Futu.re

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XVI. Reencarnación

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XVI

Reencarnación

Estamos sentados en un balcón. Annelie y yo.

A nuestros pies están las Ramblas, los bulevares de la vieja Barcelona atiborrados de gente. Un millón de llamitas se agitan en el fondo del mundo, como si las personas fueran plancton fosforescente. Los rayos de sol no llegan hasta aquí, el sucio techo de un hangar corta los antiguos edificios a la altura de la sexta planta, las farolas no funcionan; pero cada uno se alumbra el camino como puede: con el comunicador, con un diodo de bolsillo, con cualquier cosa.

—Me parece bonito. Es como si se viera el alma de cada uno —susurra Annelie con voz honda, tendiéndome un porro—. ¿Quieres?

—Las almas no existen. —Doy una calada al canuto y toso.

—Habla por ti.

Abajo, en unas calderas gigantescas están guisando carne, en las parrillas humean unos tubérculos y algo parecido a cacahuetes. Las colas son interminables, risas y griterío, humo mezclado con olor a comida de todas partes del mundo. Aquí estamos, esperando simplemente que el príncipe azul venga a buscar a Annelie, que la monte en su corcel, la abrace con ternura y firmeza y se la lleve a galope. La espera es desesperante; para hacer correr el tiempo estamos empleando la hierba mágica de Radj.

—Es lo único que valió la pena modificar genéticamente —alaba Annelie la sustancia, soltando una bocanada de humo.

Está esperando a su puñetero salvador, y yo, a que llegue el momento de perderla para siempre. Ya me estaba olvidando de que Annelie me acompaña a la fuerza y empezaba a creer que simplemente estamos juntos. Pero ella tiene mejor memoria que yo.

—¿Eugène?

Dudo que Rocamora venga a por ella solo; seguro que olerá la trampa y traerá guardaespaldas. Los mozalbetes de caras remendadas me arrancarán la careta de tipo bueno junto con la piel y me entregarán a la multitud. Así que ahora mismo debería levantarme para ir al baño y desaparecer para siempre de la vida de Annelie. Pero estoy aquí con ella, en este balcón, fumando hierba. Simplemente no me puedo levantar. Quiero verla, grabarme su imagen para después.

—¡Eugène!

Me está llamando. Es mi nombre. Me lo puse yo mismo, así que hay que reaccionar.

—¿Qué?, perdona.

—¿Cómo te escapaste? —pregunta Annelie—. Del internado.

—Por una ventana. Le quité al doctor la pistola e hice un agujero en la ventana que había en su despacho.

Eugène se escapó del internado y se hizo activista del Partido de la Vida. Su destino tiene mucho en común con el de Annelie. Estos dos podrían hacerse amigos o incluso…

Ya me toca desaparecer, pero sigo mintiéndole a Annelie.

No voy a conseguir nada de ella, me necesita sólo para hacer algo de tiempo, para que la proteja hasta que su verdadero hombre llegue a buscarla y, rascándose la entrepierna, se declare como su legítimo propietario. Le sigo mintiendo porque la verdad acabaría con todo esto de inmediato.

¿Quién dijo que era fácil decir la verdad? Estaba mintiendo.

La mentira sólo tiene un inconveniente: necesita de buena memoria. Mentir es como construir un castillo de naipes: cada carta hay que colocarla con más cuidado, sin dejar de vigilar la endeble estructura en la que te vas a basar. Si descuidas un mínimo detalle de la mentira anteriormente amontonada, se derrumba todo. Además, la mentira tiene otra peculiaridad: nunca es suficiente con un solo naipe.

La verdad no nos habría dejado estar juntos ni un solo segundo.

Con la mentira le pagué la vida, y a mí mismo, un viaje romántico.

¿Para qué quiero ser Yan? Yan no puede quedar con la misma mujer más de una vez. Yan juró el celibato y por violar el juramento acabará ante el tribunal. Yan dirigió una sección de violadores. Yan separó a Annelie de su amado.

Mi nombre verdadero es más breve; resultaría más cómodo si Annelie lo tuviera que pronunciar cien veces al día a lo largo de la eternidad… si yo pudiera vivir con ella. Para un amor de usar y tirar es mejor usar un nombre de usar y tirar y preservativos. Es más higiénico.

Aunque es cierto que Rocamora lograba, siendo su pareja, mentirle día y noche; vaya talento. A decir verdad, el que vivía con Annelie no era Rocamora, sino una de sus leyendas conspirativas. Y ella estaba contenta…

—¿Y tú? ¿Cómo te escapaste?

Annelie echa una calada profunda. En vez de contestar, me pasa el canuto.

—¿Empezaste a buscarlos enseguida?

—¿A quiénes? —No entiendo la pregunta.

—A tus padres. Si sabes que están muertos, los habrás estado buscando.

Me lleno los pulmones de humo; el aire normal no conseguiría extraer sonido de mis cuerdas vocales. El humo es más ligero que el aire. El humo me levanta sobre la tierra.

—Padre nunca tuve. Sólo madre. Ella estaba conmigo cuando llegaron los Inmortales y le inyectaron el acelerador.

—¿Lo viste?

¿Si lo vi? Estoy seguro de que así fue, porque miles de veces yo mismo lo he hecho con otras mujeres y sus niños. Eugène no lo sabe, pero no puedo ser Eugène siempre.

—No.

