Futu.re

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XXX. La derrota

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Cogemos el tubo en la estación Octaedro y vamos a cuatrocientos kilómetros por hora al intercambiador principal, desandando aquel viaje mío que tendría que haber terminado con la muerte de Rocamora y Annelie.

«Fíjese, señor senador: misión cumplida de la mejor manera posible, aunque un poco tarde. De aquí en adelante puede seguir contando conmigo».

Llegamos a la puerta setenta y dos, la que aquella vez escogí por equivocación… Agorafobia, mareo, pánico.

Llegamos en el momento justo para ver el discurso de Jesús Rocamora en la mayor pantalla abovedada de Europa. Mi padre es gigantesco, ocupa todo el firmamento y está reconstruido con sumo esmero. No noto ninguna falsificación: es él, mi padre, el marido de mi mujer, mi enemigo y mi aliado, diciéndome a mí y al mundo entero que el Partido de la Vida ha acabado en un callejón sin salida, que hace tiempo que se negaban a ver lo evidente, a reconocer que la Ley de la Elección es la única posibilidad de evitar una catástrofe demográfica. «Todo era un autoengaño, y un engaño para todos los que nos habían creído —dice él—. Pero es imposible mentir a la gente eternamente, tarde o temprano la farsa se descubre. Yo no tengo más fuerzas para luchar por una causa que considero perdida. Por eso, como líder del Partido de la Vida, declaro la disolución de éste. A nuestros activistas los insto a que colaboren con las autoridades y se les garantizará la inviolabilidad personal. El tiempo de lucha ha pasado, llega el tiempo de negociaciones constructivas por el bien de nuestro futuro. El futuro de Europa».

Ya está. Fin del último acto.

La multitud multimillonaria, que se había paralizado durante unos instantes para oír la penitencia del Satanás y mascar chicle, de nuevo se pone en movimiento; la rendición online no ha hecho más que constatar el estado de las cosas: Europa ha vuelto a nacer. Ya no tiene lugar para Jesús Rocamora, para Radj y Devendra, para Annelie Wallin y su madre, no tiene lugar para mí y para mi hija. A todos les parece bien. Todos votan a favor.

Me quedo plantado en medio de diez millones de personas; todos tienen prisa excepto yo. Todos respiran mi aire, me empujan, me rozan los brazos, las piernas, la cara, me tienen acorralado… pero me encanta. No me mareo ni siento ganas de vomitar. Me he curado de la agorafobia. Quiero estar rodeado de la multitud, debo estar rodeado de la multitud. Vivo gracias a ella, formo parte de ella, le entrego mi alma. Que se lleven mi sudor y el aire que exhalo, que me arranquen escamitas de la piel y que se las lleven a París, a Berlín, a Londres, a Lisboa, a Madrid, a Varsovia. Que me hagan minúsculos pedazos. «Me baño en vosotros. Os respiro. Os quiero».

Deben de pulular por aquí cerca los sicarios de Schreyer, pero en esta multitud no es tan fácil verme y cogerme.

Cada segundo desde el intercambiador central parten trenes-jeringuillas rutilantes hacia todos los rincones de Europa. ¿Y si subo en uno de ellos y desaparezco para siempre?

Pero ¿cuánto durará ese siempre? Unos míseros años más.

Me queda hacer la última llamada. Marco su número.

Schreyer tarda en contestar; el silencio se alarga, el anuncio de Iluminación —píldora del sentido de la vida— satura la calma. Por fin se pone, cuando ya estoy a punto de colgar.

—He visto el discurso de Rocamora —informo—. Enhorabuena.

—Helen ha muerto —responde.

—¿Helen? ¿Qué?

—Ha muerto.

Recuerdo nuestros virajes en la pequeña turbonave negra; a ella, agarrada al volante y dirigiéndola hacia la pared; esa pared nos separa del resto del mundo.

Aquella máquina abollada, que hice aterrizar tan torpemente. Aquella boca de escotilla: entrada a una cueva. Helen, agobiada, encrespada.

