Futu.re

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XXII. Dioses

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XXII

Dioses

La cajita está vacía.

Abro la puerta para bajar al dispensador y en mi casa irrumpe un mensajero —un auténtico mensajero de carne y hueso— con una invitación.

Ésta está impresa en un plástico grueso de óptima calidad; letras doradas con ringorrangos sobre un fondo negro. Viene a mi nombre, para que no llegue a dudar; y, por supuesto, dudo. Unas horas más tarde, al comunicador me llega un mensaje que confirma que no es una broma.

Estimado… El ministro Bering… Miembros del Comité… Tienen el honor… A usted… Invitado especial… Congreso del Partido de la Inmortalidad… Torre Panteón… Tal fecha… En punto… Opcional…

Aquí está la sorpresa que me prometió Schreyer.

«Ya me han hablado de tus hazañas», me dijo.

¿Hazañas? No hice ni una.

Nada que los demás no hicieran. Todos juntos pasamos casi quince días en aquel cementerio. Cargando y descargando personas, luego dándoles de beber, para que nadie se nos muriera fuera de los plazos previstos. Todos juntos. Pero si los demás recibieron de Bering un pequeño premio y un elogio en las noticias («Al resolver el problema barcelonés, la Falange ha demostrado que es imprescindible»), a mí me dieron un mes de vacaciones y me prometieron una sorpresa.

No quise discutir. He aprovechado el mes sabático de la mejor forma posible: yendo todos los días a los jardines de Escher para ver a la gente jugar al frisbee. Tenía la esperanza de que alguien me ofreciera unirme, pero nadie lo hizo.

También he jalado mucho. He dormido.

Tenía mucha hambre, sueño y ganas de jugar al frisbee. ¿Qué más podría hacer? Ah, también he hecho dos descubrimientos. Primero: cuando un día es idéntico al otro, las horas pasan más rápido. Segundo: si tomas pastillas de la felicidad junto con tranquilizantes, el tiempo pasa cuatro veces más rápido.

Y, por supuesto, he visto muchos informativos. He configurado los filtros de tal forma que me llegaran todas las noticias con las palabras clave «Rocamora» y «Partido de la Vida». He estado esperando que encontraran a ese comemierda o que lo mataran; pero se lo había tragado la tierra. Tanto a él como a Annelie. ¿Lo habrán capturado y estará encarcelado? ¿O, al no poder identificarlo, lo han mandado a África a pasar los diez años que le quedan en una tienda humanitaria? ¿O ha sido una muerte accidental y lo han borrado de las estadísticas?

Eso sí, a Méndez lo encontraron. Ha sido el titular más destacado de la semana en todos los canales. Méndez está vivo, Méndez ha recuperado la consciencia, Méndez ha pedido agua, Méndez ha comido cereales, Méndez ha hecho caca, Méndez se ha despedido, Méndez se ha ido a su casita.

Pero no fui yo quien encontró a Méndez, sino otro.

Así que no sé de quiénes eran los cuerpos que le quitaron de encima; no sé si estaba a su lado el terrorista más buscado del planeta; no sé si había allí una chica de pelo rapado al cero; no dijeron nada de eso en las noticias; cien veces llamé a Schreyer y éste me dio un mes para que me recuperara y me prometió una sorpresa por mis hazañas.

Mis hazañas. ¿Qué querrá decir con eso? Había prometido conducir a los nuestros hasta Rocamora y no lo hice.

Pero sí que había llegado a Barcelona con la chiquilla a la que tendría que haber eliminado. Y esa chiquilla se identificó y buscó datos sobre la ubicación de mi madre. Tampoco quise contestar a las llamadas de mi supervisor.

Nos aseguran que estamos vigilados constantemente. ¡Anda ya! No iban a poner a cincuenta mil personas, durante veinticuatro horas al día, para que sigan a otros cincuenta mil; ¿quién lo pagaría?

Pero si uno de los cincuenta mil de pronto despierta especial interés…

Abrí las puertas de Barcelona a los Inmortales. Estuve luchando contra cadáveres adormilados sin escaquearme ni un minuto.

Pensé que con eso podía pagar todos mis pecados y simplemente hice lo que debía. Pero no me sentía satisfecho; por eso, cuando Schreyer me prometió una sorpresa, me imaginé que se refería a una ejecución pública.

Pero no me quedaban fuerzas para escaparme. Todavía no las tengo. No tengo ni fuerzas para huir ni lugar donde esconderme. Ni nadie que me espere. Les inyecté a todos el acelerador y los mandé a África.

No tengo fuerzas para pensar, no me fío de la tipa que me engañó, ni me apetece seguir buscando a mi madre en los terminales desquiciados; no me apetece nada de nada.

Por eso durante todo el mes he estado multiplicando antidepresivos por tranquilizantes, dormía y veía a la gente jugar al frisbee.

Es como estar en libertad condicional. Como el torno con el que sujetan a las ocas para que no se meneen mientras las atiborran de sustancias varias que les provocan cirrosis. Después les sacan el hígado y lo untan en picatostes, llamando a esas delicatessen «foie gras».

El mes ha pasado volando. Pero me ha venido bien: se me ha cicatrizado la mano, puedo doblar los dedos, he engordado seis kilos. Digamos que me he recuperado. Misión cumplida.

Y aquí está. Soy invitado de honor en el congreso. O chivo expiatorio al que hoy los sacerdotes van a degollar.

Por supuesto que acepto la invitación y a la hora indicada me planto a los pies de la torre Panteón. Es la sede central del Partido de la Inmortalidad. Uno de los edificios más suntuosos del continente.

«Hoy es un día especial», pienso. Voy a prescindir de pastillas.

La torre Panteón es una columna de un kilómetro de diámetro, hecha de materiales compuestos con textura de mármol blanco, que se levanta muy por encima de los demás rascacielos. A los invitados del congreso los reciben en la puerta principal, que se encuentra casi a la altura del suelo, en el mísero décimo nivel: el ascenso a la cúspide mundial no se puede empezar a la mitad del camino.

