Futu.re

Futu.re


XIII. Felicidad

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XIII

Felicidad

—¿Te gusta mi corte de pelo? Quería que te gustara… ¿Te gusta, Wolf?

Nadie le contesta, claro. Mi cubículo está en penumbra. Con la intensidad bajada casi al máximo, apenas brilla la ventana abierta de par en par hacia Toscana, mi fondo de pantalla habitual. Me quedo en la puerta, escuchando con atención sus murmullos almibarados. Annelie está en mi casa; duerme y habla en sueños.

Cierro la puerta, me siento en el borde de la cama. Parece que he venido a una sala de hospital a ver a un compañero enfermo. El crepúsculo protege sus ojos doloridos, y nada de ruido, porque cualquier sonido sería para ella como una cuchillada; la desgracia reciente pende en el aire. Las palabras de Annelie no son más que un delirio. Ella tiene que superar lo ocurrido, recuperarse y seguir viviendo. Le toco un hombro con cuidado.

—Annelie… Despierta. He traído comida. Y algo de ropa…

Ella se revuelve y gimotea; no quiere separarse de Rocamora. Luego intenta frotarse los ojos, pero en vez de su piel topa con unos cristales y se estremece, como si recibiese una descarga de táser. Se incorpora en la cama y se abraza las piernas dobladas. Al verme, se encoge.

—No tengo hambre.

—Tienes que comer.

—¿Cuándo me viene a buscar Wolf?

—Aquí tengo saltamontes con sabor a patata y salami…

—No tengo hambre, ya te lo he dicho. ¿Puedo quitarme ya estas gafas?

—No. El sistema de reconocimiento facial siempre está funcionando. Si te identifica, en quince minutos se plantará aquí una sección de Inmortales.

—Pero ¿cómo me va a ver? ¡Si esto es tu casa! Este cubículo es tuyo, ¿no?

»¿Cómo sé que no hay cámaras aquí?

Está agazapada, con las rodillas apretadas contra el pecho. Lleva una camisa negra que apesta a Rocamora y mis gafas de espejo; veo en ellas mi propio reflejo: una silueta negra en el vano de la puerta multiplicada por dos.

—También traigo algo de ropa… Para que te cambies.

—Quiero llamar a Wolf.

—Llevas dos días sin comer, no has bebido casi, ¡así no vas a durar mucho!

—¿Por qué no me dejas hablar con Wolf? Has bloqueado tu pantalla con contraseña… Déjame tu com, por lo menos le escribiré un mensaje. Le diré que estoy bien.

—Te estoy explicando… No se puede. Dejarás de estar bien en cuanto le mandes ese mensaje. Comprende, ellos sabían dónde vivíais. Eso significa que os espiaban. Interceptaban todas vuestras conversaciones. Estarán esperando que alguno de vosotros dé señales de vida. Tardarían un segundo en descubrirnos.

Entonces ella se acuesta de nuevo y se vuelve hacia la pared.

—¿Annelie?

Annelie no responde.

—Se me ha olvidado el agua. Bajo a comprarla, ¿vale?

No reacciona.

Dejo los saltamontes encima de la mesilla plegable y salgo.

En la cola del expendedor automático varias veces me tienen que dar una palmada en el hombro para llamarme la atención; no me entero de cómo la fila de gente ansiosa va avanzando hacia el mostrador. Le había comprado unos saltamontes, pasta de plancton, carne y legumbres, pero ella ni los cata. Tal vez tenga la sensación de estar en cautiverio.

Pero no puedo soltar a Annelie. Le comuniqué a Schreyer que la había liquidado, y él me dio las gracias; pero no sé si se lo creyó de verdad. No sé si incluyó a Annelie en la base de datos de las personas buscadas después de su muerte. Tampoco sé si aquellos hombres de caras remendadas eran sus jugadores de reserva y si ahora están buscando a Annelie por toda Europa. Puede que ya sepan dónde se encuentra.

Y, por supuesto, cuando los hombres de Schreyer la encuentren sana y salva, el senador se llevará una sorpresa desagradable. Sobre todo si la descubren en mi casa.

¿La dejo volver con Rocamora?

El Partido de la Vida es una auténtica red clandestina, potente y desarrollada; hicieron falta décadas para acorralar a Rocamora, aunque parecía imposible que se escondiera en Europa. Si devuelvo a Annelie a su verdadero dueño, éste seguramente sabrá hacer que Schreyer jamás la encuentre, la sabrá proteger. Entonces me convertiré en una hada buena, el amor triunfará y mi carrera no se echará a perder, ya que el ascensor, que un benefactor paciente ha enviado por mí hasta este pecaminoso mundo, no me cerrará las puertas en las narices.

Es una solución perfecta. No encadenarla, ni drogarla, ni mentirle todo el rato, sino que dejar que se marche con Rocamora. Porque éste sabe qué hacer con ella, y yo no tengo ni idea.

Y él que la bese, que la folle, que la posea. Que ese cabrón mentiroso, ese gafotas blandengue, ese charlatán la use. ¿No? Porque es con él con quien sueña. Me ha puesto la cabeza como un bombo, no come nada; y menos mal que la obligo a tomar agua.