—¿Cómo? ¿Cómo ha muerto?

—Saltó al vacío. Salió a un sector abierto de la azotea y se tiró. —Me lo cuenta como si estuviera informando a un juez de instrucción—. Ha sido en nuestra casa. Se ha matado —añade no sé para qué.

«¡Estaré eternamente metida en mi ático de lujo, debajo de una cúpula de cristal, joven y bella, como una mosca en el ámbar…!».

«Es mía, Yan. No se va a escapar. Siempre estará conmigo. Sabe lo que le pasó a Anna y no le apetece estar metida en aquella habitación…».

«Es por mi culpa», suena en mi cabeza obtusa.

«No me has ofrecido que huyamos juntos…».

La gente me empuja, intentando abrirse paso; algunos me preguntan por qué demonios me quedo ahí parado. Yo sólo tapo a Anna con los brazos, la envuelvo en una carcasa de acero y doy vueltas con ella, como una boya a la deriva, arrancada por una turbia ola de tormenta.

—Qué estupidez —dice Erich Schreyer con voz sintética—. Qué estupidez. Qué estupidez.

Un vinilo rayado, una aguja resbalando, una repetición infinita.

Helen.

«Has sido más fuerte que mi madre. Has roto la roca de ámbar desde dentro. La has partido y te has escapado. Has huido al lugar del que Erich Schreyer no te podrá sacar».

—Me ha dejado solo —pronuncia—. Solo.

No es una voz, sino un susurro. Un murmullo.

—Tienes miedo. —Entiendo de pronto—. Tienes miedo a la eternidad. Te da miedo quedarte solo eternamente.

—¡Gilipolleces! —grita—. ¡Qué chorradas!

Y se desconecta.

Helen no estaba preparada para la eternidad. Erich no está preparado para la eternidad. Yo no estoy preparado para la eternidad.

Pobre Helen. Pobre y valiente Helen.

Vacío.

Me quedo vacío por dentro: no tengo fuerzas, ni huesos, ni carne, no queda nada que amortigüe el golpe. Ni siquiera soy un animal disecado y relleno de paja, ni siquiera un pellejo arrancado por un taxidermista, estoy vacío como la cáscara de una réplica tridimensional.

Mi pequeña Anna llora inaudiblemente: tiene hambre otra vez. Me queda un poco de leche, la poca que he podido guardar al quitarle el biberón antes de tiempo. Saco la botellita del bolsillo, la destapo con los dientes, se la acerco, ella estira los labios, se relame presintiendo el placer. Bebe un trago… y frunce la cara, se encoge, se revuelve. Huelo el biberón: la leche se ha cortado.

No tengo comida para ella.

Llama Erich Schreyer.

—¿Bueno, qué? —dice con voz firme y seria—. ¿Qué has decidido, Yan?

—¿No ha dejado nada? —le pregunto—. ¿Ni siquiera una nota?

—No quiero hablar de esa perra —ataja Schreyer—. Me ha traicionado. Habrá querido fastidiarme, darme una lección. Pero ¿sabes qué? No va a conseguir que vaya detrás de ella. No siento casi nada, Yan. Por fin he aprendido a superarlo.

Le hago un gesto de comprensión.

—¿Por fin te sientes digno de la eternidad?

—Es la hora de tomar la decisión, Yan. Te tienes que decidir también. ¿Qué haces ahí, en la estación? ¿No pensarás que vas a poder escapar? ¿Qué cambiaría tu huida? Basta ya. Me has hecho aguantar demasiado.

—¿Y qué opciones tengo? Si ya lo has decidido todo por mí, ¿o no? Tus hombres me persiguen durante todo el día. De todos modos, no me vas a dejar escapar. Te has enganchado a mí como a Helen, como a mi madre. ¿Qué va a pasar si te digo que no?

Lo pregunto por preguntar. A Erich Schreyer no se le puede decir que no y lo sé mejor que nadie.

