Futu.re

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IV. Sueños

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IV

Sueños

Al otro lado de la ventana veo las colinas toscanas, que, seguramente, fueron arrasadas hace tiempo y cubiertas de edificios. En mi mano, una botella semivacía; en mis oídos, su alarido. «¿Adónde se la llevan? ¿Adónde se la llevan? ¿Adónde se la llevan?». Maldita sea la tía esa. Lo habrá repetido unas trescientas veces. Pero en vano se desgañitaba; nadie le iba a decir la verdad.

Hoy ha habido demasiada emoción, creo.

Me tomo un trago grande y cierro los ojos. Me gustaría ver a aquella perra del gorro a rayas, imaginar cómo desgarro y le quito el rectángulo color café, y cómo se tapa con los brazos cruzados… Pero veo las manchas oscuras sobre aquel vestido corto de color azul, las gotas blancas que se filtran a través de la tela.

Quiero olvidar. Quiero dormir.

Busco las bolitas redentoras. No quiero ver a nadie más. Cojo la caja de somníferos, la abro… Está vacía.

A ver. A ver, a ver. ¡A ver, a ver, a ver!

¡Cómo me ha pasado esto!

«Todo es por culpa de la discusión que tuviste ayer con la dependienta del quiosco… Te quedaste a gusto charlando sobre la vida con la interfaz de una máquina expendedora, ¡cretino! Te confesaste a un holograma, y menos mal que no le hiciste el amor».

Vale. ¡Vale! Solo hay que bajar allí corriendo y comprar otra caja.

He tomado la decisión… pero no voy a ninguna parte. Bebo más tequila y me quedo inmóvil, con la mirada clavada en los cerros verdes rodeados de nubes. Las piernas no las siento; la cabeza, tampoco.

Si en vez de la yegua trasquilada de ayer le pido a la máquina expendedora aquella italiana de melenas rizadas, nada va a cambiar: no son más que dos caparazones del mismo programa. La italiana con la misma insistencia intentará endilgarme la píldora de la felicidad: «¿Tal vez hoy?». Por mucho que sepa que acudo allí en busca de otra cosa: «Siempre tenemos guardada una botellita para usted».

No voy a ninguna parte. Prefiero tomar otro trago. Tirar de la cadena. Si bebo un poco más, el alcohol me borra del cuartucho asfixiante en el que estoy atascado y me lleva al bendito vacío.

Las pastis son toda una tendencia. Elige el sabor que quieras. Las hay de felicidad, de placidez, de sentido… Nuestro planeta se sostiene sobre tres elefantes, éstos, sobre el caparazón de una tortuga, ella, sobre el lomo de una ballena de tamaño inimaginable, y todos ellos, a base de pastillas.

Pero no necesito nada más que somníferos. Las demás píldoras, supongamos, te arreglan el cerebro, pero lo hacen de una manera peculiar. Aparece la sensación de que te meten en la cabeza a otra persona. A los demás es posible que les guste, pero a mí me saca de quicio: apenas quepo yo en mi sesera, no necesito compañeros de celda.

Probé a dejar los somníferos.

Esperaba que, algún día, me liberaría y dejaría de regresar allí todas las noches en las que no tomo pastillas. Tarde o temprano tenía que olvidarse, borrarse, desaparecer, ¿no? Él no podía vivir eternamente en mí, ni yo en él, ¿verdad?

¡Hasta el fondo! ¡Hasta la última gota!

El tequila hace girar el mundo a mi alrededor, levanta un torbellino, que me succiona hacia su vórtice, me separa del suelo y me sostiene en el aire, como si en vez de un bigardo de noventa kilos fuera la pequeña Ellie. Desesperadamente, me engancho con la mirada al falso idilio detrás de la falsa ventana y ruego al tornado que me arroje, junto con mi puñetera casita, al mágico e inexistente país toscano.

Pero es imposible ponerse de acuerdo con el tornado.

Cierro los ojos.

—Algún día escaparé de aquí —se oye susurrar en la oscuridad.

—Cállate y duerme. De aquí no se puede escapar —replica otro susurro.

—Pero yo sí me escaparé.

—No digas eso. Sabes bien que si nos oyen…

—Que nos oigan. Me da igual.

—¡¿Qué dices?! ¿Has olvidado lo que han hecho con el Novecientos seis? ¡Se lo han llevado a la cripta!

Cripta. Esta palabra polvorienta, anticuada, impropia en un mundo sintético y rutilante, huele a algo tan horroroso que me empiezan a sudar las manos. No había vuelto a oírla… desde entonces.

—¿Y qué? —La primera voz suena menos segura.

—Que todavía no lo han sacado… ¡Cuánto tiempo ha pasado!

La cripta está situada aparte, lejos de las habitaciones para entrevistas, pero nadie sabe dónde exactamente. La puerta de la cripta no se puede distinguir de las demás, no tiene ninguna marca. Si lo piensas, tiene su lógica: las puertas del infierno también debieron de parecerse a la entrada de un trastero. Y la cripta es una sucursal del averno.

Las paredes de las habitaciones de entrevistas están forradas de material impermeable y en el suelo hay desagües. Los internos tienen prohibido contarse lo que ocurre en ellas, pero aun así cuchichean: cuando te das cuenta de para qué sirven esos drenajes, no es fácil quedarte callado. Pero hagan lo que hagan contigo en la habitación de entrevistas, no se te olvida ni un segundo: a los que no han conseguido quebrar allí los trasladan a la cripta; entonces el dolor palidece a la sombra del miedo.

Los que han pasado por la cripta nunca hablan de ella; supuestamente, no se acuerdan de nada, ni siquiera de dónde está. Pero los que vuelven de allí no son los mismos que a los que se llevaron; algunos ni siquiera regresan. Nadie se atreve a preguntar dónde está el que fue a la cripta, a los curiosos los mandan enseguida a la habitación de entrevistas.

—¡El Novecientos seis no pensaba escapar! —se une una tercera voz—. Ha sido por otra cosa. Hablaba sobre sus padres. Lo oí yo.

