Futu.re

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XXX. La derrota

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XXX

La derrota

Unos zapadores militares, torpes como astronautas, desvisten a Rocamora lentamente, como si estuvieran levitando en el espacio. Jesús se queda inmóvil, con las manos levantadas y una sonrisa oblicua que le ocupa media cara a modo de ictus. Nosotros seguimos a su lado, ya que los ingenieros temen que cambie de opinión.

Dos miembros de la unidad especial, con chalecos blindados y pasamontañas, suben a Ele en una camilla y cierran la cremallera del saco negro. Pobre Ele.

Nosotros estamos esperando a que terminen.

Se llevan a Rocamora. Éste se vuelve y, por encima del hombro, se despide con la cabeza. Berta y yo nos quedamos en medio de la factoría llena de saltamontes dormidos; por lo visto, a los insectos les han echado veneno. Unos robots recogen los saltamontes, intoxicados por la libertad, y los llevan a la incineradora porque ya no son aptos para el consumo.

No queda ninguno de los que estaban en la casa okupada del padre André. Se los han llevado a todos; a Luisa, a Sara y a Inga les han puesto la inyección; a Georg y a Boris —esos ilusos que se imaginaban cómo arreglarían nuestro cosmos destartalado y encasquillado— los han mandado a un internado, para que los formateen. A Natasha, que cantaba lo de «Cielo-cielo-cielo», a otro internado, para que aprenda a incautar bebés y a pinchar la vejez a sus padres durmientes.

Estoy sujetando a mi hija en brazos. Nadie se me acerca, nadie me la quiere quitar. Doy un paso hacia la salida, otro, otro más: nadie intenta detenerme; como si no me pudieran ver.

A pesar de eso, avanzo despacio; me da miedo hacer un movimiento brusco y romper esa pompa de jabón que me hace invisible e inexpugnable. Paso delante de los Inmortales enmascarados, que se han cuadrado junto al saco negro y evitan dirigir hacia mí sus ranuras; delante de los zapadores graciosos, que siguen levitando ingrávidos; delante de unos tipos vestidos de paisano, que hacen fotos a la factoría destrozada con unas pequeñas cámaras de espía; delante de las langostas, que devoran con la mirada los papeles impresos y que han tenido la gran suerte de no haber sido liberadas.

Berta me sigue a pasitos cortos, como un perrito a su amo; seguramente, no tiene adónde ir, o tal vez piensa que la promesa de liberarla que le ha dado Schreyer está relacionada con la promesa que me ha dado a mí.

—Tienes que esconderte —le digo a Berta—. Corre.

Pero ella sigue pisándome los talones.

El elevador llega vacío, Berta y yo somos los únicos pasajeros y, entre los dos, ocupamos una milésima parte de su capacidad. Vamos tranquilos, como si nada hubiera ocurrido en el PI 4451, como si nadie supiera nada de nuestra existencia. Nada de prensa, nada de controles. Mi comunicador está desconectado, nadie puede llamarme. ¿Y quién iba a hacerlo?

Llegamos a la terminal de carga, está a oscuras como siempre. La luz la traemos nosotros, nos sentamos en silencio sobre el banco de medio kilómetro de largo. Esperamos el tren. Las grúas y las cintas transportadoras siguen funcionando. Estoy seguro de que trabajarían a ritmo habitual hasta el último momento antes del fin del mundo.

Mi hija duerme, sin enterarse del estruendo de los contenedores ni del ululato de los motores eléctricos. Y ella, ¿cómo se llamará?

Berta y yo estamos casi espalda con espalda, ella se ha dado la vuelta, ha sacado un pecho y se está sacando leche para el camino.

Llega como un rayo un tubo brillante, lleno de gente, y todo el mundo se abalanza sobre nosotros. Aquí están: los periodistas asquerosos, los mirones, los policías. Corren en manada delante de nosotros, pero nos agazapamos para esconder a nuestros hijos. Los metemos como contrabando en el vagón vacío. Nos marchamos del Polígono Industrial.

Berta me pasa el biberón. Me lo guardo en la chaqueta. Mis bolsillos revientan de cosas imprescindibles. Vamos en silencio.

En la siguiente parada Berta baja. Nadie la sigue. Ella se despide con una mano desde el andén en marcha, yo le devuelvo el saludo.

Un chico de cara simpática y abierta, que estaba dormitando en el asiento de enfrente, se despierta y me sonríe.

—Lo están llamando —me informa, se quita el comunicador y me lo pasa.

—¿Cómo?

—El señor Schreyer quiere hablar con usted.

Cojo el com con los dedos, que me arden y me escuecen como si se me hubiera dormido la mano, como si hubiera estado apretando un extensor y la sangre estuviera regresando a su cauce seco.

—¡Hola! —La voz de Erich Schreyer parece enérgica y alegre—. ¿Qué tal?

—¿Qué quieres de mí? ¡Me has prometido que ibas a dejar que nos marchemos!

—¡Eres libre, Yan! —Se ríe—. ¡Soy un hombre de palabra! Perdona si te distraigo. Simplemente quería hacerte una propuesta…

—No. —Devuelvo el comunicador al chaval sonriente; éste, con un gesto de la cabeza, lo rechaza.

—Estarás enfadado conmigo, lo comprendo. La historia esa con el Quinientos tres, tus llamadas desde la cárcel… El circo que ha montado tu padre. Sólo quería darte una lección, Yan. Educarte un poco. Y me parece que ya has llegado a algunas conclusiones.

—¿Conclusiones?

—Seguramente creerás que estás en una situación desesperada, ¿eh? Con un hijo, sin casa, sin dinero, envejeciendo… No es así, Yan. Para nada. ¿No habrás pensado que te iba a dejar en esa situación?

Me está hablando desde mi mano extendida, la postura me resulta incómoda y el com se me cae al suelo. Pero a Schreyer no parece importarle demasiado.

—¡Olvidémonos de toda esta pesadilla! Como si nada hubiera pasado, ¿vale? Ni tu devaneo con mi mujer, ni infracciones del Código, ni misiones fallidas, ni la historia esa asquerosa con la mujer de tu padre, ni tu vejez.