En la multitud, como un mensaje subliminal, parpadea una cara de piel curtida y ojillos de abalorios; un poco más y nos descubren.

«Es la hora de despedirnos, pequeña Anna».

Dejo de discutir con Erich Schreyer. Le cuelgo simplemente y marco el ID acordado. No contesta nadie, como tiene que ser. Un segundo más tarde me llega un mensaje: «48».

—No podrás escapar, Yan. —El comunicador se enciende por sí solo; tanto él como yo pertenecemos a Erich Schreyer—. ¿Cuántas veces lo has intentado, eh? No vas a poder. Ahora ni siquiera tienes adónde. No hay quien os esconda. Eres mío, Yan. Sólo quiero que lo comprendas. Quiero que tú también superes al hombre. ¡Piensa en la eternidad, Yan! Te regalo la eternidad, la juventud, la inmortalidad, a cambio sólo te pido…

Desabrocho el com y lo tiro al suelo, y diez millones de personas lo empiezan a pisar, aplastando la voz de Erich Schreyer, convirtiéndola en polvo, en carcoma.

Escondo a Anna debajo del abrigo, me pongo la capucha, me zambullo en el gentío, pero no lucho contra él, no lo parto como un rompehielos; el bullicio es mi elemento, me dejo arrastrar por él hacia los lados, pero aun así me voy acercando a la puerta número doce.

Cuando por fin llego, los pasajeros ya están subiendo al tren con destino a Andalucía, la torre Tarifa. De ahí, por el estrecho de Gibraltar, van ferris a Marruecos. O sea, a África.

Siento una palmada en el hombro —«De parte de Jesús»—, nos agachamos, nos sumergimos, y ahí, en el fondo, entre cuerpos y piernas, coloco a Anna en una bolsa de deporte alargada. Me ayuda una chica de rasgos árabes, bastante atractiva, que lleva los ojos tapados con unas gafas de espejo y el pelo recogido en cientos de trenzas. Es raro, pero pensaba que el hacker de Rocamora iba a ser un hombre asiático.

—¿Está con usted? —pregunto.

—¿Berta? Subirá en París. Nos perseguían.

—Se llama Anna —le digo antes de taparle a mi hija la cara con una gasa—. Tiene contactos en los campos de refugiados, ¿verdad? Allí encontrará a Margó Wallin Catorce O. Es su abuela. No tiene a nadie más.

—No la abandonaré de todas formas —me dice con firmeza—, sabiendo que es la nieta de Jesús.

La pantalla abovedada más grande de Europa proyecta otra noticia: el senador Erich Schreyer va a concurrir a las elecciones presidenciales.

Las corrientes submarinas se llevan la bolsa negra; salgo a la superficie… y veo las caras-máscaras, los ojos escrutadores; me buscan a mí, buscan a Anna. Quiero avisar a la chica de gafas de espejo, pero ella ya se ha dado cuenta.

Se acerca el comunicador a los labios, susurra algo y en todo el intercambiador se apaga la luz, se desconecta también la pantalla abovedada, víctima de un ataque pirata. En la oscuridad, se oyen cerrarse de golpe las decenas de puertas del convoy. Y éste abandona las entrañas de la estación, dirigiéndose hacia la luz, hacia la vida.

Éste ha sido el regalo de bautizo que ha hecho Jesús Rocamora a su nieta.

Un regalo secreto.

«Perdóname, Ele. Eras un tío normal. Pero el mundo no es blanquinegro, no se compone de lo bueno y lo malo. Ojalá hubieras podido entenderlo. Pegarle un tiro a una persona que conoces desde hace un cuarto de siglo porque puede descubrir el plan de salvación de tu hijo, al que conoces desde hace dos meses, ¿es bueno o malo? No lo sé, Ele. No estoy seguro».

No estoy seguro de nada.

A mi alrededor se oyen cuchicheos nerviosos y chillidos de mujeres.