Silencio.

—¿Y qué contaba? —se atreve a piar alguien.

—¡Cállate, Doscientos veinte! ¡Qué más da lo que dijera!

—No me callo. No me callo.

—¡Nos vas a fastidiar a todos, imbécil! —susurran a gritos—. ¡Y basta ya de hablar de los padres!

—¿A ti no te interesa saber dónde están los tuyos? —insiste aquél—. ¿Cómo les va?

—¡No me importa! —vuelve a susurrar el primero—. Sólo quiero escapar, ya está. ¡Vosotros pudríos aquí! ¡Meaos de miedo en la cama el resto de vuestras vidas!

Reconozco esta voz decidida, alta, infantil.

Es la mía.

Me quito la venda de los ojos y me veo en una sala pequeña. A lo largo de las paredes blancas, en cuatro alturas, están colocados unos camastros; en ellos están metidos noventa y ocho cuerpos, ni más ni menos. Son niños. Todos están dormidos o fingen estarlo. Toda la sala está inundada con una luz cegadora. No se sabe de dónde viene, y parece que el mismo aire la desprende. A través de los párpados cerrados pasa fácilmente, tiñéndose tan sólo del rojo de los capilares. Hay que estar exhausto para poder dormir en ese mejunje de luz y sangre, por eso todos llevan una venda en los ojos. La luz no se apaga ni un segundo, porque todos tienen que estar visibles, y no hay ni mantas ni almohadas para taparse aunque sea un poquito.

—Vamos a dormir, ¿eh? —sugiere alguien—. ¡Ya no queda nada para el toque de diana!

Me doy la vuelta y miro al Treinta y ocho, un niño precioso que parece haber salido de una pantalla. Él también se ha quitado la venda y ha inflado los morritos.

—Eso, eso. ¡Cállate ya, Setecientos diecisiete! ¿Y si de verdad lo oyen todo? —corea el Quinientos ochenta y cuatro, orejudo y granoso, sin quitarse la venda por si acaso.

—¡Cállate tú! ¡Cagón! ¿Y no te da miedo que te vean machacarte la…?

En esto se abre la puerta.

El Treinta y ocho cae de bruces sobre el camastro como un muerto. Yo empiezo a ponerme la venda, pero no me da tiempo. Siento un escalofrío y me quedo quieto, quiero incrustarme en la pared y, sin saber por qué, cierro con fuerza los ojos. Mi camastro está en el rincón y es uno de los de abajo, desde la entrada no se me ve, pero si hago un movimiento brusco, enseguida se dan cuenta.

Espero a que se acerquen los monitores, pero los pasos no son de ellos.

Son cortitos, delicados y… como inestables, desiguales, vacilantes. No, no son ellos… ¿No habrán soltado por fin de la cripta al Novecientos seis?

Me asomo con cautela de mi madriguera.

Y mi mirada se encuentra con la de un chiquillo encorvado y de cabeza afeitada. Tiene ojeras y con una mano se sujeta la otra, anómalamente torcida.

—¿Seis-cinco-cuatro? —pronuncio yo con desilusión—. ¿Te han dado el alta en la enfermería? Ya pensábamos que habían acabado contigo en la entrevista…

Sus ojos hundidos se redondean, mueve los labios en silencio, como si intentara decirme algo, pero…

Saco el cuerpo hacia delante para oírlo mejor y veo…

… una figura plantada en el vano de la puerta.

Es el doble de alto y cuatro veces más pesado que el más fuerte de nuestra sala. Lleva una túnica blanca, la capucha subida, en lugar de la propia, la cara de Zeus. Una careta con oscuras ranuras para los ojos. Con la respiración cortada, poco a poco me retiro, me meto en mi nicho. No sé si me ha notado. Pero si ha sido así…

La puerta se cierra.

El Seiscientos cincuenta y cuatro intenta subir a su litera, la tercera desde abajo, pero no lo consigue. Al parecer, tiene la mano rota. Veo cómo hace un intento, retorciéndose de dolor, luego otro. Nadie se mete. Todos están quietos, cegados por sus vendas. Todos duermen. Todos fingen. Cuando una persona duerme, suele roncar, gimotear, los más incautos incluso hablan. Pero la sala está sumida en el silencio, el único sonido es el resuello exasperado del Seiscientos cincuenta y cuatro, que trata de subir a su puesto. Está a punto de lograrlo: empieza a subir una pierna sobre el camastro, pero le falla la muñeca rota; suelta un grito de dolor y se cae al suelo.

—Ven aquí —le propongo sin saber por qué—. Túmbate en mi litera, yo duermo lo que queda en la tuya.

—No. —Sacude la cabeza con furia—. No es mi puesto. No puedo. No está permitido.

Y vuelve a trepar. Luego, pálido, se sienta en el suelo y suda con ganas.

—¿Por qué te lo han hecho? —pregunto.

—Por lo mismo que a todos. —Se encoge de hombros.

Suena el toque de diana.

Los noventa y ocho chiquillos se arrancan las vendas de los ojos y ruedan de sus camastros al suelo.

—¡A las duchas!

Todos se quitan los pijamas numerados, los arrugan y los arrojan a sus literas. Forman una fila perfecta y, escondiéndose las pililas en los puños, se apretujan unos contra otros mientras esperan a que se abra la puerta. Luego, como una oruga pálida, se arrastran hacia el ala sanitaria.

Vamos atravesando el arco de ducha de tres en tres y —desnudos, mojados, temblorosos— volvemos a ponernos en fila en una sala. Aquí está nuestra centuria incompleta, y una más, y otros dos grupos superiores.

A lo largo de nuestra fila triple se pasea con parsimonia el monitor jefe. Sus ojos están tan hundidos bajo la careta divina que da la impresión de que no los tiene siquiera, que la careta está puesta sobre el vacío. No es alto, pero tiene la cabeza tan gorda, tan abultada, que incluso la máscara de Zeus le queda demasiado justa; la voz que emite es baja, gutural, espantosa.