—No quería buscar a mi mamá —dice Annelie—. ¿Para qué? ¿Para escupirle a la cara? Sabía perfectamente que ella estaba bien. Porque mi padre había dicho que la inyección se la pusieran a él. Lo recuerdo perfectamente. Mi madre me tenía en los brazos, y él se puso delante de nosotras y se subió la manga. Cuando le pusieron la inyección les escupió a los pies. Era un hombre muy tranquilo. No sabía que lo iban a dejar sin hija de todos modos. Y mi madre no paraba de chillar como loca, a pesar de que nadie la tocaba. Me reventaban los tímpanos.

—Y la mía no sabía siquiera quién la había dejado preñada, por eso no había a quien pasarle la responsabilidad. Así que se lo pincharon a ella, no hubo opciones.

No podré ser Eugène siempre.

—¿No has intentado buscar en la base de datos de ADN?

Digo que no con la cabeza.

Incluso al salir tenemos prohibido buscar a nuestros familiares, nos lo prohíbe el Código de los Inmortales. Pero incluso si no fuera un delito, no querría hurgar en la base de datos.

—Me importa una mierda quién se corrió dentro de mi madre.

—Y yo esperaba que me llamara. La llamada esa, ¿sabes? Al internado.

—Lo sé. Y… ¿llamó?

—Llamó. Cuando yo tenía catorce. Tenía el pelo completamente blanco, iba en silla de ruedas. Le dije que lo quería y que nos volveríamos a ver sin falta, que regresaría con él y que lo curaría, y que viviríamos juntos, como una familia. Me dio tiempo a decir eso en diez segundos, luego nos desconectaron.

—¿No… no pasaste la prueba?

—¿Por qué me miras así? ¡Me importaban una mierda sus pruebas!

—Pero te deberían…

—No quise comprobarlo. Me escapé. En cuanto vi a mi padre, comprendí que no iba a poder estar ahí metida, esperando a que se muriera. No tuve suficiente con aquellos diez segundos. Había estado mucho tiempo preparándome… Pero me decidí sólo después de su llamada. Ya no tenía nada que perder.

Me mira con burla e intenta apurar la colilla, se quema los dedos, arruga la cara, pero sigue sorbiendo.

—¿Y cómo te piraste? —Le quiero sonsacar la verdad.

—Tuve suerte. —Y ya está; son vanas mis esperanzas.

—Y… ¿Y tu padre? ¿Te encontraste con él? —No sé por qué, pero me cuesta preguntárselo.

—No. En cambio, mi mamá estaba estupenda.

—¿Cómo la encontraste? ¿Hablaste con ella?…

—Muy fácilmente. Me sacaron sangre para comprobar los marcadores genéticos, luego la busqué en la base de datos.

Annelie por fin tira la colilla; pisa la ceniza.

—¿Y qué tal tu madre?

—Muy bien, gracias. Ahora tiene el mismo aspecto que cuando nos separaron. No envejeció nada. Parece más joven que yo.

—La encontraste —pronuncio pensativo—. ¿Y cómo… fue? ¿Se sorprendió?

Annelie escupe por el balcón a la calle. Abajo, alguien se frota la calvicie y maldice a los gamberros hindúes. Annelie se ríe.

—Dijo que lo ocurrido fue para ella un momento crucial. Así lo dijo: «momento crucial». Que, al perderme, decidió dedicar su vida a ayudar a otras personas a tener hijos. Que está luchando ahora contra el sistema inhumano que le había quitado a la hija y al marido. Que trabaja gratis y que aquel año gracias a ella quinientas mujeres lograron quedarse embarazadas. Que se alegraba de verme, pero no estaba segura de que yo hubiera hecho bien en fugarme del internado.

«Yo también te quiero contar muchas cosas, Annelie. Que mi madre era una perra hipócrita, una pelandusca y una mojigata. Mi padre, un semental desalmado y descerebrado. Que me metieron en el internado; que jamás intentaron encontrarme. ¿Y por qué los voy a buscar? ¿Acaso los necesito yo más que ellos a mí? Te quiero confesar todo eso, Annelie, porque estoy cansado de contárselo a las prostitutas».

Al final del bulevar, entre las luciérnagas eléctricas, se encienden unas antorchas naranja, se levantan sobre la multitud: una, dos, diez… Parece una pequeña fuente con chorros de fuego.

—Hay una procesión…

—Quinientas mujeres al año. Un niño y medio por día, según ella. Ella sí que es una buena especialista —contesta Annelie—. Mi madre. Tienes razón. Tenía que ir a verla a ella primero.

—Escucha… No sabía…

—Y de mi padre se divorció. Unos cinco años después de la inyección. Él decía que no quería ser un impedimento para ella. Mi madre no protestó. Dijo que él mismo había hecho la elección. Que era una persona adulta.

—Qué de gente hay allí… Con banderas y todo… ¿Será un desfile? —comento torpemente; ¿qué más me queda?

—Y yo le dije: «Eras tú la que tendría que haberla palmado, mamá. Tú y no mi padre. Todos esos niños dentro de mujeres desconocidas, es valiente hurgar en las vaginas ajenas, todo esto no tiene nada que ver conmigo. Ni con mi padre. Puedes seguir removiendo ahí, madre, pero ojalá tú te hubieras subido la manga en vez de él, y yo hoy vendría a visitarlo a él, no a ti».

Annelie pronuncia todo esto con mucha facilidad, como si lo hiciera por milésima vez; como si no le rasparan la garganta esas palabras puntiagudas, afiladas.

Y a mí se me revuelven las entrañas, le tengo envidia, también quiero desahogarme, necesito arrancarme la costra y exprimir el pus. Eugène se me ha quedado pequeño, quiero estar con Annelie en calidad de mí mismo, aunque sea por última vez. Pero palabras así se me atascan en la garganta.

