Futu.re

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IX. La huida

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IX

La huida

Me escapo de aquí o la palmo.

Puedo escapar. He visto la ventana. Me escapo de aquí con el Novecientos seis. Sólo tengo que encontrarlo y… He visto la ventana por aquí. Intento encontrar a Novecientos seis y contárselo todo. Recorro en círculos el pasillo interminable con mil puertas, tiro de los pomos, empujo… Todas están cerradas. «¡¿Dónde estás?!».

—¡Eh! —Alguien me empuja en el costado—. ¡Eh!

—¡¿Qué?! —Me incorporo de un salto sobre mi camastro y me arranco la venda de los ojos.

—¡Estabas hablando mientras dormías!

Me está mirando el Treinta y ocho, un niño-niña hermoso y de pelo rizado, que tiene miedo a todo y obedece a los mayores le pidan lo que le pidan.

Tengo la almohada fría y empapada en sudor.

—¿Y qué estaba diciendo, eh? —pregunto simulando indiferencia.

Si he descubierto mi plan, si los demás se enteran sobre la salida del internado, la van a tapiar antes de que me dé tiempo a llegar a la enfermería.

—Estabas llorando —susurra el Treinta y ocho.

—¡Qué gilipolleces!

—¡Calla! —Pega un brinco—. ¡Todos están durmiendo!

¡No me da la gana seguir hablando con él! Me vuelvo a poner la venda y me giro hacia la pared. Intento dormir, pero en cuanto cierro los ojos, recupero la vista: veo una urbe sin fin al otro lado del cristal panorámico, miríadas de luces titilando, torres-atlantes enrolladas en telarañas, vías de trenes de alta velocidad, una ciudad bajo un cielo pardo y rojizo a la vez, ensartado sobre los finos rayos del sol poniente.

Veo la puerta de un balcón. Un tirador y una cerradura.

—Vamos a salir de aquí —le prometo al Novecientos seis—. He encontrado…

—¡Cállate ya! ¡Que vienen los monitores! —susurra a gritos el Treinta y ocho.

En esto, me acuerdo de la mesa de operaciones bajo la ventana maravillosa y única en todo el internado. También me acuerdo del saco alargado y sellado con cremallera, tenía un tamaño perfecto para meter allí el cuerpo de un chaval. «Ha estado demasiado tiempo», recuerdo con nitidez las palabras del monitor jefe.

Entonces entiendo que el Novecientos seis, el único compañero al que no me atreví a confesar mi amistad, ya se ha liberado del internado. Que no lo devuelven a nuestra sala, a nuestra decena, porque está ahí, metido en el saco. Al Novecientos seis no le ha llegado mi confesión, ni tampoco mi descubrimiento. Seguiré siendo un extraño para él.

La cripta lo ha devorado. «Ha estado demasiado tiempo».

—¿Estás durmiendo? —El Treinta y ocho me toca con un dedo, descolgándose de la litera de arriba.

—¡Sí!

—¿Es verdad que el Quinientos tres te busca? —pregunta resoplando.

—¡¿A ti qué te importa?!

—Los chicos dicen que te quería trincar y que le has arrancado la oreja de un bocado.

—¿Quién lo dice? —Me vuelvo a quitar la venda.

—Dicen que ahora va a acabar contigo. Ya ha dicho a todo el mundo que te matará pronto. Un día de éstos.

—Que lo intente —contesto con voz quebrada y siento cómo el miedo me acelera el corazón.

El Treinta y ocho no responde, pero sigue colgado patas arriba clavándome su mirada empalagosa. Paladea y no se atreve a escupir los pensamientos.

—¿Sabes cómo me llamo? —por fin suelta él con indecisión—. José.

—¡¿Estás chiflado?! —siseo—. ¡¿Para qué coño quiero saberlo?!

¡No tenemos nombres! En el internado sólo está permitido el identificador numérico. Están prohibidos incluso los apodos, y a los infractores los castigan sin piedad. A todos los que tenían nombre antes de ingresar en el internado se lo quitan y se lo devuelven sólo cuando sale. El nombre es lo único que se nos devuelve con la liberación. Y a los que vienen aquí sin nombre los bautizará de alguna forma el monitor jefe, cuando llegue el momento de abandonar el internado. Si llega, claro.

Saber el nombre de algún integrante de tu decena sólo está permitido en una ocasión: durante la primera prueba. Lo oyes y enseguida lo olvidas.

—¡Si nos están escuchando ahora, los monitores te van a romper todas las costillas!

Pero el Treinta y ocho parece sordo.

—Qué guay eres —me alaba con un suspiro.

—¿Qué? —digo frunciendo el hocico. Vaya, ya tengo otro pretendiente.

—Eres guay porque te lo has quitado de encima.

