Futu.re

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XXVII. Ella

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Ella

—No sé qué hacer con eso.

—No es eso, es ella. ¡Es una niña! —dice con tono molesto Berta, aquella chica pecosa a la que le sobraba leche después de darle la teta a su propio mamón.

—No sé qué hacer con

ella. Debo irme. Tengo cosas que hacer. Volveré.

Necesito ver a Schreyer. Al Quinientos tres. Quiero saber…

—¿Cómo que cosas que hacer? ¿Qué dices? ¡Cógela, anda! La hija es tuya, no te escaquees. ¿Crees que encima la voy a dormir? ¡Tengo de sobra con los míos!

Y me endosa un misil fuertemente fajado.

Mi hija no es más que una boca. Los ojos no se le abren, tiene la frente y las mejillas cubiertas de menudo vello oscuro, como si hubiera sido concebida por un chimpancé. Qué raro que las personas tengan este aspecto al principio.

Lo primero que se me ocurre es que no podré ir con eso a ningún lado. No llegaré a Schreyer, no podré sacarle la verdad, ni saldar las cuentas con el Quinientos tres, ni disculparme ante Helen. Las canas suelen causar perplejidad en lugares públicos, pero subir al tubo con un bebé en brazos sería lo mismo que meter allí una jirafa amordazada.

Lo segundo: es para toda la vida. Para cada uno de los días que me quedan por vivir. Si no la abandono aquí, en el asilo, y no me escapo, todo se irá al traste. Todas las decisiones las tomará

eso.

Lo tercero: de verdad no sé qué hacer con

eso. Con

ella. Con lo que sea.

—¿Cómo la vas a llamar? —pregunta Berta.

—No lo sé.

Tengo media hora para valorar la situación. Pasados los treinta minutos

eso empieza a pitar. Abre su boca enorme, se arruga y llora, llora. Intento dejarlo en el colchón, pita con más fuerza, con más estridencia. Me han hecho una trepanación y me están quemando las ondulaciones del cerebro con un soldador eléctrico.

—¡Toma! —Se lo largo a Berta—. Yo no puedo.

—¡Y una polla! —Me saca el dedo corazón.

Lo estoy arrullando, pero no se duerme. Dale de comer o algo.

—Se ha cagado —me dice Berta—. No le gusta.

Lo puedo entender.

—Pues… ¡Haz algo!

—Hazlo tú. Al mío le están saliendo los dientes. No estoy para nadie.

—¿Qué dientes?

—¡Sujeta! —En mis brazos aparece un bulto más pesado que el mío, indignado por estar empaquetado, intentando desenvolverse y escapar—. A ver, mira. La coges, la lavas, el grifo está ahí, pruebas el agua con el codo, que en las manos la piel es demasiado gorda, si no, la cueces o se resfría, o sea, la lavas y le pones pañales limpios. Y esto para lavar. Te doy trapos para un día. Adiós.

—¿Y cuántas veces al día? —Claro, ya ni me acuerdo de cómo hay que envolverla.

—Las veces que cague. Seis. Siete. Según la suerte.

—La suerte sería nunca —intento bromear.

—Si no lo haces nunca, empezará a berrear tan fuerte que te vas a ahorcar —me avisa Berta—. Ya está, trae al mío para acá.

—El tuyo no es tan… peludo —digo—. ¿Y

esto… la mía está bien? ¿No es patológico? ¿Por qué tiene todo el hocico lleno de pelo?

—Nació antes de tiempo —contesta Berta—. Se le va a caer. ¡Hocico! Se parece a ti, por cierto. ¿Cuándo la vas a bautizar?

Se

lo quito y me piro.

Con esa cara de berenjena arrugada y costrosa, con esas extremidades finas y arrugadas, con esa barriga hinchada y espalda velluda, no se parece ni a mí ni a nadie más en este mundo. Berta se esfuerza en vano; no siento que esta criatura sea algo mío. Es ajeno, no es de nadie.

Pero aun así no la abandono ni me escapo. Tal vez porque este engendro es todo lo que queda de Annelie. De mí y de Annelie.

Ni siquiera

lo dejo solo en el colchón. De todas formas no pesa nada, me cuesta menos sujetarlo en brazos.

