñecas esposadas.

—No quiero —le digo.

—Y mírame: soy joven. Más joven que mi hijo. Un chiquillo. Pero por dentro estoy podrido. Me esfuerzo, intento sentir lo mismo que entonces… Pero nada. Me han llenado de bazofia, de rastrojos. Mi alma envejece. Tengo el cuerpo de joven, que puede con todo, pero el alma se me ha desgastado. No soy capaz de sentir, ver el mundo, alegrarme como entonces. Los colores han palidecido. La realidad me parece extraña. Todo es una quimera. Un espejismo. Resulta que no tendría que haber escapado, ¿verdad? Para mí, nadie ha sido mejor que Anna. Sólo Annelie.

Si sólo fuera Jesús Rocamora, lo habría cortado hace tiempo. Pero me han dicho que es mi padre. Y enseguida ha adquirido un poder insólito sobre mí. Me lo han dicho solamente, ni siquiera lo he pinchado con un escáner. ¿Cómo puede ser?

—Annelie. Se parece muchísimo a tu madre. Como si tu madre hubiera resucitado. Incluso el nombre… Parece una reencarnación. ¿Entiendes? Como si la hubiera recuperado.

—Chicos… ¿No queréis seguir hablando sin mí? —pregunta Ele.

—Da igual —contesta Rocamora despistadamente—. De aquí no hay salida. ¿No lo entiendes?

Otra vez suena el com.

—Quiero vivir —dice Ele.

—No nos matará —asegura Berta—. Aún le queda un trocito de alma.

—Callaos —pide Rocamora.

—Annelie no es mi madre.

—Lo sé. La intenté hacer a modo y semejanza de Anna. El corte de pelo, la ropa… Alquilé un piso para nosotros. Como si pudiera vivir con ella lo que no había vivido con Anna. Como si nunca me hubiera escapado de tu madre. Como si no hubieran pasado estos treinta años.

—Y luego te escapaste de Annelie.

—¡De Annelie no! Del niño. ¡De la vejez!

—No te podrás escapar de la vejez.

—Annelie me salvó. Me sentía diferente con ella… Sólo cuando desapareció comprendí que no necesitaba ninguna reencarnación, sino a ella misma. Me había vuelto a enamorar. Se lo intenté decir… después de lo de Barcelona. Pero estaba borracho. Empecé a contarle toda la historia… No me quiso escuchar. Se fue. Y ya ves… Otra vez meto la pata. Algo me pasa.

—Eres un cobarde, nada más —le digo—. Un cobarde y un cretino.

—Luego comprendí lo que le había dicho. He estado nueve meses buscándola. La llamaba todos los días. Recorrí todas las casas okupadas que conocía. Y cuando su com se conectó hoy… Pensé enseguida que era una trampa. Pero también pensé: «¿Qué más da? Si la vuelvo a perder, ¿cómo viviré después, en el vacío?». He movilizado a los que me quedaban y he venido corriendo. Y esto… por si las moscas. —Con una sonrisa torcida, se acaricia el cinturón.

—Sí —digo—. Yo también pensaba que era una trampa. Y también he venido.

—Perdóname. —Los dedos le tiemblan de la tensión—. Perdona que te haya destrozado la vida. Lo de tu madre. Lo de Annelie… La quiero. Si también la quieres, me entenderás. Ya no tenemos a nadie que compartir. Lo quería arreglar todo, pero es tarde.

No tengo fuerzas para odiarlo. Ni siquiera para despreciarlo. Es un idiota, soy un idiota. Somos dos idiotas desgraciados que no saben cómo repartir entre sí a dos mujeres muertas.

—¿Quieres cogerla un rato? —Mezo el envoltorio.

—Gracias. No puedo —dice—. Tengo la mano ocupada.

—Ah. No me acordaba.

Sonrío. Él también sonríe. Nos reímos.

—Estáis chiflados —diagnostica Berta.

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