Futu.re

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II. Vórtice

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II

Vórtice

No debo estar aquí. Pero me siento demasiado excitado para volver a casa y demasiado borracho para contenerme, por eso estoy aquí.

En los baños El Manantial.

Desde aquí, desde mi cáliz parece que los baños ocupan todo el universo.

Cientos de piscinas grandes y pequeñas, que se solapan unas sobre otras en forma de abanico, suben hacia el cálido cielo nocturno. Los cálices de las piscinas se conectan por medio de unos canalones transparentes. Desde el vestuario hasta una amplia alberca te transporta un elevador, deslizándose por un poste de cristal de cien metros de altura: es el pilar de toda esta estructura fantasmagórica. De ahí, a través de múltiples canalones divergentes, unos arroyos espumosos te arrastran hacia abajo, de un cáliz a otro, hasta que encuentres el que más te guste para quedarte.

Dentro de cada cáliz, lleno de agua marina, las pulsaciones lumínicas se producen al compás de su propia música. Pero no hay discordancia: guiados por un mismo director, miles de ellos suenan como una gran orquesta, y sus diversas voces se funden en una sinfonía. Los cálices, al igual que los canalones, son traslúcidos. Vistos desde arriba, parecen inflorescencias sobre las ramas del Árbol de la Vida; si los miras desde abajo, son pléyades de pompas de jabón irisadas que el viento arrastra hacia el azul del crepúsculo. Y el brillo multicolor de esas burbujas también está equilibrado, sincronizado: los racimos de las piscinas suspendidas en el aire y sus cúpulas unas veces se tiñen del mismo tono, otras veces se transmiten a través de los canalones primero un color, luego otro, como si una llama subiera por el tronco de un baobab de cristal que uniera la tierra con el cielo.

Crece en medio de una meseta verde, rodeada de estribaciones nevadas; se supone que el sol se acaba de poner detrás de la más lejana de ellas. Está claro que tanto los picos canosos como la llanura cercada por ellos con su alfombra de musgo y el cielo crepuscular no son más que proyecciones. Nada de esto existe, sólo hay un gigantesco box rectangular en el centro del cual está instalada una estructura hidromecánica de seudocristal, un material sintético transparente.

Pero soy el único que se da cuenta del engaño, porque hoy he visto el cielo y el horizonte de verdad. Los demás, por supuesto, no se preocupan por nada. La definición y el relieve de la imagen son tan buenos que a unos veinte metros ya es imposible que el ojo humano perciba la falsificación. No pasa nada; la gente no suele sobrepasar las barreras policromadas que marcan los límites del autoengaño confortable.

Yo también quiero creer en esas montañas y en el cielo; llevo dentro tequila suficiente para que la frontera entre la proyección y la realidad se borre.

Como pececillos tropicales adormilados en sus acuarios, retozan en los cálices de las piscinas bañistas de trajes abigarrados. El Manantial es una fiesta para la vista, un vergel de frescura, belleza y deseo; el templo de la eterna juventud.

Aquí no hay ni un solo anciano, ni un solo niño. Los visitantes de El Manantial no deben sentir ningún malestar estético o psicológico. Aquellos que vivan en sus guetos, donde a nadie le incomodan sus defectos. Pero los jardines de cristal están abiertos para los que conservan la juventud y la fuerza.

Las chicas y los chicos vienen aquí solos, en pareja, en grupos grandes; cualquiera, al descender por los canalones, puede escoger un cáliz según sus gustos. Con música acorde a su estado de ánimo. De tamaño adecuado para la contemplación en la intimidad, para un acto amatorio o para juegos amistosos. Con vecinos silenciosos, que no manifiestan ningún interés hacia los demás, o con los que han venido aquí en busca de aventuras y son capaces de electrizar a todos los ocupantes de su piscina.

Las ramas del baobab de cristal son un laberinto enrevesado, donde se pueden encontrar rincones en los que nadie te molestaría. Pero no todos huyen de las miradas ajenas: hay aventureros que, nada más encenderse la chispa, se enredan entre ellos a un paso de los testigos eventuales, rozándolos y transmitiéndoles sus convulsiones apasionadas. Sus breves gemidos y suspiros ahogados a unos les hacen apartar la vista, a otros los invitan a unirse.