—¿Que nos olvidemos?

—Olvidémonos. ¡Cualquier regla tiene sus excepciones! ¿Sabes?, tengo contactos en ese Centro de Bruselas. Podemos hacer que te administren el tratamiento. Por supuesto que es caro y complicado, pero… Mañana, si quieres. Se puede parar el envejecimiento, hacer que retroceda. Ni siquiera tendrás que abandonar la carrera. Te conseguiremos otro puesto en la Falange. Al fin y al cabo, allí nadie supo nada de lo que te había pasado.

—¿Qué diablos…?

Pero, involuntariamente, siento girar un cilindro con púas en mi interior, noto cómo se tensan unas cuerdas y una melodía —tímida, incluso cobarde— empieza a sonar. ¿Acaso es posible todo lo que dice? ¿De verdad será posible? Me prohíbo escucharla; me prohíbo escucharlo.

—De verdad. No es tan complicado, créeme. Sólo necesito que me demuestres que has aprendido mi lección, que has pasado la prueba.

La mezo para que no se despierte. La mezo, la mezo, la mezo. Trato de calmarme.

—¿Una prueba?

—Sí.

—Azuzar contra mí a mi propia sección, soltar al Quinientos tres para que me muerda la yugular, ¿todo eso forma parte de una prueba?

—Las pruebas no terminan con la salida del internado, Yan. No terminan nunca. No hay que temerlas. Las pruebas nos hacen fuertes. Te estaba adiestrando.

Ya lo veo. Lo entiendo todo. Conque era un adiestramiento. Un simple entrenamiento.

—¿Y qué tengo que hacer para pasarla?

—Entrega al hijo.

—¿Al hijo? ¿A mi hija?

—Exactamente.

—¿A quién? ¿A ti?

—¡No! ¿Para qué la quiero? ¿Crees que de verdad me los como? —Se ríe—. La internaríamos. Eso sí: anónimamente, después no la podrías volver a ver, pero tendría el futuro garantizado.

—¿Futuro?

—¡No podrás hacer nada con ella, Yan! No tienes qué darle de comer, no tienes dónde vivir con ella, no tienes dinero para su formación, para su educación, tú mismo vas a tener que asumir muchos gastos: la salud vale dinero, acuérdate… ¿Qué le vas a dar? ¿Una vida en una factoría cárnica? ¿O en unas chabolas?

—O sea, ¿simplemente te doy a mi hija y todo vuelve a ser como antes? ¿Como si nada hubiera pasado?

—¡Así es!

La dejo con cuidado encima del asiento, me agacho y recojo del suelo el comunicador. El chico me sonríe: «Eso es, lo estás haciendo genial».

—Tengo que pensármelo.

—Piénsatelo. Piénsatelo, Yan. ¿Con un día te basta?

—Tiene que bastar —respondo después de una pausa.

—Pues estupendo. ¿Sabes qué? Quédate con ese comunicador por si te decidieras antes. O por si me apeteciera charlar contigo. O simplemente saber dónde estás. Quédatelo.

—Tengo una condición.

—Siempre me estableces condiciones, ¿eh, Yan? Estás al borde del abismo, te tiendo una mano, y me impones tus condiciones. Venga. Dime.

—Me dirás dónde está mi madre.

—¡Oh! Sin problemas. Te mando su dirección. ¿Ya está?

—Ya está.

Me abrocho la pulsera. Recojo al bebé.

—Pero no lo entiendo —digo al rato—. ¿Para qué lo necesitas? ¿Qué sentido tiene prometerle algo a tu enemigo? Te podrías haber cargado a todos. ¿Para qué ese juego?

—¿Juego? —Ahora que estoy anillado, resulta que Schreyer habla directamente al oído de mi hija—. ¡Nada de juegos! Esto va en serio. Si no haces esa elección, nunca estarás de mi lado. ¿Crees que tu cuerpo o el cuerpo de tu padre biológico tienen algún valor? Anda ya, mis chicos podrían dibujar perfectamente su réplica a partir de las imágenes del concierto barcelonés. Pero quería que él mismo tomara la decisión. Quería que tú mismo tomaras la decisión. No necesito cuerpos, no necesito esclavos, Yan.

—¿No estarás coleccionando almas? —digo con sonrisa.

—¡Qué curioso! Alguien me decía que no creías en las almas —me responde con una sonrisa.

¿Alguien? Yo mismo. Pero no se lo dije a él, sino a Annelie.

—No hay ningún engaño, Yan. He puesto las cartas boca arriba. Mi oferta caduca en veinticuatro horas. Después me olvidaré de tu existencia para siempre. —Sólo al final deja de hacer teatro, su voz vuelve a ser la de siempre: vacía, sintética—. Ahora te mando la dirección. Confío en ti, Yan. No me falles.

El chico me dirige un saludo militar y baja en la próxima parada. Mi hija se despierta, pero no por la voz de Schreyer, sino porque se ha callado.

Maúlla, me mira con sus ojos amarillos y parpadea. Tiene hambre. Además, hay que cambiarla.

Bajo en la parada siguiente; a saber qué torre es ésta. Sigo los carteles y encuentro un dispensador automático, compro unos pañales baratos, pago con el comunicador del desconocido, no hago caso a las miradas ajenas, mezo al bebé, busco un aseo. Me cierro en la cabina para minusválidos: paredes blancas, pasamanos, limpieza impecable; en Europa casi no quedan minusválidos y pronto no quedará ninguno.

Cierro la tapa del váter, extiendo los pañales encima, la lavo, la envuelvo; mis movimientos hace tiempo que están automatizados. Me sonríe agradecida, balbuce algo. Meto la mano en el bolsillo.

«Quería que él mismo tomara la decisión. Quería que tú mismo tomaras la decisión».

En la cabina de al lado se oye a alguien toser.

En el comunicador se ha arrellanado Erich Schreyer y está al acecho por si me pusiera a hablar conmigo mismo o con ella. Ha tenido la amabilidad de dejarme elegir, pero, en realidad, no tengo ninguna posibilidad de elección.