—¡Hola! ¿Ha vuelto? ¿Se le olvida algo? —me dice sonriendo la chiquilla de flequillo a lo poni.

—Sí. Agua. Sin gas. Una botella.

—Cómo no. ¿Algo más? No recuerdo si ya le he ofrecido nuestras nuevas pastillas de la felicidad.

—Me las has ofrecido. Las ofreces siempre, ¿verdad?

—Perdón. Se me fue de la cabeza. Entonces nada.

—Espera… ¿Y qué me dices? ¿Funcionan?

—¡Oh! Funcionan perfectamente. Todos están contentísimos. Por cierto, hoy están de oferta. Dos cajas por el precio de una, si compra por primera vez. No las ha comprado nunca, ¿verdad?

—Si tú sabes todo lo que he comprado y lo que no he comprado.

—Claro. Lo siento. ¿Qué sabor prefiere? Hay de fresa, de menta, de chocolate, de mango y limón…

—¿Las hay sin sabor? ¿Y que sean solubles?

—Por supuesto.

—Venga, dámelas. Las dos cajas que me has prometido. Por cierto, hoy estás estupenda.

Echo en la botella dos pastillas efervescentes, luego pienso y añado otras dos. Ahora que alguien me diga que no sé cómo hacer feliz a una mujer.

Cuando vuelvo, Annelie sigue en la misma postura. No está dormida, simplemente observa la pared a través de las gafas de sol. Cojo un vaso, abro la botella con un esfuerzo fingido, se la sirvo.

—Aquí tienes el agua. Bebe.

—No me apetece.

—Oye, Wolf me ha encargado que te cuide, ¿entiendes? Si la palmas, me toca responder. Bebe, por favor. Me tengo que marchar y quiero que comas y bebas ahora, delante de mí…

—Estoy harta de estar aquí.

—Tú no puedes…

—¡Tú no puedes retenerme aquí a la fuerza! —Annelie salta de la cama con los puños apretados.

—Claro que no.

—¿Por qué no recuerdo cómo he llegado hasta aquí?

—¿Cómo ibas a acordarte? Si cuando te recogí no podías ni hablar.

—Sí, me había emborrachado, ¡pero llevo veinticuatro horas inconsciente!

—Te habrás metido alguna porquería. Te tuve que sujetar la cabeza y llevarte en brazos. Y así es como me lo agradeces…

—¿Por qué no viene a buscarme?

—¿Qué?

—Nada.

—Tranquilízate. Por favor, tranquila. Come… ¿Quieres alguna otra cosa? Sólo tienes que pedírmelo y te lo traeré…

—Sólo quiero salir de aquí. Tomar el aire. ¿Cómo te llamas? —pregunta.

¿Cómo me llamo? ¿Patrik? ¿Nicolas? ¿Teodoro? ¿Cómo se llama ese yo, el viejo amigo de Rocamora, el activista del Partido de la Vida, el adalid de las doncellas hermosas? De lo inesperada que es la pregunta casi me descubro, casi le digo el nombre del yo-gallina, del yo-cretino emocionado, del yo-perjuro. Es que ya me presenté una vez con mi nombre auténtico, y si se ha quedado con mi voz, puede acordarse también del nombre.

—Eugène. Ya te lo dije —rectifico en el último instante.

—Ya no puedo estar aquí, Eugène. Me agobio, ¿me entiendes?

La entiendo.

—Bien. Vale, escucha, vamos a hacer lo siguiente: te comes estos saltamontes, bebes un poco de agua y vamos a dar un paseo. ¿De acuerdo?

Enseguida rompe la bolsa de saltamontes, se llena la boca y mastica con ruido. Luego se bebe medio vaso de agua, coge otro puñado de bichos y se los vuelve a zampar. Sin nada de apetito, simplemente cumpliendo con su parte de la transacción. Un minuto más y la botella está vacía, y de los doscientos gramos de saltamontes no quedan más que unas alitas sueltas.

—¿Adónde vamos? —pregunta.

—Podríamos pasear por el bloque…

—No. Quiero dar un paseo de verdad. Me he comido a todos tus hermanos de inteligencia y me he ganado una buena excursión.

—Es peligroso, te he dicho…

De repente se quita las gafas, las tira al suelo y, al bajar las piernas, rompe los cristales y aplasta la montura.

—¡Hala! Ahora es peligroso quedarse en casa.

—¿Por qué has hecho eso?

—¡Quiero ir allí! —dice señalando mi pantalla, las colinas y el cielo toscano—. Llevo dos días viendo este maldito fondo de pantalla y soñando con largarme de aquí. ¡Allí!

—Ese lugar hace tiempo que no existe.

—¿Lo has comprobado?

—No, pero…

—Desbloquea la pantalla. ¿Cuál es la contraseña? ¡Vamos a preguntárselo!

Su voz tintinea; a saber qué diablos le puede pasar con una dosis cuádruple de antidepresivos. Ahora mi idea brillante ya no me parece tan brillante. Desbloqueo la pantalla.