Para la gente de a pie los baños son como un supermercado de placeres, un parque de atracciones y de gozo, el lugar preferido para pasar de forma amena su eternidad.

Pero para la gente como yo es igual a lujuria. Están vedados.

Estoy tumbado en un cáliz pequeño, más o menos en el centro del mundo dibujado, y mientras una mitad de las piscinas-pompas vuela por encima de mi cabeza, la otra mitad se extiende debajo. El aroma de aceites esenciales —pesado y sensual— impregna el aire. La envoltura de mi bañera ahora se enciende de un violeta tenue, las vibraciones de la música me traspasan la piel y los bajos me rozan las entrañas; la melodía es tranquila y pausada, pero en vez de sosegar, estimula la imaginación.

A través del cristal veo el cáliz de abajo y en él a dos chicas jóvenes tiradas como estrellas de mar. Enganchadas con las manos —sólo con los dedos índices—, parecen flotar en el aire.

Una de ellas es morena y lleva un bañador amarillo; a través de esa tela fluorescente se transparentan los oscuros puntitos de sus pezones. La otra, pelirroja de piel blanca como la leche, se tapa los pechos desnudos con una mano; el cabello, oscurecido por el agua y esparcido sobre la superficie, forma una especie de nimbo que circunda su rostro estrecho, algo infantil. Ella mira hacia arriba, donde flotan los globos de cristal tornasolado, y llega el momento en que nuestras miradas se encuentran. En lugar de apartar la vista, la joven me sonríe despacio.

Le respondo con otra sonrisa, giro la cara hacia otro lado y cierro los ojos. El fluir del agua salada me mece ligeramente y el tequila me bate en las sienes como la marea. Sé que puedo deslizarme ahora mismo por el canalón y en unos instantes también voy a sujetar a la pelirroja de la mano, sé que no eludiría sus promesas silenciosas. Los baños son lugares adonde se viene para cargar energía, pero también para descargarla; antes con el mismo objetivo la gente visitaba clubes nocturnos. En los cálices transparentes se ahoga la soledad, se diluye en los contactos efímeros, espasmos acalorados y fugaces; pero esa cercanía espontánea nos hace avergonzarnos y huimos de esa vergüenza, escapamos unos de otros bajando por los canalones de cristal.

¿Nosotros? ¿Me incluyo? No, nosotros no: ellos.

A nosotros, los Inmortales, el código de honor nos prohíbe acceder a los baños. Se mencionan en el texto de la normativa como criadero de libertinaje.

El problema no es que nos dejemos llevar por el vértigo momentáneo, uniendo nuestros genitales, sino el resultado de tal unión. A decir verdad, que los Inmortales tomen la píldora de la felicidad no es más que una recomendación insistente. El principio animal, que el senador y los demás valedores de la Falange nos pretenden arrancar, ellos mismos lo reconocen. Se han abierto para nosotros unos prostíbulos especiales, con mujeres capaces de satisfacer cualquier tipo de encargos y guardar todo tipo de secretos. Fuera de ahí nos debemos comportar como capones.

Yo debo. ¿Qué hago aquí? ¿Qué estoy buscando aquí, Basil?

¡Chorros!

Una explosión de risa, risa femenina, limpia, sonora. Justo a mi lado. En mi cáliz, donde quería esconderme de todo el mundo y donde… esperaba ser encontrado. Otro chorro. No reacciono, me aguanto, finjo estar dormido.

Susurros: están decidiendo si seguir bajando por las cascadas o quedarse aquí. La otra voz es masculina. Hablan de mí. La chica se ríe con descaro.

Finjo que sus juegos no me interesan en absoluto.

Por uno de los canalones a mi piscina han bajado dos. El chaval tiene la piel aceituna y ojos de color de aluminio anodizado, brazos de discóbolo y cabello color alquitrán; la chica es negra, cuerpo de molde. Lleva el pelo corto, a lo cantante de jazz; su cuello es larguísimo. Los hombros, estrechos. Los pechos, como manzanas. Su vientre musculoso y sus huesudas caderas palpitan, se dejan entrever a través del agua trepidante, como si los acabasen de moldear de ébano sintético y todavía no hubieran adoptado la forma final.

Se arriman al borde del cáliz donde estoy yo, a pesar de que el lado opuesto no lo ocupa nadie. Pienso: lo hacen para que no los pueda observar. Menos mal. Decido escabullirme, dejándolos a solas… Pero me quedo.

