Futu.re

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XXI. El purgatorio

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¿Por qué no nos ayuda nadie?

Annelie no está entre ellos.

No está Rocamora. No está Méndez. No está Margó. No está James. Todos son desconocidos.

Me derrumbo por el cansancio y me duermo encima de los sedados, alguien más los está atendiendo mientras me encuentro inconsciente. Nos ponen unas tiendas herméticas en las que nos podemos quitar las máscaras antigás aunque sea por unos minutos, comer y beber algo. Masticamos en silencio, no nos hablamos; no hay nada qué decir.

Todos sabemos ya que, con cada inyección, le cronometramos a alguien sus últimos diez años de vida, indiscriminadamente. Nuestras víctimas no discuten; pues estupendo. Se ha decretado una ley de urgencia. En las noticias, Bering se lo ha explicado exhaustivamente a Europa y al resto del mundo: si no se les pincha a todos, volverán. No lo hacemos para castigarlos. Lo hacemos para que aprendan. Para evitar que semejante situación se repita. «Europa tiene derecho a tener futuro», dice Bering.

Busco a Annelie, y busco, y busco, y escarbo, y revuelvo. Pasa otra noche y otro día, y otra noche, e intento ser lo más eficaz posible, paso el inyector de la sangrante mano derecha a la inobediente izquierda y viceversa, me siento encima de las espaldas ajenas, porque ya no me puedo agachar, me arden los riñones, tengo las piernas dormidas y me falta aire, hemos terminado con la plaza de Catalunya y nos estamos moviendo por las Ramblas; nos tenemos que dar prisa, porque pronto van a empezar a despertarse, y no damos abasto, y otra vez cae desde el cielo una nube pesada y los envuelve a todos, y los arrastra hacia la oscuridad, y remolcamos a los gordos, llevamos en camilla a los flacos, subimos en brazos a las chicas cerilla, arrastramos de los brazos y de las piernas a los viejos, identificamos, inyectamos, identificamos, inyectamos, identificamos, inyectamos, inyectamos, inyectamos, y hace mucho que me he saciado de venganza, «No puedo odiarte más, Barcelona, porque no puedo sentir nada de nada», pero todavía quedan quinientos por cabeza, ojalá terminen, ojalá terminen, y los malditos buques llegan al puerto uno tras otro, los alimentamos de carne cruda, y se marchan con la panza llena, estamos desalojando el puñetero Hades, el infierno cierra por liquidación; «Ahora todo esto lo pintaremos de blanquito, quitaremos vuestro tufo a crack y a orina, y a vuestro curry, y a vuestros cuerpos inmundos, y a partir de ahora todo olerá aquí a rosas sintéticas, y vosotros marchaos a África, que los mercantes os descarguen donde sea, no nos importa, sólo marchaos de aquí, acabaos ya, por favor», pero están callados, les hablo como un chiflado, loco de agotamiento, pero siguen mudos como estatuas, y paso el inyector de una mano a otra, inyecto, identifico, inyecto, Annelie no aparece, no aparece ninguno de mis conocidos, aunque ya no me da miedo encontrarme con Radj o con Bimby, no me da miedo tomar decisiones, no me da miedo pincharlos, nada me da miedo, excepto una cosa: cuando los cuerpos acaben, cuando salga de aquí a la superficie, cuando me dejen marchar de Barcelona, no volveré a sentir nada jamás, porque se me acaban de atrofiar todas las neuronas y en vez de ellas tengo costra, que pronto se convertirá en un callo durísimo, y cuando sólo nos quedan cien personas por cabeza hasta eso me deja de dar miedo; y cuando tiramos abajo la puerta de un orfanato cristiano y encontramos veinte niñas de tres a diez años y unas monjas arrugadas que apenas respiran, moviendo bajo los párpados los débiles globos oculares, llamamos una brigada especial, según el protocolo, a los niños los tienen que atender las mujeres, así nos creó la naturaleza, y una hora más tarde acuden una decena de mujeronas fuertes, vestidas de negro, con caretas de Palas Atenea en lugar de caras, y me quedo en un rincón observándolas despachar con rapidez y precisión los filetitos infantiles, y no pienso que aquella de pelito corto y rizado, de unos tres años —¡clac!— morirá siendo una pequeña abuelita marchita de trece años, ni que esa negrita de cinco años —¡clac!— llegará a los quince y tal vez le dará tiempo a enamorarse, ni que esta preciosidad de siete años, con una trenza negra y gruesa, nada más catar la vida, se ajará y perderá toda su belleza antes de que llegue a florecer, y luego se llevan a las niñas durmientes en brazos hacia la oscuridad, abrazándolas como si fueran sus hijas.

Una de las monjas muge inquieta, se pone una mano en el corazón y se incorpora bruscamente, mirándome con sus ojos medio ciegos.

—¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! —grita con voz ronca y me santigua, como si por eso fuera a aullar, a retorcerme, a menguar y a desaparecer.

—Chitón… —Me acerco a ella, le acaricio la cabeza antes de darle una breve descarga con el táser—. Todo está bien. Duerma. Duerma.

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