—¿Y qué tenía que hacer? ¡¿Dejar que me escaldara el ojete?! ¡¿El Quinientos tres?!

El Treinta y ocho, ofendido, se sorbe la nariz. Mis palabras le suenan a reproche; este querubín, tan pronto pasa algo, se tumba panza arriba y se hace el muerto. Yo ya creía que no le dolía nada.

—Pues eso. Sólo quería decir que eres muy guay —pronuncia imperceptiblemente el Treinta y ocho y desaparece.

Así que le duele. Al final comprendo que le ha costado más hacerme esa declaración que comérsela a cualquiera de los bravucones de la centuria superior.

—Basta… —Me llega a los oídos su sollozo—. No puedo más…

—¡Oye! ¡Treinta y ocho! —susurro yo.

—¿Qué? —Tarda un poco en contestar.

—El Novecientos seis no volverá. Está muerto. He visto su cadáver.

—¡¿Qué dices?! —El Treinta y ocho ya no se asoma; por el fondo de su camastro se nota cómo se acurruca, subiendo las rodillas hacia la barbilla.

—Ya lo sacaron muerto de la cripta. Eso es lo que digo.

—El Novecientos seis era bueno. Aunque un poco raro —se atreve a decir él.

De repente siento hacia este ser blandengue número Treinta y ocho una especie de respeto y agradecimiento. Estos dos sentimientos me empujan, me hacen levantarme del camastro. Me acerco a su oído enrollado en rubios bucles angelicales y le digo:

—Me llamo Yan.

Se estremece. Yo también tiemblo. Pero me precipito a confesarle, quiero cerrar con él ese trato, antes de que él, al igual que el Novecientos seis, desaparezca para siempre. O antes de desaparecer yo mismo.

—He encontrado la salida. ¡Te lo juro! Es una ventana. ¿Te apuntas?

Y el Treinta y ocho, por supuesto, responde inmediatamente: «¡No!». Pero por la mañana, antes de la ducha, cuando ya me he arrepentido mil veces de haberle hecho la propuesta, se me acerca y me aprieta la mano con timidez: «¿Y qué hay que hacer?». Pero en los vestuarios reina el silencio, en el aire tintinea la curiosidad, como en una plaza de mercado medieval antes de un ahorcamiento público; todos quieren enterarse de nuestros planes. Si digo una sola palabra, nos escudriñarán y nos delatarán.

Aunque el Quinientos tres debería estar ingresado, en la revista matutina aparece justo delante de mí. Me mira sin parar y sonríe. Intento no hacerle caso, pero la oreja mutilada atrae mi atención. Si quiere, que se ponga una prótesis. No pienso devolverle la oreja a este comemierda; está bien escondida y ya empieza a soltar tufillo. Los puentes están ardiendo. Me estoy mordiendo el labio hasta que sangra.

El monitor jefe recorre las filas como si no hubiera pasado nada anoche. Pero ya lo sabe todo el mundo. La gente huye de mí. Se apartan de mí como si fuera un leproso. La verdad es que lo soy, ya apesto a muerte inminente, y todos temen que se la pegue.

Solo el Treinta y ocho sigue conmigo. A él también le gustaría alejarse de mí, pero ya no puede. Por todas partes me observan las sombras, en los pasillos me escupen en el uniforme, a la puerta del aula me empujan con el hombro. Estoy estigmatizado, ahora cualquiera me puede cazar, aunque estoy seguro de que el Quinientos tres querrá hacerlo todo por su cuenta.

Durante todo el día me aguanto, para estar lo más lejos posible del retrete. Las cabinas son el único lugar no vigilado por las cámaras; justo por eso es en los baños donde se llevan a cabo las represalias y los ajustes de cuentas.

En el comedor el Treinta y ocho se sienta a mi lado. Nos tienen tirria incluso nuestros compañeros de decena: el Trescientos diez, el que sabe a buen seguro por dónde pasa la frontera entre el bien y el mal, me mira ceñudo desde la mesa de al lado y balbuce algo a su ordenanza desmesuradamente crecido, el Novecientos. Lo cual quiere decir que estoy en el lado del mal.

Que les den a todos. En cambio, el Treinta y ocho y yo, estando a solas, podemos hablar en silencio, sin mover los labios. Alrededor hay tanto ruido que todavía nos queda la esperanza de mantener el plan en secreto.

Quedamos en que el Treinta y ocho tiene que acabar en la enfermería, fingiendo estar enfermo, y que me esperará allí; yo, mientras tanto, me escapo la misma noche del dormitorio. Luego él distraerá al médico con sus gritos, yo me meteré en el despacho y abriré la ventana. Eso es todo. Y luego… Luego inventaremos algo. ¿No?