Cierro los ojos, disuelvo en el agua marina un minuto de mi vida, otro minuto. No es tan complicado: el agua caliente y salada es capaz de diluir horas y horas. Por eso los baños están tan concurridos siempre, a pesar de lo caros que son.

De nuevo se oye la risa de la negra, pero esta vez suena de otra forma: más suave, más tímida. Chapoteo en el agua: lucha fingida. Un gemido. Un grito. Silencio.

¿Qué estarán haciendo?

La parte de arriba de su bañador —indecentemente rojo— flota sobre la superficie del agua. La copa roja se bate en éxtasis sobre las olas. El trapito se acerca a la boca del canalón, se detiene unos segundos al borde de la cascada y es arrastrado hacia abajo.

La propietaria no es consciente de la pérdida. Crucificada, aplastada contra el borde de la piscina por su amigo, inmediatamente se abre ante él. Veo cómo sus hombros encogidos se van relajando, retroceden. Ella languidece ante su pujanza. El agua hierve. Él le da la vuelta y, por alguna extraña razón, la coloca de cara hacia mí. Ella tiene los ojos entornados, empañados. Los dientes azucarados brillan entre sus labios africanos.

—Ay…

Primero busco su mirada, pero luego, al encontrarla, me quedo cortado. El atleta aceitunado la empuja hacia mí, más, más, con un ritmo cada vez más acompasado. Ella no tiene adónde sujetarse y se me va acercando; no puedo, debería marcharme, pero me quedo, me late fuerte el corazón.

Ahora ella me mira a los ojos, quiere establecer contacto. Sus pupilas vagan en busca de mis labios… Aparto la cara.

«Aquí hay cámaras por todas partes —pienso—. Contrólate. Os están vigilando. Te van a identificar. No deberías estar aquí, pero ya que has venido, por lo menos…».

En este mundo moderno las personas no se avergüenzan de su naturaleza, están preparadas para exhibirse, la intimidad se ha vuelto pública. No tienen nada que ocultar, ni de nadie. La familia, una vez aprobada la Ley de la Elección, dejó de tener sentido. Es como un diente en el que un dentista ha matado el nervio: con el tiempo se ha podrido y se ha deshecho sola.

Basta. Es el momento de marchar. Me voy nadando de aquí.

—Vamos… —susurra ella—. Por favor, eh…

Le dedico una mirada. Sólo una.

Un empujón. Otro empujón. Está a un paso de mí. Demasiado cerca para evitarla. Estoy en el límite. Se estira hacia mí. Alarga el cuello. No me puede alcanzar.

—Vamos…

Cedo. La recibo.

Huele a chicle de fruta. Sus labios son suaves como lóbulo de oreja.

La beso, se deja, me busca. Le pongo la mano sobre la nuca. Sus dedos van bajando por mi pecho, por el abdomen y, con indecisión, empiezan a arañarme allí. La alcanza el dolor, dulce y salado a la vez, lo quiere compartir. Su susurro, entrecortado e inconexo, suena más fuerte que el armonioso cantar de miles de cálices.

Un poco más y estoy perdido.

Desde arriba llega un grito. Desesperado, desgarrador; sólo los he oído así en el trabajo. Destroza la armonía de los baños musicales y su eco desquiciado no deja que se recomponga. Justo después de ese alarido viene otro, y luego todo un coro de gritos espantosos.

Nuestro trío se rompe. La negra se aprieta contra el discóbolo, yo miro hacia arriba, fijándome en el forcejeo misterioso que se arma en una de las piscinas que queda encima de nuestras cabezas. La gente se empuja dando voces, pero las palabras no se entienden. Luego arrojan por el canalón algo blancuzco e hinchado. El bulto baja al cáliz inferior. Al instante el pánico se contagia a los que estaban solazándose en él. La escena se repite: gritos de mujeres, gestos de asco, alboroto. Después los cuerpos ajetreados se quedan quietos, como paralizados.

Allí ocurre algo extraño y horrible, pero no acabo de entender qué es. Me da la impresión de que en la piscina se ha metido un animal repugnante, un monstruo, y que se desliza poco a poco hacia nosotros por los canalones, contagiando locura a todos los que se atreven a mirarlo.