El portal es enorme, por el vano podría pasar tranquilamente una turbonave; y la escalera es tan amplia que medio centenar de personas podrían subir a la vez sin darse ni un solo codazo. Incluso los peldaños de piedra son más anchos y más altos de lo necesario; está todo pensado. La escalera está cubierta de alfombras naturales, y en cada segundo escalón hay un Inmortal con quitón negro y careta.

La luz es tenue y emana del interior del mismo seudomármol que lo cubre todo.

El olor es extraño. Son unos antiguos sahumerios rituales, perdidos hace siglos y vueltos a sintetizar especialmente para Panteón. «Es mirra», me explica en el primer rellano un diosecillo de pelo rizado, que recibe mis tristes ropajes cotidianos y me entrega en su lugar un quitón blanco.

Después, me toca subir otros doscientos peldaños, acompañado por el sonido de flauta antigua y respetuoso murmullo de los demás invitados, que igual que yo tienen que escalar estos peldaños incómodos e interminables.

Aquí hay chicos y chicas jóvenes, hermosos y de complexión perfecta. Todos llevan quitones; así son las reglas. No es ningún capricho, ni siquiera un carnaval, sino un homenaje a la historia.

Según Schreyer, el Partido de la Inmortalidad nos hace volver a la más feliz de las épocas vividas por la humanidad, desde que dejó de gatear hasta el día de hoy.

El Partido de la Inmortalidad proclama una neoantigüedad.

Se está recuperando el pasado glorioso. Una época realmente inmortal, que resultó ser más joven que las posteriores edades de hierro, oxidadas y pulverizadas hace tiempo. Una época que había contagiado su belleza a las civilizaciones posteriores y que se fue revelando en ellas muchos siglos después. Los genes de la Europa de hoy están entreverados con ese virus, y él ha sido el que la ha hecho eternamente joven. Todos somos sus portadores, su reserva natural está dentro de nosotros. También son palabras de Schreyer. Sí que sabe.

Los ascensores nos esperan en el segundo rellano, separado del portal por trescientos peldaños, demasiado grandes para el hombre corriente. Aquí también hay guardia de honor formada por Inmortales; quizá se encuentren entre ellos algunos de los que estuvieron desbrozando Barcelona conmigo, pero la cara de Apolo me deja con la incógnita.

Yo no llevo careta. Sin ella me siento incómodo, avergonzado. ¿Cómo voy a mirar a los bonzos del Partido, sus patrocinadores, sus altos funcionarios, sus amigos poderosos, miembros del Comité? Los vemos sólo en las noticias, y tampoco a todos; pero si existen los verdaderos Inmortales, en cuyas manos está el futuro de Europa, son ellos.

Jovenzuelos. Jovenzuelos eternos.

El ascensor de oro sube despacio, al otro lado de las puertas de cristal van cambiando los niveles: vestíbulos espartanos para formaciones, laberintos para juegos, anfiteatros en la orilla del mar Egeo. Los templos de Apolo sobre las rocas y los de Afrodita, rodeados de bosques verdes, no son más que elementos decorativos, claro, puesto que los Inmortales no precisan de divinidades. Los baños recónditos, el Partenón, tres veces más grande que el original, un Coloso sacado del olvido, incontables salones —para reuniones, para escuchar música sinfónica, para ver vídeos—; olivares bajo un sol clemente, piscinas con delfines vivos, gimnasios, museos, y detrás de todo esto, en cada uno de los dos mil niveles hay despachos, recibidores, salas de prensa; y a saber qué cosas más. Y en la mismísima cima se sitúa la Nave Principal, de dimensiones ciclópeas, donde tienen lugar los congresos.

Schreyer me ha citado en una de las antesalas de la planta inmediatamente inferior a la de la Nave Principal. En la entrada, los Inmortales comprueban los datos de los invitados.

Esto es el fin.

Estoy seguro de que me van a retorcer los brazos y me llevarán al cuarto de las torturas debajo de alguno de los delfinarios o me ahorcarán en uno de los olivos, pero me hacen una señal con la cabeza y me dejan pasar.

Hay que descalzarse. Debajo de nuestros pies, alfombras suavísimas de estampado alegre; en las paredes, imágenes de atletas desnudos. Detrás de las ventanas, orillas rocosas cubiertas de casitas de adobe, blancas y panzudas como nidos de golondrinas, y polvoriento verdor estival, y el mar soñoliento teñido de lapislázuli. Unas ramas salpicadas de limones acarician los ventanales.

A Schreyer lo encuentro al fondo del local, junto a las mesas con manjares.

El senador está rodeado de jóvenes refinados, con quitones de diferentes colores y estampados; Helen lo tiene cogido por el brazo, lleva el pelo peinado hacia atrás, viste una túnica blanca y sencilla hasta el tobillo, pero la tela está prendida de forma poco discreta, descubriendo deliberadamente su costado vulnerable; más abajo brilla el bronce pulido de su cadera.

Helen se aburre, Erich está entretenido. Pero éste nota mi presencia enseguida; ella, sin embargo, me ignora. Cuando me aproximo a ellos, la mujer se aparta; a él le importa un bledo.

—De verdad, Erich, ¿por qué vas a todas partes con esa yegua escuálida? —Un Pan de cabello rizado sacude a Schreyer por el hombro, sin esperar siquiera a que Helen se aleje lo suficiente.

—Es mi esposa, Filipp —responde Schreyer encogiéndose de hombros.

—¡Esposa! Debes de ser el último miembro del Partido que siempre duerme con la misma tía —dice el pícaro de Filipp con gesto de desaprobación.

—Soy un viejo sentimental —bromea Schreyer—. ¡Yan! ¡Por fin llegas! Señores, éste es Yan, mi nuevo amigo con un futuro prometedor.

—¡Oh! He oído hablar de usted —dice con una sonrisa un guaperas melenudo de buena raza—. ¡Caras nuevas en el horizonte! No se puede imaginar lo cansado que es contemplar los mismos rostros durante doscientos años seguidos. Seguramente, conozco a todos los miembros del Partido por el nombre y sé, además, quién se acostó con quién y en qué siglo.