—¡Morralla! —se desgañita—. ¡Morralla asquerosa es lo que sois! ¡Semilla del demonio! ¡Tenéis que dar las gracias por vivir en el más humano de todos los estados, de otra forma ya os habrían ejecutado a todos! ¡En Indochina o por ahí, criminales como vosotros duran poco! ¡Sólo aquí os están aguantando!

Con las hendiduras de sus ojos inexistentes va buscando nuestras trémulas pupilas, y pobre de aquél cuya mirada consigue interceptar.

—¡Cada europeo tiene derecho a la inmortalidad! —berrea—. ¡Sólo por eso seguís vivos, bastardos! Pero os hemos preparado algo peor que la muerte. ¡Os vais a pudrir aquí eternamente! ¡Vais a pasar aquí toda vuestra vida infinita de bastardos! ¡Vosotros, engendros, jamás aliviaréis vuestra culpa! ¡Porque por cada día que pasáis aquí os ganáis otros dos de castigo!

Las ranuras de los ojitos se van deslizando de un interno a otro. Tras el jefe siguen otros dos monitores, idénticos a él, los distingue sólo la altura.

—Seis-nueve-uno —pronuncia Zeus, deteniéndose a unos diez pasos de mí—. A tratamientos educativos.

Con su sumisión puede que gane un poquito de clemencia en la habitación de entrevistas, o no. Esto es una lotería, igual que el hecho de que, ahora, los tratamientos educativos le hayan tocado al Seiscientos noventa y uno. A éste lo pueden castigar tanto por una trastada de esta noche como por un fallo que cometió el año pasado. O por algo que todavía no ha hecho. Todos somos culpables por definición, los monitores no necesitan un pretexto para castigarnos.

—Vete a la habitación A —dice el jefe.

Y el Seiscientos noventa y uno se encamina obedientemente hacia la cámara de torturas. Él solo, sin que nadie lo acompañe.

El monitor jefe se me acerca; por delante de él corre una ola de terror tan potente que a mis vecinos les empiezan a temblar las rodillas. Y tiemblan con fuerza, de verdad. ¿Sabrá ya lo que estuve diciendo anoche en la sala?

Yo también vibro. Siento cómo el vello se me eriza en el cuello. Quiero esconderme del jefe, meterme en algún lado, pero no puedo.

Enfrente de nosotros hay otra fila. Son los quinceañeros —granudos, angulosos, de músculos inflados y columnas vertebrales inesperadamente estiradas—, con esa vomitiva pelambrera rizada entre las piernas.

Y justo delante de mí está él.

El Quinientos tres.

No demasiado alto, en comparación con sus compañeros larguiruchos, pero todo trenzado de músculos y nervios, está algo aislado: los que lo rodean se arriman a otros, con tal de alejarse de él lo máximo posible. Así parece que el Quinientos tres emana un campo de fuerza que repele a toda la gente.

Tiene unos grandes ojos verdes, la nariz un poco chata, la boca ancha y pelo negro e hirsuto; su aspecto no tiene nada de repugnante, no es por fealdad por lo que huye de él. Hay que fijarse bien para entender la causa. Entrecierra los ojos, pero se nota que están llenos de rabia. Tiene la boca grande, lujuriosa, mordisqueada. Lleva el pelo muy corto, difícil de agarrar. Sus hombros son redondos y los mantiene bajados, en una extraña posición animal. Siempre alterado, no para de patear el suelo, como si todos los nervios de su cuerpo quisieran soltarse, convertirse en una fusta y empezar a azotar.

—¿Qué miras, peque? —Me guiña un ojo—. ¿Has cambiado de opinión?

No puedo oír su voz, pero entiendo lo que dice. El escalofrío se convierte en fiebre. Empiezo a notar el pulso en los oídos. Aparto la mirada y, sin querer, la clavo en el monitor jefe.

—¡Delincuentes! —se desgañita éste, acercándose—. ¡Palmarla, eso es lo que os merecéis!

Algún día el Quinientos tres llegará hasta mí. Entonces sí que sería mejor haberla palmado antes.

—¡Te va a gustar! —susurra el Quinientos tres por detrás de la espalda del monitor jefe.

—¡Pero en vez de machacaros a todos, os mantenemos, gastando comida, agua, aire! ¡Os educamos! ¡Os enseñamos a sobrevivir! ¡A pelear! ¡A soportar el dolor! ¡Embutimos en vuestras cabezas el conocimiento! ¡¿Para qué?!

Se detiene justo enfrente de mí. Los orificios negros me enfocan. Pero no soy este yo que está plantado en medio de la sala, tapándose las partes con las manos y mirándole el pecho al jefe; sino otro, agazapado dentro de ese niño, que mira a través de sus pupilas como si fueran una mirilla.

—¡¿Para qué?! —truena dentro de mis oídos—. ¡¿Para qué, Setecientos diecisiete?!

Tardo en darme cuenta de que me pide la respuesta a mí. Alguien se habrá chivado… Me cuesta tragar saliva, tengo la boca seca, la laringe frota la raíz de la lengua.

—Para que. Algún día. Podamos. Pagar. Por todo. —Voy expulsando palabra tras palabra—. Expiar. La culpa…

El monitor jefe permanece callado, silbando al sorber el aire por los agujeros de la careta. El rostro de Zeus está paralizado, como si durante un ataque de furia lo hubiera sorprendido un ataque cerebral.

—Pequeeeee… —bisbisea el Quinientos tres como una serpiente, pero, por alguna extraña razón, el monitor no se entera.

—¿Y por qué necesitas expiar tu culpa? —me pregunta éste.

El sudor me baja por la frente, por la espalda.

—Para que…

—Pequeeeee…

Está mal visto quejarse a los monitores. El que se queja sólo aplaza la represalia, pero durante el aplazamiento se acumulan los intereses en forma de dolor y humillación. Con el rabillo del ojo veo al jefe trasladar despacio su mirada gorgónea de mí al Quinientos tres. El bisbiseo repelente se acalla. Los agujeros de nuevo se dirigen hacia mí.