Otra ráfaga de ruidosa lucha, y el bulto abandona el cáliz, se sigue deslizando. Por un momento me parece que es una persona… Otro movimiento… Se zambulle lánguidamente en la piscina anterior a la nuestra. ¿Qué puede ser? El recubrimiento del cáliz se vuelve azul oscuro, es casi opaco, y otra vez no consigo entender qué es lo que se nos aproxima. Incluso las personas que están allí tardan en entender qué acaban de ver. Lo tocan…

—Dios… Si esto es…

—¡Quítalo! ¡Sácalo de aquí!

—Pero es un…

—¡No lo toques! ¡Por favor! ¡No!

—Entonces ¿qué? ¿Qué hago?

—¡Sácalo! ¡No lo quiero aquí!

Al final, a la criatura misteriosa la sacan del cáliz a empellones y se va acercando al nuestro. Cubro con la espalda a la chica de pelo corto y al discóbolo; están totalmente aturdidos, pero el chaval se empieza a cabrear. Sea lo que sea ese adefesio, estoy preparado para recibirlo mejor que estos dos.

—Joder…

Por fin logro verlo de cerca. Es un saco tieso y pesado, la cabeza se agita como si no le perteneciera, las extremidades están torcidas de forma antinatural: una parece remar, otra se engancha, o sea, cada una por su cuenta. No me extraña que haya sembrado tanto pánico a su alrededor.

Es un cadáver.

Ahora chapotea en mi piscina, se tira de cabeza, de bruces, y permanece sentado debajo del agua. Sus brazos quedan suspendidos a la altura del pecho y, atados a los hilos de las corrientes que atraviesan los baños, se mecen imperceptiblemente de acá para allá, de allá para acá. Parece que está dirigiendo el coro inanimado de los baños. Tiene los ojos abiertos.

—¿Qué es eso? —balbuce el discóbolo, atorado—. No estará…

—¿Está muerto? Se ha muerto, ¿verdad? —A su amiguita le entra la histeria—. ¡Está muerto, Claudio! ¡Está muerto!

La chica se da cuenta de que el cadáver está mirando algo. Tiene una mirada perdida, atónita, pero a ella le parece que está observando sus partes íntimas debajo del agua. Primero se tapa con las manos, pero luego no aguanta y se lanza por el canalón abajo, totalmente desnuda, intentando huir de la terrorífica vecindad. El discóbolo sigue ahí, no quiere parecer cobarde, pero temblequea.

Es normal. Nunca se han encontrado con la muerte, al igual que todos los demás que sacaban a empujones el cadáver de sus piscinas. No saben qué hacer con ella. La consideran un vestigio repugnante del pasado. La conocen de los vídeos históricos o por las noticias esas que llegan desde Rusia, pero nadie de su entorno —sea cercano o lejano— se ha muerto jamás. La muerte fue erradicada hace siglos, vencida igual que la varicela o la peste. Si viven sin infringir la ley, para ellos la muerte existe sólo en guetos y laboratorios herméticos, de donde no puede escapar, al igual que la peste negra, a no ser que ellos mismos la invoquen.

Pero de pronto se fuga de la reserva, como quien atraviesa las paredes e irrumpe inesperadamente en su jardín de la juventud eterna. El indiferente y horripilante Tánatos asalta el reino onírico de Eros, con actitud de amo se arrellana en el mismo centro y observa con sus ojos muertos a los jóvenes amantes, sus enardecidas partes pudendas, y éstas languidecen bajo su mirada.

En presencia de un cadáver los vivos pierden la seguridad de que no van a morir nunca. Lo intentan alejar de sí a empujones, lo expulsan ayudándole a seguir su periplo. Y el mensajero de la peste se marcha.

Pero yo no lo echo. Hipnotizado, miro a los ojos a Tánatos.

Seguramente habrán pasado tan sólo unos segundos, pero alrededor del cadáver el tiempo se congela, se espesa.

—¿Qué hacemos? —masculla Claudio; sigue aquí, pero de aceitunado ha pasado a ser gris.

