Futu.re

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XXIII. El perdón

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XXIII

El perdón

Helen llama a seguridad.

Yo no pensaba hacerle daño, sólo quería que me dijera la verdad, que me contara todo lo que sabe. Pero no paraba de balbucir y de sollozar, y no había manera de sacarle ni una palabra. Ni siquiera quería pegarle, sólo le he dado un sopapo con el dorso de la mano y la he tirado al suelo y ya está. Ya está.

Helen me deja escapar; el ascensor llega vacío, el conserje no está. Pero si ella cambiara de opinión, me encontrarían fuera donde fuese. Así que no me escondo y me voy a mi casa. Camino con la mirada todavía clavada en el crucifijo, que se ha quedado en la casa de Schreyer colgado en la pared.

¿Quién es Erich Schreyer? ¿Quién es su mujer?

Lo averiguaré. De una o de otra forma lo sabré. Gracias a la astucia, al chantaje o en una conversación confidencial. Descubriré por qué el senador está montando todo ese espectáculo cómico, por qué me nombra su hijo, por qué me llama un segundo después de que solicite los datos de mi madre y por qué guarda en su casa ese puñetero crucifijo.

«Quieras o no, ahora soy coronel». Lo pienso mientras abro la puerta de mi cubículo. Los coroneles tienen sus privilegios.

Bzzzz.

Todo ocurre con tanta rapidez que no me da tiempo a reaccionar. Sólo oigo el zumbido del táser —un instante nada más— y un calambre atraviesa mi cuerpo; me encorvo hacia atrás, siento un dolor insoportable y me zambullo en la oscuridad.

Me hago un pequeño corte en los párpados cicatrizados y los voy abriendo.

Mi cabeza está a punto de explotar. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?

Estoy tumbado en mi cama, atado de pies y manos, tengo la boca sellada con un trozo de cinta aislante, o algo así; imposible de despegar. La luz está apagada, sólo brilla suavemente el salvapantallas: colinas toscanas a principios de verano.

A mis pies hay un hombre sentado, con careta de Apolo y túnica negra.

—¿Te has despertado, peque?

Lo reconozco de inmediato, a pesar de que la capucha le tapa la oreja mutilada.

Agito todo mi cuerpo, lo intento patear o darle un cabezazo, pero en vez de músculos estoy relleno de carne picada refrigerada. Y me caigo al suelo como un odre. Me quedo con el hocico clavado en la moqueta, mujo, serpenteo, intento romper la múltiple capa de celo que me aprieta las muñecas, arrancarme a dentelladas la mordaza que apesta a químicos baratos.

—Tuviste unas convulsiones muy graciosas —me dice el Quinientos tres—. Te daría otra descarga, pero también me apetece charlar.

«¿Cómo te atreves? —le grito yo—. ¡No tienes derecho a entrar en mi casa! ¡Agredir a otro Inmortal! ¡A un coronel! ¡Irás a los tribunales! ¡Rastrero! ¡Bastardo! ¡Ya no estamos en el puto internado!».

Pero todos mis gritos se me quedan en la boca.

—Tenía ganas de verte. La última vez fue un poco ajetreada, ¿no crees? Pero necesitamos hablar.

El tono de su voz me parece tan terrible que se me descongela la carne picada que llevo dentro y, tras unos cuantos retortijones, me consigo poner boca arriba; sólo porque quiero ver lo que hace.

—Relájate, cagón —me dice Apolo—. No he venido para eso. Ya no me gustas.

¡Zis, zas! El Quinientos tres abre la mochila, negra, sencilla, igual que la mía. Saca nuestras herramientas. El escáner. El inyector.

—El amor pueril se terminó —dice con guasa—. Ya eres viejo y feo. Y encima, coronel. Así que hablemos de asuntos de trabajo.

Se me aproxima, me pisa la garganta con la suela de la bota, aprieta fuerte y me rompe una manga. Me descubre la muñeca.

¡No puede! ¡No debe! Si alguien se entera… Si se lo digo a Schreyer… A Bering… «¡No tienes derecho, animal!».

Comprueba el inyector. Está cargado. Me apunta el aguijón en una vena. Mis serpenteos son desesperados, ridículos e inútiles. «¡Quita eso, escoria! ¡Engendro! ¡Sietemesino!».

—Tienes ligeros problemas de dicción —dice solazándose con sus propias palabras—. Pero te entiendo bien. Dices que no tengo derecho, ¿eh?

Le digo que no con la cabeza, que todavía se encuentra debajo de su bota.

¿Venir así, sin ton ni son, a mi casa para inyectarme el acelerador? No. ¡Está flipando! ¡Por eso seguro que lo llevarán a los tribunales! «¡Te voy a mandar a la trituradora! ¡Apretaré el botón con mi propia mano! ¡Te convertirás en polvo, en un amasijo! ¡¿Te enteras, comemierda?!».

El Quinientos tres pisa más fuerte y me hunde la nuez; se me nubla la vista, ya no me sacudo, sino que tiemblo… Entonces afloja un poco.

—Sí que tengo derecho, peque. Y tanto. Increíble, pero cierto.

Coge el escáner, me lo acerca a la muñeca. Tilín, tilín. Me pica un mosquito.

«Yan Nachtigall Dos T —informa el escáner—. Un embarazo registrado».