—Yo… Yo, en realidad, al final no… Yo no…

—Vale. Siento haberte hecho escuchar todo esto. —Se pone de pie—. Voy a ver si Sonia ha recibido alguna respuesta de Wolf.

Así que me toca tragarme mis confidencias.

Pasa, intentando esquivar un guardarropa instalado en el balcón, y me roza con las caderas. El corazón se me pone a tope, ella desaparece en el interior de la casa. El desfile de antorchas se va acercando; por encima de las cabezas se blanden unas banderas verdes. Debe de ser alguna fiesta local.

Pienso en Annelie. En que no pasó la prueba. En que consiguió huir del internado. En que localizó a su madre. ¿Cómo habrá tenido valor para hacer eso? ¿Cómo escogió las palabras? ¿Cómo consiguió permanecer en libertad? Quiero entender por qué se convirtió en todo aquello que yo jamás pude ser.

Puedo hacerme pasar por Eugène todo el tiempo que quiera, ella no pretende discutir conmigo, sólo echa de menos a su Wolf, y eso es todo. Sencillamente me está engañando y en cuanto puede se pone en contacto con él. No soy sustituto de Rocamora, tampoco soy su rival; Annelie huele el sucedáneo, nota que estoy hueco por dentro.

Pero si en mi lugar estuviera el Novecientos seis… todo sería diferente. Creería en mí y se olvidaría de Rocamora. Seguro que Basil le gustaría. Tal vez Annelie se enamoraría de él.

Es que una mujer ya quiso a Basil, y él la quiso a ella.

Y lo pagó caro.

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —se oye desde abajo una voz gangosa ampliada por un megáfono.

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —repite la multitud.

Cientos de antorchas se detienen justo enfrente de mí.

—¡Muerte a los hindi! —berrea el megáfono.

—¡Muerte a los hindi! —ruge el gentío; y por fin caigo en la cuenta.

—¡Eh! —Me meto en el piso de un salto y llamo a los dueños—. Ahí están esos demonios… ¡Los pakis! ¡Mogollón de gente, llevan antorchas!

Radj se asoma con cuidado al balcón, con una enorme pipa niquelada en la mano izquierda. El esplendor de las llamas llega casi a la altura de las ventanas, los alaridos sacuden los cristales.

—¡Llama a los nuestros! ¡Son más de cien! ¡Haced una barricada abajo! —ordena Radj—. ¡Hemu, Falak, Tamal! ¡Coged las pistolas y al balcón! ¡Tapendra! ¡Llévate a los ancianos! ¿Dónde está el abuelo?

—Ha bajado… —bala Tapendra, un tipo escuchimizado de pelo largo—. Está en la calle.

—¡Eh! ¡Perros sarnosos! —cacarea en la calle el altavoz—. Venimos a buscar al que se cargó a cuatro de los nuestros en Gamma-Kappa. Uno calvo con barba. ¡Entregádnoslo o mandaremos todo el edificio a tomar por el culo!

—¡Hindi muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto!

Han venido por Radj. En aquel paso subterráneo, durante mi ceguera, durante la lucha contra los demonios, no se resolvió nada, nada acabó. Radj se metió en un buen lío por mí y por Annelie, y ahora los pakis reclaman su cabeza.

—¿Qué hago? —le pregunto a Radj.

—Coge a tu chiquilla y corre. En el desván hay una salida de emergencia…

—No —digo yo.

—No tenéis nada que ver con esto. Es entre nosotros y los pakis, así que ¡venga! —Y se olvida de mí—. ¿Seguro que el abuelo está en la calle? Falak, asómate…

Yo no tengo nada que ver. Las hormigas negras se pelean con las hormigas rojas. Esa guerra insecticida empezó hace mil años y seguirá otros mil, y un humano no tiene por qué meterse en ella. Si Radj no hubiera matado por Annelie a aquellos papiones en el paso subterráneo, habría encontrado algún motivo para matar a otros cuatro una semana más tarde. Nos podemos largar con la conciencia tranquila.

Annelie sujeta de la mano a la pequeña Europa mientras Sonia cierra los postigos y corre los cerrojos. Nuestras miradas se encuentran.

—Radj tiene razón. Nos tenemos que pirar de aquí.

Europa la agarra de la mano con tanta fuerza que los dedos se le ponen blancos, pero no llora. Annelie le acaricia la cabeza.

—¡Mira a quién hemos pillado! ¡Aquí está! —se oye en la calle.

—Lo tienen. ¡Han cogido a Devendra! —El gordo y bigotudo Falak carga precipitadamente la carabina.

—¿Annelie?

—¡Arrojad a ese perro por la ventana! ¡O le serramos la cabeza al viejo ahora mismo! —chirría el megáfono.

—¡Abuelo! —Radj sale al balcón—. ¡Abuelo, tranquilo! Vamos allá…

En la calle se oye un disparo, del techo caen trozos de estuco, Radj apenas consigue agacharse a tiempo.

—¡Venga, serrádmela, chacales! —grita Devendra desde la calle, tosiendo—. Mi sesera no vale nada. Moriré de todas formas. ¡No tengo miedo!

—¡Hindi muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto!

—¡No lo toques! ¿Me oyes? —Radj se asoma, y enseguida suena otro disparo.

—¡Si este coco podrido no vale nada, luego subiremos a haceros una visita! —chilla alguien de la multitud—. ¡Hace tiempo que queremos quemar el avispero!

—En la cocina hay un barril de queroseno —susurra Hemu—. Si deciden abordar el piso… Lo sacamos al balcón y lo volcamos. Tienen antorchas…

—¡Tienen al abuelo! ¡Idiota! ¡Debemos sacarlo de ahí! —ladra Radj.