Tras darle de comer —¡no, todo no, aún nos quedan muchas horas por delante!— vuelvo a guardar el biberón en el bolsillo y salgo de mi caracola. ¡Tilín!, ha llegado un mensaje del senador Erich Schreyer.

Cementerio Pax, torre Centuria. Nombre completo Anna Aminskaia 1 K.

Cementerio.

No sé qué esperaba. Me han dicho mil veces que estaba muerta. Muerta. Pero, en el fondo, en secreto, tenía la impresión de que el cordón umbilical no estaba roto, que iba hasta el punto opuesto de la galaxia, enroscándose como el cable de un teléfono antiguo, como un gotero, y que por él me llegaba la sangre, el calor.

Y nada. Sólo era una impresión.

La torre Centuria no tiene nada de especial. Unas alusiones horteras a la arquitectura de la Roma antigua, estatuas desgarbadas de legionarios con espadas cortas vigilan los ascensores. El andén está lleno, tropeles de gente chocan y se mezclan, como huestes de a pie en una contienda.

Las cien personas que se han apretujado en el ascensor se ponen a cuchichear cuando me ven elegir el nivel en el que está el cementerio, se encogen, se apartan de mí. Como si no se tratara de un cementerio, sino de una zanja en la que amontonaran cadáveres descompuestos, recogidos tras una epidemia de cólera.

Seguro que ninguno de ellos ha estado antes en un cementerio.

Yo tampoco.

Todos los cementerios europeos tienen el mismo aspecto. Hay una ley, que tendrá unos doscientos años, según la cual se creó un único formato para ese tipo de establecimientos rituales. Tiene su lógica: en nuestro mundo no hay bastante sitio para los vivos, malgastarlo para alojar a los muertos sería un crimen. Por eso, en los cementerios, a cada persona se le asigna un espacio suficiente para conservar su memoria genética y algún fragmento visible, para las posibles visitas. Nada de monumentos ni lápidas: todo eso apesta a culto a la muerte. A necrofilia. Los cementerios son sólo guetos de muertos y nada más.

Las cien personas se apartan de las puertas en cuanto el ascensor se detiene a la altura del cementerio. Al otro lado hay una pared blanca y lisa, un escueto cartel amarillo con letras negras reza: «PAX»; normalmente, ese tipo de rótulos iluminados indican los váteres en los intercambiadores. Los cementerios tienen prohibido anunciar sus servicios en lugares públicos, pero mis compañeros de ascensor saben de lo que se trata.

Nos quedamos solos en el vestíbulo: ella y yo.

Está despierta, me ha clavado sus ojillos y, en cuanto ve que la miro, empieza a balbucir. Le sonrío: me sonríe.

Avanzo por un pasillo blanco y vacío hasta unas puertas de cristal mate. Aquí hay un terminal: hay que decir el nombre del visitante y el nombre del difunto. Todas las visitas se registran, así que los mirones y los tanatófilos tienen el acceso vedado.

Anna Aminskaia Uno K. Yan Nachtigall Dos T.

Aceptado. Erich Schreyer es un hombre de palabra.

Las puertas se descorren abriéndome paso hacia el crepúsculo. Avanzo conteniendo la respiración. De pronto me entra la sensación de que me voy a hundir, luego entiendo que camino por una tarima hecha de compuesto transparente, parecido al que separaba del mundo exterior a mi madre, atiborrada de antidepresivos. Debajo del suelo transparente hay una zanja. En uno de los rincones se han quedado al acecho unos pequeños robots manipuladores con pinta de instrumentos quirúrgicos. Son los enterradores.

Una senda aérea.

Un río congelado.

Con un vago serpentear, el río se bifurca justo en la entrada. La única iluminación que hay son unos diodos minúsculos… en el fondo; el techo y las paredes son negras y lisas.

No hay música, ni tampoco otros sonidos; las puertas se han cerrado a cal y canto y ni siquiera el runrún de los ascensores llega hasta aquí. Si hay en el mundo algún lugar silencioso, es éste.

Ella se altera: se revuelve, hace muecas de esfuerzo o de sufrimiento; solloza, se despierta. No le gusta este sitio.

Camino despacio por el gélido cristal, mis pisadas retumban en el aire, doblo la primera esquina y las puertas desaparecen. Miro al suelo: poca gente debe de venir aquí, el hielo no tiene ni un solo rasguño.

Y por fin los veo.

Uno, dos, tres; al principio, diluidos en la luz de las lámparas del fondo, son casi indistinguibles, pero luego aparecen más, y más…

Son cabellos.

Uno por difunto. Es todo lo que nos podemos permitir conservar. No tenemos sitio para otra cosa.

Cada cabello es un portador de ADN. Así siempre tranquilizaban a los moribundos: algún día la humanidad aprenderá a reconstruir a las personas por su código genético, entonces los muertos resucitarán, volverán con los suyos y estarán con ellos por el resto de los días.

Los engañaron, claro está; ni siquiera sabemos qué hacer con los vivos.

Millones de difuntos: millones de pelos. El cementerio no es demasiado grande, pero los pelos están apretujados. Rojos, rubios, negros, se pierden en una masa gris.

Debajo del cristal sopla la brisa de la ventilación. Ésta no para de acariciar y encrespar los cabellos de personas que hace tiempo que fueron recicladas.

Las hebras, como si fueran algas, cubren todo el fondo. Un riachuelo fantasma fluye debajo de la gélida costra, revolviéndolas con su escaso caudal, y parece que después de la muerte hay vida, extraña y sosegada.

El fondo brilla con su blancura apacible. Los rayos atraviesan el pasto subacuático, chocan contra la bóveda del pasillo infinito y por el techo se derrama otro arroyo de luces y sombras.

Avanzo con cuidado para no acabar debajo del hielo, luego me detengo pensativo.

Uno de estos pelos perteneció a mi madre. A Anna Aminskaia Uno K. Qué apellido tan raro. Qué nombre tan raro. ¿Cómo estará relacionada con los jirones de mis recuerdos?