El Quinientos tres chasca los dedos; en la mano lleva un guante fino.

—Increíble, pero cierto —repite él.

La habitación se encoge hasta adquirir el tamaño de mi cabeza, se desinfla, como si fuera una antigua máquina de torturas china, un saco de cuero puesto a remojo y sacado del agua, que no para de secarse, arrugándose, envolviéndome y asfixiándome.

Me quedo paralizado, como si el Quinientos tres me diera un nuevo chispazo.

«Un embarazo registrado», repito para mí. Para mí mismo.

¡Mentira!

¡Mentira! ¡Es imposible! ¡¿Cómo?!

—¿Cómo? —me pregunta el Quinientos tres—. A mí también me gustaría saberlo. ¿Cómo? ¡El héroe de la liberación de Barcelona! ¡Coronel! ¡¿Cómo?!

¡Lo ha organizado él! ¡Ha encontrado la forma de trucar el escáner! Está buscando la manera… El motivo. Pero ¿por qué? ¿Por qué no me estrangula aquí mismo? ¡¿Por qué?!

Mis terminaciones nerviosas, dañadas por el táser, se van recuperando: las piernas y los brazos vuelven a ser de mi propiedad. Pero tengo que esperar… Apuntar… Agarrarlo con las rodillas por el cuello y apretar… Sólo tendré una oportunidad.

—¿A nombre de quién está registrado el embarazo? —pregunta el Quinientos tres.

«Annelie Wallin Veintiuno P —contesta el escáner».

—¡Hala! —canta el Quinientos tres—. ¡Sorpresa!

¡¿Annelie?! ¡¿Annelie?!

Es mentira, no es posible, está vacía, infértil, si delante de mis propios…

—Análisis de ADN para establecer la paternidad —ordena el Quinientos tres al escáner, apretándolo otra vez contra mi antebrazo.

El cálculo dura un segundo.

Diga lo que diga esa maquinita demoníaca, todo esto es ilegal; él no tenía derecho a irrumpir en esta casa sin recibir ningún aviso, tendría que haber venido con toda la sección, con testigos, de lo contrario se considera una arbitrariedad; a mí no me puede tratar como a un simple mortal, ¡no puede!

«Confirmada la relación genética con el embrión».

—De acuerdo con el punto quinto de la Ley de la Elección, al registrar el embarazo en un plazo legal, la mujer tiene derecho a poner al futuro hijo tanto a su nombre como a nombre del padre, si la prueba de ADN establece la paternidad —cita el Quinientos tres—. Es justo este caso.

¡Mentira! ¡Todo es mentira! ¡Es un complot!

—Y, según el punto cinco coma tres, en el caso de que la responsabilidad recayera sobre el padre, la inyección del acelerador se le administra a él. ¿Todo correcto?

¡No! ¡Ni se te ocurra! ¡¡¡Quita eso de mi muñeca!!!

—¡¡¡Mmmmm!!!

—Todo correcto, peque. Me he asegurado.

Y aprieta el botón.

Siento otro picotazo, no muy doloroso, casi imperceptible; todo lo ocurrido no me cabe en la cabeza. Mientras él retrocede, yo serpenteo, ruedo por el suelo, intento darle una coz, agito la cabeza, resistiéndome a lo que ya ha ocurrido.

—Ya está —me dice el Quinientos tres—. Estamos en paz. ¿En paz?

Dobla ligeramente una pierna y me propina un puntapié en la mandíbula; me crujen los dientes al romperse, mi lengua se ahoga en el óxido líquido, en mi cráneo se produce un cortocircuito. Mujo, pruebo a esconderme bajo la cama, remuevo con la lengua la papilla ósea, me trago los mocos mezclados con sangre.

Pero el Quinientos tres me da alcance, se sube la careta, se encorva sobre mí, me hace cosquillas con sus ojos verdes, me aplasta la cabeza contra el suelo y me susurra en el oído con ardor:

—¿Qué, gusanito? ¿Me perdonas ahora? Pensabas que todo iba a salir de otra forma, ¿eh? No esperabas volver a verme, ¿eh, sabandija? No pasa nada… No pasa nada… Me gustaría romperte el cuello, pero tú, pedazo de mierda, no te lo mereces. Es que eres bueno, ¿no? Eres correcto… Me iré ahora… Pero tú sigue viviendo. Sigue yendo al trabajo. Haz informes sobre tus logros… No te preocupes, no le diré a nadie que estás inyectado. Lo he estado esperando mucho tiempo, ¿comprendes? Un montón de tiempo esperando… Y ahora quiero alargar el placer… Ver de qué color te vas a teñir las canitas… Ver cómo te alisas las arrugas… Verte mentir a tus jefecillos del Partido… A tus amos… Verte envejecer, pudrirte, sonrojarte ante tus favoritas en los prostíbulos… Verte subir en el escalafón, gusanito… Y ver cómo, al mismo tiempo, la estás palmando… Será divertidísimo, ¿eh? Pero tú tampoco se lo cuentes a nadie, ¿hecho? Que sea nuestro secreto: que eres un mujeriego, un padre de familia y que estás a punto de espicharla. No se lo digas a nadie, ¿vale? Si te meten en la trituradora antes de tiempo, me va a dar mucha pena…

Me enrosco y, de una sacudida, le encajo un cabezazo en la nariz. Me salpica algo caliente; creo que he hecho diana.