El Treinta y ocho asiente con la cabeza, le tiembla la barbilla. Sonríe, pero la sonrisa le sale quebrada y convulsiva.

—¿Seguro que te has decidido? —pregunto.

En este instante a nuestra mesa se acercan dos gorilas. Deben de tener unos dieciocho años. Probablemente, aquí no hay nadie más fuerte, más temible y más repulsivo que estos dos bichos. Dos veces han intentado salir de aquí, pero las dos veces fallaron y se fueron haciendo cada vez más estúpidos y agresivos. Cuando éramos pequeños, se rumoreaba que cada suspenso le costaba al interno una parte de su alma. Al ver a estos dos, me doy cuenta de que no eran rumores. Con cada año que pasa, su esperanza de abandonar este lugar se va desmoronando.

—¿Qué pasa, muñequito? —Así de cariñosamente se dirige al Treinta y ocho uno de ellos, que tiene el pelo largo y seboso, y lleva la uña del dedo meñique muy crecida y sucia. Sus ojos son terribles y vidriosos—. ¿Nos estás poniendo los cuernos con uno más jovencillo?

No sabía yo que el Treinta y ocho era su mancebo.

El otro —rapado, cejijunto y con barba enmarañada— sólo se ríe silenciosamente, como si tuviera las cuerdas vocales cortadas.

—No… Yo… Es mi amigo. Simplemente amigo. —El Treinta y ocho se agazapa, se encoge.

—Amiiiiiiigo —pronuncia el seboso sin mirarme—. Amiguiiiiiiito.

—¡Dejadlo en paz! —interrumpo con intrepidez; mañana o seré un cadáver o una persona libre, no tengo nada que perder.

—Dile a éste que se guarde la valentía para esta noche —dice con una sonrisa el de los ojos vidriosos, dirigiéndose al Treinta y ocho, como si yo no estuviera—. ¿Qué pasa, quieres darle el último gustillo, eh?

El Treinta y ocho sonríe con humillación y se encoge de hombros. El barbudo le rasca detrás de la oreja, le lanza un beso y los dos se marchan, abrazados como amiguitas y soltando risotadas guturales.

—Seguro —dice el Treinta y ocho tragando los mocos—. Seguro que me he decidido. Seguro.

Al principio todo va viento en popa. Algún buen amigo le rompe una ceja al Treinta y ocho, y éste se dirige al doctor para que lo mire. Ahora me toca a mí. Pero necesito que no me apiolen antes de que me dé tiempo a llegar a la enfermería.

A última hora de la tarde la pesadez que me hacía cosquillas en la vejiga se convierte en dolor lacerante, por su culpa no puedo dar ni un solo paso de más, y de correr ni hablar. Habrá que arriesgarse.

Justo antes del toque de retreta, doblado y con la cara crispada, salgo a hurtadillas de la sala al pasillo. Al lado del ascensor —el único ascensor que me puede trasladar a la primera planta, donde está el despacho del doctor— se perfilan dos figuras alargadas. Me parece reconocer a los dos vampiros de la decena del Quinientos tres. ¿Alguien les habrá dicho que me pienso escapar hoy de aquí? ¿El Treinta y ocho?

Oigo pisadas de alguien detrás de mi espalda. Echo a correr como un condenado para no explotar, entro volando en el cuarto de baño —¡está vacío, no me lo puedo creer!—, me cierro en la cabina, me desabrocho precipitadamente la bragueta… Y cuando ya ha llegado el anhelado alivio y un placer vibrante se me derrama por el cuerpo, oigo abrirse la puerta de la cabina. Pero ya no puedo parar ni tampoco darme la vuelta y entiendo que estoy a punto de palmarla como un auténtico idiota y que mi muerte idiota se va a convertir en una anécdota idiota, que servirá de ejemplo a las generaciones venideras de idiotas testarudos.

—Me llevas contigo —dice alguien—. ¿Me oyes?

Tuerzo el cuello —por poco cruje— y veo al Doscientos veinte. El chivato que había delatado a mi amigo nunca alcanzado.

—¡¿Qué?!

—Que me lleves contigo. ¡Si no, me planto delante del jefe antes de que termines de mear!

—¿Que te lleve adónde?

—Os he oído. A ti y a tu cari. —Se ríe.

—¿Qué has oído? ¡¿Qué diablos has oído?!

—Lo he oído todo. Que os vais a escapar. Yan.

—¿Y quieres que te lleve a ti? —El chorro sigue cayendo, y ni siquiera puedo mirarle a los ojos—. ¡¿A ti?! ¡Si eres un chivato! ¡El que se chiva de los chivatos! ¡Tú, comemierda, delataste al Novecientos seis!