—Pero ¿cómo?

—¡Esperad a los nuestros! Tamal, ¿has llamado a Tapendra? ¿Qué ha dicho?

—Dice que necesita unos veinte minutos para reunir a todos…

—¡Ponedlo de rodillas! ¡Ali, sujeta la sierra! —chillan afuera—. ¡No nos creen!

—¡No! ¡No! ¡Voy! ¡Ya bajo! —Radj aparta a Sonia de un empujón, abre la puerta—. ¡Soltadlo, voy para allá!

«Son batallas de hormigas —me digo a mí mismo—. No es asunto tuyo lo que vayan a hacer con el viejo, con el chaval barbudo, con sus mujeres panzudas, con sus hijos, sus nietos, que llevan el culo al aire. No eres nadie aquí, eres un extraño. Ni siquiera deberías estar en Barcelona. Vete, llévatela contigo. Vete».

Una tarasca de pelo gris despeinado intenta amamantar con su pecho esmirriado a un niño ajeno para que no llore. Un chiquillo de cinco años de nariz torcida agita los puños, jurando darles una buena paliza a los pakis; su padre le tapa la boca.

—No podemos marcharnos —me dice Annelie.

—¡Que ni se te ocurra salir, idiota! —vocifera Devendra—. ¡No les abráis las puertas! ¡Os van a ahorcar! ¡A todos! ¡No abráis!

Pero Radj ya va bajando por la escalera como un rayo.

—¡Chacales! —ruge el anciano en la calle—. Arderéis todos en el infierno. ¡Todos! ¡Llegará el día! Tantas veces destruisteis el templo de Somnath, pero sigue en pie. En mi corazón. En nuestros corazones. ¡Y vivirá siempre! ¡Mientras vivan mis hijos! ¡Mis nietos!

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —se desgañita la multitud.

—¡Es un perro sarnoso! ¡Acaba con él! ¡Acaba con esa bestia! —grita alguien con saña.

¿Por qué lo hace? ¿Por qué? Lo matarán enseguida, ¿por qué los hace rabiar? Una bomba va hinchándome la cabeza de sangre oxidada, pero los desagües no funcionan y la presión no baja. Siento que en mi cráneo ya no hay espacio libre, que está repleto, a punto de reventar. Ahora el óxido se me saldrá a chorros por los ojos, por las orejas…

—¡Volveremos allí y lo levantaremos de nuevo! ¡Y todos vosotros moriréis en tierras ajenas! ¡No sois pueblo, sino escoria, ratas, animales! ¡Volveremos a la gran India, y vuestro maldito país jamás existirá!

—¡Abuelo! ¡Déjalo, abuelo! —le grita Hemu, pero todo esfuerzo es en vano.

Las balas se incrustan en el techo, picotean las contraventanas, suenan los cristales rotos. Los bebés presienten la desgracia y empiezan a balbucir.

—No podemos. —Cojo a Annelie de la mano—. No podemos.

—¡Aquello son cenizas! ¡Hollín! No quedan ni los huesos de vuestros padres. ¡Pakistán no existe! ¡Jamás debió existir ni existirá! Pero el Gran Somnath siempre estará en el mismo lugar. ¡Siempre! —se desgañita Devendra.

—¡Mátalo! ¿Qué estás esperando? ¡Déjame hacerlo! ¡Sierra ya! ¡Mata a ese perro! —rugen cientos de gaznates.

Salgo gateando al balcón, como en un sueño. Al viejo lo han puesto de rodillas, tres personas lo están sujetando, le han recogido los pelos blancos, dejando el cuello libre; uno, tapado con un pañuelo hasta los ojos, se dispone a cortarle a Devendra la cabeza con un serrucho.

—Ahora mismo tenéis que… —brama por megafonía uno con turbante.

—¡Arderéis todos! ¡¡¡Todos!!! —profetiza Devendra con voz terrible, ronca, desesperada, intentando levantar la cabeza.

—¡Muerte a los hindis! ¡¡¡Muerte!!!

—¡No! ¡Os voy a abrir! —se oye desde el fondo de la escalera.

—¡Perro! ¡Perro! ¡¡¡Muérete, perro!!! —chilla el verdugo del pañuelo, agarra en un puño el pelo blanco y tira del serrucho, hundiendo los dientes en el escuálido cuello del anciano.

Aparto la mirada y reculo.

—¡Somnath! ¡Somnarg…! —el anciano tose, silba, gorgotea—. Arg…

—¡Somnaaaath! —gritan los niños, las mujeres, las ancianas en nuestro piso.

—¡¡¡Somnaaath!!! —corean los vecinos.

—¡Lo han matado! ¡Está muerto! No abráis las puertas. ¡No abráis! ¡Lo han matado! —Mis palabras hacen temblar el edificio.

—¡Allá va! ¡Cogedla!

Algo redondo y pesado vuela, dando vueltas, por el aire; apuntaban hacia el balcón, pero han fallado y la cabeza de barbas blancas cae de nuevo en la multitud.

—¡Abuelo! ¡Abuelo! —llora el gordinflas de Falak—. ¡Animales! ¡Hijos de puta!

—¡Tumbad las puertas! —ordena el megáfono.

—Mamá, me hago pis… —Oigo de pronto una vocecilla justo a mi lado.

—Aguanta… —susurra una voz de mujer.

—Por favor —susurra el niño.

Están arrancando las chapas de las ventanas tapiadas de la planta baja. ¿Cuánto aguantaríamos?

—Eh. —El pálido Hemu me agarra por el cuello de la camisa—. El barril. Vamos. Yo solo no puedo.