—¡¿Para?!

—¡Para pirarme de aquí! ¡Pirarme algún día! ¡Sea tarde o temprano!

Cierro la boca.

Espero una bofetada. Humillaciones. Espero que me diga el número de la habitación a la que tengo que ir para que me quiten la tontería, para que me la drenen por el desagüe del suelo. Pero el jefe no hace nada.

El silencio se alarga. El sudor me corroe los ojos. No puedo limpiarme, tengo las manos ocupadas.

Por fin me decido. Levanto la barbilla, preparado para encontrar sus ranuras…

El jefe se ha ido. Sigue su recorrido. Me ha dejado en paz.

—¡Chorradas! ¡Ninguno de vosotros se pirará de aquí! Todos sabéis que sólo hay una salida. Aprobar los exámenes. Pasar las pruebas. ¡Suspendéis una, y os quedáis aquí eternamente! —Su voz retumba a un lado, alejándose.

Miro al Quinientos tres. Éste sonríe.

Le saco el dedo corazón. Abre más todavía sus fauces.

Y no me deja tranquilo hasta que los monitores nos separan para que nos vistamos y nos preparemos para estudiar. Al marchar, gira de nuevo la cabeza y me guiña un ojo.

Me ha elegido sólo porque durante la revista matutina me ha tocado estar enfrente de él.

Del Quinientos tres no me protegerá nadie. Además de sacarme una cabeza, tiene tres años más que yo. Este período, según mis baremos, es equivalente a la eternidad.

Los monitores no suelen intervenir en estos asuntos. Simplemente, a los de mayor edad les dan de vez en cuando pastillas de la placidez, y eso es todo. Si estuviera en una decena normal, tendría a quién pedir ayuda… Aunque ¿quién osaría enfrentarse al Quinientos tres y a sus secuaces?

Según el código, un interno no tiene a nadie más cercano que los compañeros de la decena, ni puede tenerlo. Pero al Quinientos tres, en vez de compañeros, le conviene más tener amantes y esclavos, transformando unos en otros alternativamente. Su decena es el castigo divino.

Y la mía es una pandilla de chivatos, mamones e imbéciles. Desde que tengo uso de razón, siempre quise evitarlos. Nunca te puedes fiar de un subnormal, pero de un flojo, menos todavía.

Allá va la lista.

El Treinta y ocho: un guaperas acicalado, un cagón, angelito de pelo rizado, obediente y adulador, que por su belleza y su cobardía paga impuestos a los de los grupos superiores que no toman la píldora de la placidez.

El Ciento cincuenta y cinco: un gamberro morrudo y alegre, capaz de delatar a sus compañeros por una hora extra en el cine. Si lo pillas, jura que no ha sido él; si aprietas un poco, promete que ha sido torturado. Miente siempre. Hace falta tiempo para darse cuenta de que para este chaval risueño todo el mundo, excepto él mismo, son marionetas estúpidas con las que puedes jugar como te dé la gana.

El Trescientos diez: un tipo serio y fortachón, con el umbral de dolor bajo, que divide el mundo en dos mitades: blanco y negro. A éste no le puedes contar ningún secreto, ya que eso es algo que nunca se debe desvelar. Y es imposible que una persona inteligente piense que cualquier asunto se puede meter en una cajita o con el rótulo «bueno», o bien «malo».

El Novecientos: un gordinflón largo y taciturno. Es el más alto de todos nosotros e incluso más alto que los quinceañeros. Pero, a pesar de eso, impensablemente fofo y, encima, lento a más no poder. No se puede tratar con él. Es mejor no pedirle nada ni hacerle propuestas: en el mejor de los casos, no te entiende; en el peor, se va a chivar.

El Doscientos veinte: pelirrojo y pecoso, con una cara tan bonachona y sencilla que enseguida apetece confesarle cualquier cosa. Él también está dispuesto a compartir sus secretitos con cualquiera, ¡y qué secretitos! Si lo escuchas hasta el final, infringes las normas; y si le das la razón, aunque sea con un gesto, te condenas al tratamiento educativo. Pero lo más raro del Doscientos veinte es que nadie lo ha visto jamás con moratones, aunque a menudo lo llaman a las habitaciones de entrevistas. Pero los que se han sincerado con él tienen el castigo asegurado, aunque no siempre les llega de inmediato.

El Siete: un retrasado, llorica y tripudo. En la vida he conseguido hablar con él más de un minuto, no he tenido paciencia para esperar la respuesta. Pero si lo zarandeas un poco, se echa a llorar.

El Quinientos ochenta y cuatro: un pajero, tímido y granoso, gravemente perjudicado por la prematura explosión hormonal.

El Ciento sesenta y tres: un peleón, bruto y malvado, que siempre anda entre las habitaciones de entrevistas y la enfermería. No es valiente, sino angustiosamente descerebrado, testarudo, que no conoce el miedo ni sabe cómo se escribe esa palabra.

El Setecientos diecisiete. Pues éste soy yo.

Falta uno. El Novecientos seis.

Al que se han llevado a la cripta.

—Ella no es una delincuente —me dice el Novecientos seis.

—¿Quién? —pregunto.

—Mi madre.

—¡Cierra el pico! —Le doy un puñetazo en el hombro.

—¡Ciérralo tú!

—¡Que te calles, te he dicho! —Me vuelvo hacia el Doscientos veinte, el instigador, que se nos acerca a hurtadillas, aguzando el oído. Que sepa por lo menos que lo he pillado.

—¡Oye! —El Doscientos veinte hace como que no se entera—. ¡Si eres tan miedica que ni siquiera te atreves a oír hablar de eso, lárgate! ¿Qué decías, Novecientos seis?