Cada cabello está insertado en un pequeño nicho, cada uno tiene su número. Se le puede preguntar al terminal cuál es el tuyo y un manipulador te acompañará, lo alumbrará, os presentará. Pero yo no pregunto nada. No me apetece. Y además, ¿cuánto tiempo se podrá aguantar con la mirada fija en uno de ellos, mientras lo mecen unas corrientes subacuáticas? Ésa es la cuestión: ¿acaso los muertos se distinguen unos de otros?

Me acuclillo. La dejo a mi lado, apoyada sobre el hielo.

Toco el compuesto transparente: el vacío es impenetrable.

Hola, mamá.

Aquí estoy. Te he encontrado.

No quería encontrarte. Temía que nuestro encuentro fuese exactamente así, por eso lo he estado aplazando lo máximo que he podido.

No tengo ni idea de cómo hablar con los muertos, ni sobre qué.

Imaginemos que te estoy llamando. Como si habláramos por teléfono.

Hola. Tantos años sin oírte. ¿Qué tal? Yo, bien. Encontré trabajo, buen salario, posibilidades de ascenso. Luego me enamoré de una buena chica. Y ya está, ésa es toda mi vida. ¿Cómo la llaman? Annelie. No, ¿sabes?, ahora no me apetece. Te lo cuento en otra ocasión.

Por fin podemos hablar. Yo, la verdad, pensé que iba a suceder antes. Pero al final no me llamaste al internado. No me dejaste que renegara de ti. No me liberaste. No me interrumpas. Es importante.

Nunca tuve la oportunidad de decir lo mucho que te odio por todo lo que habías hecho. Por haber destrozado, mancillado, anulado toda mi vida. Jamás pude decirte cuánto te desprecio por tu puterío fugaz, que me costó veinte años de humillaciones. Lo tonta que fuiste por confiar en tu diosecillo de madera, por rogar a esa estatuilla sorda que se compadeciera de nosotros, que nos protegiera y nos salvara.

No me llamaste, y nunca supe si te habías muerto o simplemente te importaba una mierda. A todos los llamaron sus padres, incluso a los ultimísimos bastardos, pero a mí no.

Claro que pensé que no te importaba. Que te habías librado de mí y te habías quedado tan a gusto. Era más fácil de creer, y más dulce, y más doloroso. Cuando eres pequeño, se sufre menos sabiendo que no te quieren que cuando sabes que no hay quien te quiera.

Crecí esperando tu llamada, mamá, ansiando poder hablar contigo, poder verte, maldecirte y quedarme libre. Pero no llamaste.

Estabas encerrada tras un cristal bancario, detrás de un telón de terciopelo, en tu propia casa; te apoyabas sobre la pared transparente esperando que llegara tu marido y abriera las cortinas, esperabas poder hablar con tu dios, al que él había crucificado otra vez, especialmente para ti.

Es posible que me hablaras, mamá, igual que te estoy hablando ahora. Seguramente, me estuviste hablando durante los diez años sin parar, hasta morirte de vieja. Pero nunca oí tu voz, igual que tú no puedes oír ahora la mía; el cristal es demasiado grueso.

Detrás de mi espalda bufan y se abren las puertas, dejando entrar a otro visitante. Se oyen unas suelas rechinar contra el compuesto, me doy la vuelta: pero se detiene al otro lado de la esquina, no quiere salir, no quiere que lo vea. Ni yo tengo ganas de verlo.

El bebé se revuelve, el hielo le resulta demasiado duro, la cojo en brazos. Mira, mamá. Es tu nieta. Tiene dos meses, no se llama de ninguna forma. Ya sostiene la cabecita, sonríe y hace sonidos que no tienen correspondencias en nuestro alfabeto. Por ahora no sabe hacer nada más. Y nunca la veré sentarse, ponerse de pie, dar el primer paso; jamás la oiré decirme «papá», y mamá no tiene.

Recuerdo que te llamé zorra y puta y que te maldije por no haberme sacado de ti a cucharadas, por haberme concebido como a un bastardo y por haberme parido como a un bastardo: en secreto, rodeado de inmundicia, sobre la marcha. Recuerdo que te maldije por no haber querido legalizarme para que no acabara en el internado. De esta forma habríamos tenido diez años enteros para estar juntos.

Ésta es mi hija, mamá. Ella no sabe hablar, pero me ha explicado algunas cosas.

Resulta que es terrible tener un día asignado para la muerte. Saber cuándo exactamente te van a separar de tu hijo para siempre. Da miedo pensar que no podrás estar a su lado cuando vaya a aprender a caminar, a correr, a bailar torpemente y a cantar desafinando y confundiendo sonidos. No oirás sus primeras reflexiones. No lo podrás limpiar, darle de comer, cuidarlo. Ella sólo tiene dos meses y acabo de comprender todo esto. No me quiero ni imaginar qué haría si tu marido me hiciera su propuesta dentro de un año.

No pudiste sacarme de ti a cucharadas porque me querías y deseabas que naciera.

No me pudiste registrar según las normas porque te daba miedo pensar que algún día nos fueran a separar.

Fui tu milagro. Yo, un ratón pringoso y malvado, fui un milagro para alguien.

Estuve esperando tu llamada durante veinte años. Me daba miedo no reaccionar a tiempo y, cuando me pidieras perdón, perdonarte. Temía ser un flojo y no poder salir jamás del huevo satánico. Me daba pena que ni siquiera intentases contactar conmigo, porque estaba dispuesto a perdonarte en secreto. Pese a todas las prohibiciones, ¿entiendes? Pero no me llamaste.

Algo empieza a pitar en mi muñeca. Pita y parpadea.

Es el comunicador.

Es Schreyer.

Me está llamando aposta, me distrae, se entromete. Lo hace adrede. Procuro hablar para mí porque estoy seguro de que su comunicador funciona como escucha, pero aun así parece que ese hombre me lee el pensamiento.

Me niego a ponerme. Sabe esperar, pues que espere un poquito más.

Me queda muy poco para terminar.