—Cabroncete… —dice con voz gangosa y, riéndose, me patea las costillas—. Vaya cabroncete… ¿Sabes qué? No me la voy a arreglar. Igual que la oreja. Para no olvidarme de ti. Me lo operaré todo cuando la palmes.

El Quinientos tres me agarra de las orejas con las dos manos, tira con fuerza, las hace crujir, me da la vuelta y me pone boca arriba. Se pasa el dedo índice por debajo de la nariz, se lo unta de sangre negra y brillante y la restriega por el celo que me sirve de mordaza.

—Ahí está. Me gustas así. Igual que en la infancia.

Echa en la mochila el escáner, el inyector y la careta.

Expulsando burbujas rojas por la nariz destrozada, suelta una carcajada gangosa y da un portazo. Me quedo solo, tirado en el suelo, haciendo gárgaras con sangre y trozos de dientes, sacudiendo las piernas y buscando con los dedos inobedientes el borde de la cinta aislante. Pensando en Annelie. Pensando si es verdad todo lo que ha dicho el Quinientos tres. Que esa zorrilla me ha traicionado, al registrar el embrión a mi nombre… ¿Para escaparse con Rocamora?

¿O es una filfa? ¡Toda esa historia es una pamplina! ¡Sólo ha querido verme cagado de miedo! ¡Ha cargado el inyector con alguna porquería, me ha recitado la Ley, me ha dado una paliza y ya está! ¡Ha sido una broma!

¿Eh? Tiene que ser algo así, ¿no? Tal vez no ha cambiado nada. Tal vez seguiré viviendo igual que antes.

«¡Es imposible que te quedaras embarazada, Annelie! Yo no podría dejarte preñada. ¡Oí a tu madre decir que tus órganos interiores están machacados y atrofiados!».

¡Es imposible que se quedara embarazada!

Me sacudo una y otra vez, intentando incorporarme. No lo logro. No consigo despegarme del suelo para ordenarle al sistema doméstico que llame a la ambulancia o a la Policía.

¿Qué he hecho mal?

Doy vueltas y más vueltas, hasta agotarme por completo, luego entro en estupor, me quedo observando la oscuridad. Vuelvo al internado. Siempre sueño con el internado; quizá porque no debería haber salido de ahí.

Durante el último año nos dejan de torturar y de adiestrar; sólo tenemos que estudiar porque nos esperan los exámenes finales. El que suspenda aunque sea uno, repetirá el año, acabará en otra decena, con unos mocosos desconocidos e ignorantes. Los que aprueban tienen que pasar por la última prueba. Dicen que es muy fácil. Más o menos como la de la llamada. Más o menos como aprenderte de memoria la historia de Europa desde el Imperio romano hasta el triunfo del Partido de la Inmortalidad, más o menos como aguantar tres rondas de boxeo o de lucha libre. Pero si los exámenes se pueden repetir infinitas veces, la prueba sólo da una oportunidad. Si la suspendes, no sales en la vida.

Desde que se llevaron al Siete, su plaza queda vacante. El agujero lo tapan el primer día del último año; nos traen uno nuevo.

—Es el Cinco Cero Tres —nos lo presenta el monitor—. Lleva tres años sin poder aprobar lengua y álgebra. Espero que entre vosotros se sienta como en casa. Tratadlo bien.

Las ranuras de los ojos de Zeus se dirigen hacia mí y puedo oír la sorna escondida tras los labios del dios sintético.

El Quinientos tres —ya tiene dieciocho— es dos veces más ancho de hombros que yo, tiene los brazos abultados, como boas atiborradas de comida; su oreja mutilada tiene un tono morado y no parece un órgano humano, sino algo extraño e indecoroso.

—Hola, gusanito —me dice.

Tres años han pasado desde que me soltaron de la caja. Durante todo este tiempo el Quinientos tres ha hecho como que la condena de muerte que me había dictado se suspendía o se cancelaba. Sus secuaces me ignoraban, yo con él ni siquiera me cruzaba. Por supuesto que sabía que el Quinientos tres llevaba mal lo de los exámenes; en la primera formación de cada nuevo año lo buscaba entre los mayores. Toda su decena ya se había graduado, pero él seguía atascado aquí. Otros dos años más, y hemos coincidido.

El monitor se pira.

—¿Quién es el cabecilla aquí? —pregunta el Quinientos tres, sin mirar a nadie en concreto.

—Yo, ¿qué pasa? —se atreve a decir el Trescientos diez.

Y se tapa con la mano los labios reventados. Sangra mucho, el líquido rojo se le cuela entre los dedos. Parece que ha tenido bastante, pero el Quinientos tres le endilga también un rodillazo en la entrepierna.

El Novecientos —que es más grande que el Quinientos tres, pero fofo— intenta largarle un pesado y torpe manotazo de oso, pero el Quinientos tres le intercepta el brazo y se lo retuerce hasta que se oye crujir.

—Fijaos bien en el Siete Uno Siete, piojos. —Se limpia en el pantalón los nudillos manchados de mocos y sangre—. Éste ya me conoce. Sabe que si alguien se atreve a gruñirme, está jodido. ¿Verdad, gusanito?