Estamos en una sala de cine. La última hora antes del toque de retreta nos la dejan libre. Es la única hora que se puede considerar vida normal. Una hora al día. Vivimos veinticuatro veces menos que los que están en libertad. Lo cierto es que cómo viven y, en general, qué les pasa ahí fuera, eso lo podemos saber sólo por lo que vemos aquí en el cine. Y, por supuesto, todo lo que sabemos sobre las mujeres también viene de las películas.

Pocos recuerdan su vida de antes del internado; y ninguno de los que recuerda algo lo reconoce.

—¡Digo que mi madre es una buena persona y no es culpable! —insiste el Novecientos seis.

En el cine hay cien plazas. Cien asientos duros e incómodos y cien pantallitas pequeñas. Nada de gafas tridimensionales, nada de proyección directa en la pupila. Lo que ves tú lo puede ver cualquiera.

Una vez cada diez días traen aquí a nuestra centuria antes del toque de queda, para que podamos descansar y culturizarnos. Todas las películas de la lista de reproducción duran como mínimo dos horas; para saber cómo termina la historia hay que esperar otros diez días y, por supuesto, no cometer ningún fallo.

En las cien pantallitas, cien imágenes moviéndose. Cada uno elige el vídeo que le apetece. Algunos prefieren historias de caballeros, otros, guerras espaciales, otros, crónicas de la revolución europea del siglo XXII, la gran mayoría engulle películas de suspense; pero lo que más se cotiza es la ficción de explotación. La visita al cine en sí es un pequeño milagro. Probablemente sea la única elección que nos permiten hacer en el internado. Decidir qué vídeo vas a ver es lo mismo que encargar un sueño antes de dormir.

Pero incluso un paseo como éste, una vez cada diez días, es con bozal y correa: por la sala se pasean los monitores y, por encima de nuestros hombros, se asoman a nuestros sueños. A lo mejor ni siquiera es una elección, sino otra prueba de fidelidad.

A mi izquierda está el Novecientos Seis. Como siempre.

Yo quiero decirle algo. Confesarme.

«Pienso escapar de aquí. ¿Te apuntas?», ensayo mentalmente.

Lo miro con el rabillo del ojo y no digo nada.

«Vamos a pirarnos de aquí… Yo solo no puedo, pero entre los dos…».

Me muerdo la mejilla. No puedo. Quiero confiar en él y no puedo.

Vuelvo la cara y miro a la pantalla.

Delante de mí, una casa con azotea plana. Está compuesta de paralelepípedos y cubos y no se parece en absoluto a las casitas de las empalagosas animaciones infantiles. Unas formas espartanas, sencillas, paredes de color beis claro… Pero, no sé por qué, me parece muy acogedora. Quizá sea por las ventanas enormes o por la terraza de madera marrón, cuyo toldo rodea todo el edificio. A pesar de su aspecto aparentemente rectilíneo, me atrae. Es una casa habitada y por eso parece habitable.

Delante de la casa, un pequeño prado arreglado. Sobre el césped recién cortado hay dos hamacas graciosas: asientos de mimbre en forma de huevo cuelgan de unos soportes largos y encorvados, y se mecen sincronizadamente. Una de ellas la ocupa un hombre con pantalón de tela tupida y camisa de lino; el viento le agita el pelo trigueño, el humo del pitillo zigzaguea con elegancia y se esparce por el viento. En la otra, doblando sus piernas morenas, se arrellana una mujer joven con vestido blanco y ligero. Mientras sorbe de una copa vino pálido, escribe algo en un pequeño artefacto antiguo, un teléfono móvil.

En este pequeño mundo sólo aparecen ellos dos, pero se adivina la presencia de alguien más. Un espectador atento, poniendo la pausa, puede discernir una bicicleta tirada en el césped, demasiado pequeña tanto para el hombre fumador como para la joven del teléfono. Si aumentas la imagen, puedes encontrar en el porche unas sandalias de niño. Además, en el huevo, al lado de la mujer, hay un osito blanco sentado. En uno de los fragmentos, prestando atención, se le pueden ver en el hocico sorprendido unos ojillos plateados. El oso no se mueve, no es una ecomascota, sino un juguete de peluche. Y precisamente por eso sorprende que la joven se haya apartado para que el oso también se pueda sentar en la hamaca, y que lo cubra con una mano con gesto protector, como si estuviera vivo.

Se oye una música suave: cuerdas, campanillas. El viento peina el césped con sus dedos invisibles y mece las hamacas ovaladas.

Así empieza Y oirán los sordos, una película antigua sobre la guerra civil del año noventa y siete. Están a punto de saquear la casita de cartón, a la chica la violan y la clavan a los barrotes de la terraza, y luego lo queman todo por completo. El hombre, que vuelve a casa un día más tarde de lo previsto, en pocas horas lo pierde todo, se ve arrojado a la guerra y se pone a matar a gente hasta llegar a los que han destrozado su mundo.

Hasta los créditos de Y oirán los sordos aguanté sólo una vez, pero los primeros minutos los he visto infinidad de veces. Para mí es de ritual: cada nueva visita a la sala sin falta empieza por esa película, y luego ya elijo algo nuevo para distraerme.

Siempre detengo el tiempo para esta pareja feliz dos segundos antes de que, al final de la alameda, aparezcan los extraños, y cinco segundos antes de que empiece a sonar la inquietante melodía que anuncia la futura masacre. No es que intente salvar de esta forma a la chica de blanco o su casa; ya tengo doce años y hace tiempo que conozco el mecanismo de la vida. No. Es que lo que viene después no me interesa. Cuando después de las cuerdas empieza a sonar un ritmo nervioso, Y oirán los sordos se convierte en la típica carnicería, una de las cien mil pelis de suspense que componen la lista de reproducción de nuestro cine.

Me fijo en la pequeña bicicleta tumbada, por enésima vez me convenzo de que el calzado que está en el porche sólo puede pertenecer a un niño; intento entender por qué la mujer le tiene tanto cariño al oso; ¿no será el juguete representante plenipotenciario en la hamaca de otro ser vivo, querido? Y entiendo que de la película han eliminado algo importante. Sé qué es, por supuesto.

