Futu.re

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IV. Sueños

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Me siento bien, tranquilo, apacible. Estoy en mi sitio.

—Vamos a pirarnos de aquí… Yo solo no puedo, pero entre los dos… —le digo al Novecientos seis.

No me responde.

El aire a mi alrededor se va haciendo más espeso, más compacto, como agua, y, como tinta de sepia, una desgracia inminente lo enturbia todo.

Y oirán los sordos me taladra los nervios con una alarmante melodía. El mismo plano: el final de la alameda…

La desgracia cuelga por encima de la casita de juguete como una ubre cargada de leche, a mí también me aplasta con sus pezones hinchados, y a los que están sentados al lado; todos mamaremos su veneno en breve. Pero intento pensar que no está ocurriendo ahora, a nosotros no, a mí no. Detengo el vídeo, detengo el tiempo, para parar lo imparable.

—¿Y ahora qué, gusano? —oigo a mis espaldas.

¡El Quinientos tres! ¡Es su voz! No necesito darme la vuelta para saber quién me está hablando. Por eso, en vez de perder tiempo en movimientos inútiles, me arrojo hacia delante. Pero no me da tiempo.

Me echa un brazo al cuello. Tira de mí hacia atrás y hacia arriba, para arrancarme de mi nido, asfixiándome, llevándome a la fila de atrás. Me retuerzo, intento soltarme, pero sus brazos nervudos se han vuelto piedras, no consigo desenganchar la llave.

—¡Déjame! ¡Suéltame! Yo… se… se lo fffffvoy a gggcccontarrr…

Sacudo las piernas, quiero agarrarme, o apoyarme en lo que sea…

—¿Y tú qué crees… que no lo saben? —Los suspiros del Quinientos tres me rozan el cuello.

Se ríe como una serpiente: «Jjjjjjj…», y me sigue estrangulando; su respiración me hace cosquillas en el pescuezo. Doy coces, intento golpearlo en los testículos, pero me sujeta de tal forma que no lo consigo, un fallo tras otro; incluso si acertara, el golpe sería flojo, como en los sueños, ya que con el aire me ha quitado todas las fuerzas.

—Me han… encargado… castigarte.

Con la mano libre busca a tientas el botón en mi cintura, lo arranca y me baja los pantalones por las rodillas. Algo pequeño, firme y repugnante me roza la espalda. ¡Se le ha puesto dura!

Siento escozor en la parte inferior del vientre. Estoy a punto de… Ahora no debo… No…

—¡Quita! ¡Quita! ¡Suéltame!

De pronto siento cómo un líquido caliente me baja por las rodillas. Me quedo petrificado de horror y de vergüenza.

—¿Qué pasa? ¿Te has meado? ¡Cerdo asqueroso, te has meado!

Siento cómo su brazo se afloja. Lo aprovecho, me suelto, le doy un golpe en los ojos con los dedos e intento huir, pero él consigue superar el asco, me tumba al suelo entre las filas de los asientos, se me sube encima…

Tiene los ojos entornados, los labios entreabiertos, que dejan ver sus dientes separados…

—Vamos… Intenta escapar… Peque…

Entonces hago lo único que puedo hacer en esta lucha de reptiles.

En un lance desesperado me contorsiono y le clavo los dientes en la oreja. Siento con los dientes los pelos sudorosos, la piel, aprieto las mandíbulas, tiro, cruje, quema, ¡se desgarra!

—¡Cabronazo! ¡Suéltame, bastardo! ¡¡¡Ah!!!

El Quinientos tres, desquiciado de dolor y de miedo, me empuja. Ruedo por el suelo con algo blando y caliente en la boca; el otro se tapa con la mano el agujero sangrante que ahora tiene al lado de la sien. Siento con la lengua la sal y otro sabor desconocido. Tengo la boca llena, estoy a punto de echar las tripas. Me aparto a gatas, me saco de la boca su oreja —un cartílago baboso y mascado—, lo aprieto en la mano sin darme cuenta y echo a correr, huyo de la maldita sala de cine a todo trapo.

—¡Cabroooón! ¡Hijo de puuuuta!

Estoy en medio de un pasillo sin rincones ni salida; en mi mano, un trofeo de mierda; los pantalones están desabrochados y empapados. Desde el techo, a través del leucoma, me observa el ojo omnividente. Cuando me vayan a matar, ni siquiera parpadeará.

Me escapo de aquí o muero.

Me escapo de aquí. Me escapo.

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