Y, delante de todo el mundo, me coge de los huevos a través de los pantalones. Me los aprieta con fuerza, por poco me desmayo de dolor, no me siento los brazos, como si alguien me hubiera serrado las terminaciones nerviosas; la vergüenza me abrasa.

—¡Verdad! ¡Verdad! —chillo.

—¿Por qué estás tan triste? ¡Sonríe! —me dice con una amplia sonrisa, mientras sigue estrujándome el escroto; mis testículos están a punto de explotar—. Sé muy bien que eres un tío alegre.

Sonrío.

—¿Y tú qué miras? —El Quinientos tres se olvida de mí y le da al Novecientos seis una bofetada, no muy fuerte, como si éste fuera un niño, sólo para humillarlo—. ¿Quieres ser mi muñequita?

El Ciento sesenta y tres se abalanza sobre él, pero el otro es tres veces más nervudo, y sus brazos-boas se alimentan de los ya abatidos, haciéndose más fuertes. Y el Ciento sesenta y tres se cae al suelo, con las manos en la garganta. Los demás se quedan quietos, dando la espalda a sus compañeros y farfullando.

Así el Quinientos tres se convierte en nuestro cabecilla. Así empieza mi último año en el internado. Lo más importante es terminar, lo más importante es aprobar. Aguantar sólo un año y salir de aquí, y jamás volver a ver a ese reptil.

Sólo un año.

Es lo que pienso yo, hasta que el monitor jefe nos explica en qué consiste la prueba final.

—Durante estos últimos años, el internado se ha convertido en vuestra gran familia —declama, paseándose delante de las decenas que se tienen que graduar este año—. Habéis renunciado a vuestros padres criminales. Pero ¿acaso pensáis que os quedaréis solos? Un hombre solitario se siente mal en este mundo. ¡Ojo! Pero no os preocupéis. Siempre estaréis rodeados de gente cercana. Estaréis con vuestros compañeros de decena. Las decenas del internado se convierten en secciones de la Falange. Siempre lucharéis codo con codo. Toda la vida. Os ayudaréis unos a otros, compartiréis penas, alegrías. Mujeres… —Hace una pausa después de esta palabra, sabiendo la fuerza que tiene semejante promesa—. Compartiréis mujeres equitativamente. Pero, claro, nadie quiere pasar el resto de su vida con una persona que no le gusta. Los internados son justos, al igual que la Falange. Tendréis que estar siempre seguros de vuestros compañeros de sección. Siempre. La prueba final es la siguiente: cuando aprobéis los exámenes, cada uno me tendrá que decir si todos sus compañeros merecen salir de aquí o no. Si hay aunque sea un solo voto en contra de alguien, éste se quedará aquí para siempre. Más fácil imposible, ¿eh? Pensad que es un juego.

Más fácil imposible: ahora todos somos rehenes del Quinientos tres. No tengo ninguna oportunidad de salir de aquí, a no ser que lo complazca en todo.

—¿Quién es el listillo aquí? —nos pregunta, escupiendo un gargajo al suelo del pasillo—. Me va a ayudar con el puto lenguaje y la puta álgebra. Y de paso se salva el culo. ¡A ver!

El Treinta y ocho levanta la mano. Y el Ciento cincuenta y cinco también. El primero quiere salvar el culo; el segundo, hacer la pelota al cabecilla.

—Con uno basta. Y a ti. —El Quinientos tres se enrolla en el dedo uno de los bucles angelicales—, te necesito para otra cosa. Y a ti también. —Estira los labios y me lanza un beso.

—¡Vete a la mierda!

El golpe es tan rápido que el dolor tarda en llegar; primero me caigo al suelo, el mundo da vueltas a mi alrededor, y sólo después me empiezan a zumbar los oídos.

—¿Algún problema? ¿Eh? —vocea el Quinientos tres mientras me patea las costillas—. ¡Sonríe, pedazo de mierda, venga! ¡Sonríe! ¡Sonríe!

Sonrío.

Sonrío cuando desnuda delante de todo el mundo al Treinta y ocho y lo obliga a gatear en el cuarto de las duchas; porque el Quinientos tres cree que no me divierto lo suficiente. Sonrío mientras le doy clases de historia.

—Me gusta tu sonrisa —me dice—. Quiero ver caras felices alrededor de mí, gusanito, y tú siempre estás con la cara larga. Sonríe más a menudo.

No tengo dónde esconderme de él. No tenemos adónde escapar. Es nuestra decena. Nuestra futura sección. Por eso el Ciento cincuenta y cinco le enseña lenguaje, y el Treinta y ocho le da mimos, y el Trescientos diez esconde la cabeza en la arena, y el Novecientos seis se esconde dentro de su cáscara. Y yo sonrío.

Me enseña a sonreír cuando estoy furioso. Cuando tengo miedo. Cuando tengo ganas de vomitar. Cuando tengo ganas de ahorcarme. Cuando no sé dónde meterme. Me trabaja durante un mes, dos, tres, y así voy elaborando un nuevo reflejo. Nuestra enseñanza mutua avanza bien, hasta que se le ocurre innovar:

—Venga, cuéntame cómo te separaron de la familia —me pide un día antes del toque de retreta—. Es que me aburro. Háblame de tu mamá, de tu papá.