Me acerco nadando al cadáver, lo examino. Es rubio y regordete. Tiene cara de susto, los párpados levantados, la boca entreabierta; no se ve ninguna herida. Lo cojo por las axilas y lo levanto sobre la superficie. Él inclina la cabeza, de la boca y de la nariz salen chorros de agua. Un diagnóstico sencillo: habrá tragado agua y se habrá ahogado. Aquí no suelen pasar estas cosas: no se venden ni drogas ni alcohol, y sin eso es difícil ahogarse, teniendo en cuenta que el agua te llega por el pecho.

De repente me doy cuenta de que sé cómo actuar, lo leí en los libros e hicimos prácticas en el internado. A los ahogados, unos diez minutos o incluso media hora después de la asfixia, se los puede salvar. Necesita respiración artificial y masaje cardiaco externo. ¡Demonios, creía haber olvidado esos términos inútiles hace mucho tiempo!

El tequila me da seguridad y fuerzas.

Lo abrazo y arrastro hasta el borde del cáliz, donde hay una repisa para sentarse. No le apetece estar sentado al aire libre, quiere volver al agua e intenta resbalarse del asiento. Claudio se queda mirándome con expresión petrificada.

A ver… Ahora tiene los pulmones llenos de agua, ¿verdad? Yo tengo que sacársela. Sustituirla por el aire. Luego intento ponerle en marcha el corazón y volver a hacerle el boca a boca. Después otra vez el corazón. Y no parar, hasta que salga. Tiene que salir, aunque no lo he hecho nunca.

Me inclino sobre el ahogado. Tiene los labios azules, sus ojos lloran agua marina, salada como verdaderas lágrimas. Mira por encima de mí, hacia el cielo.

¡Diablos! Me costará amorrarme a él. Debería personificarlo al menos. Le pondré un nombre. Que se llame Fred; es más divertido hacerlo con un tal Fred que con el cadáver de un hombre no identificado.

Lleno el pecho de aire, aprieto mis labios contra los suyos. Los tiene fríos, pero no tanto como yo pensaba.

—¡¿Qué haces?! —La voz de Claudio transmite horror y asco—. ¡¿Te has vuelto loco?!

Empiezo a soplar y, de pronto, se le descuelga la mandíbula y en mi boca penetra su lengua —un trozo de carne blanda— y llega a rozar la mía. Parece un beso.

Enseguida me aparto del ahogado, se me olvida su nombre, no entiendo qué ha pasado; en cuanto me doy cuenta, me entra una arcada.

—¡Voy a llamar a seguridad!

Al recobrar el aliento, lo miro, después paso la mirada a Claudio, que ahora ha alcanzado un tono verdoso, posiblemente su piel bien cuidada refleja el brillo del cáliz.

—Fred —le digo al cadáver—, lo hago por ti, así que venga, hermano, déjate de gilipolleces.

Levanto la mano y, como si fuera una maza, la dejo caer sobre su pecho, en el punto donde creo que tiene que estar el corazón.

—¡Deberías estar en un manicomio! —me grita el discóbolo.

Fred vuelve a deslizarse hacia el fondo. Si sigue así, no conseguiré reanimarlo. Me vuelvo hacia Claudio.

—¡Ven aquí!

—¿Yo?

—¡Rápido! ¡Levántalo para que la cara le quede por encima del agua!

—¡¿Cómo?!

—¡Levántalo, digo! ¡Aquí, agárralo por aquí!

—¡Yo no lo toco! ¡Está muerto!

—¡Escúchame, imbécil! ¡Aún se le puede salvar! ¡Estoy intentando reanimarlo!

—¡No lo haré!

—¡Sí lo harás, cabrón! ¡Es una orden!

—¡Socorro!

Se tira de cabeza por el canalón y me quedo a solas con Fred. Hago un esfuerzo, aprieto mi boca contra la suya, enrosco la lengua… ¡cojo aire!

Me separo de él, lo golpeo donde se juntan las costillas. Vuelvo a insuflar aire en sus pulmones.

¡Golpeo! ¡Soplo! ¡Golpeo! ¡Soplo! ¡Golpeo!

¿Cómo sé que lo estoy haciendo todo bien? ¿Cómo puedo saber que todavía queda esperanza? ¿Cómo puedo saber cuánto tiempo ha pasado con los pulmones llenos de agua?

¡Soplo!

¿Cómo puedo saber si su consciencia se ha escondido en un rinconcito de su cerebro privado de oxígeno y me grita un silencioso «¡Estoy aquí!», o ya ha hace mucho que ha cascado y estoy peleando con un pedazo de carne?