—¡Sabía que echabas de menos sangre fresca! —dice Schreyer riendo—. ¡Chupasangre! Éste es Maximiliano, miembro del Consejo Ejecutivo de Claud Construction, que ha llenado de edificios la mitad del continente y hace todo lo posible por completar la otra mitad…

—¡Si usted deja de ponernos trampas, claro! —dice Maximiliano a carcajadas.

—Me suena bastante —respondo con una inclinación de cabeza.

—Éste es Rick —continúa Schreyer, señalando a un tipo noble de aspecto heroico. Parece que éste se acaba de despojar de armaduras de hoplita y que ni siquiera ha tenido tiempo para afeitarse—. ¡Salúdalo, Rick! Rick es el eslabón entre el gobierno y la presidencia de TermoAtómica…

—¿Por parte del gobierno o de TermoAtómica? —pregunto a Rick sonriendo.

—¡Eres un cachondo! —responde Rick guiñándome un ojo.

Helen está mirando a la ventana; a la pantalla.

—Voy a saludar a su esposa —le digo a Schreyer.

—¡Déjelo! —me intenta disuadir Rick—. ¿Para qué?

—Erich, te lo juro, la gente susurra a tus espaldas —lo apoya Maximiliano—. Estás casado… ¿No pensarás tener hijos?

—Escucha, compadre, pero ¿no tenías tú un gato en casa? —se ríe Schreyer.

—Sí, por cierto, tuve que esterilizarlo; ¡antes había un tufo, unos maullidos, una cantidad de pelo horrible! Pero ahora vivimos en plena armonía.

—Estoy pensando hacer lo mismo con la mía. —Schreyer esboza una sonrisa cegadora—. Pero echarla a la calle ¡sería cruel!

—Permítanme —me disculpo con una ligera inclinación—. Aun así la voy a saludar. Esposa mía no es.

Cojo dos copas de vino de la mesa y me acerco a Helen.

—Estoy empezando a entenderla.

—No lo creo —dice ella sin darse la vuelta.

Estoy pensando qué otra cosa puedo decir; Helen ni siquiera intenta ayudarme. La sala tiene una acústica excelente y todo lo que está diciendo Schreyer a sus amigos lo puede oír desde aquí perfectamente. Y me parece que no es la primera vez que le toca escuchar semejantes palabras.

—Dicen que el senador Schreyer es el último hombre casado del Partido —digo—. Eso tendrá su precio, supongo.

—¿Se refiere al precio que estoy pagando?

Schreyer me hace una señal con la mano como si quisiera decir: «¡Déjate de chorradas y ven aquí a divertirte!».

—Siento no haberle contestado —digo—. He pasado una racha difícil.

—Me lo imagino. Y yo ya no sé cómo vencer el aburrimiento. Otro desastre.

—Cambie de ambiente —propongo—. Haga un viaje de placer. A Rusia, por ejemplo.

—Qué va —pronuncia con voz firme, todavía de espaldas hacia mí—. Mi correa tiene tres metros como máximo.

¿Qué más se puede decir? Dirijo una reverencia a su preciosa nuca y vuelvo con Schreyer y sus amigos sujetando en las manos dos copas llenas.

—Hoy no eres bien recibido —bromea benévolamente Schreyer—. ¡Una tormenta hormonal! ¡Todos a cubierto! ¿Ves lo que ocurre con la gente que no toma la píldora de la placidez? Tarde o temprano tienen que empezar el tratamiento con antidepresivos.

—Tiene usted un buen poder de convicción —contesto con una sonrisa.

—¡Yan! ¿Qué es eso de «usted»? Ya lo hablamos una vez… —Me mira con reproche—. Vamos a dar una vuelta. Perdonadnos, chicos. —Y, tras abandonar a Helen, desfilamos a través de las innumerables habitaciones, todas situadas a lo largo de un muro inexistente de un palacio inexistente de la Grecia Antigua—. Imagínate, los de Claud no paran de pedir que suavicemos las medidas de control de natalidad. ¡Dicen que la población existente ya tiene cubiertas las necesidades de vivienda y que no tienen más perspectivas de desarrollo! Y piden, y piden…

—Pero si la vivienda es lo de menos —observo—. ¿Pero el agua? ¿La energía? ¿Los alimentos?

—La próxima vez serás mi abogado. —Schreyer me muestra el dedo gordo—. Pero a esos granujas lo único que les interesa son los miles de millones que les faltan. Yo le digo: «No se os ocurra sacar el tema, con lo que nos ha costado volver a meter al genio en la lámpara. ¿Queréis que recomiende vuestra compañía a nuestros colegas de la India? ¡Es un mercado espléndido, con muchas perspectivas!». Ni te imaginas la mirada que me echó. «¿La India? Pero ¿no era un desierto radiactivo?». «Exactamente», le respondo. Jungla por un lado, desierto por el otro, donde antes estaban India y Pakistán. ¡Y sólo porque alguien había permitido que la gente se multiplicara sin control! ¿Y cuál es el resultado? Superpoblación, una guerra con los estados vecinos, motivada por la religión, como siempre, luego, claro está, un conflicto nuclear con cien mil millones de víctimas. Ahora la jungla está siendo explotada por China, porque en ese sabio país a toda la población la castraron hace doscientos años, y éstos han sido una época de absoluta estabilidad. Y los últimos hindúes están en nuestro territorio, en Barcelona…

—Estaban.

—¿Cómo? Ah, sí. Pero ¿sabes qué me dice? ¡Dice: «Por lo menos India tiene posibilidades de desarrollo»! —El senador se ríe—. ¡Menudo cínico sinvergüenza!

—Es un hombre de negocios.