—Localización de la imagen del fondo de pantalla —ordena ella como si le estuviera pidiendo que encontrase la Atlántida o el santo Grial.

—No está. Ese lugar no existe.

«Comprobación terminada. Objeto localizado —informa la pantalla—. Tiempo en camino tres horas. Apunte las coordenadas».

—¿Qué trapos me has traído? A ver… —exige Annelie—. Uf… Venga, vale. Date la vuelta, voy a cambiarme.

—¿Qué? No vamos a…

Se desabrocha la camisa de Rocamora.

Entiendo también que aquí no nos podemos quedar. Me arriesgué bastante trayendo a Annelie a mi casa, pero era el único rincón donde la podía encubrir. Y después de la rabieta que ha tenido debemos escondernos y esperar; sea una paranoia mía o no, otra opción para comprobarlo no existe. Pero la Toscana no es el lugar adecuado…

Mientras se está vistiendo, abro la puerta del armario con cuidado. Necesitaré el táser y un uniforme. A escondidas meto en la mochila la careta, la túnica negra, el táser, el contenedor…

—¡Hala! ¡Menuda careta!

Ella está justo detrás de mí. La camiseta le queda grande, los pantalones demasiado anchos, tiene el pelo desgreñado y los ojos chispeantes. Esos ojos miran por encima de mi uniforme, cuidadosamente doblado, hacia una careta de Mickey Mouse que cuelga de un gancho al fondo del armario.

La careta es vieja, hecha de algún plástico antediluviano, tiene la pintura agrietada, cubierta de arrugas; Mickey Mouse, envuelto en piel de pergamino, aparenta la edad que tiene. Dudo que, hoy en día, algún niño se atreva a ponerse una máscara así; pero a los niños nadie les pregunta.

Intento recordar cómo veía a Mickey Mouse cuando era un renacuajo. Cuando vivía en la planta baja del internado. En los dibujos el ratón siempre sonreía, y yo lo imitaba. Tenía ganas de saber por qué estaba tan alegre, qué le hacía tanta gracia. Intentaba sentir lo que sentía el puñetero ratoncito, pero no lo lograba. Pero todavía me parece que conoce el secreto de la felicidad infantil. Traficando con él, Mickey Mouse levantó un imperio de cientos de miles de millones. Hace trescientos años, por sus parques de atracciones pasaba más gente que por el Vaticano. Pero después, tanto los unos como los otros se quedaron sin clientela; los creyentes entraron en razón, y los niños se extinguieron como especie. Las iglesias, las mezquitas y los planetarios se fueron al traste, y sus territorios fueron absorbidos por negocios más provechosos.

—¿De dónde has sacado ese esperpento?

—De un mercadillo.

El imperio se había derrumbado, pero del emperador había quedado una máscara mortuoria, que compré por calderilla a un negro anticuario en los Astilleros Celestes, un bazar entre las nubes, encima del puerto de Hamburgo. Entonces pensé que estaba salvando al ratón alegre de la inexistencia igual que él, en su momento, me había salvado a mí. Ahora es una de mis pertenencias, junto con tres juegos de uniforme de Inmortal, un par de prendas de paisano y la mochila.

—¡Tráela para acá! —exige ella.

—¿Y eso por qué?

Pero Annelie ya está estirando el brazo por encima de mí, descuelga la careta de un tirón y se la pone.

—¿Cómo que por qué? El sistema nos está vigilando. ¿O crees que también él está en busca y captura? —Annelie pasa un dedo por los labios sonrientes del ratón—. Uf… Está todo como grasiento…

—¡Cuidado! Es una antigüedad. Tendrá unos doscientos años…

—No me gustan las cosas viejas. Irradian almas ajenas —confiesa.

—Pero es alegre. La careta. Es Mickey Mouse.

—No quiero ni imaginar para qué ocasiones te la pones.

—Es sólo un suvenir…

—¿No teníamos que irnos? Ya han pasado diez minutos, y tú prometiste que en quince nos trincaban.

—Puerta… —ordeno a desgana.

Pasado un segundo Annelie ya está fuera.

—Espera… ¡Para! —Pero ella ya está avanzando por la galería, y me toca gritar sobre la marcha—: ¡Déjalo! No merece la pena ir allí.

—¿Y eso por qué? —Mickey Mouse me mira por encima del hombro sin detenerse.

Porque tengo la entrada prohibida a ese país de las maravillas, Annelie. Incluso si llegamos hasta allí, no encontraremos nada. No puedo entrar en el valle de las colinas esmeralda. Allí habrá ruinas o excavaciones rellenas de hormigón o algún rascacielos de mil plantas. Pero no sólo es eso…

—No me interesa. Es una tontería. No es más que una imagen, un fondo de pantalla. Podría representar cualquier otra cosa, cualquier otro lugar.

Annelie llega al final de la galería y, al agarrarse del pasamano, baja por la escalera. Dos rellanos más abajo se detiene por un segundo. Levanta el hocico de ratón y me grita:

—Pero podemos huir de aquí hacia cualquier lugar, ¿verdad?