Pero, pasados unos minutos, la pantalla se enciende de nuevo, parpadean los focos de emergencia y un barítono atiplado, proveniente del cielo, informa de que el pequeño fallo técnico ha sido arreglado, que no cunda el pánico, que los diez millones de personas pueden seguir viviendo como antes e ir a donde les dé la gana.

Y todos lo creen y se calman, y se precipitan hacia sus trenes, que no paran de llegar a las puertas, se apretujan en ellos y se marchan, a quinientos kilómetros por hora, hacia todos los rincones del continente: a Varsovia, Madrid, Lisboa, Ámsterdam, Sofía, Nantes, Roma o Milán, Hamburgo, Praga, Estocolmo o Helsinki, o a donde sea.

Sólo yo me quedo inmóvil.

Tantos viajeros, y los tengo que despedir a todos. ¡Buen viaje!

El comunicador lleva un rato destrozado a pisotones, así que puedo decir todo lo que pienso en voz alta. En esta muchedumbre, en esta aglomeración babilónica, no me oirá ni me entenderá nadie… Sólo que a quienes quiero hablar no están.

Erich Schreyer.

Enhorabuena, Erich. Le has metido a mi padre un mecanismo a cuerda por el culo, hiciste que mi madre se pudriera en un calabozo, llevaste al suicidio a la mujer que estaba dispuesta a sustituirla, aniquilaste a todos los que te estorbaban, convertiste los errores ajenos en tus victorias, te vas a hacer presidente de Europa, los peleles de tus amigos y de tus enemigos aclamarán tu victoria.

Serás un presidente sabio e inmortal, jamás abandonarás tu puesto, y tu partido estará en el poder eternamente; vais a gobernar hasta el infinito, como gobiernan los reinos mágicos los dragones, como gobierna Rusia el Gran Ofidio.

Eres inmune a las emociones. No hay quien te engañe ni quien te gane. Ser tu herramienta es un honor, pero ser tu aliado es una dicha inenarrable.

Te agradezco tu propuesta de colaboración, pero paso.

Me has propuesto olvidarme de lo ocurrido y recuperar lo perdido. Pero no puedo ni quiero olvidar nada de lo que me ha pasado: Annelie, nuestro viaje al país de mi niñez inasequible y nuestra noche en el burdel, donde cada minuto lo tomé prestado bajo unos intereses tan altos que nunca los podría pagar, nuestros paseos por las ramblas pestilentes y perfumadas y nuestra visita a su madre embarazada, sin la que jamás habría podido perdonar a mi padre; mi propia madre y la habitación de tu casa, Erich, esa habitación con un cristal tan grueso que yo no la habría podido oír jamás, ni tampoco Rocamora, ni siquiera Jesucristo; mi padre, al que has desollado vivo, al que me has presentado una hora antes de su ejecución, al que habías intentado ajusticiar con mis propias manos; el internado, donde me educaron y me adiestraron; mi servicio en la Falange; las oscuras manchas de leche en el vestido azul; las niñas dormidas en el orfanato católico barcelonés; una ciudad entera sembrada de cadáveres con efecto retardado.

¿Qué podría olvidar de todo esto? Nada. Todos ellos han muerto, pero no han desaparecido. ¿Y cómo voy a vivir tanto, recordando que los traicioné?

O mi hija. ¿Cómo la voy a olvidar? ¿Y cómo me voy a olvidar a mí mismo, después de traicionarla?

Son pasos que no se pueden desandar.

Los dioses no me aceptarán como suyo. No me lo he ganado y ni siquiera lo voy a intentar. ¡Qué va! Soy un can, una bestia. Me ordenaste que expulsara de mí al animal, pero lo mejor que he hecho ha sido por mi propia voluntad, siguiendo mis instintos.

Y tú tampoco te salvas: ¿crees que tu deseo de ser eterno es el de igualarte a los dioses? No, Erich. No es más que el instinto de supervivencia inflado, hipertrofiado, repugnante… y el más básico, el más vulgar de todos los instintos. Lo que no quieres es que los demás vivan por ti, Erich. Tiene algo de reptil, de bacteriano, de fúngico. Pero ¿qué tiene de divino?