Casi todos los vídeos de la lista de reproducción, excepto dos películas de animación, van de héroes y luchas, guerras y revoluciones. Los monitores dicen que es con fines pedagógicos, puesto que nos pretenden convertir en guerreros. Pero a menudo ocurre que, mientras ves la peli, pierdes el hilo argumental y te haces un lío con la historia. Piensas que a los protagonistas les ha pasado algo de lo que el espectador no ha sido avisado. No soy el único que se ha dado cuenta de que en las películas faltan escenas, pero todos siguen viéndolas. Al fin y al cabo, lo más importante es que las persecuciones y las peleas, las aventuras, es decir, lo que quieren ver los que vienen a la sala se haya quedado intacto.

Por las cien pantallas que están a mi alrededor, corren hacia la nada las patrullas parpadeando sus luces, caballos envueltos en armaduras, avionetas derribadas, lanchas motoras, lanzaderas espaciales, elefantes de guerra barritando, gente con esmóquines y uniformes ensangrentados, veleros, aerodeslizadores… Toda la historia de la humanidad, envuelta en humo, sale de la nada y se precipita hacia la nada.

En mi pantalla la imagen está detenida. Una casita de bloques, hamacas-capullo, humo de cigarro, vestidito ligero, oso blanco de ojos plateados.

El Novecientos seis tiene una bicicleta tirada en el césped, sandalias de niño en un porche de madera, ventanas gigantescas.

Tenemos en común el horizonte: la curva de las colinas toscanas color esmeralda bajo un cielo lapislázuli, las ruecas de los cipreses, capillitas de piedra amarilla en ruinas. La casa beis de la terraza marrón se encuentra en la Florencia de hace cuatrocientos años.

Nunca hablamos de por qué, una vez cada diez días, nos sentamos uno al lado del otro y, antes de empezar el rutinario visionado de películas sobre guerras y revoluciones, ponemos Y oirán los sordos y juntos repasamos los primeros minutos, hasta el momento cuando se callan las cuerdas y las campanillas. Es nuestro complot. Nos une el voto de silencio.

Y sin ton ni son: «¡Mi madre es una buena persona y no es culpable!». ¡¿En voz alta?! ¡Hay chivatos por todas partes! ¡Nos van a descubrir! ¡Nos delatarán!

—¡Cállate, te he dicho! —Y le doy al Novecientos seis un empujón en el pecho—. ¡¿Los nuestros son culpables, y la tuya no?!

—¡Que me dais igual todos! ¡Mi madre es una persona honrada!

—¡Claro! —apoya con ardor el Doscientos veinte—. ¡Así se lo dices a ella!

—¡Se lo diré!

—¡Que os den a todos!

Me levanto de un brinco y me voy, cabreado con ese idiota desgraciado. Si es tan valiente, que le abra su alma al chivato pelirrojo, me importa un bledo. ¡He hecho lo que he podido, pero no pienso seguir comprometiéndome por culpa de su cabezonería!

¿Qué más puedo hacer?

¡Nada!

—¡La culpa es tuya! —le grito al Novecientos seis, que se pone rojo y se retuerce mientras los monitores se lo llevan a la cripta—. ¡Subnormal!

Los demás miran en silencio.

Todos los días lo busco con la mirada en el comedor y durante la revista. Me detengo frente a las habitaciones de entrevistas. Aguzo el oído por las noches, por si se oyen sus pasos. ¿No lo habrán soltado? No consigo conciliar el sueño.

—¡Me escaparé de aquí! —oigo mi propia voz un día.

—Cállate y duerme. De aquí no escapa nadie —me susurra el Trescientos diez, el fortachón que ve el mundo en blanco y negro.

—Pero yo sí me escaparé.

—No digas eso. Sabes bien que si nos oyen… —balbuce el Treinta y ocho, el serafín empalagoso.

—Que nos oigan. Me da igual.

—¡¿Qué dices?! ¿Has olvidado lo que han hecho con el Novecientos seis? ¡Se lo han llevado a la cripta! —El Treinta y ocho se queda ronco de miedo.

Me apetece decir «¡Yo no tengo nada que ver!» o «¡Lo había avisado!», pero en vez de eso digo otra cosa:

—¿Y qué?

—Que todavía no lo han sacado… ¡Cuánto tiempo ha pasado!

—¡El Novecientos seis no pensaba escapar! —interrumpe el Doscientos veinte—. Ha sido por otra cosa. Hablaba sobre sus padres. Lo oí yo.

No tiene suficiente con el Novecientos seis. Ha delatado a uno, ahora quiere utilizar su historia como cebo para los demás…

—¿Y qué contaba? —pica el anzuelo alguien de la otra decena.

—¡Cállate, Doscientos veinte! ¡Qué más da lo que dijera! —Se me cierran los puños.

—No me callo. No me callo.

—¡Nos vas a fastidiar a todos, imbécil! —susurran a gritos—. ¡Basta ya de hablar de los padres!

—¿A ti no te interesa saber dónde están los tuyos? —instiga aquél—. ¿Cómo les va?

—¡No me importa! Sólo quiero escapar, ya está. ¡Vosotros pudríos aquí! ¡Meaos en la cama de miedo el resto de vuestras vidas!

—Vamos a dormir, ¿eh? —pide en tono apaciguador el Treinta y ocho—. ¡Ya no queda nada para el toque de diana!

El Doscientos veinte se calla, satisfecho. Con mi intervención tiene más que suficiente para un soplo gordo y suculento. Me apetece romperle la nariz, torcerle un brazo, quiero que pida a gritos que lo suelte, quiero romperle los dientes. Quiero desde hace tiempo… pero no hago nada, ¡cagón!

—Eso, eso. ¡Cállate ya, Setecientos diecisiete! ¿Y si de verdad lo oyen todo? —corea el Quinientos ochenta y cuatro, orejudo y granoso, sin quitarse la venda por si acaso.