—¡Y dale de comer dentro de una hora! —dice Berta—. Vienes conmigo y me sacaré algo de leche para ella.

Pero voy con ella pasada media hora, porque

eso se ha despertado y chilla, pero todavía no he aprendido a lavarlo.

Se considera que los niños comen leche. En realidad lo que hacen es devorar el tiempo. Leche también consumen, claro; cuando no se retuercen mientras excretan o no se sumen en un sueño breve y ligero, agotados por los dos primeros movimientos. También devoran los pensamientos, todos, salvo los que tengan que ver con ellos. Así sobreviven.

Primero pienso que

eso es mi parásito.

Luego llego a la conclusión de que estamos en simbiosis.

En cuanto tengo un poco de tiempo libre, empiezo a pensar en Annelie, en que no estaba condenada a morir, que se habría podido hacer de otra forma, cambiar algo, que lo que dijo de la muerte no era un presentimiento de lo inevitable, sino un miedo mimoso, que habríamos podido encontrar un médico privado, un cirujano, si hubiera tenido un poco más de tiempo, aunque fuera un día, si me hubiera imaginado lo difícil y duro que iba a ser.

Enseguida

eso se despierta y me separa cruelmente del espectro de Annelie. Devora mi tiempo libre, que normalmente dedico a devorarme a mí mismo. Digiere mi capacidad de reflexionar, de recordar, de razonar, lo transforma todo en excremento líquido de color amarillo, con un olor ridículo e inofensivo.

Eso sólo me permite pensar en

eso, preocuparme sólo por

eso, no me quiere compartir con nadie, ni siquiera con su propia madre muerta.

Eso tiene celos de ella, de Schreyer, del Quinientos tres, de Rocamora. Sólo tengo que pensar en

eso o no pensar en nada. De esta forma

eso me libra de mis dudas y de mis angustias, y yo le conservo la vida.

Berta otra vez me propone que lo bautice, y no le pego porque da leche.

Cuando Berta no tiene leche,

eso me busca con su boca ventosa y me veo obligado a arrimármelo, y ese ser, inocente, se me agarra al pecho seco, tantea, lo muerde con sus encías desdentadas, no puede entender por qué no hay vida ahí, pero no se rinde. Me chupa por chupar y se tranquiliza un rato.

—Aguanta, aguanta —le pido; así empiezo a hablar con

eso.

Nadie quiere quedárselo. Pero no tengo derecho a abandonarlo. No es solo mío. Es el niño que no tendría que haber nacido. Todos los médicos se lo negaban a Annelie, pero tenía ganas de ser y se salió con la suya.

—Por ahora te puedes quedar aquí —consiente el padre André.

No le he perdonado la muerte de Annelie, pero no tengo otra elección. El cura tiene tacto suficiente y no me vuelve a hablar del bautizo, y de momento me quedo.

A la sombra de las canales voladoras vive una veintena de personas. Se alimentan de lo que consiguen robar de las bañeras, el agua la sacan de las máquinas limpiadoras, tienen sus casas montadas en los trasteros. Alguno de los okupas entiende algo de electrónica y ha trucado las máquinas para que no noten la presencia de humanos en la nave, así la misión del padre André vive aquí al amparo de Dios. Como un nido de ratas en una hacienda. Ahora una de estas ratas soy yo.

Pero soy uno de ellos.

Se juntan para rezar en un rincón dedicado a eso, se confiesan ante el cura de los pensamientos, porque no se pueden permitir ningún hecho aquí, delante de todo el mundo, y el santo padre balbuce algo de que todo lo perdona. Un par de veces me invitan a rezar con ellos, les saco los dientes y me dejan en paz para siempre.

No me siento cómodo aquí, pero no se me ocurre ningún otro lugar para cobijarme. Cobijarnos.

Incluso si aceptaran al expósito… ¿Dejárselo a ellos? ¿Permitir que

eso crezca y se convierta en uno de ellos? ¿Que sea como ese pecador con sotana?

Al cabo de unos días

eso abre los ojos, pero tiene una mirada extraviada, borrosa, vaga, extraña… Vi miradas así en las reservas, las miradas de los ancianos a punto de morirse.

—¿Por qué ella no me mira? —le pregunto a Berta, sin atreverme a decir «eso»—. ¿No será ciega? ¿Me estará oyendo por lo menos?