—Sí, lo delaté. ¿Y qué? ¡Él tuvo la culpa! ¿Para qué coño despotricaba? Total… ¿Sí o no?

El Doscientos veinte se calla y escucha, quiere saber si me queda mucho o no. Soy más fuerte que él y estoy furioso. Lo entiende perfectamente. Si no consigue cerrar conmigo el trato antes de que me vacíe, está jodido. Yo, en cambio, tengo que ganar tiempo. La situación es un descojone… por ahora. El desenlace lo cambiará todo.

—No te creo.

—Pero, si quisiera, ya me habría chivado. Ahora estarías meando sangre.

—¡Pues te habrás chivado ya!

—Escucha, Siete-uno-siete… ¿Crees que me gusta estar aquí? ¿Eh? ¡Yo también me quiero pirar! ¡Todo esto ya me tiene hasta…! ¿Crees que soy tonto?

—Rastrero, eso es lo que eres.

—¡Rastrero tú! Cada uno vive como puede. Yo por lo menos no vendo mi culo.

—Porque te han comprado hasta las entrañas.

Lo oigo escupir al suelo. Luego su voz se empieza a alejar:

—Pues, que te den… Haz lo que quieras. Los monitores ni siquiera te van a decir nada. Te entregarán al Quinientos tres. Por haberle arrancado la oreja, te irá haciendo trocitos. ¡Adiós! No hace falta ni que vayas a la enfermería…

Parece que ya está en el pasillo. Los demás no lo sé, pero si un chivato promete chivarse, conviene creerle.

—¡Para! ¡Espérate! —Me abrocho—. ¡Vale! ¡De acuerdo!

No. El Doscientos veinte se queda petrificado en el umbral, listo para echar a correr en cualquier momento. ¿Lo agarro del penacho rojo y le estampo la nariz chata contra la rodilla?

—¿Cómo sé que me puedo fiar de ti? —pregunto.

Entorna los ojos, se sorbe los mocos y mira a su alrededor.

—Soy Vic. Víctor. Es mi nombre.

Le tiendo la mano… sucia.

—Me acuerdo de tu nombre. Pasaste genial la primera prueba.

Me mira la mano con atención, se pone colorado y… aprieta. Entonces lo cojo. El Doscientos veinte se siente en peligro, se agita, pero lo sujeto con firmeza.

—Sé dónde te está esperando la pandilla del Quinientos tres. Te ayudaré a esquivarlos. Pero me llevas contigo.

Y me acuerdo del Novecientos seis y cómo veíamos juntos la de Los sordos. Luego recuerdo la ciudad al otro lado de la ventana, una ciudad infinita, que el Novecientos seis también podría ver si no estuviera metido en un saco mortuorio. Ya no sé cómo ayudarlo. Y luego pienso que es cierto que el Doscientos Veinte me pudo haber delatado mil veces y que a los monitores les habría costado menos pillarme en cuanto se lo dijera. Y también pienso que tiene razón, que ahora necesito un rastreador, si no, la banda del Quinientos tres ni siquiera me dejará probar suerte.

—No vayas a mearte en los pantalones —le guiño un ojo al Doscientos veinte y le suelto la mano—, Vic.

Se ríe, le gusta mi broma.

Y ahí están mis compinches: un pobre prostituto inmaduro y un chivato convencido. No sé por qué, pero me cuesta menos tratar con ellos que con el Novecientos seis, que públicamente reconocía recordar a su madre.

Está claro que no me fío de ninguno de los dos. Espero traición. Sin embargo, cuento con ellos. Puede ser que esta última noche me dé miedo quedarme completamente solo y cualquier Judas me sirve de amigo.

—¿De verdad hay una ventana? ¿Como en los vídeos? —gruñe el Doscientos Veinte mientras corremos hacia el ascensor como dos compañeros que acaban de firmar un pacto en el retrete.

—De verdad de la buena. —Se lo aseguro—. Estamos en un edificio alto, en una ciudad.

—¿Es grande la ciudad?

—¡Es enorme! Da vértigo.

—¡Entonces, nos podemos esconder ahí para que nadie nos encuentre! —susurra con exaltación y frena—. Calla. Mira, allí, al lado del ascensor. ¿Ves?

Veo. Ya los había visto antes y los había reconocido. Dos quinceañeros grandes y granosos. Son secuaces del Quinientos tres.

—No pasa nada. Un momento… —El Doscientos veinte empieza a vagar con la mirada—. A ver… Me encargo. Espera aquí.

Retrocedo y me escondo detrás de un resalte redondo de la pared, mientras el Doscientos veinte avanza, sorbiéndose los mocos y silbando una melodía. Me arrimo a la pared y cojo aire, para que mi respiración no interrumpa la apenas audible conversación junto al ascensor. Estoy casi seguro de que al Doscientos veinte le van a romper la crisma, pero al cabo de un minuto vuelve sano y salvo:

—Sígueme, anda.