Ese anciano.

Su arroz. Su aguardiente. Su hierba.

Me han acogido, me han dejado entrar con la mochila sin preguntar qué llevo dentro.

La silla oxidada.

«¿Cuántos años tienes, niño?».

Europa de ojos azules y Annelie, que le acaricia la cabeza.

Todos juntos.

A través de la niebla roja y el batir de los tambores, lo sigo hasta la cocina; allí está el barril de plástico blanco, lleno hasta la mitad. Tendrá unos cien litros por lo menos. Hemu agarra una asa, yo cojo la otra, y lo arrastramos hasta la habitación. Por el camino se nos une el greñudo Tamal y lo sujeta por abajo. Se oyen las patadas contra la puerta principal bloqueada; a Radj no le dio tiempo a deshacer la barricada.

Abrimos de par en par las puertas del balcón, arrancamos los postigos. Las balas impactan contra la barandilla.

Tic, clac, pum. Hemu destapa el barril, se vuelve hacia mí.

—Si disparan en el barril, estamos jodidos. Así que rápido.

—Rápido. —Asiento con la cabeza.

—Un…, dos…

A la de tres saltamos al balcón; los de abajo ya no son cien, sino doscientos. Decenas de bolas de fuego se levantan por encima de las cabezas negras. Se ven los orificios de los cañones y las chispas de los disparos. Estruendo, alaridos. Tamal se sienta en el suelo, suelta el barril, y todo el peso de éste recae sobre mí y Hemu. Por detrás se acerca corriendo alguien más, lo agarra por el fondo…

—¡Cogedlo fuerte! ¡Y aúpa!

Y una cascada de líquido tornasolado se vierte hacia abajo.

—¡Soltad! ¡Soltadlo!

Cientos de bocas se abren a la vez.

—¡¡¡A correr!!!

Es tarde.

El queroseno los empapa, ese fluido demoníaco, la maldición de Devendra. Rocía la muchedumbre. Les moja el pelo. Les salpica los ojos. Lame las llamas de las antorchas, que han traído aquí para quemar nuestro bastión. Y donde reinaba la oscuridad, se hace la luz.

Se forma una nube baja, naranja y negra a la vez. Los alaridos son tan estridentes que hacen temblar el aire. Se levanta humo negro. Suena un trueno. Y con un bufido gutural se expande un lago de fuego, engullendo a los que han venido a matarnos, a degollar a los ancianos y a los niños. Arden vivos, se convierten en alquitrán.

En los tapiados bulevares de las Ramblas, estas catacumbas oscuras, por primera vez en los últimos doscientos años brilla la luz, se hace de día. Como en el purgatorio.

Es horrible y es precioso.

Es justo.

«Ahora, Devendra, tendrás compañía».

Después, los bulevares, todo el hangar, cada uno de sus metros cuadrados, se llenan de alaridos y bramidos, sonidos muy agudos y muy graves a la vez, espeluznantes, no humanos. Desde el balcón se ven espantajos negros, envueltos en mantos de fuego, agitarse, tirarse del pelo, ulular, chocar unos contra otros, caerse, rodar por el suelo, retorcerse. Tardan mucho en tranquilizarse.

—¡Es un circo! ¡¡¡Un circo!!!

Mi voz. Mi carcajada. Me atraganto con el humo, con el hollín, con sus alaridos.

Vomito.

Me sacan de ahí, me dejan en el suelo tosiendo, descojonándome y regurgitando. Annelie se inclina sobre mí, me acaricia la cara.

—Todo bien —dice—. Todo bien.

Todo bien. Todo bien.

Me meto los dedos sucios en los oídos. «¡Los de abajo, callaos ya!». Pero los orificios auditivos no son sólo entrada, sino también salida… Todas estas voces las he dejado encerradas dentro de mi cabeza…

Soy portador de fuego. La gente arde allá adonde voy.

«Me llamabas a mí, Devendra. Me llamabas y he llegado».

Grito, me desgañito para silenciarlos a todos.

Pasan unos minutos hasta que en la calle se vuelve a instalar el relativo silencio. Más tarde, deja de retumbar el eco dentro de mi caja craneana.

Los pakis se han llevado a rastras a los que no se habían chamuscado del todo. Los demás están allá abajo, humeando y enfriándose. Se acabó. Por la ventana abierta entra una humareda pegajosa. «Tenías razón, Annelie». Seguro que aquí, en el fondo, las personas tienen alma. Míralos, todos quieren ir al cielo, pero se estampan contra el techo y lo tiznan.

De la habitación llena de jaulas se oye un lamento bajo y prolongado. Me vuelvo boca abajo, doblo las piernas y me levanto. Hay que seguir luchando, han herido a alguien más, alguien más morirá.

¿Dónde está mi mochila? ¿Dónde está mi táser? O que me den una pistola, sé manejar armas…

—¿Dónde están los pakis? ¡¿Dónde?! —Zarandeo a Hemu, le miro a los ojos a través de los cristalitos empañados—. ¿Quién está herido?

—¡Es mi mujer! ¡Es Bimby! —Se agita—. ¡Está pariendo!

Annelie parpadea. Se endereza y, caminando con timidez, va hacia donde suenan los gritos, como si la estuvieran llamando a ella. La sigo como un perro atado con una correa.

Bimby se ha guarecido en el rincón más alejado, tiene las piernas dobladas, la espalda encorvada, lleva la entrepierna tapada con una sábana sucia, estirada sobre las rodillas separadas, y una tipa vieja le hurga ahí, como si estuviera jugando a las casitas con una niña.