Son las once de la noche; acaba de empezar el tercer turno del día, unos sonámbulos que acaban de despertar del trance narcótico salen de sus cubículos y observan atónitos nuestra persecución. La fauna que habita mi bloque es bastante ordinaria, son funcionarios a cual más insignificante, cuya vida transcurre según un horario y no admite ajetreos. Annelie pasa fugazmente por aquí y se esfuma, pero a mí aún me toca volver, así que me guardo mis destrezas especiales e intento no llamar la atención, camino despacio, me rindo; así consigue llegar corriendo a la salida del bloque y, mezclada con la flemática multitud, plantarse en el exterior. La alcanzo ya en la boca del intercambiador, porque empieza a cojear. Pero cuando la agarro de un hombro, Annelie echa a reír.

—¡Qué lento eres! —me grita jadeando—. ¡Eres una tortuga! ¡Venga, anfibio, introduce las coordenadas! ¿Qué tubo es el nuestro?

Ya nos está engullendo el vórtice del intercambiador, nos rodea un millón de personas, han clavado los ojos en la chica con careta ancestral, nos han envuelto en sus pabellones auriculares, y cada susurro nuestro sin falta acaba cayendo en su trampa. Ahora no puedo discutir, no quiero hacerlo ante tantísimos testigos. Así que simplemente cojo a Annelie de la mano y, con docilidad, le dicto al comunicador las coordenadas, que ella ha aprendido de memoria.

Luego es ella quien me arrastra hasta la puerta; llegamos a la planta baja, conexión de larga distancia. El exprés Águila de Roma sale cada veinte minutos y recorre mil kilómetros por hora; en Roma hay que hacer trasbordo.

El tren ya está esperando, partirá dentro de unos segundos. Es de color mercurio, dos veces más ancho y más alto que un tren normal, y tan largo que la cabeza del convoy acaba comprimida por la perspectiva y convertida en un punto. Los últimos pasajeros, tras apagar los cigarrillos, desaparecen en sus entrañas.

—¡Espera! No podemos ir allí… ¡Tú no puedes!

—¿Y eso por qué?

—Porque… primero tienes que ir al médico. Tenías la cama empapada de sangre… —Tengo que quitarle de la cabeza esa idea descabellada, y ya no me importan las formas—. ¿Qué te hicieron los Inmortales?

Mickey Mouse me mira con alegría, la sonrisa le llega hasta las orejas.

—Nada. Nada grave. No quiero hablar de eso. ¿Estás preparado?

—No.

—¿No lo entiendes o qué? Vale. Esto es un juego divertido: ya no soy Annelie, ¿vale? —Se golpea con un dedo la nariz de aceituna negra—. Si un hombre con el que viví durante medio año resulta que no es Wolf Zwiebel, sino un terrorista, ¿por qué yo tengo que seguir siendo yo?

—Annelie…

—No sé nada de lo que le pasó a esa Annelie tuya. Y tú también conviértete en quien quieras, Eugène. ¡Annelie se queda aquí, y yo me voy! —Se suelta y me dice adiós con la mano.

—¡Espera! No sé cómo comprarte el billete… para que no nos pillen. Esperemos al próximo.

—¡Nada de siguiente! ¡Sólo hay éste! —Corre hacia la puerta más cercana.

Sin pedir permiso, se arrima a un enclenque con gafas de diseño y pasa con él por el torniquete. Apenas me da tiempo a saltar detrás de ella, las puertas pitan histéricamente al cerrarse, amenazando con aplastarme. Una vez en el pasillo, Annelie le da las gracias al gafotas abochornado y le suelta un beso con la careta en la mejilla. Lo aparto con el hombro y me llevo a la chica conmigo.

—¡Te has vuelto loca! ¿Y si hay controladores? ¡En trenes de larga distancia suelen aparecer! Te pueden identificar…

El suelo está ligeramente alumbrado, las paredes son de color cereza. A los dos lados del pasillo, tras unas enormes ventanas ovaladas, están los compartimentos con asientos de cuero blanco y moquetas suaves. Las paredes externas, opacas por fuera, son transparentes por dentro.

—Ya nos inventaremos algo. ¡Hala, mira, un compartimento libre!

—¡Pero si es de primera! ¡Vamos al menos a otro vagón!

—¡Qué más da! De todas formas no tengo billete. Supongamos que el billete que no tengo es de primera clase.

Con decisión, corre hacia un lado una portezuela transparente. La primera clase hasta Roma vale una fortuna y está pensada para gente importante; pedirles el billete a la entrada significaría cuestionar su condición. Así que todo se sustenta aquí en la palabra de honor.

Lo primero que hace Annelie es quitarse los playeros y hundir los pies en la moqueta.

—¡Qué guay!

Y sólo después cierra la puerta, le ordena a la ventana que se ponga oscura y se quita la careta. De debajo de la piel apergaminada del viejo ratón sale Annelie, joven, ruborizada, asombrosamente alegre.

—Aquí no habrá cámaras.

—Ojalá.

—Déjate de paranoias, ya es ridículo. ¿Te quedan saltamontes?

Saco otra bolsa.