Me asomo. Al lado del ascensor no hay nadie.

—¿Qué les has dicho? —Al final no he conseguido oír nada.

—Es un secreto —responde con una sonrisa—. ¿Qué más te da? ¡Ha funcionado!

El ascensor se abre, dentro no hay nadie. Me estoy oliendo una trampa, pero doy un paso adelante. Todo el internado se ha convertido en un cepo para mí, estoy acorralado y oigo los pasos del cazador.

Las puertas se abren. El pasillo está despejado. Un mal presentimiento me revuelve las entrañas con un guante de goma.

Se oye el toque de retreta. Ahora los monitores están en los dormitorios interrumpiendo el cuchicheo nocturno, arreando con el látigo la manada hacia el cercado onírico.

—Ahí está la enfermería —me dice el Doscientos veinte empujándome con el codo.

—¡Ya lo sé!

Corremos como la pólvora hacia la entrada. No hay guardias, nadie nos corta el paso y el omnividente ojo del sistema de vigilancia parece mirar hacia adentro.

—¿Y qué…? ¿Qué hay ahí…? —me grita asfixiándose.

—¡Tenemos que… entrar en… el despacho del doctor!

Llegamos a la puerta… ¡Está cerrada!

—¡Joder!

Tocamos, llamamos, rascamos…

—¡Es una puta trampa! —bisbisea el Doscientos veinte—. ¿Lo has hecho aposta?

—¡Pensé que siempre estaba abierta!

Pero de pronto, en el interior de la enfermería se oyen susurros de niños, ajetreo y, tras una señal sonora, la puerta se levanta.

En el umbral aparece el Treinta y ocho, pálido, asustado, con esparadrapo en una ceja.

—¡Gracias! —Le doy una palmadita en el hombro—. ¡Eres guay!

Confuso, se encoge de hombros, mientras no para de mirar al Doscientos veinte. Prefiere estar callado antes que pronunciar una palabra ante el famoso chivato.

—Está con nosotros —digo para tranquilizarlo—. Iremos los tres.

—Puedes llamarme Víctor —autoriza el Doscientos veinte, como si el nombre le sirviera de credencial.

El Treinta y ocho hace un gesto de aprobación con la cabeza.

—Vale. No tenemos tiempo. ¿Está aquí el doctor? —susurro dando un paso adelante.

Hacia la derecha se extiende la cadena de salas hospitalarias. A la izquierda veo el despacho. Si está dentro, hay que conseguir que salga y entonces…

Detrás de mi espalda la puerta baja, encerrándonos a todos.

—¿Qué haces ahí en el umbral? ¡Pasa y charlamos!

No llego a entender el sentido de estas palabras; la voz que suena hace que se me erice el vello en el pescuezo y que me empiecen a tiritar las rodillas y las muñecas.

Del pasillo de la derecha salen a hurtadillas los dos quinceañeros, desnudos de cintura para arriba. Las camisas las llevan en las manos, trenzadas en forma de maromas. Sé para qué es: con ellas me pueden atar y estrangular.

Retrocedo hacia la puerta, pero, claro, la salida ya está bloqueada; para mí, eternamente. Cojo del pelo al Doscientos veinte.

—¡Cabrón! ¡Traidor!

—¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido! —chilla éste, pero enseguida lo apartan de mí.

Al más cercano le doy un puñetazo en la barriga, pero lo único que consigo es hacerme daño en la muñeca. En el mismo instante alguien me tira del dedo roto; veo las estrellas.

—¡Doctor, doctor! —grito mientras puedo.

Me duele tanto que se me doblan las piernas. De pronto me echan al cuello un nudo y una mano pegajosa y ácida me tapa la boca.

El Treinta y ocho suelta un gemido y desaparece.

¿Cuál de los dos me ha traicionado? ¿Quién me ha vendido?

La puerta del despacho del doctor —cerrada y sorda— se va hundiendo en una ciénaga de sudor y lágrimas. Me apartan de ahí a rastras, me separan de mi tan deseada ventana, de la libertad, me llevan en dirección contraria. Hacia las salas hospitalarias.

Entre gruñidos, me remolcan a través de la primera sala. Los renacuajos de la planta baja, incorporados en sus camas y arrebujados en las mantas, me miran con los ojos como platos. No dicen ni pío. El más pequeño debe de tener dos años y medio. Pero ni siquiera él llora o ríe, tan sólo intenta simular que está bien, para no atraer la atención. Entonces es que ya lleva más de una semana con nosotros, se ha enterado de lo que hay.

En la sala siguiente me están esperando.

Todo está patas arriba.