—¡Venga! ¡Vamos, hija! —anima la partera a Bimby, húmeda de terror y sufrimiento; el pelo teñido está enmarañado, el maquillaje, corrido por el sudor y las lágrimas.

Annelie se queda parada frente a ella, arrobada.

—¡Agua! ¡Trae agua! ¡Agua hervida! —le grita la comadrona.

Annelie va a por el agua.

—¡Ya sale la cabecita! —anuncia la vieja—. ¡¿Dónde está el agua?!

—¡Ya sale la cabecita! —Hemu me da una palmada en el hombro—. Oye, amigo… Creo que voy a echar las tripas, estoy nervioso… ¿Por qué hay tanta sangre? —pregunta de repente—. ¿Por qué sangra tanto?

—Tú, en vez de despotricar, podrías traer agua. ¡Venga! ¡Vamos, nena! ¡Empuja! —reparte órdenes la partera.

Bimby chilla, la anciana se mete de cabeza en la jaima formada por el trapo y las piernas abiertas, Annelie trae una tetera, la tarasca de pelo blanco y desgreñado sirve un juego de sábanas limpias, Hemu cacarea algo sobre la sangre, detrás de mí se pone Radj, hecho enteramente de brea, y en sus ojos apagados empieza a brillar de nuevo una llamita, diferente, feliz.

—¡Mira! ¡Mira qué cosa! —La partera saca de la jaima un monigote huesudo y arrugado, envuelto en una película de sangre y flema transparente, y le da una palmada en el trasero púrpura. El monigote empieza a chillar a pleno pulmón—. ¡Un guerrero!

—¿Qué es? ¿Un niño? —pregunta Hemu con incredulidad.

—¡Es un chaval! —dice la vieja nariguda.

—Yo lo… Le quiero poner… ¡Que se llame Devendra! —dice Hemu—. ¡Devendra!

—¡Que sea Devendra! —aprueba Radj.

Sus ojos brillan como la flema expulsada de la madre. ¿Quizá el pequeño Devendra haya nacido por los ojos de Radj y Hemu, bañado en lágrimas de su bisabuelo?

—A ver, tenlo… —La partera tiende al recién nacido a Annelie—. Hay que cortar el cordón…

Annelie se tambalea, no sabe cómo coger al bebé.

—¡A mí me da miedo! —confiesa Hemu—. ¡Se me va a caer! ¡O le romperé algo!

Entonces lo cojo yo. Sé sujetarlos.

No para de maullar, es un gatito ciego embadurnado en vete tú a saber qué porquería; su cabeza es más pequeña que mi puño. Es Devendra.

—De verdad se parece al abuelo —solloza Hemu—. ¿Verdad, Radj?

Luego me lo quitan, lo lavan y se lo entregan a la exhausta madre, Hemu le da a Bimby un beso en la coronilla y por primera vez toca con mucho cuidado a su hijo…

«Así se multiplican —me digo a mí mismo—. Delante de tus narices».

«¿Los odias? ¿Te da pena no poder sacar de la mochila el escáner, comprobar a todas estas mujeres, muchachas, niños, bandidos barbudos? ¿Te arrepientes de no poder inyectarles a todos una dosis de muerte?».

No sé por qué, pero en lugar de odio siento envidia. «Te envidio, pequeño Devendra: tus padres no te meterán en un internado. Y si vienen aquí los Inmortales, estos hombres de barbas largas les dispararán y les echarán queroseno ardiendo por las ventanas. Es cierto que no podrás vivir eternamente, pequeño Devendra, pero tiene que pasar mucho tiempo para que lo entiendas.

»Ah, y otra cosa: para mí, el día de hoy ha durado más que toda mi vida de adulto. Así que, puede ser que ni siquiera necesites la inmortalidad, Devendra».

Abrazo a Annelie. Al verse entre mis brazos, se agazapa, pero no intenta liberarse.

—¿Has visto qué minúsculo es? —suspira ella—. Es increíble lo diminuto que es…

Y sólo después llegan los refuerzos tardíos. Rodean el edificio, suben al piso, compadecen, felicitan. Las mujeres ponen la mesa, unos tipos serios con turbantes llenan las estancias, fuman en la escalera, abrazan a la alelada Chajna, que hace dos horas aún tenía marido, que se ha fundido en cuerpo y alma con sus enemigos ahí abajo, no hay quien lo despegue.

—¡Mira, mira! ¡Ya abre los ojos! ¿Es normal eso, eh, Janaki? ¡Qué prematuro!

Bimby mece al bebé, se lo aprieta contra el pecho vacío; las ancianas cuchichean: todavía no hay leche. Los hombres llenan los vasos de plástico de brebaje turbio, más peleón y más amargo que el aguardiente casero que me dio ayer el buen anciano.

De todos los catres, de todas las jaulas, salen muchachos, niños, viejos. El ácido olor a miedo se esfuma, se ventila; lo sustituye el rancio tufo de la victoria.

—¡Por Devendra! ¡Por vuestro abuelo! —brama un hombretón cejijunto—. Perdonad que hayamos llegado tarde.

—Ha muerto como un héroe, como un hombre —ruge un tigre de pelaje blanco cubierto de cicatrices—. Ha muerto por Somnath. Brindemos por Devendra.

—¡No quería morir! —aúlla la vieja Chajna—. ¡Eran bravuconadas, mentiras! Le decía yo: «Cállate, no enojes a los dioses». Pero él, erre que erre…

Pero los hombres-tigres no la oyen.

—¡Aquella tierra es nuestra! ¡Nuestra desde siempre! No es de los pakis apestosos ni de los chinos que la están ocupando. Aquello no es Indochina, ni lo será jamás. ¡Por la Gran India! ¡Volveremos!