¡Golpeo!

¡Soplo!

Lo arrastro, le pongo la mano debajo de la cabeza para que el agua no le vuelva a entrar en la boca.

—¡Para de retorcerte! ¡Para ya, hijo de puta!

¡Golpeo! ¡Soplo!

¡Tiene que resucitar!

—¡Venga, respira!

Fred no quiere resucitar. Cuanto más tiempo pasa, más me enciendo, con mayor fuerza le golpeo el corazón, con más furia insuflo mi aire en sus pulmones. Me cuesta reconocer que no soy capaz de salvarlo.

¡Golpeo!

¿Cómo sé que todo lo estoy haciendo bien?

¡Soplo!

No reacciona. No parpadea, no tose, no vomita agua, no me mira como atolondrado, no escucha con incredulidad mis explicaciones, ni siquiera me da las gracias por haberlo reanimado. Le habré roto todas las costillas y, con ellas, los pulmones, pero aun así no siente nada.

—A ver, escúchame… Pongámonos de acuerdo…

¡El último golpe! ¡La última bocanada de aire!

¡Milagro!

¡Sí! ¡¿Milagro?!

Se agita ligeramente…

No. Quiere volver al agua.

Bajo los brazos.

Fred mira hacia arriba. Me gustaría decirle que su alma ahora está allá, en el cielo, por donde deambula su mirada. Eso decían de los muertos hace quinientos años. Pero no quiero mentirle: Fred, al igual que todos nosotros, nunca usó el alma, además, el cielo sobre su cabeza no es más que un dibujo.

—¡Flojo! —le digo en lugar de eso—. ¡Eres un puto flojo!

¡Golpeo! ¡Golpeo!

¡¡¡Golpeo!!!

—Apártese de él —dice una voz seria detrás de mí—. Se ha muerto.

Me doy la vuelta: dos tipos embutidos en traje acuático con el logotipo de El Manantial. La seguridad.

—¡Estoy intentando reanimarlo!

Fred se desliza del asiento y se cae de bruces en el agua.

—Tranquilícese —dice uno de los guardias—. Usted necesita ayuda psicológica. ¿Cómo se llama?

Sacan no se sabe de dónde un saco de malla alargado —blanco con rayas de colores en los lados—, lo despliegan debajo del agua y con mucha agilidad meten ahí a Fred. Lo cierran con cremallera. El chaval se convierte en una especie de salchicha acuática policromada.

—¿Cómo se llama? —repite el vigilante—. Tal vez necesitemos testigos.

—Ortner —digo sonriendo—. Nicolas Ortner Veintiuno K.

—Esperemos que no difunda la información sobre lo que acaba de ver, señor Ortner —dice el agente—.

El Manantial se preocupa mucho por su imagen y nuestros abogados…

—No se preocupen —contesto—. No volverán a saber de mí.

Uno de los vigilantes salta por el canalón, el otro levanta a Fredsalchicha, le ayuda a emprender el último viaje y después cierra la procesión fúnebre. Yo lo sigo con la mirada. En la piscina de abajo el saco multicolor todavía siembra pánico; dos niveles más abajo, repelús; uno más abajo, curiosidad; un nivel más y ya no le interesa a nadie.

Separo la mirada de Fred y me reclino sobre el borde del cáliz. Tengo que largarme de aquí, pero sigo esperando. Quiero que los guardias lo saquen del todo, no me apetece volver a encontrarme con ellos, ni con el ahogado. Cierro los ojos, trato de recobrar el aliento.

Me siento agotado, estúpido, inútil. «¡¿Por qué has hecho eso?! ¿Para qué intentabas reanimarlo? ¿Por qué no te fuiste o por qué no empujaste el cadáver hacia la siguiente piscina? ¿A quién querías sorprender? ¡¿Querías demostrarte algo a ti mismo?!».

En cuanto el graciosísimo saco y sus escoltas se pierden de vista, me precipito hacia abajo. Me golpeo una pierna contra el borde y me alegro de sentir dolor. Me quiero aporrear. Quiero reventarme la estúpida cabeza.

Por el camino a casa no consigo dejar de pensar en Fred: ¿cómo logró morir? Cuando la esperanza de vida media es de unos setenta años, no da pena morirse. Pero si los valores se van acercando al infinito… Además, si alguien estropea las estadísticas son los desgraciados como éste.