—Los hombres de negocios son unos desalmados —dice Schreyer, agitando tristemente la cabeza—. No es el dinero lo que gobierna el mundo. Sino las emociones. Por eso —me guiña un ojo—, el futuro son las farmacéuticas, y no esos dinosaurios. De los cinco miembros nuevos que entran este año en el Partido, tres son accionistas de unas grandes compañías farmacéuticas. Nos van a hacer ofertas especiales en antidepresivos. Y, por cierto, en la píldora de la placidez. —Me da una palmada en el hombro—. Escucha —sigue hablando con el mismo tono—, te deshiciste de aquella chiquilla, ¿verdad?

—Sí —contesto.

La sangre se me congela. Empiezo a darme cuenta de que en la trituradora no quedaron sus restos y de que, seguramente, le habrán enseñado las imágenes de las cámaras de seguridad de los trenes y, quizá, de las que están escondidas en mi casa.

—Me deshice de ella más tarde. Aparecieron unos hombres y tuve que llevármela a Barcelona, porque…

Creo que no tenía intención de mentir, pero empiezo a justificarme y a soltar una trola tras otra. Todo empieza a cuadrar en mi mente: la maté, pero no en Europa; decidí llevarla a Barcelona, porque ésa fue su última voluntad; no, tonterías, porque allí era más fácil hacer desaparecer el cuerpo, sin que quedaran restos…

—No necesito detalles —suspira—. Tengo bastante con tu palabra, Yan. Te creo.

Nos quedamos callados y simplemente migramos de una estancia a otra, pasando entre jóvenes hermosos, chicos y chicas, sonrientes y felices, joviales y sensuales.

—Rocamora —empieza a contarse Schreyer a sí mismo— sólo trabaja con hackers buenos. Han borrado todos sus datos de nuestras bases… Ahora nadie puede identificarlo. Y toda esa comedia con el proyector de Méndez y las turbonaves… —El senador agita la cabeza con ironía—. Al menos no es un rival aburrido. Por cierto, Méndez va a participar en la Liga de las Naciones. Piensa protestar contra la actuación inhumana de nuestro partido y exigirá la abolición de la Ley de la Elección. Es un hombre terco, ¿no crees?

—¿Habrá votaciones? ¿No nos perjudicará?

—¿Méndez? ¿A nosotros?

Suelta una carcajada. Mi broma le hace gracia. Por lo visto, la pregunta no se merece una respuesta.

—Has oído lo que ha dicho Maximiliano, ¿no? Las últimas caras nuevas aparecieron en el Partido hace unas cuantas décadas, Yan. Y, créeme, presentarte a esas personas es una decisión muy importante para mí. Te espera un futuro brillante.

Todo esto me hace sentirme incómodo: mi incompatibilidad con la gente, con el lugar, con el papel.

—¿Acaso me lo he ganado? —pregunto.

El senador me dirige una mirada extrañada, como aquel día, durante nuestro primer encuentro, cuando se le cayó la máscara. Esta vez tampoco responde a mi pregunta; no parece haberla oído, ni siquiera estaría pensando lo mismo que acaba de pronunciar en voz alta.

—¿Sabes, Yan…? —Me pone una mano en el hombro—. Lo que te voy a decir ahora puede parecer una estupidez sentimental y… si algún miembro del Consejo lo oye, puede haber un escándalo. Pero…

Nos detenemos. La estancia está vacía. Desde lejos llegan unas risas. Una brisa imaginaria mece unas ramas artificiales tras los falsos ventanales.

Schreyer esboza una mueca y tarda en empezar a hablar.

—Tú sabes que no procreamos. A vosotros, los Inmortales, os prohíben mantener relaciones con mujeres… Los del Partido no estamos tan limitados, pero no se nos permite tener hijos. Ni siquiera desearlos… Pero…

Se traba como un chiquillo.

De pronto, como una catarata sonora que inunda toda la torre kilométrica, empiezan a sonar unas tubas colosales, interrumpiéndolo.

—Tú… Tú eres el hijo que nunca tuve, Yan —tartamudea Erich Schreyer, confuso—. Que no puedo tener. Lo siento. Vamos, nos están esperando.

«No, espera… Para…».

¿Qué? ¿Qué querrá decir?

Pero ya no se habla más de eso; el senador vuela como un huracán, atravesando pasillos y habitaciones donde yo solo seguramente me perdería. No entiendo nada; le sigo los pasos, quiero detenerlo, ¡obligarlo a terminar la frase!

De pronto, todo lo que ocurrió desde nuestra primera cita deja de parecerme una coincidencia; su atención, sus cuidados, su paciencia, la confianza, que al final defraudé, y su disposición de seguir defraudándose…

Quizá no sea ningún préstamo que él quiere endilgarme, sino… ¿devolución de una deuda antigua? Como si me hubiera perdido hace tiempo y ahora, al encontrarme de nuevo, no me quisiera soltar. Como si…

A la Nave Principal pasamos a través de una puerta trasera, mientras los demás siguen agolpados en la entrada principal. Jamás he estado aquí. Normalmente, los Inmortales pueden acceder a este lugar sólo en calidad de guardias.

La Nave Principal es un cuadrado inscrito en el círculo de la torre, cada uno de sus lados mide cientos de metros. Sus columnas llegan hasta el firmamento y le hacen de soporte. El suelo está cubierto de mármol auténtico, descascarillado y rayado; viejo. Pisamos con nuestros pies descalzos las mismas baldosas que hace tres mil años pisaban los talones de los antiguos helenos. Mientras construían de estas piedras un templo, pensaban que algún día serviría de refugio para Atenea, Apolo o Zeus. Y de pronto aparecemos nosotros. Es una sensación extraña.

¿Acaso este lugar puede llegar a ser mío?

Busco la mirada de Schreyer. Éste me sonríe, sin alegría, con sofoco.

De nuevo truenan las trompetas; ¿no serán las mismas que tendrían que haber anunciado el Apocalipsis, pero que los ángeles retirados vendieron en un mercadillo por una miseria para comprarse la priva y ponerse ciegos? No habrá fin del mundo. Estaremos en esta tierra eternamente; desde hoy y para siempre jamás.