La muerde con impaciencia y vuelca el contenido sobre la mesa, un mueble revestido de madera rusa de forma irregular, y con el dorso de la mano separa el montón en dos mitades aproximadas, la suya algo más grande que la mía.

—De repente me ha entrado una hambre… —dice—. ¡Ataca!

Cojo un saltamontes y le quito las alitas.

—¡Están riquísimos! —alaba la comida Annelie; se ha llenado la boca y mastica con ruido, ni parece recordar que las alas no son comestibles—. Anda, cuenta qué tiene de especial ese fondo de pantalla tuyo.

Yo como sin ganas, me cuesta tragar; tengo la garganta seca.

Persiguiendo al conejillo blanco me he metido en una madriguera negra, lugar donde un adulto no suele entrar; para un niño todo esto se convertiría en un periplo al país de las maravillas, pero un adulto puede quedar atascado y fallecer sepultado bajo una capa de sedimentos kársticos.

Es lo que se ve por la ventana de una casita de juguete, Annelie. De pequeño me imaginé que era mi casa y que la parejita ideal vestida de verano, que se mece en hamacas-capullos en el jardín, eran mis padres.

Pero mis padres putativos no son más que actores de segunda fallecidos hace tiempo, y jamás hubo nada entre ellos; tal vez algún polvo que echaron entre rodaje y rodaje. Mi casa es un decorado construido dentro de un pabellón. Y esas colinas verdes, esas capillas y viñas son…

—Vale, tengo que hablar contigo de otra cosa más seria —interrumpe Annelie mis pensamientos; intento concentrarme y me preparo para mentir.

—Dime.

—Veo que no tienes mucho apetito. ¿Te importa que me coma tus saltamontes? —Y, antes de que le responda, arrastra mi montón hacia sí.

—Cógelos, claro —digo despistado—. ¿Y de qué quieres hablar?

—Ya está, hemos hablado. —Se mete en la boca otra porción de insectos, los que antes eran para mí—. ¿Pensabas que íbamos a conversar acerca del sentido de la vida?

Creo que debo probar esas pastillas. Con Annelie han hecho un auténtico milagro, a mí me bastaría con un pequeño truco.

—¿Por qué traes esa jeta de asco? ¿Acaso viajas por Europa en primera clase todos los días? —Annelie se arrellana en el asiento—. Comparado con tu mazmorra es un auténtico ático. ¡Es una pena que tarde sólo una hora y media!

—No.

—¿No te da pena?

No, en primera fui sólo una vez, durante la detención de una parejita que también decidió huir de los problemas; y no, no suelo viajar por Europa, normalmente ni siquiera salgo del área de jurisdicción de nuestra sección.

—Me da pena. Me da pena estar aquí.

—¡Eh! —Me golpea con un dedo en la frente—. ¿Hay otros programas ahí? Yo que tú cambiaba de canal.

—¿Dónde?

—En tu cabeza. No paras de decir lo mismo. Siempre la misma onda: Annelie está en peligro, Eugène, Eugène, ¿verdad?, no quiere ir a Toscana. Qué rollo.

—Lo siento, no puedo dejar de pensar en que estamos amenazados…

—Claro que puedes. Porque los que están en peligro no son Eugène y Annelie, sino otros personajes, nosotros no tenemos nada que ver con ellos. Relájate.

—¡Estás flipando!

—¿Y tú qué tal vas de imaginación, eh? —se ríe ella.

Me levanto y me acerco a la pared-ventana. La doble vía imantada, por la que se desliza nuestro tren, enganchándose por aquí y por allá a las torres, entra en un viraje, coge altura, sube por encima del esmog impregnado de luz de neón y nos dirige hacia el suroeste; desde lejos, en silencio, nos viene al encuentro otro tren idéntico, un chorro de acero fundido. «Es el de vuelta», me digo a mí mismo. De ahí se puede regresar. No es más que una escapada turística.

—No eres Annelie, vale —reconozco yo—. ¿Quién eres, pues?

—Liz. Liz Pedersen. Diecinueve A. De Estocolmo.

—¿Y qué haces en la primera clase del exprés de Roma, Liz?

Ella dobla las piernas y me guiña un ojo.

—Estoy huyendo de mi casa.

—¿Por qué?

—Me he enamorado de un italianino que trafica con electrodos neuroestimuladores. Mi padre dice que puedo estar con ese tipo sólo por encima de su cadáver.

—¿Y qué, te has cargado a tu padre?

—¡Qué remedio! —se ríe ella—. Pero el italianino lo vale. Un auténtico genio de la estimulación.

—Le tengo envidia. ¿Te espera allí, en Roma?

—Sí. Pero todavía nos queda una hora. Nos da tiempo a hacer muchas cosas. Pero primero háblame de ti.

—Soy Patrick.

—¿Y cómo te apellidas?

—Dubois.

—Bonito apellido. Lo llevan la mitad de los parisinos.

—Patrick Dubois Veinticinco E —concreto y me quedo cortado.

—¡Tienes buena labia, Patrick! Sabes cómo hablar con las chicas.

Me muerdo la mejilla, intentando no mirarle los labios llenos de aceite, las rodillas, el cuello delgado, que asoma por la camiseta.