Perdóname, mamá.

Tú no tienes que pedirme perdón, sino yo a ti. Por haberte exigido que me sacaras a cucharadas de tu seno. Por haberte maldecido. Por haber soñado con renegar de ti y escapar, por haber querido hacerte daño, por haberme enojado contigo, por haberme portado como un idiota rastrero, como un cachorro ingrato. Perdóname, por favor.

Sólo ahora empiezo a comprender qué significa dejar que alguien se lleve a tu hijo, qué significa abrirse el vientre, cortarse el diafragma, sacarse el corazón palpitante y entregárselo a alguien. Para siempre. Tú no fuiste capaz. Entonces, no me podrás enseñar. Pero yo necesito saber cómo hacerlo.

Perdóname. ¿Me perdonas?

Golpeo el compuesto con los nudillos, te llamo, quiero entrar y acariciarte el cabello, pero no puedo atravesar el cristal. Debajo del hielo se agita la hierba seca, unas crines canosas e infinitas. Cabellos, cabellos por todas partes, y por ningún lado aparece ese rostro oculto. Como si ella se diera la vuelta. Los remuevo una y otra vez, pero no logro encontrarla.

¿Cuál de estas briznas es de ella? Todas.

—¡Mamá!

Silencio. La hierba se mueve inaudiblemente. Ella no me responde. No puede perdonarme.

Tono largo. Sin conexión.

Beso el hielo para despedirme. Mis labios no lo derriten.

Me cuesta levantarme: resbalo, pero me pongo de pie. Cojo en brazos a mi hija, a su nieta. Camino tambaleándome. Describo un círculo, siguiendo la corriente de dos arroyos, uno que corre debajo de mis pies, otro que fluye por encima de la cabeza, y alguien huye nada más oír mis pasos. Schreyer los habrá enviado para que me espíen, para que me controlen.

Vuelvo por el pasillo-río hasta las puertas mate, salgo sin mirar atrás.

De nuevo me llama él. Descuelgo.

—¿Te queda mucho? —dice Erich Schreyer con voz preocupada—. ¿Sabes?, no es más que un pelo suyo. Menudo símbolo. Seguro que en mi aspiradora todavía quedan unos cuantos.

—¿Podemos vernos?

—Ahora no, Yan. Y no antes de que tu hijo esté en el internado. Suelo fiarme de la gente, pero tú ahora estás en una situación más que delicada. ¿Has tomado la decisión?

—Necesito más tiempo. Tengo que pensar.

Llega el ascensor; hay un par de personas que me miran con cara de saber todo lo que he hecho en el cementerio. Trato de esconderme, de escabullirme entre cuerpos humanos, pero Erich Schreyer me mira a través de todas las cámaras de seguridad, llevo su oreja abrochada a mi muñeca, sabe cada paso que doy.

No puedo decirle que no. No tengo opciones.

La beso en la frente.

—¡Qué asco! —rezonga una joven de piernas largas y cejas depiladas.

—Cállate —le digo—. Cállate, zorra.

La aprieto contra el pecho. Fuerte, muy fuerte.

Después nos dirigimos a donde estaba antes la ciudad de Estrasburgo. Hay otra cosa que tengo que hacer mientras seguimos juntos.

Llevo veinticuatro horas sin dormir. La pequeña cabezada que di por el camino al escondrijo de Fukuyama no cuenta. Pero no tengo sueño. Me quedo sentado, abrazándola, balbuciendo naderías, que le encantan; otra vez me están intentando endosar limosna, otros susurran a mis espaldas que no tengo derecho a meter bebés en el transporte público, pero me da igual.

Cuando llego a la torre Leviatán, ya ha transcurrido un cuarto del plazo que me dio Schreyer. Bajo, las cámaras me miran a la cara, alguien me pisa los talones, susurra algo por el walkie-talkie, a mi alrededor pululan travestidos, Erich Schreyer tamborilea los dedos en la mesa de su despacho, amueblado de vacío.

Desciendo al nivel cero.

Salgo por el portal de madera dando un portazo, salto por los adoquines del empedrado. El cielo azul sobre Estrasburgo sigue apagado, ciego y sordo. La noche es eterna; pero de esta forma se ven mejor los farolillos rojos, parecen más apetitosas las luces de las casitas de caramelo. Pero incluso si la oscuridad fuera total, el camino hacia Liebfrauenmünster lo encontraría en un minuto, a ciegas.

La Catedral de Nôtre-Dame de Estrasburgo se yergue sobre el barrio, como Gulliver sobre la ciudad-maqueta de los enanos, tiene que agacharse para no rozar el techo celeste. Aquí está mi prostíbulo preferido; vengo con mucha tranquilidad, ni se me pasa por la cabeza que me prohíban la entrada con un bebé. No he venido para fornicar, hoy necesito otra cosa.

Llamo a la puerta; espero que el metre de la librea me invite a pasar al club Fetiche. Pero nadie me abre. Münster parece muerto, macizo como una roca, como si no tuviera esos huecos donde antes se alojaban los santos y las putas disfrazadas.

Empujo el postigo de madera y entro.

Desolación: el mando de la recepción está volcado, las tarjetas de las rameras están esparcidas por el suelo, no hay iluminación, no se oye ni el eco de la música, ni de las risas, ni de los gemidos. Todo está cubierto de polvo y mierda de ratas.

En el silencio, me oigo mejor a mí mismo.

Me paseo, con mi hija en brazos, entre los bancos pulidos por los siglos. Las hornacinas, en las que las prostitutas resucitaban la Biblia, están abandonadas. La enorme vidriera redonda sobre la entrada parece una mancha negra, ese aspecto debe de tener el ojo de Dios cuando está cerrado.

Cada paso que doy vuela hacia la bóveda, el eco rasguña el techo, yo solo, con mis pequeños sonidos —carraspeos, canturreo de nanas sin palabras, preguntas como «¿Hay alguien?»—, lleno toda esta enorme catedral.

—¡Luz! —ordeno.

—¡Luz! —ordena el eco.

Nada. No hay nadie.

