Futu.re

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XVIII. Mamá

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—¿Por qué me agarras? —Me aprieta los dedos—. Me has agarrado y no me quieres soltar…

Sonrío y me encojo de hombros; simplemente camino observándolo todo a mi alrededor.

No sé por qué, pero me siento tranquilo, me siento bien, ni la chusma andrajosa que me pisa los pies me saca de quicio, ni el tufo de las mil y una parrillas me dificulta la respiración.

Van cambiando los letreros: las letras árabes enlazadas ceden el puesto a los jeroglíficos, luego el alfabeto latino se mezcla con el cirílico, con sus puntitos y rabitos; de las ventanas cuelgan banderas de diferentes naciones, ubicadas en la punta opuesta del planeta o desaparecidas hace mucho, o que jamás han existido.

—Por aquí —dice Annelie—. Son los únicos que hay.

Levanto la mirada: baños públicos. La fachada imita lejanamente el estilo japonés, pero por dentro ya nadie se acuerda de él. Hay muchísima gente, todos mezclados: hombres y mujeres, ancianos y niños. Annelie no me mira, y no entiendo bien para qué me ha traído hasta aquí.

Para pasar, hay que sacar una entrada impresa sobre una película transparente. Annelie compra también un juego de jabón, esponja y cuchilla de afeitar. Los cambiadores son comunes: en el Fondo no se andan con remilgos. Se quita la ropa ridícula que le había comprado en la máquina expendedora. Se desnuda rápido, de una vez, y no lo hace para mí, sino con un fin determinado. Nada de vergüenza. Estamos rodeados de cuerpos desnudos: mujeres tetudas, tipos canosos de tripa colgando, niños vivarachos, ancianos de culos fofos. Por lo menos hay casillas con llave, donde puedo dejar mi mochila. Me despego del torso la camiseta empapada de sudor, me quito las botas y todo lo demás.

Annelie se sumerge en la multitud, yo la sigo; las magulladuras en sus omoplatos han cambiado el color morado por amarillo, la costra de los arañazos se le ha quitado, sólo quedan unas pequeñas cicatrices blancas, incluso parece que le ha crecido el pelo y le cae sobre los hombros. No sé si es por culpa de mi mirada o por la de los demás, pero el vello de la espalda se le eriza; los hoyuelos del trasero se parecen a los que tienen los niños en los carrillos. Más abajo, todo oscuro.

Las paredes de los baños están cubiertas de azulejos y el suelo, de hormigón; el espeso vapor difumina las imágenes. Mil cabinas de ducha, todas descubiertas, separadas por tabiques. Estos baños no son una copia barata de nuestros lujosos balnearios, ni siquiera su parodia, sino una especie de cámaras de gas de campos de concentración nazis disfrazadas de bloques sanitarios.

Ruido, chirridos de baldes y voces se reflejan en miles de paredes y tabiques, en el techo bajo y liso en el que se condensa al enfriarse el vapor; en medio de una sala grande hay varios bancos de hormigón con unas palanganas encima. En el agua jabonosa chapotean niños, sobre ellos se encorvan las madres, meciendo sus pechos flácidos y exprimidos. Esto sí que es la Sodoma auténtica, cotidiana, inevitable, no como la nuestra; aquí la desnudez no se les regala a los demás, sino que se trae y se exhibe con indiferencia, sólo porque no queda más remedio.

Annelie ocupa una ducha, yo otra, el tabique ya no me permite verla. Sólo desenrosco las llaves y me pongo bajo la catarata. El agua es dura, tiene un olor raro, me golpea los hombros implacablemente. Yo también necesito limpiarme, quitarme toda la suciedad. No estaría mal abrirme también el vientre, sacar de ahí las entrañas una por una, ir lavándolas con ese jabón parduzco y corrosivo y volver a colocarlas en su sitio.

—Yan, ¿puedes venir?

Me asomo.

Annelie está cubierta de espuma, se ha quitado ya el rímel. Desmaquillada parece diferente, más fresca, más joven, más… sencilla; pero también más auténtica.

—Entra.

Doy un paso. Ahora para alcanzarla me tengo que inclinar. Una vez descalzos, resulta que le saco una cabeza. Su pecho me cabe justo en una mano. Tiene los pezones duros, se le han arrugado de la humedad. El vientre no es como el que yo había soñado, no tiene esa carcasa de abdominales, esa tableta de chocolate. Las costillas se le juntan en forma de arco ojival; más abajo, una hondonada sombría, y todo parece tan frágil, tan vulnerable. El ombligo es liso, cóncavo y virginal. Más abajo no me atrevo a mirar, me da vergüenza hacerlo abiertamente; aun así toda la sangre me ha acudido a la ingle.

—¿Me ayudas?

Me pasa la maquinilla de afeitar.

—Quiero cambiar de look.

Ya no me aguanto.

—Idiota. —Me sonríe casi con ternura.

Inclina la cabeza, toda blanca de espuma.

—¿Cómo lo quieres?

—Al cero.

—¿Quieres que te rape al cero? —repito—. Lo tienes muy bien… ¿Por qué?

—Ya no quiero ser así.

—Así ¿cómo?

—Como él quería que fuese. No me da la gana. El corte de pelo, esa ropa suya… Ésa no soy yo. No puedo más.

Y me viene a la mente aquel delirio suyo de cuando la encerré en mi casa.