El salón se va llenando de jóvenes con quitones. Son decenas, quizá cientos de miles; la crème del Partido. Seis de ellos suben a una larga tribuna situada al fondo del salón.

Schreyer me acaricia la mano y me abandona en una de las primeras filas. Su lugar es ahí, en el Consejo. Él es el séptimo.

Entre ellos ninguno es general: el Consejo toma todas las decisiones conjuntamente. Y la voz de Erich Schreyer, el senador, tiene el mismo peso que las demás. Bering ocupa el humilde puesto en uno de los laterales, el centro se lo ceden a la firme y orgullosa Stella Damato, ministra de Política Social. Junto a ella se pone Nuno Pereira, el jefe del Ministerio de Cultura. Después, Françoise Ponsard, responsable de educación y ciencia. Guido Van Der Bille, sanidad. Iliana Meir sustituye al portavoz del Parlamento.

No importa el puesto que ocupan hoy. Todo puede cambiar en cualquier momento. Son todos iguales, pero el congreso del Partido lo inaugura el senador Erich Schreyer:

—¡Hermanos! —Da un paso hacia delante, y el mármol absorbe el susurro que inundaba el salón—. Tuvimos la suerte de nacer en una gran época. Somos las primeras personas que han alcanzado los sueños y las metas de nuestros incontables antecesores. Todos ellos querían vencer a la muerte, la vejez, el olvido. De los miles de millones de difuntos podemos recordar los nombres de tan sólo unos cuantos. De los demás no queda nada. Como si jamás hubieran vivido. Tan sólo pasaron fugazmente por este mundo.

Levanto la mirada… Da la impresión de que la Nave Principal no tiene techo. Encima de mi cabeza se extiende el infinito. El espacio negro con miríadas de estrellas. Las recién nacidas supernovas y las enanas moribundas. Galaxias lejanas enroscadas. Protonebulosas fluorescentes. Rozando el salón por uno de sus ingentes costados, sale el Sol, un crisol alquímico lleno de oro hirviendo, e incluso veo reventar las burbujas de sus protuberancias… ¿Qué es eso? ¿Cámaras instaladas en Mercurio o Júpiter? ¿Animación? ¿La vista desde la oficina de Dios, que quedó vacante?

El universo llena el espacio entre las columnas, está por todas partes, como si la Nave Principal se encontrara en algún cometa; aquí no hay gravitación ni aire, pero no necesito ni una cosa ni otra.

—Dicen que si las hormigas supieran transmitir el conocimiento acumulado de generación en generación —continúa Schreyer—, el planeta no pertenecería a los humanos, sino a ellas. Todo lo que crearon, pensaron, sintieron cientos de miles de millones de personas al final ha desaparecido, todo ha sido en vano. Aprendíamos las mismas lecciones una y otra vez, construyendo la torre de Babel de arena seca. Sólo la juventud eterna nos ha podido transformar de hormigas en humanos. Los científicos y compositores del pasado envejecían y se quedaban sordos nada más alcanzar la naturaleza y los secretos de la armonía. Los grandes pensadores se hacían niños, los pintores se quedaban ciegos, sin llegar a alcanzar la cúspide de su creatividad. La gente llana, obligada a someterse al yugo de la reproducción por el envejecimiento y la muerte, nunca tuvo tiempo suficiente para encontrar y desarrollar su verdadero talento. El miedo a la muerte nos transformaba en reses, en animales de carga. La vejez nos privaba de la razón y de la fuerza en cuanto adquiríamos un mínimo de experiencia. No éramos capaces de pensar en otra cosa, sino en la rapidez con la que se nos iba la vida y, con las orejeras puestas, íbamos tirando de las lanzas a las que iba enganchada nuestra propia lápida. Así fue; hasta hace poco. Y muchos aún recuerdan aquellos tiempos. Muchos tuvieron que enterrar a sus padres, a los que había faltado tan sólo una pizca para alcanzar la liberación.

La Nave Principal atiende en silencio. Giran galaxias sobre nuestras cabezas, también en silencio. El Dios Sol sale de detrás de las columnas y la cara de Erich Schreyer se alumbra de rojo.

—¡La liberación! La inmortalidad nos dio libertad. Tras un millón de años de esclavitud. ¡Cincuenta mil generaciones de esclavos tuvieron que nacer y morir! Nosotros somos los primeros que vivimos en la era de la verdadera libertad. Ninguno de nosotros tiene que tener miedo a no poder alcanzar el objetivo de su vida. ¡La creación está en nuestras manos! Podemos inventar lo que jamás fue concebido antes. Podemos experimentar todas las sensaciones que el hombre ya conoce y desarrollar otras nuevas. ¡Cambiar el aspecto de la Tierra y poblar el espacio también está en nuestras manos! Ojalá Beethoven hubiera podido llegar a conocer la orquesta sintética. Ojalá Copérnico hubiera podido llegar a realizar al menos uno de los viajes interestelares… Nosotros sí podemos. Realizaremos descubrimientos que dentro de mil años modificarán el universo y nosotros mismos, dentro de mil años, veremos cómo habrá cambiado gracias a estos hallazgos nuestros.

El salón no aguanta más. Los aplausos interrumpen a Schreyer y no lo dejan hablar durante una infinidad de segundos. Erich detiene los truenos con un movimiento de la mano, como alguno de los santos taumaturgos medievales.

—¡Es una conquista inigualable! He dicho «conquista», y éstas jamás se consiguen sin sacrificios. Los que nacen esclavos añoran sus cadenas y temen esa nostalgia. La guerra de los Malditos, la revolución Justa… Europa tuvo que derramar mucha sangre hasta llegar a convertirse en lo que es ahora. Un continente de igualdad. Un continente de inmortalidad. Un continente de libertad.

El auditorio aplaude de nuevo. Mis manos —atrofiadas, fabricadas de compuesto fundido— se separan, se vuelven a aproximar y colisionan.