Ni un solo cliente interesado en profanar el lugar sagrado. Ni una sola mujer que se quiera vender en un templo. Ni sectarios obstinados, ni batalladores chiflados que irrumpan aquí para vituperar a los sacrílegos.

Me alumbro el camino con el comunicador de Erich Schreyer.

En el suelo encuentro una citación judicial: cerrado por impago.

El Fetiche se arruinó. Ni siquiera la serie sobre la vida de Cristo lo llegó a salvar. El club no pudo asumir los gastos de alquiler, de electricidad, de las reformas. Un pequeño y descarado cangrejito se había metido en la concha petrificada de un enorme molusco prehistórico, dio un par de vueltas por el laberinto y se marchó corriendo.

Estoy aquí solo. El último y el más fiel de los clientes.

Ella otra vez se revuelve, llora… y alguien llora en el cielo. Da pataditas; otra vez tendrá hambre. «No pasa nada, tranquila, ea, ea, ea, nos queda leche todavía, la tía Berta nos dejó un poco. Ya te has comido un tercio, así que no seas avariciosa, tenemos que ahorrar».

No quiere soltar el biberón, hace muecas, solloza; se lo quito a la fuerza. Prefiero darle un poco ahora, un poco más tarde. Me guardo la leche, pongo a la niña en vertical para que suelte el aire que ha tragado mientras comía con avaricia.

Doy vueltas por la nave desvalijada, dándole golpecillos en la espalda, hasta que, con un sonido gracioso, expulsa las sobras y deja de gimotear como una mártir. Sólo entonces me apoya la cabeza pesada en el hombro.

Sin embargo, no se duerme, sino que escruta en la oscuridad con los ojos abiertos, barbotea, sacude las patitas; vive. No sé por qué, pero no le da miedo estar aquí. Con mucho cuidado, le acaricio la cabecita, los rizos ralos y suaves que protegen el manantial pulsante. Está callada, me permite hacerle compañía.

Como un iceberg de veinte metros de altura en medio de un océano, me sale al encuentro el antiguo reloj astronómico, el orgullo del club Fetiche y de los anteriores inquilinos de este fósil. Aquel mastodonte frente al cual siempre me detenía cada vez que visitaba este lugar. Dos esferas superpuestas: en la de abajo, números romanos; en la de arriba, los seis planetas del sistema solar, pequeños y dorados, clavados en seis agujas negras. Y otra pieza más: la que marca la nutación del eje terrestre. La pieza cuya vuelta entera dura veintiséis mil años. Recuerdo estar intentando adivinar para qué el relojero tuvo que crear ese mecanismo que tanto lo humillaba, que le mostraba el precio y la duración de toda su vida: tan sólo un grado, una de las trescientas sesenta secciones de la esfera.

Yo venía aquí siendo eternamente joven. Entonces creía que el relojero con sus propias manos hacía girar los planetas, rebobinaba decenas de miles de años a su antojo, tan sólo para desafiar su futilidad, la insignificancia de su vida terrestre.

Y aquí estoy, observando este reloj otra vez. Está parado. No hay quien le dé cuerda, y yo no sé hacerlo.

En Liebfrauenmünster el tiempo se ha detenido. Los minutos se han congelado, se han atascado los planetas.

Y ahora mi propio Sol galopa alrededor de la Tierra, como aquel lucero que veía Beatrice Fukuyama por la ventana; un día mío cuenta por cien. Y, si no acepto la propuesta de Erich Schreyer, me quedan muy, pero muy pocos de esos años fugaces.

Ahora entiendo mejor al relojero. Éste quiso retar al tiempo de otra forma.

Girar las manecillas, jugar con los engranajes no sería más que una chiquillada. Porque uno no pude olvidar que está hurgando en las tripas del reloj aposta, que está haciendo trampa, una trampa ridícula. Sólo un niño de tres años puede creer que las agujas del reloj pueden dirigir el tiempo.

Pero crear un mecanismo cuyo ciclo dura trescientas sesenta veces más que tu propia vida. Que tu mente —ese rescoldo, esa pavesa moribunda, esa chispa de hoguera— pueda pergeñarlo. Y que consigas construirlo con tus propias manos, inobedientes, delicadas, hechas de carne blanda y putrefacta; que fabriques de piezas metálicas algo capaz de desafiar, si no la eternidad, al menos unos veintiséis mil años. Cien generaciones de descendientes tuyos habrán vivido y habrán muerto, pero la aguja, que tú pusiste en marcha, no habrá recorrido ni la tercera parte de su trayecto.

Eso es: el relojero se metió en su reloj y ahí se guareció de la muerte.

Y yo, si me muero, no dejaré nada.

Sólo a ella.

Encima de los planetas paralizados tiene que haber un pequeño retablo: en el balcón de abajo, la Muerte con guadaña se carga a unas personitas pintarrajeadas; en el de arriba, la figurita de Jesucristo acoge a las figuritas de los apóstoles.

Con el rayito saco a Cristo de la oscuridad. Éste frunce la cara, le molesta la luz. ¿Qué tal se está aquí solo? ¿Cuándo te hablaron por última vez? Habla conmigo, yo tampoco tengo con quién.

No, no nos conocemos.

Mi madre me habló mucho de ti de pequeño: «No tengas miedo, Él te protegerá. Hace tiempo Él también fue pequeño y a Él también lo estuvieron buscando los soldados de un rey poderoso y malvado, que temía que, algún día, el niño creciera y lo destronara. El nacimiento de Jesús fue milagroso, y Él tenía una gran predestinación, y Dios Lo protegió de los hombres malos. De la misma manera, Él te protegerá a ti, y los malos, que te quieren encontrar y arrancarte de mí, van a ser despistados y alejados de nosotros. Él te protegerá y Su Padre siempre te guardará, porque tú también has venido a este mundo de milagro y también tienes grandes misiones que cumplir. Vas a dominar las mentes y a inspirar a la gente, y nos salvarás». Yo no entendía ni la mitad de esas palabras, pero todas las aprendí de memoria de lo mucho que me las repetía.