—¡Por la India! ¡Por Somnath! —retumban las voces.

—¿Por qué lo ha hecho, abuela? —pregunta Radj—. ¡Podría seguir viviendo! Le íbamos a conseguir el agua, yo ya se la había encargado…

—Porque… —La abuela Chajna lo mira y hace con la cabeza un enigmático gesto—. Porque los hijos no deben morir antes que los padres, Radj. Te matarían… Los provocó adrede.

—¡Yo no quería eso! No quería que el abuelo diera su vida por la mía. —Radj aprieta los puños—. Estábamos a punto de solucionarlo. Ya habíamos encontrado el agua para él. Y para ti. ¡Ya la teníamos!

—Yo… Yo no quiero… —dice Chajna con voz apagada—. ¿Qué haré sin él?

—¿Qué está diciendo, abuela? —Sonia alza los brazos—. ¡Qué disparates!

—Él sabía que si Radj hubiera abierto la puerta, habríamos muerto todos. Hizo rabiar a los pakistaníes. Lo hizo adrede. Para que Radj no los dejara entrar —suspira Hemu.

—¿Quién oyó sus palabras? —musita Radj—. ¿Qué les dijo?

—Devendra dijo: «mientras el templo sagrado de Somnath esté en los corazones de sus hijos, estará en la India» —repito las palabras del viejo.

—¿Quién es ese? —farfullan los barbudos, al interrumpir la conversación sobre la inminencia de una gran guerra.

—Es nuestro amigo y hermano —pronuncia Hemu con firmeza—. Me ha ayudado con el queroseno. Se arriesgó por nosotros.

—¿Cómo te llamas? —me interroga un tipo jorobado con crines negras.

—Yan.

—Gracias por ayudar a los nuestros. Nosotros no hemos podido, pero tú sí.

Le respondo con una inclinación de cabeza. «Si no fuera por mí, el viejo seguiría vivo, hermano. Pregúntale a Radj, él sabe cómo empezó todo, pero también está bebiendo a mi salud con los presentes. Si me ha perdonado, si todos los que están aquí son así de magnánimos…».

De pronto siento un escalofrío, porque entiendo que acabo de presentarme con mi auténtico nombre.

«¿Has oído, Annelie?».

Pero Annelie tiene la mirada clavada en el comunicador de Sonia, se muerde el labio.

—Ahora eres uno de nosotros. —Hemu me da una palmadita en el hombro—. Que sepas que siempre tendrás aquí una casa.

Levanto el vaso. Tengo que emborracharme como un cerdo. Olvidar lo que acabo de decir, entonces los demás también olvidarán lo que han oído.

—Gracias.

—Hermanos —dice Radj levantando un brazo—. El abuelo Devendra decía: «Nacimos en unos tiempos de mierda, en un lugar de mierda. ¿Por qué temer a la muerte si la siguiente vida puede ser cien veces mejor que ésta? La próxima vez vendré al mundo cuando nuestro pueblo sea feliz». Así decía.

Chajna llora a lágrima viva.

—Y es curioso. El hijo de Hemu nace justo en el momento en que esos comemierdas matan al abuelo. Él era un buen hombre, no como nosotros. Estoy seguro de que debió de reencarnarse en otra persona inmediatamente. Además, es por algo que mi hermano le ha puesto a su crío el nombre de Devendra.

Los barbudos escuchan esas pamplinas y asienten con la cabeza. No me aguanto y miro con el rabillo del ojo al minúsculo bebé llamado Devendra. Está junto a mí, en brazos de su madre, seria y cansada. Mira hacia la nada… tiene mirada de anciano, una turbia mirada de persona moribunda. Siento cómo, de pronto, se me pone la piel de gallina.

—Devendra está aquí con nosotros. Su sangre corre por las venas de este pequeño y quizá, se encuentre dentro de él. No creo que quisiera alejarse mucho de los suyos, de nosotros… —Radj está hablando y le tiembla la voz—. Y si es verdad, si está entre nosotros… esta vida de perros está a punto de acabar. Pronto llegará la liberación. Puesto que el abuelo decía que se iba a reencarnar cuando nuestro pueblo consiguiera la felicidad.

—¡Por Devendra! —retumba el coro de voces masculinas—. ¡Por tu hijo, Hemu!

Bebo por Devendra. Annelie bebe.

Puede ser que, algún día —me miento a mí mismo—, volveré, o volveremos, aquí a este piso extraño con olores foráneos y templos desconocidos en las paredes y puede ser que una de estas jaulas sea nuestra. Es el único lugar donde me han invitado a vivir, donde me han reconocido como suyo, me han llamado amigo y hermano, incluso si sólo se trata de un rito.

Quizá, en la otra vida.

—¿Cómo estás? —Le pongo a Annelie la mano en el hombro.

—Wolf no responde.

—A lo mejor…

—No responde. Me está pasando todo esto, y él no está. Estás tú, un extraño, un desconocido. ¿Por qué tú? ¿Por qué Wolf no está aquí? —solloza ella.

Sonrío. Siempre sonrío cuando duele. ¿Qué más podría hacer?

—¡Por el pequeño Devendra! —gritan las mujeres.

—Lo tengo claro. —Annelie se limpia los mocos con la manga—. Ese doctor se puede limpiar el culo con su diagnóstico. Es imposible que yo no pueda tener hijos. No puede ser. Iré con mi madre. Si hace milagros, que me ayude a mí. Quiero que esa vieja víbora me eche una mano. Nadie me va a decir cómo tengo que vivir. ¿Está claro?

—Sí.