En la puerta hay un esbirro de la pandilla del Quinientos tres. Las camillas están arrimadas a la pared del fondo, y todas están ocupadas por espectadores. Todas menos una, la que está en el centro de la sala. Encima de ella, con las piernas cruzadas, como un rey entronizado, se ha encaramado el mismísimo Cinco-cero-tres. Detrás de él, un par de secuaces suyos.

—¡Desnudadlo!

A los dos que me están sujetando se les unen otros tantos. Parece que al Quinientos tres lo han ingresado junto con toda su decena. Me quitan los pantalones, la camisa, los calzoncillos, y me quedo en pelotas.

—¡Atadlo! ¡Atadlo a la camilla!

Me obligan a ponerme de rodillas, con los mismos trapos que me acaban de quitar me atan al cabecero de la cama. No me avergüenzo de mi desnudez, forma parte de la rutina, nos vemos desnudos todas las mañanas. Pero la forma que ha elegido el Quinientos tres de matarme, convirtiendo el asesinato en una humillación, en una ejecución, un sacrificio, me obliga a encogerme, a retorcerme, a taparme aunque sea un poco para no darle el gusto.

—Hoy celebramos un juicio. —El Quinientos tres observa mi crucifixión y escupe al suelo—. El procesado es el número Siete-uno-siete. Llamado Yan. A esta perra la juzgamos por haber decidido que no tiene amos. ¿Y qué castigo se merece por eso?

—¡Kaput! —grita uno de sus lameculos.

—¡Kaput! —repite la palabra otro.

—Y vosotros ¿por qué estáis callados? —pregunta el Quinientos tres a los espectadores espontáneos hacinados en las camillas—. ¿No lo sabéis?

Parpadeo y a través de la capa de lágrimas veo entre ellos al Treinta y ocho y al Doscientos veinte. ¿Cuál de ellos? ¿Cuál?

—Kaput… —bala un enclenque al que el Quinientos tres le ha absorbido a través de las pupilas toda el alma, como espagueti.

—Kaput —admite un chiquillo regordete de unos diez años; le tiemblan los labios.

—Y tú ¿qué dices? —El Quinientos tres señala al Doscientos veinte.

—¿Yo? Yo, ¿qué? —dice éste sorbiéndose los mocos.

—¿Qué piensas, nos lo cargamos aquí mismo? ¿Se lo ha ganado? —explica con calma el Quinientos tres.

—Yo, pues… La verdad… —El Doscientos veinte se remueve en la silla, mientras se le va acercando uno de los bigardos con la maroma en la mano. El Doscientos veinte, nervioso, lo mira de reojo y, tratando de no rozarme con la mirada, responde al Quinientos tres—: Se lo ha ganado, claro.

Ahí está. No me ha sorprendido. Le hago una señal con la cabeza.

—¿Y tú, Tres-ocho? —Tras zamparse los restos de la conciencia del Doscientos veinte como la yema de un huevo, el Quinientos tres pasa a mi querubín.

Éste no responde. Se agazapa, pero no responde.

—¡¿Te has tragado la lengua?! —El Quinientos tres levanta la voz.

El Treinta y ocho empieza a lloriquear, pero no pronuncia ni una palabra.

—¿Qué, te da penita? —se ríe el Quinientos tres—. Apénate de ti mismo. Cuando acabemos con él…

—Suéltalo —pide el Treinta y ocho.

—¡Sí, sí, por supuesto! —responde el Quinientos tres con sorna—. Ahora mismo. Dirás también que, cuando te estabas chivando, no sabías que nos lo íbamos a cargar.

—Yo… Yo no…

—Ya está. Venga, deja de mirar al suelo. ¿Tienes cojones o no?

Toda su decena estalla en una carcajada.

—Yo no… No… —Y el Treinta y ocho rompe en sollozos.

Siento asco hasta yo.

—¡Fuera de aquí, cagueta! —ordena el Quinientos tres—. Mañana te juzgaremos a ti.

Y el Treinta y ocho se larga obedientemente entre ufes y ayes.

De repente me entra la risa y me quedo tranquilo. Soy idiota, un idiota perdido. ¡En quién he confiado! ¿Qué esperaba? ¿Adónde iba?

Dejo de contorsionarme, me importa un bledo que se me vea el colgajo e incluso me hace gracia que me hayan enganchado a una camilla de hospital a modo de crucifijo.

No puedo contener la risa, y el Quinientos tres me la nota.

—¿Por qué carajo te ríes? ¿Crees que son bromitas? —Él también sonríe.

Tengo la mandíbula y los labios crispados. No me obedece la cara.