—¡Cállate tú! ¡Cagón! ¿Y no te da miedo que te vean machacarte la…?

La puerta se abre. Con todas mis fuerzas, casi en voz alta, ruego que sea el Novecientos seis.

«Pienso escapar de aquí. ¿Te apuntas?».

Aprovecho cada ocasión para hacer pellas, finjo estar enfermo, varias veces por noche pido permiso para salir al baño, y todo eso para poder recorrer los pasillos a solas, mirando y escuchando.

Paredes blancas, una ristra de puertas blancas sin tiradores, una luz molesta e insistente cae del techo. El pasillo no tiene principio ni fin, entra en curva y por los dos lados se esconde en sí mismo. Si sigues hacia delante, llegarás al mismo punto del que has partido. Geometría.

El techo no sólo alumbra, sino que también mira. Es todo un sistema de vigilancia con miles de ojos, pero no se ven sus pupilas porque están cubiertos de punta a punta por un enorme leucoma. Esa mancha blanca no te permite saber si te están mirando, por eso tienes que comportarte como si te estuvieran viendo todo el rato.

No hay dónde esconderse. Aquí no hay pasillos sin salida, no hay esquinas, ni rincones, ni recovecos, ni siquiera rendijas en las que meterse. No hay ventanas. Ni una sola. Sé lo que son por las películas.

El internado no tiene salida. Es un espacio cerrado como un huevo.

Aquí sólo hay tres plantas, unidas por un ascensor con tres botones. Cada una de ellas tiene la misma pinta que ésta. En la planta baja hay una guardería, donde tienen a los más renacuajos; en la primera están los párvulos, hasta los once años; en la segunda, los grandes, de doce años para arriba.

Todas las puertas del pasillo redondo son iguales, ninguna tiene rótulos. En la segunda planta hay treinta. Con el tiempo acabas aprendiendo cuál es cuál.

Cuatro salas dormitorio, aseos, sala de reuniones, nueve aulas, cuatro gimnasios, la puerta de la habitación de entrevistas, el dormitorio de los monitores y el despacho del monitor jefe, la sala de cine, cinco cuadriláteros, el comedor y el ascensor.

Repaso las puertas una por una, contando una y otra vez para asegurarme: de verdad son treinta, no se me ha escapado ninguna.

Recuerdo cómo busqué la salida cuando era un enano todavía; el mapa de la planta baja está grabado en la retina de mis ojos de tanto imaginármelo. Las mismas treinta puertas: tres salas comunes, el dormitorio de los monitores, el despacho del jefe, aseos, la sala de reuniones, tres gimnasios, sala de juegos, cinco cuadriláteros, diez aulas, una sala de cine, la puerta de la habitación de reuniones, el comedor y el ascensor.

Ninguna de las puertas da al exterior. Recuerdo que, de pequeño, pensaba que la salida del internado debía de estar en la primera o en la segunda planta. Cuando crecí y me pasaron a la primera, sólo me quedó la segunda. Ahora que vivo en la segunda, me parece que busqué mal en las dos plantas de abajo.

Desde el primer momento nos acostumbran a la idea de que aquí no hay salida. ¡Pero tiene que haber! ¡Por algún lado tienen que traer a los más pequeños!

Con paciencia estudio qué hay detrás de cada puerta; durante las clases observo las aulas y los cuadriláteros. Todas las paredes son lisas y herméticas; si las frotas con demasiada insistencia, empiezan a emitir pequeñas descargas eléctricas.

Me llaman a la habitación de entrevistas. Me preguntan por qué me comporto de esta forma; luego se pasan un poco y me rompen el dedo anular de la mano izquierda. Siento un dolor infernal; el dedo se queda doblado hacia arriba. Lo miro y pienso que después de eso me tienen que llevar a la enfermería. Bien, así voy a poder llegar a la primera planta e inspeccionarla otra vez.

—¿Qué buscas? —me pregunta el monitor.

—La salida —digo.

Se ríe.

Cuando yo vivía en la planta baja, los chavales cuchicheaban antes de dormir, diciendo que el internado estaba enterrado a varios kilómetros de profundidad, que se encontraba en un búnker excavado en un macizo de granito. Que éramos los únicos supervivientes de una guerra atómica y que el futuro de la humanidad dependía de nosotros. Otros juraban que estábamos recluidos a bordo de una nave espacial lanzada fuera del sistema solar y que íbamos a ser los primeros en colonizar la estrella Tau Ceti. Es comprensible, teníamos unos cinco o seis años. Los monitores en aquel entonces ya nos decían que éramos unos criminales y escoria, que nos habían metido en ese maldito huevo porque para gente como nosotros no había otro lugar en la Tierra. Pero cuando tienes seis años, cualquier cuento o fantasía es mejor que una verdad así.

A los diez años ya nos dejó de interesar dónde se encontraba el internado, y a los doce ya nos importaba una mierda el no tener un grandioso futuro y el no tenerlo en absoluto. Lo único que no entendíamos era por qué necesitábamos saber los pormenores del mundo exterior, estudiar su historia, geografía, cultura, las leyes de la física, si no nos pensaban dejar salir a ese mundo nunca jamás. Tal vez para que supiéramos valorar lo que nos perdíamos.

Pero estoy dispuesto a cumplir aquí cadena perpetua, con la condición de que en las revistas matutinas no aparezca enfrente de mí el Quinientos tres. Pequeñeces así, a veces, estropean toda la puñetera armonía universal.

Primera planta.

Las mismas paredes ciegas y puertas despersonalizadas. Acunando mi dedo roto, las recorro una por una. Los cuadriláteros, las aulas, la mediateca, los dormitorios; blanco sobre blanco, igual que en todas partes. Nada.

Me presento en la enfermería: parece que el médico está pasando visita. Tiene la puerta del despacho entreabierta.

Normalmente los pacientes no entran aquí; no puedo perder semejante ocasión. Titubeo un segundo, me cuelo y aparezco en una amplia habitación: un mando, una camilla, brillan hologramas de órganos internos sobre caballetes. Todo muy limpio y aburrido. Al otro lado de la habitación hay otra puerta y también está entornada.