—Que te den.

Me saca a rastras al pasillo; los monitores, para variar, no están. El Quinientos tres me sujeta del pelo y me abofetea —¡toma, toma, toma!— diciendo:

—¡No puedes ocultarme nada, gusanito! ¿Te has olvidado? ¿Te has olvidado de que ya se te dictó el veredicto? Tienes que hacer lo que se te diga. Contarlo todo. ¿Entiendes? ¡Todo!

—¡Entiendo!

—¿Por qué estás tan triste? —Ahora me pega con más fuerza, con más ganas—. ¡Sonríe! ¡Si siempre has sido muy sonriente! Y recuerda: no vas a salir de aquí nunca. ¿Eh? ¡Sonríe!

No voy a poder ablandarlo. Jamás conseguiré que me perdone. No le voy a injertar otra oreja en el lugar de la que me comí. Él saldrá del internado y me dejará aquí hasta el final de los tiempos.

Yo solo no podré con él, y no tengo con quien compincharme. Nos ha desunido, humillándonos uno por uno y obligándonos a firmar con él tratados de paz por separado.

Y me dirijo al Novecientos seis.

—No puedo más.

—Yo tampoco. —No necesita explicaciones.

Él es amigo del Trescientos diez, yo sigo manteniendo el contacto con el Treinta y ocho. El chivato del Doscientos veinte, que me vendió aquel día, ya no es el favorito. Le tiene que rascar los pies al Quinientos tres antes de dormir; éste no quiere buscarle otra utilidad y el delator está ofendido. El Trescientos diez recluta al Novecientos, puesto que se siente molesto desde el primer encuentro. Al Ciento sesenta y tres lo enrolo yo. Éste se quiere vengar; pero ojalá tenga paciencia y no nos descubra antes de tiempo. Los demás se apuntan solos.

Distribuimos los papeles: el Treinta y ocho cita al Quinientos tres, el Novecientos seis vigila, el Trescientos diez dirige la operación.

Entre los ocho, atacamos con brío a nuestro cabecilla en el retrete y le damos una paliza horrible, brutal. Le rompemos los dedos, le machacamos los cartílagos, le aporreamos las costillas, los riñones, la cara, y lo dejamos moribundo en el suelo.

Cuando los monitores tratan de averiguar qué ha pasado, nos encubre el Doscientos veinte. Le creen firmemente; quieras o no, lleva catorce años delatándonos.

El Quinientos tres acaba en el hospital. Tarda en cicatrizar. Sale al cabo de un mes y medio, bastante maltrecho. Y enseguida se abalanza sobre mí. Tiene un sexto sentido animal.

Pero en este tiempo nos hemos convertido en lo que el monitor jefe quería que nos convirtiéramos. En más que una decena. En más que una futura sección.

En una familia.

Me defienden todos. Al Quinientos tres lo trituran, lo despachurran, y de nuevo acaba ingresado. Y cuando vuelve con nosotros pasado otro mes y medio, no hay quien lo reconozca.

Ya no se mete con nadie. Se queda callado. Se pasa el día en la sala de cine, solo, con la cara escondida detrás de algún manual. Después de tres meses de hospitalización los músculos se le han atrofiado, la bravuconería se le ha quitado, se le han apagado los ojos. No hace más que empollar desesperadamente; siempre solo.

Cuando todos se olvidan de cómo era antes el Quinientos tres, éste pide al Trescientos diez que convoque una reunión.

—Chavales —dice con voz sorda y quebrada, mirando al suelo, contrahecho, desorejado—. Lo siento. Me porté como un cretino. Como un bastardo. Es vuestra decena. Con sus propias normas. No sé para qué coño quise imponerme. Total, no tenía razón. Os pido perdón, chavales. Me habéis dado una lección. La he aprendido. En serio.

Todos callan, no lo quieren ni mirar, porque entienden perfectamente a qué viene ese baboseo. Queda un mes para la prueba. Si el Quinientos tres, por arte de magia, aprueba los exámenes, su destino posterior queda en nuestras manos.

—Que te den —le digo yo.

Se lo traga, parpadea, pero no desiste.

Se nos acerca a cada uno. Se disculpa. Intenta convencer. Jura. Promete. Pide perdón —y el voto— al Trescientos diez, al Ciento cincuenta y cinco, incluso al Treinta y ocho. Me llama a mí.

—Oye. —Me sigue, cojeando, por el pasillo—. ¡Siete Uno Siete! ¡Espera! ¡Espérate! Eh. ¡Por favor!

Me doy la vuelta y le miro a la cara.

—Lo siento de verdad. Soy un mierda. Aunque tú también; ¡mira lo que me has hecho! Son cosas que pasan, ¿verdad? ¡Estamos en un internado! Nos portamos como animales. Tú, yo… ¿En paz? —El Quinientos tres me tiende la mano.

Le sonrío.

Pero no se rinde, persigue al Novecientos, al Novecientos seis, al Ciento sesenta y tres, al Doscientos veinte… Todas las conversaciones giran alrededor de él. ¿Lo perdonamos?

—¿De verdad no le dejarán salir? —me susurra una vez el Trescientos diez.

—Se pudrirá aquí.