¿Y qué?

Nos encontraron, me metieron en un internado y mi madre me abandonó y nunca jamás la volví a ver.

Siempre fuiste para mí como un hermano mayor que lo hacía todo bien. A ti no te trincaron los hombres malos, creciste y te hiciste Dios; y yo, como ves, no paro de meter la gamba. Lo único que conseguí fue salvar el culo. Mi alma, en cambio, la utilizaron todos los que quisieron, así que decidí que ni la tenía, lo cual me permitía pensar que no había perdido nada.

Es que no sabía que Tú no eras más que un monigote pintarrajeado en un retablo de títeres y que si no te daban cuerda te parabas. Seguro que te gustaría ayudarme y ayudar a mi madre que te llamaba desde el otro lado de cristal… pero ¿qué podías hacer?

Suena el comunicador.

—¿Yan? —Schreyer me zarandea—. ¿Qué haces ahí?

—He venido al burdel.

—Sé dónde estás. Pero te he preguntado qué haces ahí. ¡Si está cerrado!

Me encojo de hombros.

—Se ha arruinado. No lo quieren ni como un lupanar —dice Erich Schreyer—. Si llevas tantos años engañando a la gente, te acaban pillando.

Me quedo callado.

—Al final, le había dado tiempo a llenarte de esa paja, ¿eh, Yan? Lo noté hace tiempo. Siempre se te ocurren frasecillas e imágenes de la Biblia para los más pequeños, ¿eh? ¿Qué? Seguro que te metió entre ceja y ceja que tu nacimiento fue un milagro, ¿no?, que su diosecillo la había besado. No fue un diosecillo. Nada de milagros, Yan. Yo no puedo tener hijos. Seiscientos millones de espermatozoides en cada eyaculación y todos muertos, así ha sido siempre. Y siempre lo he considerado como una bendición. Pero Rocamora va y le fabrica a tu madre un hijo sin ningún esfuerzo. Vaya milagro, ¿eh? Pero ese trolero crucificado, ese mártir de los cojones, no es capaz de hacer otros milagros. Aunque ella se hubiera reventado la frente contra aquel cristal, el otro ni se inmutaría.

Habla tan rápido que el eco no entiende sus palabras, y de los rincones oscuros, del techo enhollinado, me rebota en el oído un tartajeo indescifrable.

—¡Le importamos un bledo tú, ella, todos nosotros! ¡Diablos, me sacaba de quicio con sus oraciones, no te lo puedes imaginar! Por la mañana, por la tarde, siempre, con y sin motivo. Se había vuelto loca, Yan. ¡Estaba loca! ¡Y fue él, ese traficante de almas, el que le hizo perder la razón! La tendría que haber enviado a un manicomio, para que pasara el resto de sus días entre otros dementes, con una camisa de fuerza, atada a la camilla. Pero la quería. No la podía soltar. ¿Crees que fui cruel con ella?

Traficante de almas. Mártir. Trolero crucificado.

Reconozco mis palabras. Y no las reconozco. ¿Quién me las había enseñado?

Apunto el rayo a la figura de Cristo y no lo quiero soltar, no quiero que se vaya. «Tiéndeme una mano, súbeme contigo. ¿O quieres que te tienda mi mano y Tú bajas de ahí?».

Tal vez me haya cansado. Quizá, al igual que Annelie, acabo de entender algo.

Schreyer sigue gritando como un poseído, como si se sintiera mal en este edificio, me dice que me marche de aquí inmediatamente. Pero yo, como el eco, no entiendo sus palabras. Pienso en lo mío.

Recuerdo las palabras del padre André, el pobre hombre que nació en pecado, nació culpable, para pasar el resto de sus días sirviendo para exculparse. ¿Es justo? No, pero él tampoco buscaba justicia. Se veía como una arma divina. El arma más ridícula que se pueda imaginar. ¿Y qué clase de persona es la que se contenta con ser una herramienta? Yo le dije que no era herramienta de nadie.

Y resulta que lo soy.

Un método de venganza. Un actor de un solo papel. Una arma y una herramienta.

Pero no me maneja Dios con sus duras manos de madera, sino Schreyer, con sus manos suaves y perfumadas. Y a este hombre, que torturó a mi madre hasta la muerte y que ahora está llenando de paja el pellejo de mi padre, le tendré que entregar a mi hijo. Ha sido él quien ha dado sentido a mi vida. Para él he estado bailando, haciendo cabriolas en su retablo de títeres particular, para amenizarle al señor senador la eternidad.

Es él quien me puede volver a regalar la eternidad. Y Jesús no puede hacer nada.

—¿Yan? ¿Me estás oyendo?

—Sí. Ya me voy.

—No me falles, Yan.

Schreyer se desconecta, y yo me quedo. Ella se ha dormido y la pongo de lado para que esté más cómoda.

Ahora. Ahora. Ya es la hora.

Entre los iconos destaca uno: el de la Virgen. Tan querida y tan odiada. Venía a verla a menudo. A ella, y no a las putas, no al pobre Cristo, al que todo el mundo pide algo sin darse cuenta de que no es más que un hombre de madera.

Aquí está.

Miro a la Madre, al Hijo.

Yo, igual que Erich Schreyer, no creo en milagros.

Pero Ella salvó a mi Annelie. La salvó de mí y me salvó de mí mismo.

En un mundo impío se puede reclutar a pecadores y se puede obligar a las personas a pecar para poder reclutarlas, así decía el padre André. En una guerra todo vale.

Yo no creo en milagros, sin embargo, Annelie concibió, aunque los médicos le negaban el embarazo.

La separo de mi pecho y se la enseño a la Virgen.

—Aquí está —digo—. Se me ha ocurrido un nombre para ella. Allí necesitáis saber los nombres, ¿verdad? Que se llame Anna.

—Que se llame Anna.

—Como mi mamá.

—Como mi mamá.

Hablo con Ellos, se me ha olvidado que los habíamos echado hace tiempo; hablo como si el anfitrión de esta caracola gigantesca no se hubiera extinguido hace un millón de años.