Te lo pude haber dicho antes, pero estuve guardando estas últimas palabras para la mejor ocasión.

Y ahora me tienes que disculpar: necesito decir unas palabras a alguien más.

A mi hija.

Anna.

Por mucho que me recuerde que eres mi hija, no me lo acabo de creer. Mi pequeña Anna Rocamora. Porque resulta que Rocamora es mi apellido auténtico, ¿verdad? Entonces es tuyo también.

Vas a crecer sola. No tendría que haberte dado en adopción, no quería, pero lo he hecho, me he visto obligado. Puede que sea un error; lo más probable es que así sea. He estado toda mi vida amontonando un error sobre otro y nunca he sido capaz de reconocer ninguno de ellos. No sé qué clase de padre sería si me hubieran dejado. Mis talentos escasean. Si te fijas, sólo tengo uno: destruir, nada más. A mí nunca me seguirían millones de personas, no sabría conmover sus corazones y esbozarles un futuro por el que estarían dispuestos a sacrificar el presente. Lo único que he creado has sido tú, pero incluso a ti te engendré por casualidad.

He vivido una vida corta y ridícula, una vida de imbécil, Anna. No quiero echarle la culpa a nade, ni siquiera a Schreyer, ese viejo malvado, que me hundió sus dedos blandos y huesudos en las entrañas, me espetó con una mano, como si fuera una marioneta, y ha vivido mi vida por mí. Demasiadas veces he culpado a los demás de mi propia mezquindad, pero todos resultaron inocentes.

Ya no podré cambiar nada.

Aquellos a los que me gustaría pedir disculpas ya han muerto o jamás han existido. A los que me gustaría perdonar, los he matado. Intenté salvar a la chica a la que quería, pero no pude. No logré vivir con ella una vida larga y feliz.

Estoy enamorado de un muerto, soy amigo de un muerto, soy hijo de unos muertos. Tres cuartos de mí están muertos, Anna, pero tú estás empezando a vivir. Me gustaría que tus primeros pasos los dieras desde tu madre hasta mí, me gustaría oírte pronunciar las palabras «mamá» y «papá», me gustaría hablarte y que lo entendieras todo; pero nada de esto sucederá. Crecerás sin mí.

Tu vida será una hoja en blanco. Y la de tu generación.

Tendréis que derribar los muros que nosotros ya ni vemos siquiera. Antes el mundo era diferente: los bosques no estaban hechos de píxeles, los bisontes tenían sus pastos y los ancianos no la palmaban en soledad como unos leprosos. Nosotros no conocemos tal mundo, y vosotros tendréis que reconstruirlo. Os tocará inventar, buscar, intentar entender cómo ha de avanzar la humanidad sin perder lo más importante. Os tocará vivir a vosotros, porque nosotros ya estamos petrificados.

La Tierra ha parado, Anna. Eres tú quien la hará girar de nuevo.

Estoy seguro de que lo harás todo correctamente. Lo harás de forma diferente a como lo haría yo.

Tal vez me maldigas, pero quería que tuvieras elección.

Quizá consigáis construir —en el espacio o debajo del agua— un mundo donde no tengamos que elegir entre nosotros y nuestros hijos. Y tú no tendrás que morir para que mis nietos vivan.

El bullicio del intercambiador es bestial; los hombres de Schreyer no acaban de encontrarme. No pasa nada, no tengo prisa. Estaré metido en este tumulto mientras aguanten mis piernas. Tarde o temprano darán conmigo, no hay duda, por si acaso harán con mi pellejo un sonriente pelele digital y luego me meterán un balazo. O, a lo mejor, me matarán aquí mismo, en cuanto se den cuenta de que los he engañado. Y no tiene nada de horrible. Se puede decir que me lo he buscado.

Entonces tengo que hacer algo más; invocar a otro espíritu.