—Tiene voto también. Igual que nosotros. Nos puede dejar aquí a todos. A todos. ¿Te imaginas? Para siempre. Nos queda sólo un mes para salir.

—¿Quieres pasar toda la vida con él en la misma sección?

—¡Qué va! Yo no.

—¿Se te han olvidado las palizas que te dio? ¿Eh? ¿O acaso te gustó?

—Y una mierda. —El Trescientos diez frunce el ceño—. Pero entiéndelo… Nos podría… chantajear y esas cosas. Pero está pidiendo, rogando, humillándose…

—¡Ni aunque me la chupe!

Tema cerrado.

Dos semanas antes de los exámenes el Quinientos tres consigue convencer a la mayoría de los compañeros; le hablan de nuevo, le dejan comer en la mesa común. No se crece, obedece en todo al Trescientos diez, nuestro rey justo, a mí me dirige señas de humildad y recato.

—Perdónalo —me dice el Novecientos seis—. Anda.

—¡Que te jodan! —Le quito la mano de mi hombro—. ¿A ti también te ha comprado?

—Lo digo por ti. Eres mi amigo. Sentirás alivio.

—Me voy a sentir mejor cuando esté muerto y podrido, ¿vale? ¡Es una pena que no nos lo hayamos cargado del todo!

—Escúchame. —El Novecientos seis me interrumpe—. Él es una persona. Un idiota, un malvado, un pervertido, pero es una persona de carne y hueso. ¿Cómo lo vas a dejar aquí? Para siempre. Aquí no se puede quedar nadie…

—Yo soy una persona de carne y hueso. ¡Yo! ¡Él es un mierda!

—Tú también eres de carne y hueso. ¿Acaso no mereces perdón?

—¡Pero si sabes perfectamente lo que pasó! Sabes lo que pasó cuando intenté escapar. En la enfermería…

—Lo sé —asiente el Novecientos seis—. Los chavales me lo han contado. Pero escúchame… puedes hacer que no vuelva a pasar. Te está tendiendo la mano.

—Qué buenecillo eres, ¿eh? ¡Los perdonas a todos! A tu madre, a ése… ¡Tú verás! Pero en cuanto ese engendro salga de aquí… —Me cuesta hablar, se me corta la respiración—. En cuanto cruce el umbral… Nos zampará a todos. ¡A mí el primero!

—No nos zampará… No lo creo. Si todos lo perdonan, ¿entiendes? Si entre todos le dejamos salir. Algo se ha roto en él. Ya no es el mismo.

—Que se le rompa el espinazo. Entonces hablaré con él.

—¡No lo hagas para él! ¡Suéltate a ti mismo! Si no, ¿cómo vas a vivir después?

—Perfectamente. ¡Mejor imposible! —Escupo al suelo.

Saco sobresaliente en casi en todo, me quedo sólo un punto por detrás del Trescientos diez, nuestro genio. El Novecientos seis se toca las narices, pero consigue las notas justas para liberación. Los demás se quedan en medio.

El Quinientos tres hace lo imposible.

Logra dominar lenguaje y álgebra, igual que lo ha hecho con casi todos mis compañeros. Ni siquiera queda el último. Cuando salen los resultados, le brilla la cara de felicidad. Lo miro y sonrío. Él, atolondrado, me devuelve la sonrisa.

Y otra vez se me acerca con la mano tendida.

—De verdad, Siete Uno Siete… En paz, ¿eh? ¿En paz? Lo olvidamos. Se acabó. Tú me libras. Yo te libro a ti. ¡Qué ganas de salir ya! Salgamos, ¿eh? ¡Salgamos juntos! ¿Para qué nos vamos a quedar aquí? ¿Eh? ¿Me perdonas ahora? ¿En paz?

Aquí está, su mano. Con la que se la cascaba mientras me estaban estrangulando con camisas. La misma que tantas veces me abofeteó. La misma.

—En paz —digo de un suspiro—. En paz.

—¡Ahí! ¡Ahí está! —Me da una palmadita en el hombro—. ¡Buen chaval! ¡Ya lo sabía yo!

No le hago caso; sólo trato de percibir ese alivio que me había prometido el Novecientos seis. No lo siento.

Llega el día en el que pensamos que todo queda atrás.

Los monitores meten a toda nuestra decena en el ascensor. Resulta que otras plantas existen, pero no hay botones para enviar allí la cabina. Así son los ascensores; ojalá lo hubiera sabido antes.

Todos están casi seguros de que nos van a soltar, se dan codazos y cuchichean; ¡la vida nos espera! Y casi aman a los monitores, porque jamás los volverán a ver; y por fin se sienten hermanados con los demás compañeros de decena… Es obvio que la ilusión de abandonar este lugar nos ha unido.

El ascensor se mueve despacio, no se sabe si sube o si baja, y de pronto el terror se apodera de nosotros. ¿Y si es un engaño? ¿Y si, en vez de al lugar para el intercambio de votos, nos llevan a una de esas salas esterilizadas, fácil de limpiar, fuertemente iluminada, como el quirófano, como el resto del internado? ¿Y si nos están esperando diez mesas con correas y garrote?