Ellos no me oyen; Erich Schreyer, en cambio, lo oye todo.

En los internados nos quitan los apellidos y sólo nos dejan los nombres.

A la salida de Münster me están esperando unos tipos haciéndose pasar por asiduos; pero estoy seguro de que no les interesan ni los hombres ni las mujeres: ellos, al igual que su amo, toman la píldora de la felicidad para estar siempre serenos.

Miro el reloj: aún queda tiempo.

Echo a caminar; mientras busco el portal de una de las casas de cuatro plantas, tropiezo en las rendijas del adoquinado; me despisto, giro y me topo conmigo mismo, reflejado en el espejo negro de la pantalla apagada. Llevo la barba enmarañada, el pelo desgreñado, bolsas debajo de los ojos, un bebé en los brazos; estoy negro, el mundo es negro: negro sobre negro.

En el ascensor me pongo a ver las noticias. Al pie de la pantalla leo un titular: «El líder e ideólogo del Partito de la Vida, Jesús Rocamora, ha decidido abandonar la lucha y entregarse a las autoridades».

—¡Y por la tarde no te pierdas su discurso! —Schreyer aparece de nuevo.

—¿Qué habéis hecho con él?

—¿Te refieres al original? ¿Acaso tiene importancia? —pregunta—. Te digo que los cuerpos no tienen prácticamente ningún valor.

—Está… ¿Aún está vivo?

—Si alguien echa de menos a Rocamora, que se ponga en contacto conmigo. Mis chicos saben dibujar cosas increíbles. Incluso lo que el mismo Jesús no sería capaz de hacer. Desde el arrepentimiento hasta el amor paterno. —Se ríe—. ¿Qué planes tienes, Yan?

—Me gustaría estar un rato más con mi hija.

—Un rato —subraya Schreyer y desaparece.

Me gustaría llevar a la pequeña Anna a Barcelona, volver a contarle allí la historia de su madre, enseñarle los recovecos por los que paseamos, pero la Barcelona que necesito ya no existe; aquel lugar está limpio y huele a rosas o menta fresca; no están los bulevares llenos de humo, no hay gambas fritas en aceite sintético, no hay bailarinas callejeras, ni malabaristas, ni tragasables, ni marchas carnavalescas, ni cenas familiares, donde un caldero de arroz da para treinta bocas, no hay niños sentados en los regazos de los abuelos, no hay grafitis en las paredes reclamando justicia, no hay nacimiento, no hay muerte. No está la abuela Anna, ni la joven abuela Margó, ni Radj, que había ofrecido su casa. No queda nada. El hollín lo arrancaron, la mierda la limpiaron, a los niños los deportaron. Yo mismo destruí Barcelona, la traicioné y la arrasé con mis propias manos; por culpa de mis plegarias fue inundada de azufre hirviendo. Pero yo no me fui de ahí, porque no pude irme. Me quedé, y el azufre se derramó sobre mi cabeza y me quemé, y me quedé para siempre, un fantasma en una ciudad fantasma.

«Y todo lo que te puedo contar, pequeña Anna, no tengo derecho a pronunciarlo en voz alta. Sólo puedo pensarlo, de lo contrario, el hombre que te está separando de mí lo oirá. Hablaré contigo en silencio, Anna; no notarás la diferencia, porque ni siquiera te acordarás de mí, no recordarás ninguna de mis palabras. A lo mejor te quedarán las sensaciones: el calor de mi cuerpo, los ecos de mi voz, la leche ajena que te di el último día. Te quiero, e intentaré pasar contigo todo el tiempo posible, antes de que te me quiten para siempre».

En las cafeterías no nos atienden, pues que les den; nos vamos a los Jardines de Escher y hacemos un pícnic en el césped. Como bocadillos de máquina, me permito un poco de tequila: por supuesto, Cartel. «Hola, Basil». Demonios, me hacían muchísima falta unos tragos de tequila. Los bocadillos llevan pasta alimentaria, el césped no se aplasta, pero no importa; algo es algo. No hago caso de los jóvenes que nos miran con ojos desencajados, nos sacan fotos con sus comunicadores. Somos los hazmerreíres.

Tampoco presto demasiada atención a unos tipos de ojos de plástico y piel curtida que se han sentado en el césped —no muy lejos de nosotros— formando círculo. Tienen pinta de cumplir todas las misiones que Schreyer les encomienda.

Está claro que no nos dejarán marchar.

Abro mi abrigo, me pongo a desenvolverla… a Anna, la limpio, dejo que le respire la piel: «Perdóname, llevas las últimas veinticuatro horas fajada de pies y manos», intenta dar la vuelta para ponerse boca arriba. Hoy es un día interesante para ella: tantos colores distintos.

Me doy cuenta de que hoy es el primer día que sale de la factoría cárnica.

La vida acaba de empezar.

Le doy un poco más de leche… pero no toda. La voy estirando como puedo, como si todo dependiera de esta leche.

Alguien llama a la Policía para que a mí y a mi bebé apestoso nos echen a patadas, pero los hombres de piel curtida no dejan que los agentes se nos acerquen: les enseñan no sé qué papeles y los mandan a paseo. «Estamos protegidos, Anna».

Luego nos dormimos: ella se queda a mi lado, debajo de mi brazo.

No, no me da miedo que los esbirros de Schreyer me la roben; los cuerpos no tienen ningún valor, yo mismo la tengo que entregar.

Lo que pasa es que así estamos más cómodos.

Espero soñar con Annelie, así podríamos estar los tres juntos una vez más antes de separarnos. Pero Annelie no quiere despedirse de ella y no sueño con nada. «Qué fácil es para ti, Annelie; ya te has muerto».

Me despierto: aún es de día. Aquí siempre es de día.

El día nuestro se está acabando; el tiempo va pasando, pero nosotros seguimos aquí, abrazados. ¿Qué otra cosa podría haber hecho, cómo habría podido gastarlo? No lo sé. Tengo mala imaginación.

Me levanto, intentando no despertar a la pequeña Anna. Los hombres de caras curtidas nos siguen.

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