—Pero la lucha sigue. Todos ustedes ya habrán oído hablar sobre la traición de Barcelona, ese drama que ha sacudido toda Europa. Habrán podido apreciar la capacidad de decisión de Paul Bering. Pero ninguna decisión tendría valor sin la heroicidad de decenas de miles de Inmortales, la vanguardia bélica de nuestro partido. Sin su valentía y su humanismo. No hemos sido nosotros, sino ellos quienes han podido sofocar la rebelión, frenar el caos que estuvo a punto de devorar Europa. ¡Han conseguido conservar nuestra paz, nuestra estabilidad, nuestros logros!

Schreyer se humedece los labios.

—Cincuenta mil héroes con caretas de un dios siempre joven y hermoso. Desgraciadamente, en este salón no cabrían todos. Son personas valientes y modestas, no persiguen la fama, no les gusta quitarse las máscaras. Pero a uno de ellos lo deben conocer personalmente. La operación habría costado miles de vidas a la Falange si no hubiera sido por él. Seguramente, la misión se habría cumplido de todos modos, ¡pero a qué coste! Este hombre ha mostrado astucia y coraje dignos del mismísimo Odiseo. Nos abrió las puertas de Barcelona por dentro. Nos permitió entrar en la ciudad pacíficamente, conservando de esta forma las vidas tanto de los rebeldes como de nuestros guerreros. Quiero invitar aquí con nosotros a Yan Nachtigall.

Tras desdoblar con dificultad las articulaciones agarrotadas, muevo las piernas despacio, trepo por la escalerilla hasta la tribuna y, entre aplausos, me coloco bajo una cascada de luz abrasadora, emitida por los focos… Me recibe Bering en persona. Me aprieta la mano, lo hace con fuerza y decisión. Dice, dirigiéndose a mí y a los demás a la vez:

—Yan Nachtigall estaba herido, pero exigió que le dejaran participar en la operación junto con los demás. Posee grado de jefe de sección, pero estuvo luchando como un Inmortal raso, sin acordarse de rangos ni privilegios. Personas así tienen que servir de ejemplo para los demás. A partir de hoy, nombro a Yan Nachtigall coronel de la Falange.

¿Qué siento?

—Gracias.

—¡Gracias a usted! —Schreyer me abraza; su mejilla suave y perfumada roza la mía; los demás miembros del Consejo sonríen e inclinan la cabeza.

Me retiro, vuelvo a mi asiento. Por todas partes oigo felicitaciones, muchos se estiran para estrujarme la mano recién cicatrizada.

Soy héroe. Soy estrella. Soy coronel.

Me aplaudo a mí mismo.

¿Qué siento?

—Pero no habría sido suficiente con entrar en Barcelona. —La voz de Schreyer tranquiliza a mis admiradores—. Los amotinados habían secuestrado y tenían como rehén a Teodoro Méndez, presidente de la Federación Panamericana. ¿Qué pasaría si el presidente Méndez hubiera fallecido? ¿Y si, por equivocación, le hubieran inyectado el acelerador y lo hubieran mandado a África con los ilegales? El señor Méndez no nos tiene demasiado cariño, pero eso no debería ser el motivo… Creo… —El senador sonríe con picardía y los presentes ríen contenidamente—. Si hay alguien cuya hazaña se puede comparar con lo que hizo Yan Nachtigall, es aquel que encontró entre los cincuenta millones de ilegales al presidente secuestrado, se enfrentó con los bandidos y lo rescató. De esta forma, ha hecho un grandísimo favor a Europa y esperemos que, a partir de ahora, el señor Méndez se transforme de nuestro eterno adversario en un posible aliado. Un olfato infalible, una fidelidad incondicional y valentía ilimitada son las tres cualidades primordiales de un Inmortal. Este hombre las ha demostrado todas.

Ha encontrado a Méndez. Lo oigo bien. ¡Ahora sé quién me lo va a contar todo!

—Hermanos, hermanas… Con todos ustedes, Arturo Filippis. ¡El hombre que ha salvado al presidente de Panamérica y la paz entre nuestras naciones! —Schreyer aplaude con tanta fuerza que parece que se va a dañar las palmas.

Alguien avanza por el pasillo hacia la tribuna. A mí me da lo mismo. Aprieto una mano sudorosa —¡igualmente!—, alzo la mirada…

Unos grandes ojos verdes, la nariz chata, la boca ancha y un cabello negro e hirsuto. Su aspecto no tiene nada de repugnante y, sin embargo, en comparación con los jóvenes y preciosos dirigentes del Partido, parece un engendro, un monstruo. Ellos son perfectos, sin tacha alguna, pero a él —lo veo bien— le falta una oreja.

El Quinientos tres esboza una sonrisa torcida, le sale fatal. La luz de los focos no lo deslumbra. A mí no me mira, pero sé muy bien que ya me ha observado lo suficiente mientras yo fruncía la cara en el escenario.

«¿Qué es esto? ¿Qué significa todo esto?».

Schreyer le aprieta la mano, lo abraza, le da las gracias. El Quinientos tres está suelto como un murciélago a medianoche. Ahora llegan los abrazos de Bering.

—¡Arturo! Alguno podría decir que es usted un simple afortunado. Que cualquiera podría dar con el presidente Méndez. Pero si usted no hubiera mostrado todo su tesón, toda su abnegación, si no hubiera seguido sus instintos, todo habría podido acabar mucho peor. Pero no fue así, Arturo. Y ahora esta proeza corona el resto de sus méritos. ¡Permítame felicitarlo! ¡Le adjudico el grado de coronel de la Falange!

Se me seca la boca.

Sin verlos morrearse ni oír los aplausos, me levanto de un salto y me marcho. Procuro mantener el paso firme, para que no parezca una huida.

Aparto con gran dificultad uno de los postigos del portón, que debe de medir unos diez metros de alto, y salgo al vestíbulo, y respiro, respiro, respiro.

¿Por qué me está haciendo esto? ¿Para qué necesita ese sucio juego? ¿Para qué ese falso apadrinamiento? ¡Todo ese circo! Suspiros dramáticos y susurros entrecortados.