Sí, dicen que a los que pasan la prueba los sueltan al mundo. Pero ¿quién ha dicho que sea verdad? Con un cucharón, nos sirven raciones de sueño en escudillas de plástico, nos meten entre los dientes un mendrugo seco de objetivo claro y asequible. Los soñadores son más fáciles de manejar, porque creen que tienen algo que perder. Y con los que no necesitan nada no se puede negociar. No nos dejarán salir, jamás, simplemente somos demasiado mayores ya para compartir barraca con los mocosos, y nos están trasladando al siguiente nivel. Para otros diez años.

Y de repente nos pasa por la cabeza que, en el internado, plantas así, que no tienen botones correspondientes, puede haber más de una, tal vez tres, o trece, o trescientas. Y que, en lugar de estar cada vez más cerca de la superficie, nos adentramos en la tierra…

Pero cuando las puertas se abren, no hay ningún quirófano, no hay cámara de torturas.

El ascensor nos trae a una planta de la que nadie ha oído hablar antes. Es una sala de columnas, enteramente revestida de piedra negra e iluminada con auténticas antorchas. En el medio, atravesándola de pared a pared, hay una piscina larga con agua oscura.

En uno de los bordes está el monitor jefe y otros nueve con caretas de Zeus. En el opuesto, unas figuras desconocidas. Son los que nos van a acompañar hasta el otro mundo; están expectantes.

Sólo queda cruzar nadando el agua oscura.

Sólo queda superar la prueba final.

Nos ponemos en círculo, siguiendo el orden numérico, y nos cogemos de las manos: a mí me toca estar entre el Quinientos ochenta y cuatro y el Novecientos. Según las reglas, que nos habían enseñado de antemano, recitamos en voz alta:

—Para un hermano no hay nadie más cercano que su propio hermano. Un Inmortal no tiene más familia que otro Inmortal. Con los que saldré de aquí estaré siempre y en todas partes, y ellos estarán conmigo.

El monitor jefe nos hace una señal de aprobación con la cabeza.

—¡Tres Ocho! —dice con voz grave—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres digno de abandonar el internado y engrosar las filas de la gran Falange?

—No —masculla el Treinta y ocho; aunque de vez en cuando la mirada se le escapa hacia el Quinientos tres.

—¡Uno Cinco Cinco! ¿Hay en tu decena alguno que no consideres…?

No. Para el bonachón del Ciento cincuenta y cinco gente así no existe. Y para el Ciento sesenta y tres tampoco; éste, al negar, sacude tanto la cabeza que parece que se le va a descolgar. La pregunta sigue recorriendo el círculo, por orden le toca a nuestro delator y —posteriormente— salvador Doscientos veinte; luego, al empollón y nuestro futuro jefe de sección, el Trescientos diez.

—¡Cinco Cero Tres! —El dios sintético gira su cabeza enorme y se dirige a nuestro Satanás rebelde—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres digno de abandonar el internado y engrosar las filas de la gran Falange?

El Quinientos tres tarda en responder. Observa, escanea con sus ojos verdes a los que tienen el turno después de él, los que aún no le han otorgado el perdón. A mí más que a nadie. Soporto bien su mirada. Le sonrío con calma: el trato sigue en pie.

—No —pronuncia con voz áspera el Quinientos tres, dándose cuenta de que el poder se le escapa de las manos; se despide de él con desgana, por obligación; y luego repite, como si alguien le hubiera ofrecido la oportunidad de desdecirse—: ¡No!

El dios barbudo asiente con parsimonia, y el turno pasa al pajero orejudo, el Quinientos ochenta y cuatro.

—¡No! —contesta éste.

—¡Siete Uno Siete! —Ahora me ha clavado la mirada no sólo el Quinientos tres, sino todos y cada uno de la decena; el Quinientos ochenta y cuatro ha torcido el cuello al máximo para sacar su cabezón orejudo, el Novecientos ha girado todo el cuerpo—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres…?

—Sí. Sí.

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Traidor! —aúlla el Quinientos tres antes de que pronuncie su nombre, saca el puño de la manita sudorosa del Quinientos ochenta y cuatro y se arroja hacia mí.

—¡Atrás! ¡Sujetadlo! —brama el jefe, y tres monitores reducen al Quinientos tres en un abrir y cerrar de ojos; ni siquiera le da tiempo a rozarme—. ¿Quién es, pues? Dinos el número.

—¡Cinco Cero Tres! —pronuncio jadeando.

—¡Traidor! ¡Me las pagarás! ¡Bastardo!

—¿Sabes que al que acabas de nombrar se quedará para siempre en el internado? —aclara el dios barbudo.

—Sí.

—¡Me ha engañado! ¡Me ha engañado! ¡Chavales! ¡Alguno! ¡Dejádmelo! ¡Aquí! ¡Dejadlo conmigo! ¡¿Para qué necesitáis a ese comemierda?! ¡Novecientos! ¡Novecientos seis! ¡Vamos! ¡Sólo una palabra! ¡Dejadme aquí a este hijo de puta y lo descuartizaré! ¡No quiero pudrirme aquí solo!

—¡Silencio! —ordena el jefe y al Quinientos tres le tapan la boca.

El círculo se ha roto. Tiendo las manos al Novecientos y al Quinientos ochenta y cuatro; ellos reculan, no saben si les conviene tocarme, tienen miedo de que les contagie el virus de la perfidia.

Así me quedo, solo, con los brazos abiertos.