Entonces sujeto la cabeza de Annelie con mi mano izquierda, le aparto el pelo de la frente y paso la cuchilla por las raíces. El desagüe se llena de mechones, esa lana triste y mojada, ese oblicuo flequillo rebelde; los raudales jabonosos borran el perfil de la Annelie de antes. Ella aprieta los párpados para que el jabón no se le meta en los ojos, resopla cuando el agua le entra en la nariz.

Tengo que girarle la cabeza para que me resulte más cómoda la labor de peluquero, pero sus músculos aún no se han calentado y se resisten. Poco a poco empieza a seguir mis movimientos con más docilidad, he ablandado su desconfianza, como si fuera plastilina; y en cómo reacciona su cuello a la tensión de mis dedos hay más sexo que en todos los actos que he pagado hasta ahora.

A nuestras espaldas hay un montón de gente: viejos y jóvenes, hombres y mujeres, que van de aquí para allá blandiendo sus pechos y demás atributos, se arrancan la mugre secular, se detienen para observarnos a través de los cúmulos de vapor, rascarse, soltar una risilla y seguir su camino. No importa: en este mundo hay tantas personas metidas que no hay manera de que una pareja se quede a solas en ninguna parte. Aun así, en este lugar, bajo las miradas ajenas, estoy teniendo más intimidad que nunca con una mujer.

Al principio me sale fatal, las huellas de la cuchilla parecen tiñas, los tirabuzones restantes hacen que Annelie parezca un chucho sarnoso, pero ella aguanta mi torpeza de inexperto, y el enfermizo desaliño se va convirtiendo en una esbeltez primitiva, auténtica, una belleza arcaica que un humano jamás sería capaz de reproducir.

Recorro con la cuchilla las curvas perfectas de su cráneo, las tallo de espuma; y de esas burbujas sale una Annelie nueva, desembarazada de todo lo innecesario, de todo lo excesivo, una Annelie verdadera, ya flexible, que obedece las órdenes de mis manos.

La pongo de espaldas hacia mí. Le vuelvo a enjabonar la cabeza. Ella pierde el equilibrio, me roza durante un instante con toda su geometría nervuda, y me tiembla la mano; un corte. Pero ni siquiera eso nos hace parar.

—No me hagas daño —lo único que susurra ella.

Ya; ahora está perfecta.

—Vete —me manda ella—. Devuélveme la cuchilla y vete.

Acato la orden. Me quedo solo en mi cabina y lo que me queda es mirar con furia a los mirones que se detienen delante de mi Afrodita.

—No te espero más. —Oigo palabras que no se dirigen a nadie—. No espero nada más.

Luego me coge de la mano y me conduce hacia los vestuarios de la planta de arriba; resulta que aquí hay unos cuartos de relajación que se alquilan por minutos. Por dentro son —evidentemente— muy ascéticos, como en un puticlub. Pero compramos por el camino una botella de absenta, la mezclamos con gaseosa y la habitación nos proporciona exactamente lo que necesitamos: estar solos.

Se desnuda enseguida. Me desnuda a mí. Nos sentamos en las sábanas uno enfrente del otro, ella me observa con atención, sin pudor, entonces la empiezo a mirar de la misma manera.

—No podemos. Tú no puedes.

En esto, Annelie se me acerca, me agarra por el cuello y, silenciosamente, me atrae, me inclina, hunde mi cara entre sus piernas. También lo tiene afeitado, liso, limpio. La saboreo por dentro, cato sus jugos, toda su pulpa; empieza a respirar hondo, fuerte. Annelie tiene un sabor ácido, como un electrodo de una pila, y sus pequeñas descargas me queman la mente, me carbonizan las neuronas.

—Ahora sí… Ahora…

Rápidamente, aparta mi cara de ahí, acerca sus labios a los míos, me clava las uñas en las nalgas, me acerca su punto enardecido, se me entrega, me implora, impaciente, antes de que la encuentre, me coge con sus dedos fríos y me encamina, y me ruega, y ella misma marca el ritmo: ¡¡¡así, así, así, más fuerte, más fuerte, más fuerte, sí, sí, sí, más rápido, más rápido, más rápido, más rápido, aprieta, no tengas miedo, rómpeme, rómpeme, más, más, no quiero tu jodido cariño, tu puñetera clemencia, más fuerte, venga, vamos, lo querías, tú lo querías hacer aquel día, con todos ellos, venga, venga, aquí lo tienes, cretino, bastardo, toma, toma, toma!!!

Quiero escapar, pero no me suelta, y no llego a entender si llora o si gime, si gime de placer o de dolor, si la estoy desgarrando o si ella me está devorando, si es un coito o un combate. Lágrimas, sangre, sudor, jugos, todo es salado, todo es ácido. Se cuelga de mí y resbala por encima —«¡más, más, más!»—, bate sus huesos contra los míos, me estrangula, me mete los dedos en la boca, me agarra del pelo, me insulta, me chupa la frente, los ojos cerrados, grita, me hundo en ella del todo, me fundo con ella y me rompo, me rompo en pedazos.

Me falta una pizca para satisfacerla; entonces se me sienta en la cara, con toda mi inmundicia, con toda su inmundicia, y me la restriega, se desliza, me asfixia, hasta que la dejo libre del todo. Y sólo después de eso se vuelve a instaurar entre nosotros la paz, finísima como los vellos de sus brazos.

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