—Habrá que interrogarte un poco, Patrick. ¿A qué te dedicas?

—Soy… médico. Gerontólogo. Especialista en envejecimiento.

—¡Ahí va! ¿Y qué haces en primera? Ésa es la pregunta. Debes de tener poquísima clientela, y los pocos que hay viven de las subvenciones. Apenas tienes que ganar para saltamontes y agua mineral. Aunque… —Vuelca el envase para sacar las últimas migas—. No me extrañaría si estuvieras hablando en serio. Espero que te lo hayas inventado. ¡Si no, no vale!

¿Y si le ofrezco ahora mi yo verdadero? Yan. Yan Nachtigall Dos T. Huérfano. Inmortal. ¿Seguiría jugando conmigo después de eso?

—Pero queda incluso bonito —se ríe ella—. Un pobre científico que se dedica a chorradas anticuadas. Eres un romántico. ¿Cuántos años tienes?

—Trescientos —digo—. Cuando empecé a dedicarme a mi profesión todavía no era tan anticuada. En aquel entonces la gerontología era la ciencia más solicitada.

—¡Qué monstruo! ¡Menuda fuerza de voluntad! —me alaba ella—. Y te conservas bastante bien para tu edad. ¿Por qué te pones rojo?

—¿Y tú cuántos años tienes, Liz?

Hace un gesto de indiferencia fingida.

—¡Qué más da! Lo importante es la edad que aparento, ¿no? Pues, supongamos que tengo cincuenta. No me echarías tantos, ¿a que no?

Los ojos le empiezan a brillar, las mejillas se le ponen rojas.

—¿Y te acuerdas todavía de tu madre?

—¿Cómo?

—Dices que tienes cincuenta años y un padre. Eso quiere decir que la elección la hizo tu madre, ¿no? Porque hace cincuenta años la Ley de la Elección ya estaba en vigor. Entonces, si tu padre decidió cuidar de ti, tu madre fue vacunada y murió hará unos cuarenta años, ¿verdad? Tú tenías diez. Por eso pregunto: ¿te acuerdas de ella?

—¿Y tú de la tuya?

—Yo, Patrick Dubois Veinticinco E, recuerdo perfectamente cómo es mi madre. Sigue viva todavía, tiene un pisito muy lindo cerca de Hamburgo con vistas a una fábrica de pescado, y la voy a ver los fines de semana. Aparenta los mismos años que tú. Sólo hay un problema: por culpa de la maldita fábrica, su casa siempre apesta a pescado. Ese olor es capaz de tumbar a cualquiera, pero mi madre ni lo nota. Y yo me siento como en casa en cualquier sitio que huele a pescado.

—¿Ves qué bien? —me alaba Annelie—. ¡Ya te empieza a funcionar la imaginación!

Se pasa el dorso de la mano por la frente, apartándose el cabello, luego se pone las manos sobre el vientre. Coge aire y contiene la respiración, los ojos se le ponen vidriosos.

—¿Estás bien? —pregunto.

—Café… Sándwiches… Platos calientes… —se oye en el pasillo.

—¡Estoy genial! —dice sonriendo—. Sólo me molesta un poco la tripa. Será el hambre. —Se asoma al pasillo y suelta un chillido de alegría—: ¡Guay! ¡Viene un robot con manduca!

—Ahora te toca a ti —le recuerdo yo.

—¿No tienes hambre todavía?

—¿Qué me dices de tu madre, Liz?

—¡No te lo puedo decir! —Se encoge de hombros—. Porque ya no soy Liz. Soy Suzanne Strom Trece B. También conocida como Suzy Storm, la temible asaltante de ferrocarriles.

Se pone la careta de Mickey Mouse, pone los dedos en forma de pistola y, descalza, sale corriendo al pasillo.

—¡Alto! ¡Es un atraco! —vocea ella.

Salto detrás de ella; pero es demasiado tarde. Suzy Storm se ha hecho con un paquete de almuerzo caliente, pasándolo de una mano a otra y soplándose los dedos abrasados. El robot, con voz patética, le pide clemencia. Pero Mickey Mouse se ríe con júbilo y picardía.

Al final le pago al robot, a pesar de las protestas de la asaltante. Ella me encomienda vigilar el botín («¡Una parte te corresponde por ley, Patrick!») y se va al baño. Me quedo solo, me escucho y oigo: clic, clic, clic. Dentro llevo un huevo, y algo se mueve debajo de su cáscara.

A tanta velocidad, cientos de torres al otro lado de la pared-ventana se convierten en una sola y las pantallas con publicidad de artículos infinitos, sin los cuales la felicidad humana resulta imposible, se funden en un solo torrente irisado, un río caudaloso de fuegos parpadeantes, un Amazonas de fantasías pixeladas, que resulta ser la felicidad misma. Entro en ese río y, embelesado, echo a nadar. No me doy cuenta de que, en cuanto el tren pare, se quedará seco y volverá a transformarse en inmensas pantallas publicitarias con pastillas, ropa, pisos y vacaciones sobre otros rascacielos.