Y allí…

Doy unos pasos hacia delante, sintiendo cómo se acelera mi corazón y se ralentiza el tiempo. Por el vano de la puerta me llegan voces, pero sigo caminando sin tener miedo a ser descubierto. La adrenalina activa la cámara lenta, como en el cine.

—¿Cómo ha pasado? —chirría con indignación una voz oxidada.

—Se nos ha olvidado… —Es la voz baja del monitor jefe.

—¿Se os ha olvidado?

—Ha estado demasiado tiempo.

No entiendo su conversación, tampoco me interesa. Lo único que atrae mi atención es… una ventana. Se va perfilando en el vano de la puerta, es gigantesca y ocupa una pared entera de la habitación donde conversan esos dos…

La ventana.

La única ventana de todo el internado.

Contengo la respiración, me acerco a hurtadillas a la puerta lo máximo que puedo…

Y me asomo al exterior.

Por lo menos ahora sé que no estamos a bordo de una nave intergaláctica ni tampoco en un búnker…

Al otro lado de la ventana se ve una ciudad majestuosa, llena de miles de torres, columnas clavadas en la tierra, increíblemente alejada, y que apuntan a un cielo infinitamente distante. Una ciudad de miles de millones de personas.

Empiezo a imaginar esas torres —yo, cucaracha, microbio— como piernas de unos antropoides inconcebiblemente grandes, unos atlantes que hunden las piernas en las nubes por la rodilla y sustentan sobre sus hombros el firmamento. Es el espectáculo más impresionante de todos; yo, desde luego, jamás podría imaginarme algo igual de esplendoroso.

¡Qué va! En la vida sería capaz de pensar que hay tanto espacio en este mundo.

Estoy haciendo el descubrimiento geográfico más sorprendente de todos los tiempos.

Para mí significa más que para Galileo suponer que la Tierra es redonda, o para Magallanes demostrarlo. Es más importante que averiguar que no estamos solos en el universo.

Mi descubrimiento: ¡fuera del internado de verdad hay otro mundo! ¡He encontrado la salida! ¡Tengo por dónde escapar!

—¡¿Qué pasa?! ¿No has cerrado la puerta?

Me sacudo. Alguien me coge del pelo.

—¡Tráelo aquí!

Me arrojan dentro. Me da tiempo a ver una mesa. Encima hay una bolsa de plástico, grande y alargada, cerrada con cremallera. El monitor jefe enseguida la tapa. También veo una montaña de instrumentos; a nuestro doctor con gesto de asco y cansancio tan pronunciados que ni siquiera le queda bien su juventud. Además veo el marco y el tirador de la ventana.

—¡¿Qué se te ha perdido aquí, mamón?!

—Estoy buscando al doctor… Mire…

El monitor jefe me agarra del dedo, que le estoy enseñando a modo de salvoconducto o amuleto protector, y tira con tantísima fuerza que empiezo a ver estrellas llameantes. Me caigo al suelo, retorciéndome del dolor.

—¡Olvídalo! ¿Me oyes? Olvida todo lo que has…

No puedo contestar, se me ha cortado la respiración.

—¡¿Te enteras?! ¡¿Te enteras, engendro?!

—Si no… —Mi dolor, como estaño fundido, toma forma de ira—. Si no, ¿qué me vais a hacer? ¡¿Qué me vais a hacer?! ¡¿Eh?! —le respondo a gritos—. ¡¿Qué?!

Las ranuras negras de sus ojos me atraviesan.

—Aquí no —dice el médico.

—¡No me vais a hacer nada! —Doy vueltas como una peonza—. ¡Nos piraremos de aquí igual! —Me deslizo entre las piernas del jefe y salgo corriendo al pasillo, abriéndome paso entre los pacientes hechos polvo.

Corro hacia el ascensor, entro volando, aprieto los tres botones a la vez y, de repente, recuerdo un chisme que oí hace mil años, en la infancia. Según este rumor, en el internado existe otra planta, el entresuelo, y es por ahí por donde acceden los nuevos. Decían que, si aprietas todos los botones al mismo tiempo y los mantienes pulsados, subirás o bajarás hasta esa planta secreta…

La puerta se cierra, el ascensor se pone en marcha.

Si el entresuelo no existe, estoy jodido.

Al separarse los batientes, no puedo entender a qué planta he llegado. Paredes blancas, techo blanco… No hay nadie en el pasillo. Resbalando, corro hacia delante a lo largo de las puertas, busco alguna que esté abierta.

Por fin veo un hueco. Me zambullo en él, sin entender todavía dónde me he metido. Me aprieto contra la pared, se me doblan las rodillas. ¿Por qué no me siguen? El monitor jefe no me perdonará jamás esta bribonada… No me perdonará que haya encontrado la ventana, que la haya visto, que haya descubierto la salida.

Miro a mi alrededor.

Estoy en una sala de cine. Está vacía, la luz es tenue, ya que todos se encuentran ahora en clase. Me arrastro despacio entre las filas, me meto en el rincón, abro la lista de reproducción y elijo Y oirán los sordos.

La pongo desde el principio.

Siento escalofríos. Para calentarme, subo los pies encima del asiento y meto la barbilla entre las rodillas.

Los créditos.

Estoy sentado en la terraza de madera recalentada, junto a mí hay un par de sandalias de niño; en la ventana entreabierta veo un gato, verdadero, gordo, rojiblanco. La brisa mece las hamacas, en las que están sentados un hombre y una mujer. Un hilito de humo azul queda suspendido por un momento en el aire, pero enseguida desaparece, borrado por el viento.

Miro la bici, que tiré al suelo, harto de dar vueltas por ahí. Por el resplandeciente timbre cromado corre una hormiga. El sol se está poniendo tras una colina verde, coronada por una pequeña iglesia vieja, y para despedirse me besa las manos.

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