—Vale —dice el Quinientos tres—. Ríete si eres tan alegre. ¡Escuchadme, ratas! La verdad es que me importa una mierda lo que opinéis todos vosotros. Decido yo. Estás acabado, Setecientos diecisiete, ¡kaput! ¿Y sabes qué? No hace falta que me devuelvas la oreja. Me quedaré con las dos tuyas. Empieza, Ciento cuarenta y cuatro.

Aquel esbirro suyo que daba vueltas amedrentando al público le rinde un saludo militar y se sube a la camilla a la que estoy atado. Se coloca detrás de mí y en un instante pasa la camisa enrollada entre los barrotes del cabecero. Estoy distraído por las palabras del Quinientos tres sobre mis orejas y tardo en entender cómo exactamente me van a ajusticiar. Intento apretar la barbilla contra el pecho para que no pueda ponerme el trapo en el cuello, pero el Ciento cuarenta y cuatro me coge del pelo, me sube de un tirón la cabeza y me envuelve la garganta con la camisa. La camilla de hospital se convierte en un garrote. El Ciento cuarenta y cuatro junta las puntas de su instrumento, ata un nudo y empieza a dar vueltas, cortándome el aire y la sangre. Me agito, me sacudo, la cama está saltando, y otros tres esclavos del Quinientos tres vienen hacia mí corriendo para frenar mi convulsivo galope.

Nadie dice ni una palabra. La estoy espichando en silencio. Tengo la sensación de estar ahogándome, como si un pulpo descomunal me estuviera estrangulando con sus tentáculos.

El mundo baila alrededor de mí, baila y se apaga. Sin querer, tropiezo con los ojos del Quinientos tres. No lo quería mirar, pero él busca ávidamente mi mirada. De repente me quedo helado, al ver que el Quinientos tres, sonriente, se está pajeando.

—Vamos —articula sólo con los labios.

En esto, a la entrada de la sala se oye un ruido.

Alguien chilla.

—A veeeeeeeer… —suena una voz baja—. ¿Qué pasa aquí? ¿Rebelión en la guardería?

El tentáculo del pulpo que me apretaba el cuello se afloja de improviso. Suena otro alarido y se cae una camilla.

—¡¿Qué haces?! ¡¿Qué hacéis?! —grita a alguien el Quinientos tres.

Hago un esfuerzo para salir de mi coma, de milagro libero una mano, me despego el tentáculo del cuello, la cuerda se suelta, me desplomo, me arrastro no sé adónde… Respiro, respiro, respiro.

Con el rabillo del ojo veo cómo en medio de la sala dos bestias enormes les están dando una paliza a los chacales del Quinientos tres; uno de los atacantes tiene el pelo largo y seboso, el otro está rapado y lleva barba. Mientras voy huyendo a gatas, sin saber adónde, me doy cuenta de que esos dos son los terroríficos patrones del Treinta y ocho; habrá sido él quien los ha llamado.

—¡Alto! —se oye por detrás; es el Quinientos tres.

—¡No! —le respondo en un susurro.

Si paro, estoy muerto. Y, sin meta ni rumbo, sigo gateando hacia la vida.

—¡Seguridad! ¡Seguridad! —retumba una voz encima de mi cabeza—. ¡Tenemos un motín!

Es una voz de adulto.

Choco contra los pies de alguien. Levanto la cabeza… como puedo. Y veo el uniforme azul del doctor. Aquí está ese cabrón. Ahora sí que me ha oído, ¿no?

El médico saca algo de la pechera. No puede ser… Lleva una pistola.

—¡Al suelo, boca abajo! —grita.

Pero no me apunta a mí, sino al Quinientos tres, que se ha quedado paralizado a unos dos pasos de distancia. «Ahora o nunca», pienso yo. Creo que he cogido aire suficiente. Ahora o nunca.

Me enderezo, me meto debajo de su brazo y golpeo de abajo arriba. Se oye un disparo suave, el proyectil se hunde en el techo, abriendo en él un agujero carbonizado. ¡Es una pistola de verdad!

El doctor se queda aturdido. Le clavo los dientes en la mano, le arranco el arma y, resbalando, corro desnudo hacia la salida, hacia la ventana. El Quinientos tres se lanza detrás de mí, el doctor le sigue los pasos.

¡El despacho está abierto!

Atravieso como un rayo la primera habitación: los simpáticos hologramas de tripas humanas brillan sobre sus caballetes, la cama está hecha, todo parece impecable, como en un quirófano.

El Quinientos tres y el doctor se detienen en el vano de la puerta dándose codazos. Gano unos segundos. Es más que suficiente para llegar a la habitación donde está la ventana. La puerta. Me estampo contra ella a toda velocidad. ¡Está cerrada! ¡¡¡Cerrada!!!

Quedándome donde estoy, doy la vuelta como una peonza y encañono al doctor y al Quinientos tres, que ya vienen hacia mí.