Podría vivir perfectamente otros mil años y seguir siendo joven, a lo mejor lograría, incluso, perder un par de kilos… Eso si lo hubiera conseguido salvar.

Y si lo hubiera mandado a paseo, mi visita a los baños habría pasado inadvertida. Ahora me van a buscar en calidad de testigo. Y todo eso ¿para qué?

Me voy abriendo camino a través del mejunje humano que no para de ulular.

Odio la muchedumbre.

Cada vez que aparezco en un lugar donde se agolpan demasiados cuerpos humanos, que me envuelven, se me pegan, no me dejan moverme ni respirar, se me cuelgan de los brazos, me pisan el calzado… empiezo a temblar. Me entran ganas de gritar, arrasarlos a todos, escapar de ahí, pisando pies y cabezas ajenas. Pero no hay adónde huir. Por muchas torres que levantemos, no hay sitio para todos.

Tengo mi propio estilo de atravesar los lugares públicos, lo llamo «rompehielo». Hay que desplazarse un poco de lado, sacando el codo derecho hacia delante y apoyando el puño derecho en la mano izquierda. De esta forma tu cuerpo se convierte en una estructura de bastidor reforzado. Echas todo el peso hacia delante, como si te dejaras caer, y clavas el codo en el gentío. Lo insertas entre las personas apelmazadas y después te introduces a ti mismo. Y mientras los demás chocan unos contra otros, se frotan, se enfadan, se tocan a escondidas, poniendo la aglomeración como excusa, yo rajo ese muladar browniano y lo traspaso.

Si no hubiera inventado este método, me habría vuelto loco hace mucho. Quizá me habría atascado en el tropel y me habría perdido en él para siempre.

Consigo llegar a las compuertas. Aprieto el comunicador. Se emite la señal, el portón me permite entrar, separándome de los demás. Por fin salgo del tumulto.

Aquí está mi bloque.

Las paredes color naranja miden veinte metros exactos, están divididas en cuadraditos perfectos, cada uno tiene su puertecita; la superficie está cubierta por un entramado de rampas y escaleras: la entrada de cada cubículo es individual, por fuera. Dicen que los arquitectos se inspiraron en los antiguos moteles; por romanticismo y esas cosas. También dicen que una estructura abierta como ésta y su color alegre están pensados para ayudar a las personas a superar la claustrofobia. Listos. Que los jodan.

Después de la muchedumbre me apetece darme una ducha.

A la entrada del bloque hay un expendedor automático que vende de todo: barritas proteínicas, alcohol en botellas sintéticas, diferentes pastillas. Al lado hay una chica-dependienta: flequillo a lo perro de aguas, estúpidos ojos azules, camisa blanca desabrochada hasta el tercer botón.

—¡Hola! —me saluda ella—. ¿Desea alguna cosa? ¡Tenemos saltamontes frescos!

—¿Tienes Cartel?

—¡Desde luego! Siempre tenemos guardada una botellita para usted.

—Muy bien. Tráela. Y unos saltamontes de ésos.

—¿Dulces o salados? También los hay con sabor a patata o salami.

—Salados. Creo que ya está.

—¡Claro que salados! —Se atiza una divertida palmada en la frente—. Como siempre.

El comunicador sobre mi muñeca pide que ponga el índice sobre la pantalla para autorizar el pago. La máquina me entrega la bolsa con la compra.

—¡Se me olvidaba! ¿No desea probar nuestras nuevas píldoras de la felicidad?

—¿Píldoras?

—¡Muy buenas, de verdad! ¡El efecto es tremendo! Dura hasta tres días. Y después, nada de resaca.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Qué?

—¿Cómo sabes tú que el efecto es tremendo? ¿Tienes con qué comparar?

—¿Qué quiere decir?

—¿Has sido feliz alguna vez? —intento explicar—. ¿Aunque sea sólo una vez?

—Usted sabe que yo no puedo…

—¡Claro que no puedes! Entonces ¿para qué diablos…?

—¿Por qué me habla así? —Se le nota en la voz que se ha molestado, hasta parece que es de verdad y me siento mal; es absurdo.