Me ensalza públicamente para que me crea sus confidencias y enseguida planta a mi lado al Quinientos tres.

¿Al Quinientos tres?

Nos ha escupido a los dos en la cara. Me siento violado por una pértiga con una cámara y un micrófono en la punta; tengo ganas de llorar y de vomitar.

En este amplio vestíbulo no hay nadie y hace frío.

En uno de los rincones, mirando con sus ojos vacíos a la pared de enfrente, está Apolo de Belvedere en persona, al que hemos robado la identidad. La hemos multiplicado y ahora nos disfrazamos con ella durante nuestras incursiones. No es aquella maqueta a pequeña escala tallada por los griegos. Éste es de tamaño natural. De diez pisos de altura.

Una chica de túnica blanca está apoyada en uno de sus enormes pies. Aparte de ella, en el vestíbulo no hay ni dios.

Aun así se oye mucho ruido.

Sobre unas pantallas gigantescas se proyectan las noticias de los canales principales. En todas está la misma imagen: el congreso del Partido. La transmisión es en directo. Ahora están poniendo al Quinientos tres, pero cinco minutos antes toda Europa estaba viendo mi jeta sudorosa y desfigurada por la felicidad repentina.

Mi vida va a cambiar.

He obtenido la gloria.

Schreyer me ha puesto una careta que jamás me podrán arrancar. A partir de ahora me van a reconocer en la escalera de mi box y en los baños.

A partir de hoy ya no podré falsificar mi identidad. Mi arsenal de nombres y apellidos inventados no tiene ningún sentido; los puedo mandar a todos a la trituradora.

Me han condenado a ser aquel Yan que llevó a cabo una proeza abriendo las puertas de Barcelona a los Inmortales.

Una proeza idiota e inútil: el ataque con gas estaba planeado, sólo quedaban unos minutos para su inicio, los Inmortales se habrían introducido en la ciudad sin ningún obstáculo.

¿Una proeza?

Por lo menos ahora soy coronel. Con un salario digno, con una vivienda digna. Lo que siempre he soñado. El ascensor, que tanto tiempo he estado esperando, por fin ha bajado desde el cielo.

Me acerco a Helen Schreyer descaradamente.

—¿Y? ¿Quiere que le dé la enhorabuena? —articula sin ninguna entonación.

—Su marido es un rastrero y un mentiroso.

—Todavía no lo conoce lo suficiente. —Helen finge una sonrisa.

—Se lo pienso decir.

—¡Sea clemente! ¿Cómo va a vivir después de eso? —Ni siquiera intenta enmascarar los sentimientos.

—Usted me da lástima, Helen. Lamento que tenga que estar con semejante monstruo.

Ella ladea la cabeza. Entreabre la boca. Un hombro se le descubre.

—Lástima es el peor sentimiento que le haya podido provocar.

La cojo de la mano. No se resiste.

—Vámonos —digo.

—Con una condición. —Ella levanta la barbilla.

—Con cualquier condición. —Le aprieto los dedos.

Una hora más tarde entramos en la cabina con suelo de parquet. La madera rusa hace más de cien años que se extinguió, por eso es tan valiosa. El conserje no está; ella lo ha llamado y le ha dado horas libres. Por el camino nadie nos ve, excepto el montón de cámaras que —cómo no— debe de haber en la casa de Erich Schreyer. Pues que nos miren.

Los batientes del ascensor se abren y entramos en un recibidor luminoso y acogedor. La ataco enseguida, pero ella se aparta y me conduce de la mano hasta el fondo de la casa.

—Aquí no.

Las sombras se pliegan como el fuelle de un acordeón: arco, habitación, arco, habitación… En el techo, unos ventiladores mueven sus aspas de latón; parece que son esas hélices las que sostienen sobre las nubes toda la isla flotante. El frescor es agradable; huele a cuero curtido y a libros polvorientos, a tabaco de ciruela y a refinado perfume de mujer.

—¿Dónde? —susurro con impaciencia.

Pasamos frente el sofá desgastado, a los pies del Buda dorado; Helen tira de la puerta y me arrastra al interior del dormitorio. La cama de matrimonio es gigantesca, las paredes están cubiertas de chapa de madera con rayas doradas; la lámpara parece una fuente de cristal. Cada uno de los objetos desprende calidad y filiación generacional. Encima de la cómoda con encimera de piedra hay una foto tridimensional: Erich Schreyer abraza por detrás a su bella mujer; los dos están radiantes. Estoy seguro de que esta foto recorrió en su momento las portadas de varios medios dedicados a la frívola vida de famosos.

—Ésta es mi condición —dice ella, mientras se quita el vestido y se arrodilla delante de mí—. Tiene que ser aquí.

—Manos a la espalda —contesto inaudiblemente; tengo la voz tomada—. Pon las manos a la espalda.

Me obedece; le ato los codos con mi camiseta; la tela cruje. Me enderezo. Helen me mira de abajo arriba. Qué cara tan fina: las cejas son dos líneas, la barbilla parece infantil, tiene el tabique de la nariz muy marcado y unos ojos enormes; pero no son de esmeralda, como pensé al verla por primera vez. La esmeralda es dura, mientras que los ojos de Helen Schreyer están hechos de un finísimo cristal.

Le saco una horquilla del pelo y éste se le desparrama por los hombros desnudos como miel líquida. Luego se lo agarro con las manos; ella se queja suavemente. «Van a ser mis riendas, Helen». Todavía quiere hacerme de dueña: se me acerca a la bragueta… pero la aparto de un empujón. No necesito ayuda.

«Nunca más te seré fiel, Annelie».

Me desabrocho, me preparo.

—No. Así no. Déjame a mí.

Ahora no me apetecen finezas, no quiero trucos de cortesana.

Estoy aquí para vengarme de Erich Schreyer. Ella también.