¡Hipócritas! Sé que, en realidad, todos acaban de sentir alivio; ¿a quién le gustaría compartir la eternidad y mujeres con ese vampiro? ¡A nadie! ¿Qué indulgencia ni qué demonios? «¡Lo acabo de hacer por vosotros, he asumido el pecado!».

Me dejan de mirar. El círculo no llega a reconstruirse.

No intento justificarme. Si digo todo esto en voz alta, me van a tomar ojeriza para siempre.

El Quinientos tres se sacude, pero luchar contra los monitores es inútil. Y ya no se puede cambiar nada: dentro de poco, como demonios, se lo llevarán hasta los círculos inferiores del infierno, de los que nunca podrá regresar. Se agita con frenesí, pero es tarde.

Ahora veo qué miserable es el Quinientos tres.

Es difícil odiar a los miserables, pero me esfuerzo.

¡He hecho lo que tenía que hacer! ¡Lo que siempre he soñado! ¡Me he vengado del reptil!

¡La victoria nunca amarga!

Pero algo se me revuelve en el interior cuando lo miro. Tan cascado lo veo. No sé si es la tripa o el estómago. Ojalá fuera la conciencia. Si es así, lo primero que voy a hacer al salir es evacuar.

—Nueve Cero Cero —continúa Zeus tras aclararse la garganta—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres…?

En Novecientos farfulla algo ininteligible. El Quinientos tres, amordazado, lo mira con esperanza. Y el Novecientos repite —para mí y para el otro— con decisión y con claridad:

—No tenemos gente así.

¡Ya está! ¡Ya está! Sólo queda que me vote el Novecientos seis y se acabó todo. Saldré de aquí y no me voy a acordar nunca más de este lugar, ni del animal antropófago que acabo de dejar en cautiverio.

¡No me acordaré! ¡No me acordaré!

—Nueve Cero Seis —dice el jefe, cerrando el círculo y sin prestar atención a los monitores que están aplastando contra el suelo al encolerizado Quinientos tres—. ¿Hay en tu decena alguno que no consideres digno de abandonar el internado y engrosar filas de la gran Falange?

—Sí —suelta inesperadamente el Novecientos seis.

Me mira a mí, con calma y con seguridad. ¡¿A mí?!

«¡No! Ya tengo un pie fuera. ¿Para qué quieres hacer eso? ¡No me traiciones! ¡Tú, no! ¡No me dejes aquí con ese animal! ¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¿Una conspiración? ¿Venganza?».

Me quedo en silencio.

—¿Quién es, pues? Dinos el número —pregunta con interés el viejo dios sintético.

El Novecientos seis me sonríe como yo le sonreía al Quinientos tres hace poco.

«No serás capaz hacerme eso. ¡Veíamos la de Los sordos juntos, los dos estuvimos en la cripta, me has enseñado a mentir, me has enseñado a perdonar, yo quería ser tu amigo, quería ser tú!

»¡No me dejarás aquí sólo para castigarme! ¡He traicionado… a un enemigo! ¡No he podido perdonar al que no se ha arrepentido!».

¿Acaso todos ellos, en secreto, también me han emitido un veredicto y es él quien lo está a punto de dictar?

Ha pasado un segundo.

—¿Quién es? —repite el jefe.

—Cinco Cero Tres —dice el Novecientos seis.

¡El Quinientos tres! ¡No yo! ¡El Quinientos tres!

Ahora lo siento.

Ahora me elevaré hasta el techo. El pecho me explotará. Y echaré a llorar.

No entiendo al Novecientos seis, pero le estoy agradecido; profunda y locamente agradecido.

—Que así sea —acepta nuestro veredicto el jefe—. Llevaos al número Cinco Cero Tres.

Y al Quinientos tres lo sacan a rastras de mi nueva vida, que brilla con millones de luces, y se lo llevan a la penumbra, al pasado, para siempre.

En una orilla dejamos el uniforme de internado y las placas con números personales. En la otra nos espera la jura de fidelidad a la Falange, las túnicas negras y las caretas de Apolo. Dentro de cada careta hay un mensaje. En la mía pone «Yan Nachtigall». Me han devuelto mi nombre y, como regalo de despedida, me han asignado un apellido.

Mis nueve compañeros me miran de reojo, pero sé que, en el fondo, me están agradecidos y que no me van recordar lo que he hecho hoy; son mis deudores. Yo los entiendo, y ellos me comprenden a mí. Y ahora que el Novecientos seis también se ha transformado en judas, dejaré de ser un paria. Todo se arreglará. Todo se olvidará.

El único al que no entiendo es al Novecientos seis. No lo comprendo; y lo adoro.

—¿Qué has hecho? —balbuceo por debajo de mi careta nuevecita, meneando la cola con aire adulador—. ¿Por qué lo has hecho?

—Nada especial. —Me mira con atención a través de las ranuras—. Te he perdonado.

Por fin consigo levantarme del suelo y enderezarme; me siento en el camastro y empiezo a arrancarme la cinta aislante de las muñecas. Veo mi cara reflejada en el paisaje toscano.

Tengo el pelo enmarañado y los ojos desencajados. Por encima de la tira de celo que me tapa la boca llevo una mancha parda de sangre seca; es una alegre sonrisa.

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