Nunca hay que pensar en lo que va a pasar cuando el tren pare.

—Señores pasajeros. Por favor, preparen sus billetes y carnets de identidad para el control —se oye una melódica voz femenina en el pasillo.

Un segundo más tarde ya tengo el táser en la mano. Es un gesto acostumbrado. Mi cuerpo piensa por mí, sabe cómo actuar. Pero usar un táser contra los controladores… Además, tiene que haber Policía aquí, siempre patrullan los trenes de larga distancia… ¿Dónde estará Annelie? Ahora, lo más importante es que no nos separen. Me vuelvo hacia el asiento donde estaba ella.

—¡Aviso importante: los polizones tendrán que abandonar el tren y recibirán un severo castigo! —anuncia la misma voz muy de cerca.

Rápidamente, como si me fueran a disparar, me asomo al pasillo. Annelie está allí, justo al otro lado de la ventana, arrimada a la pared, escondiéndose de mí. No hay nadie más.

—¿Te lo has creído? —dice sonriendo.

—¡Claro que no!

Luego nos zampamos ese almuerzo caliente: mariscos con algas y repollo marinado. Callados, simplemente sentados uno enfrente del otro, mirando por la ventana. Resulta que yo también tenía hambre. Ella me lo contagia todo.

El paisaje no cambia. En el primer plano, las torres envueltas en negro neón; en el segundo, un temblor entrecortado de otras torres; en el tercer plano, esporádico y alejado, siluetas de más torres. Toda Europa es igual, edificada y hormigonada; pero estoy empezando a olvidar que la meta de nuestro periplo seguramente va a ser igual que el punto de partida. Se me olvida adónde y para qué vamos. Ojalá fuera una vuelta al mundo con circuito cerrado. Ojalá este viaje durara eternamente.

Antes de llegar a Roma el exprés hace su única parada, en Milán. Al acercarse a Milano Centrale el tren desacelera; Annelie se incrusta en la pared, yo casi me caigo encima de ella.

—Me atrae hacia ti una fuerza desconocida —bromeo.

—Lo he notado —responde—. Si hubieras estudiado mejor, sabrías cómo se llama.

—Yo, por cierto…

—¡Los controladores!

—¿Qué?

—¡Los controladores! ¡Allí, en el andén! ¡Hay una división entera, joder!

—Basta, ya no me vas a…

Y de pronto los veo. No una división, claro, pero una brigada sí. Llevan un uniforme poco llamativo y unos gorritos. Se han alineado a lo largo del andén, ocupando sus puestos marcados. Cada uno se sitúa justo enfrente de una puerta, todas las salidas acabarán bloqueadas.

—Te lo decía…

—¡Tranqui! —Annelie se pone la careta de Mickey Mouse—. ¿Somos de la Resistencia o no? ¡El régimen sanguinario no nos detendrá!

Se calza, me coge de la mano y corremos hacia la salida. Pero las puertas se abren antes de que nos dé tiempo a llegar, y un gordinflas atezado y con bigote de cepillo nos corta el paso.

—¡Sus billetes!

—¡Billetes! —se oye de la otra punta.

—Estamos rodeados —me susurra Annelie—. ¡No nos cogerán vivos! No nos cogerán, ¿verdad?

Podría llevar a uno de ellos al compartimento vacío, reducirlo y dejarlo ahí tras la ventana oscura. Eso nos permitiría ganar tiempo y, hasta que los demás se dieran cuenta de lo ocurrido, bajar del tren.

Y para eso necesito que Annelie me ayude, pero ella otra vez está jugando a uno de sus juegos: va abriendo puertas una tras otra, hace reverencias ante los pasajeros y continúa, mirando de vez en cuando al controlador que se acerca. Para el barrigón bigotudo sus maniobras tampoco han pasado desapercibidas, pero no puede dejar ni un solo compartimento sin revisar.

—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —bisbiseo, pero Annelie no me hace ni caso.

De repente ella desaparece. Empiezo a asaltar compartimentos ajenos y la encuentro en el quinto o en el sexto. No entiendo nada: Mickey Mouse está sentado junto a la ventana, y Annelie, alegre y acalorada, se ha acomodado en el pasillo.

—¡Saluda a Patrick, Enrique! —Ella sacude por el hombro al enmascarado.

Mickey levanta la mano y me saluda obedientemente. Annelie le lanza un beso y con el índice de la mano derecha se golpea la muñeca izquierda, donde toda la gente normal suele llevar el comunicador: «Llámame».

—Ahora tranquilo… —Me coge del brazo con garbo y me saca al pasillo, y enseguida nos metemos en el compartimento de al lado, afortunadamente vacío.

—¿Quién es? ¿A quién le has dejado la careta?

—Chissst… —Se pone el dedo en los labios—. Tu Mickey se ha sacrificado por nosotros. ¡Te buscarás otra cosa mejor para tus juegos de rol!

«Estimados viajeros. El exprés de Roma partirá dentro de un minuto. Próxima parada: Roma», anuncia un barítono agradable.

—¡Si no bajamos ahora, nos acorralarán!