—Vale… Vale, perdona. —¿Por qué le estoy diciendo esto?—. Me he pasado. He tenido un día difícil… Largo y muy… extraño.

—¿Extraño?

—Parece que he hecho cantidad de cosas que no pensaba hacer. Suele pasar, ¿sabes?

Ella levanta ligeramente sus pequeños hombros y parpadea.

—Tienes decidido no hacerlo nunca, pero cuando te das cuenta ya estás metido en… Pues eso, hasta las orejas. Y no hay vuelta atrás —explico—. Y no entiendes cómo ha pasado. Y no sabes a quién preguntárselo. Y no tienes con quién hablar de eso.

—¿Se siente solo?

Me dirige una mirada oblicua y fugaz; lo hace con tanto arte que se me olvida todo y caigo en la trampa.

—Pues sí… ¿Y tú?

—Es que he pensado que, si se siente solo, puede que nuestra nueva píldora de la felicidad sea exactamente lo que ahora le hace falta… ¿Desea probarla?

—¡No necesito tus putas píldoras! La felicidad no se puede tragar, ¿entiendes? ¡Así que deja de endosármelas!

—Eh, compadre… ¡No te preocupes tanto! —Oigo a mis espaldas una risita burlesca—. ¿Te has enterado de que no es de verdad? ¿No querrás tirártela? ¡Pero date prisa, que hay gente esperando!

—¡Vete a la mierda! —digo dándome la vuelta.

Un esperpento sin sexo, con un chaleco rojo y peludo, avanza unos pasos y ocupa mi lugar frente al dispensador.

—¡Gracias por su visita! —dice la dependienta para despedirse.

—Ponme a Isabella —exige el esperpento al expendedor automático—. No quiero que me sirva esa muñeca frígida.

La muchacha terca de ojos azules desaparece obedientemente; en vez de ella sale otra proyección: una sureña de caderas anchas, pecho voluminoso y maquillaje ordinario.

—¿Qué miras? ¡Lárgate, pringado! —me dice el esperpento—. ¡Hola, Isa! ¿Qué tal?

Para despedirme de él le rompo una ceja.

Un día raro.

Y cuando llego a casa y me meto en mi cubículo veo que en la caja de somníferos sólo queda una bolita. Lo importante es que no se me olvide comprar más mañana, si no…

Miro alrededor: todo está ordenado a la perfección, como siempre. La cama hecha, la ropa planchada y colocada en el armario, dos juegos limpios de uniforme aparte, el calzado con sus fundas, en la mesilla-mando hay una caja con suvenires. En la pared cuelga una vieja careta de Mickey Mouse, de las baratas que vendían antes a los niños en los parques de atracciones.

Nada más, no me gustan los excesos. Algunos pensarán que en un cubículo de dos por dos por dos no se puede vivir de otra forma, pero no estoy de acuerdo. Si uno es un desastre, será capaz de poner patas arriba su propio ataúd.

Todo bien. Todo bien. Todo bien.

Antes de que me aplasten las tenazas, ordeno a mi casa:

—¡Ventana! ¡Toscana!

Una de las paredes, la que queda enfrente del catre, se enciende y se convierte en una ventana desde el suelo hasta el techo; al otro lado están mis cerros favoritos, el cielo, las nubes. Todo es falso, pero crecí con el sucedáneo.

Bebo de la botella, luego exprimo del blíster la última pastilla del sueño, me la meto en la boca, me arrellano sobre el catre y chupo la bolita, respirando hondo y sin apartar la vista de la imagen al otro lado de la ventana.

Lo importante es aguantar cinco minutos. Es el tiempo exacto que requiere la bolita para lanzarme hacia la nada. Los demás que se atraganten con sus píldoras de la felicidad, a mí que me dejen mis pequeñas bolitas. Me desconectan durante ocho horas justas, y lo mejor es que me garantizan que no voy a tener sueños. Es un invento genial. Con él sí que voy a ser feliz.

El somnífero es ligeramente ácido. Siempre me lo pido con sabor a limón, combina bien con el tequila; no todos pueden permitirse un limón fresco. Y una verdadera Toscana soleada, nadie. Pues que le den.

Apago la luz, se cierra la cremallera y me visto de oscuridad. Soy un saco de rayas policromadas, me arrastro por un canalón transparente, a un lado está el cáliz con agua marina, al otro lado, la nada.

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