Novecientos seis. Basil.

Siempre fuiste mejor que yo, Basil. Siempre tuviste el descaro suficiente para hacer aquello en lo que yo no me atrevía ni pensar. Yo quería ser como tú. Si no fuera por ti, nunca me habría decidido. Siempre envidié lo vivo que fuiste, incluso después de tu muerte. No tendrías que haberte muerto, Novecientos seis. Me gustaría que estuvieras aquí conmigo. Que me apoyaras ahora… o, al menos, que me perdonaras.

¿Recuerdas nuestra discusión? Yo te decía que era imposible escapar de ellos, pero pasabas de mí, decías que todo iba a salir bien, que no había que tomarlos demasiado en serio. ¿Te acuerdas? Pero nunca pude hacer como tú: disimular, ignorar, convencerme de que no son más que juegos, violar sus reglas y esconder mi yo verdadero en mi yo numerado. Sólo tengo un yo. Pero es demasiado tonto para hacer trampas y demasiado serio para jugar. Imagínate, todavía creo que no tiene sentido escapar.

Estoy plantado en medio del intercambiador principal, de aquí podría ir a cualquier lado. Pero no voy a huir. No me quedan fuerzas, ni me apetece esconderme de ellos. Se me ha ocurrido algo mejor, Basil. ¿Preparado? Pues escucha.

Mientras me están buscando, cada uno de los que me roza sin querer, que comparte conmigo una bocanada de aire, cada uno de estos miles de personas, al llevarse una parte de mí, se llevan un regalo mío. Se lo llevan a Bucarest, a Londres, a Bremen, a Lisboa, a Oslo.

Aquella probeta que le quité a Beatrice.

Su virus. No lo tiré. Me lo guardé en el bolsillo. Y luego dentro de mí. Mientras le daba la leche de Berta a mi hija, iba chupando la leche envenenada de Beatrice.

Ha pasado el día. Aquel día que Schreyer me dio para hacer la elección. La hice enseguida. Durante el primer minuto. Por mí y por todos nosotros.

Escogí el día perfecto, como aconsejaba Beatrice, y ahora exhalo muerte; la muerte está en cada gota de sudor que corre por mi frente, en cada roce espontáneo de mis dedos, en mi orina y en mis besos.

La muerte y la vida.

Por eso estoy aquí; no hay otro lugar mejor. Schreyer se preocupaba en vano, yo no tenía intención de fugarme. Desde aquí el virus lo transportarán por todo el continente, dentro de un día los que respiraron el mismo aire que yo, lo seguirán expandiendo por allá, en sus casas.

Cuando pase una semana, todo volverá a ser como hace medio mileno. Y en los próximos cincuenta años, ciento veinte mil millones morirán de viejos, si no se dan cuenta antes de lo que pasa.

Dirán que soy un terrorista. Pero la primera intervención en nuestro ADN fue la vacuna contra la muerte. Inicialmente, es una enfermedad, y yo estoy intentando curarla.

Estamos en un callejón sin salida. El sistema da un fallo fatal.

Nosotros no tenemos la solución, así que hay que ceder el puesto a los que la encuentren.

Tan sólo formateo la humanidad. La reinicio.

Me gustaría pensar que soy una herramienta en las manos de madera, las manos del que entiende: la humanidad se ha perdido. Necesitamos que alguien nos despierte, que nos baje los humos, que nos recuerde quiénes somos y de dónde venimos. Recordártelo a ti, Erich Schreyer, gusano.

Me gustaría pensar que nada en mi vida ha sido casual: mi nacimiento, las palabras que me susurraba mi madre, la intervención que no me permitió cometer el asesinato, la concepción que se produjo a pesar de la ciencia, el hijo que no me merecía y al que no me tocaba arrullar. Que todo fue obra de aquél al que estoy acostumbrado a odiar y a rechazar.

Sin embargo, esta vez yo mismo asumo toda la responsabilidad.

Puede ser que me equivoque, pero dicen que errar es humano.

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