Le doy una ligera bofetada, pero le basta para gemir. La cojo por la mandíbula con mis dedos duros y agarrotados —toda su cara me cabe en una mano— y, con el índice y el pulgar, le aprieto los hoyuelos de las mejillas. Ella abre la boca y me zambullo hasta el fondo. Helen intenta simular placer, moverse sola, pero no bailamos al mismo compás. Entonces le sujeto la cabeza con el torno, la convierto en un objeto, en una máquina, la utilizo, la aplico, la ensarto, la empujo, la vuelvo a ensartar; ella tose, escupe, le dan arcadas, pero no deja de mirarme a los ojos, como habíamos acordado. No aparta la mirada ni un segundo. No siento sus dientes. Tal vez, ella también me podría hacer daño, a escondidas, pero creo que está demasiado saturada para pensar en mí. Procuro hundirme más todavía, le rozo las partes que, por su naturaleza, no están preparadas para el coito, son blandas y finas, parece que se van a desgarrar. Le tapo la laringe, ella se asfixia, se sacude; la suelto y le dejo respirar un segundo. Tan sólo un segundo.

Veo lágrimas en sus ojos; pero tiene maquillaje resistente al agua, que no se le va a correr. Sus mejillas —lisas y perfectas— están llenas de viscosidad y brillan. La hago ponerse de pie y la beso en la boca. Después la tiro a la cama boca abajo —del lado de Schreyer, según las mesillas de noche—, me subo detrás, instalo mi trasero desnudo sobre la almohada del senador, tiro de la cinta de encaje que cubre la pequeña y afeitada ingle de Helen y se la bajo por la rodilla. Le doy una palmada en los labios indefensos, le meto los dedos, la sujeto por el vientre y me la acerco a rastras.

Ya me ha perdonado el preludio y me está buscando, tiembla de impaciencia, balbuce algo incomprensible, implorante. Tiene un trasero minúsculo y musculoso. No sé cómo caben hombres en el cuerpo de Helen… pero eso me da incluso más morbo. La parto, la perforo, me meto en ella y… me quemo. Ella hace unos movimientos cortos y nerviosos, quizá se esté adaptando a mí, o quizá esté intentando frotar contra mí todas sus partículas, recordarlas, despertarlas. Actúa con demasiada timidez, con excesiva sensualidad, como si se le hubiera olvidado para qué estamos aquí; además, se tapa la cara con las sábanas arrugadas, se está escondiendo de su Erich, que, sonriente, está escuchando sus gemidos desde la instantánea feliz.

Entonces, la cojo por el pelo, la levanto —para que Erich vea bien a su Helen—, le separo los glúteos, la descuartizo, le escupo y, sin pedir permiso, me incrusto en su circulito de color rosáceo oscuro, que tiembla cobardemente. Ella se encorva hacia atrás, aúlla, intenta soltarse, pero me la acerco más y más, la taladro, la trabajo, la hago mía. Schreyer no para de sonreír, la cara se le ha quedado petrificada. Por fin, Helen se atreve a mirarle a los ojos y después, sin apartar la mirada, deja de encogerse, ya no intenta expulsarme, se ablanda; me pide que le suelte una mano y empieza —primero con algo de vergüenza, luego con insistencia— a frotarse, abriéndose, cediendo y, finalmente, capta mi ritmo, lo sigue, se rinde ante lo que hace poco era dolor, se estremece, cede y, en vez de gritar, suelta unos chillidos agudísimos y largos; ahora veo que ha aprendido a entregarse, como una auténtica mujer.

Helen se agota antes que yo, pero no para de moverse, incluso cuando estoy agonizando; me doy cuenta tarde y la mancho toda —por dentro y por fuera—, mancho las sábanas matrimoniales, me mancho las manos.

Me mira por encima del hombro y me chupa los dedos. Me limpio las manos en su pelo, siento un áspero olor y me río.

En el cuarto de baño —mármol negro más cristal— Helen no tiene muchas ganas de hablar.

—Ha sido una insensatez —me comunica.

—Ha sido una necesidad —replico.

—No podemos vernos más.

—Entonces, no nos veremos más.

Mira hacia un lado, y sólo por casualidad intercepto su mirada doblemente reflejada en los cristales de la mampara de ducha. Qué expresión tan rara; ¿miedo? ¿Decepción? Pero es un reflejo doble, no me puedo fiar de él. Unas gotas salpican el cristal y el espejismo se esfuma.

No la ayudo a secarse.

—Si alguien se entera, te llevarán a los tribunales… Y a mí…

—Sí.

—Entonces, resulta que somos cómplices… —me recuerda ella no sé por qué.

—Me da igual.

—Es decir, ¿me quedo yo con el miedo?

Oigo coquetería en su voz y, por supuesto, ganas de que la convenza de lo contrario, de que la tranquilice; pero no oigo nada en mi interior. ¿Qué siento?

Helen se arrebuja con una bata negra y, sin prisa, pasamos de una estancia a otra.

«Se acabó, Erich Schreyer. Ya no siento nada por ti ni por tu mujer. Ahora podéis lavar vuestras sábanas engurruñadas, separar los bienes y divorciaros. Mientras yo me convierto en un asteroide libre y me encamino hacia el próximo agujero negro».

De nuevo estamos en esa habitación con el sofá hundido y una enorme cara de Buda seboso sobre la pared.

—¿Por qué no lo dejas? —pregunto.

No me puede explicar nada, sólo menea la cabeza y sigue caminando.

La siguiente habitación está en penumbra, una de las paredes está cubierta con una cortina de terciopelo, las demás están despejadas, en uno de los rincones se ve una mancha luminosa. Aquí la alcanzo y la agarro de la mano.

—Está enganchado a las pastillas esas, ¿verdad? Escucha, con un pequeño devaneo no vas a solucionar nada. Ni yo soy el hombre adecuado para…

—¡Déjalo! —Se suelta—. Vámonos de aquí. No me gusta esta habitación.

—¿Qué? Pero ¿qué más da?

Me está mareando, o bien me quiere embaucar, o…

La mancha luminosa en el rincón. Desde la entrada no se veía bien.

Y dentro… Dentro de esa mancha, bajo la luz de un foco, como en una tribuna… Un crucifijo.

—¿Yan?

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