—¿Vienes conmigo? —Annelie deja su vaso encima de la mesa—. ¿Ahora?

—Pero si estamos esperando a tu… Wolf.

—Eres su amigo, ¿verdad? —Se aparta el pelo de la frente—. ¿Por qué siempre intentas defenderlo? Que si es esto, que si es lo otro, que si lo persiguen, que si está en peligro. ¿Qué clase de hombre es ese que entrega a su novia a unos violadores? ¿Eh? ¡¿Qué clase de persona es?!

—Y no… no soy su amigo.

—Entonces ¿por qué me sigues por todas partes?

Hasta hace poco me sentía con fuerzas y tenía imaginación, pensaba que le podría mentir eternamente. Y ahora lo que quiero es ponerle la cabeza en el regazo y que me acaricie el pelo. Para que todo lo que llevo dentro se caliente y se suavice.

—¿Quién eres entonces, eh? ¿Quién eres, Eugène?

—Soy Yan. Me llamo Yan.

—Y qué es…

Interrumpe la frase justo por donde empieza el troquelado de los puntos suspensivos. Frunce el ceño. Luego los ojos se le ponen como platos y le tiemblan las pupilas.

—Entonces tenía razón. Tu voz…

No puedo confirmar ni negar nada. Todo el valor que tenía lo he gastado en descubrirle mi nombre. Y aquí estoy, frío, asustado, aturdido.

—Me acuerdo de ti.

Annelie se vuelve y mira a los anfitriones.

Los hombres discuten sobre la guerra, cotillean, dicen que vendrá a Barcelona el presidente de Panamérica, Ted Méndez; las mujeres, todas al mismo tiempo, le aconsejan a Bimby cómo hacer que le suba la leche.

Mi mochila la llevo encima y en ella, las pruebas de mi culpabilidad. Hace unos segundos yo era su amigo y hermano, pero si ven mi careta y el inyector, me lincharán en el acto. Ahora le pertenezco a ella.

Soy idiota.

Soy un idiota cansado y miserable.

—¿Fuiste tú quien soltó a Wolf? ¿Y fuiste tú…?

Digo que sí con la cabeza.

Soy un flojo. Un gallina.

Sus ojos marrón claro se oscurecen; las orejas y las mejillas se le ponen moradas. Me parece oír cómo se le eriza el vello en el pescuezo. La envuelve un campo eléctrico.

—Entonces… No eres un espontáneo.

—Yo…

—Es una trampa, ¿verdad? ¡Estás esperando a Wolf!

—Le dejé marchar, ¿no te acuerdas? Él no tiene nada que ver…

Le tiendo la mano, ella se tambalea y recula.

—¡Aquí no me podrás hacer nada!

—No sólo… aquí. —Sonrío—. En ningún lado. No soy capaz.

Me duelen los pómulos y los labios de tanto sonreír.

Annelie parpadea. Recuerda algo… Todo.

—Entonces ¿al final no te escapaste del internado? —pronuncia despacio, mirándome con atención.

—Lo intenté —digo—. Pero no lo logré.

Se muerde las uñas. Los hindúes barbudos hablan sobre lo inútil que es el presidente americano, sus mujeres no paran de alabar al bebé silencioso. Así se decide mi suerte.

—¿Por qué me sigues? —repite de nuevo Annelie, pero le cambia la voz; está casi susurrando, como si fuera nuestro secreto.

Me encojo de hombros. Me doy cuenta de que me tiembla un párpado. Nunca me había pasado antes.

—No puedo… No puedo dejar que te vayas.

Ha pasado un minuto, más o menos; la mirada de Annelie es como un palo con una carlanca para adiestrar a los animales, me tiene enganchado por la garganta y mantiene la distancia.

—Vale —dice ella por fin—. Si no me puedes dejar… ¿Te vienes conmigo? ¿Allí? ¿Te vienes? Yan… si no estás aquí por Wolf…

—Sí.

Sí voy. No porque de lo contrario me vaya a entregar a los dueños de la casa, eso ya no me importa ni me asusta; sino porque me acaba de llamar por mi nombre y me invita a ir con ella.

—Entonces vámonos.

Nos despedimos con unos besos de Sonia, le damos las gracias a Radj, le prometemos a Hemu que lo contactaremos sin falta para ayudarle a montar el negocio de sus sueños, le deseamos al pequeño Devendra felicidad y salud. La niña llamada Europa ya no me parece un demonio; le acaricio el pelo y no me pasa nada.

Chajna, la viuda, está en el balcón y susurra algo con la mirada clavada en los rescoldos.

Podría también despedirme del viejo Devendra, de él y de otros a los que ayudé a morir, pero me da miedo volver a vomitar si veo otra vez la carne quemada. Simplemente no me apetece sentir de nuevo el amargor en la boca.

Nos marchamos.

Por una escalera de caracol, subimos hasta el desván, a la salida de emergencia; Annelie camina delante de mí, en silencio. De pronto para y se da la vuelta:

—Enséñame lo que llevas en la mochila.

Todavía no se lo cree; pero ya es tarde para cambiar el rumbo del juego. Yo no lo quería, pero ahora que se sabe toda la verdad me siento muy bien, como bajo los efectos de los antidepresivos. Me quito la mochila del hombro, la abro y le enseño la cabeza de Gorgona.

Annelie se queda de piedra… pero sólo por un momento.

—Se te ha encendido el comunicador. Es un mensaje.

Y, como si se le hubiera olvidado lo que acaba de ver, sigue trepando. Yo toco la pantalla del com.

Sí, es un mensaje.

Remitente: Helen Schreyer.

«Quiero más».

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