Agarro bruscamente el táser y salgo al pasillo… pero Annelie tira de mí hacia atrás.

—¡Aguanta un poco! ¡Te faltaría sacar una pipa!

—¡Ya lo sabía! —se oye en el compartimento vecino—. ¿Usted pensaba que se iba a esconder de nosotros? ¡Quítese enseguida la máscara!

—¡No pienso hacerlo! Vale, no tengo billete, pero ¿qué tiene que ver la máscara?

—¡Quítese inmediatamente esa porquería o llamo a la Policía! ¡Es ilegal!

—¡Ni hablar! Me puedo disfrazar de lo que sea, es mi derecho constitucional. ¡Yo voy a llamar a la Policía!

—¡Corre! —Annelie me tira del brazo y pasamos volando frente al compartimento donde el escuchimizado hombre-ratón lucha contra el controlador obeso, y nos da tiempo a saltar al andén un segundo antes de que el tren parta a Roma.

—¿Quién es? —interrogo yo cuando ya estamos mezclados con la multitud—. ¿Cómo has conseguido reclutarlo?

—Es aquel chavalillo que me ayudó a subir al tren. —Ella se ríe—. Es tan tierno, un auténtico caballero.

—¡Pero cómo se te…! ¿Y le has dicho tu ID?

—Ajá.

—¡Si se puede chivar a la Policía! —digo mientras pienso en otra cosa: ¿por qué demonios va descubriendo su identificador a diestro y siniestro?

—Sabía que te ibas a poner celoso, por eso le he dado el ID de Suzanne Strom —contesta Annelie, dándome una palmadita en el hombro.

Estoy a punto de negarlo: ¿qué celos ni qué demonios?, pero en realidad me da gusto oírlo, ese gusto tonto y suave que me hace olvidar todas mis objeciones.

—¡Oh! Pero ¿estás aprendiendo a sonreír o qué?

—Sé sonreír —pronuncio comedidamente—. Se me da bien.

—¿Te has visto en el espejo?

—Aprendí a hacerlo delante del espejo.

—¡Hala! ¡Sabes bromear y todo!

—¡Que te den!

Me saca el dedo corazón, yo la imito.

—No te portas como uno de trescientos años. Te habrás echado algún año de más para hacerte el serio —se ríe ella.

En Florencia nos toca esperar el tren y nos metemos en la cafetería de la estación, donde no hay nada más que café y helado. Annelie, escondida tras una revista, se está zampando un gelato mientras yo busco en los expendedores unas gafas grandes y oscuras: hay que protegerla de las cámaras de vigilancia. Afortunadamente, en los viajes regionales se pueden comprar billetes anónimos.

En el intercambiador de Florencia tenemos que hacer otro trasbordo y esperar de nuevo; habrá algún problema en el circuito. Por fin llega el convoy, pero es minúsculo y vetusto. En sus laterales cromados pone «Reserva», los asientos acolchados están forrados de felpa roja, los asideros metálicos están descascarillados, las ventanillas son redondas y opacas, la mitad de los focos no se encienden. Este pequeño tren lo debieron de sacar del pasado y nos lo han brindado, porque los nuevos convoyes superrápidos, fabricados de compuesto transparente, no van a donde Annelie y yo pretendemos ir.

—¡Un tranvía! —dice Annelie convencida, aunque está claro que no es ningún tranvía.

Y ese tren destartalado y chirriante se arrastra por la ruta ajena, irradiando almas ajenas, mientras Annelie duerme sobre mi hombro sin enterarse de nada, pero a mí incluso me gustan esas emanaciones, me dan calor. E involuntariamente empiezo a creer que nuestro «tranvía» conseguirá atravesar la empalizada de torres que rozan el cielo, encontrará la salida de la gigápolis, ese camino rural hacia el horizonte, y en el horizonte no veré más que cerros verdeantes, las cajitas anaranjadas de las bodegas y las capillas, nada más que el cielo tintado en gradiente, desde azul oscuro hasta amarillo cálido. Tal vez nos lleve directamente hasta la casita de cubos, nos deje bajar y se marche entre bufidos.

Un poco más y me quedo dormido, arrullado por la respiración pausada de Annelie, pero el comunicador me avisa de que estamos llegando y miro por una escotilla redonda. Quiero asegurarme de que el tren de reserva me ha traído a la otra dimensión, donde todo sigue intacto desde que abandoné la casa de mis padres.

Pero justo en el lugar donde, según nuestros cálculos, tendría que estar la casa con las cortinas agitadas por el viento, el prado de terciopelo con mecedoras-capullo, lugar del que tendría que partir hacia la neblina nocturna una hilera de cerros salpicados de capillas, ha posado su culo de hierro una torre enorme, la más fea de todas las que he visto jamás. Es tan grande que acabó sepultando todo lo que pudo y más, y no me queda ni una mínima esperanza de encontrar algún vestigio de mis recuerdos, de mis sueños, aunque me ponga a escarbar en el suelo a su alrededor, desempolvando las excavaciones con una pequeña brocha de arqueólogo.

«Torre La Bellezza —balbuce el maquinista por megafonía—. Fin de trayecto».

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