—¡Ábrela! —grito como un descosido.

—¿Para qué? ¿Qué necesitas? ¡Ahí no hay nada! —El doctor me enseña las palmas abiertas de las manos y da un paso en mi dirección—. Cálmate, no te vamos a castigar…

Detrás de su espalda, encima de la mesa de trabajo, veo una pantalla encendida en la que se proyecta la imagen de la sala de ejecución. Al lado humea una tacita de café: este hijo de puta no estaba durmiendo, sino solazándose con mi tortura desde el anfiteatro VIP.

—¡¡¡Abre, cabrón!!! —La pistola tiembla en mi mano—. O te…

—Vale, vale… —Se vuelve un segundo hacia la entrada—. De acuerdo. Permíteme pasar…

—¡Tú! ¡Diez pasos hacia atrás! —Apunto la pistola al Quinientos tres, que está buscando el momento para atacar.

Al final obedece, pero lo hace sin prisa, con mucha parsimonia.

El médico, con un gesto nervioso, pone la mano sobre el escáner y dice: «Abrir». La puerta obedece.

—Ya lo tienes —dice con un gesto pacificador—. ¿Y qué estás buscando?

—¡Fuera! —contesto—. ¡Fuera de aquí, pervertido!

El médico se retira con la misma expresión servicial en la cara cansada. Y la veo… La veo. Me daba tanto miedo que se esfumara, mi espejismo. Temía que la ventana fuese un sueño, que, al despertar, no me fuera posible introducirlo de contrabando en la realidad. Pero está en su sitio.

Ahí está también la ciudad. La ciudad que durante todos estos años me ha estado esperando con impaciencia. Al otro lado del cristal, igual que en el internado, es de noche. Es una noche blanca: ahuyentando la oscuridad, cargada de luces de rascacielos, brilla el mar celeste, el mar de humos y vahos, la respiración de la gigápolis. Parpadeando, fluyen túneles de alta velocidad, cien mil millones de personas viven felices en sus torres, sin sospechar siquiera que en una de ellas, idéntica a las demás, hay un campo de concentración infantil clandestino.

Me dirijo hacia ella.

Aquí está el tirador. Solo tengo que girarlo y la ventana se abrirá de par en par; allí estaré libre y podré hacer lo que quiera, aunque tenga que tirarme al vacío.

Pero en la habitación aparece el Quinientos tres y sólo me queda medio segundo para concluir el plan.

Puedo meterle un balazo entre las fauces entreabiertas por la sorna y acabar nuestra relación para siempre. No hay nada más fácil en este instante que dispararle en la boca.

Pero desvío la mano con la pistola y disparo… contra el cristal.

Es lo que más necesito ahora. Romper la cáscara del huevo desde dentro, asomarme, llenar los pulmones de aire puro, auténtico, en vez de este maldito sucedáneo insípido que usan para inflarnos, y estar aunque sea un ratito sin el techo sobre la cabeza.

—¡Gallina! —me dice el Quinientos tres.

No sé con qué carga su pistola el doctor, pero el disparo forma en el cristal una enorme quemadura. Y destruye la ciudad.

Desaparecen las torres-atlantes, desaparece el tejido de túneles colgantes, se apaga el cielo luminiscente. Sólo quedan unos cables echando chispas, tripas electrónicas humeantes, el negror.

Era una pantalla.

El primer simulador panorámico tridimensional de mi vida.

Pasa una sombra fulminante, la pistola se me cae de la mano, y yo tras ella me derrumbo.

—¡Gallina! —grita con voz ronca el Quinientos tres—. Flojo…

—¡Seguridad! —lo interrumpen unas voces metálicas desconocidas—. ¡Todos al suelo!

—¡No os lo dejo! —ruge el Quinientos tres—. ¡Es mío! ¡Mío!

—¡Suéltalo! —grita el médico—. ¡Que el jefe se encargue de él! ¡Esto se ha salido de madre!

Y el Quinientos tres retrocede, respirando con tanta dificultad que parece que tiene un agujero en cada pulmón.

Me ponen un saco negro en la cabeza. Luego —una vez en la oscuridad— oigo una risa anónima:

—¿Tú qué creías, que estáis en una ciudad? ¿Pensabas que a bastardos como vosotros los iban a tener junto a la gente normal? ¡Esto es un desierto y el recinto cuenta con tres perímetros de seguridad! ¡Nadie se ha escapado de aquí jamás! ¡Ni se escapará! Cretino, tenías sólo una salida: estudiar y pasar el examen. Pero ahora…

—¿Adónde lo llevamos? —pregunta una voz de hierro.

—A la cripta —me condena el anónimo al parar de reír.

Me llevan hacia la nada.

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