—Es porque no le has puesto ningún nombre —me dice con seriedad—. Ponle un nombre y todo se arreglará.

Nombre. Tengo que ponerle un nombre a otra persona. Una persona que vivirá más que yo. Es raro. Por un momento tengo la sensación que es la decisión más importante de todas las que jamás he tomado. Pienso en Barcelona, recuerdo como al recién nacido lo llamaron Devendra en honor del recién asesinado, pero no me apetece llamarla Annelie. No me decido.

—¡Vale! —dice Berta, ceñuda—. Te va a mirar de todas formas. Los primeros días lo ven todo desenfocado y patas arriba, como con unas gafas de cinco dioptrías. Dale tiempo. ¡Y deja de llamarla «eso», lo oye todo!

—Vamos a ponernos de acuerdo —le digo en voz baja al bebé—. Yo dejo de llamarte «eso» y tú empiezas a enfocar, ¡no quiero una hija retrasada!

Y ella empieza a enfocar; capta el sonido y se vuelve, buscando mi mirada.

Por primera vez me mira a los ojos. Los suyos son de un marrón muy claro, casi amarillo, ahora me doy cuenta y me guardo el dato. Son casi amarillos, aunque Berta dice que todos los recién nacidos los tienen azules.

Tiene los ojos de Annelie. Y, a pesar de saber que la que me mira desde dentro, a través de las pupilas, es otra persona, o ni siquiera una persona, me quedo paralizado, pasmado, no me puedo separar, no soy capaz de apartar la mirada.

Siento un escalofrío. Pensaba que, cuando aplastamos a Annelie con la tapa de la trituradora, cuando la convertimos en moléculas, no iba a quedar nada de ella en este mundo. Y, de pronto, resulta que, debajo de unos párpados hinchados y pegados, en el lugar menos apropiado para ello, se esconden sus ojos. Una copia de seguridad, creada especialmente para mí.

Pero hay más.

Los dedos. Sus puños tienen el tamaño de una nuez, y los dedos son tan diminutos que no se entiende por qué no se rompen por sí solos y se caen. Y esos dedos son la copia exacta de los míos. Lo noto sin querer, cuando me agarra con toda la mano el índice y apenas consigue cerrar el puño del todo. El nudillo central es ancho, igual que el mío, las yemas un tanto abultadas; y la uña también es idéntica a la mía, pero diez veces más pequeña.

La cara sigue siendo de nadie, la rojez se ha transformado en amarillez; parece bronceada y no tiene nada que ver ni conmigo ni con Annelie, pero sus dedos sí que son como los de un adulto.

Ese lémur tiene mis dedos. ¿Para qué los quiere?

Ella cancela mis días y mis noches, siguiendo unos horarios totalmente impensables: se despierta para comer y para descargar cada tres horas y, una vez lavada, se duerme de nuevo, como si no hubiera nacido en la Tierra, sino en algún asteroide que da ocho vueltas alrededor de su eje en un día terrestre. Hasta me parece que tiene pinta de alienígena.

Yo también vivo así: duermo una hora, durante las dos horas siguientes le doy de comer, la cambio, la arrullo, lavo los pañales.

Cuando no se quiere dormir, me enfado con ella como si fuera un adulto.

Grito si protesta sin motivo.

Luego Berta, o Inga, o Sara me explican que no consigue eructar, que se le atraviesa el aire, que la ponga en vertical, que está incómoda, que le duele.

Así amplío mi lista de las cosas que la pueden incomodar o le pueden doler. Aprendo a hacer que de tanta leche ajena no le duelan sus microscópicas tripas de gata: me la pongo sobre el vientre desnudo y del calor el espasmo se le quita.

Al cabo de dos semanas por primera vez me acerco a un espejo. Me preparo para ver en él a un carcamal decrépito, al principio me da miedo, pero de repente me doy cuenta de que se me han estirado las arrugas y mi piel ha rejuvenecido. El insólito remedio que me pusieron, la sangre de un desconocido, está funcionando.

La vejez retrocede.

—¡Aún nos quedan batallas por librar! —le prometo—. ¡No nos rendiremos!

No me contesta. No entiende mis palabras, pero cuando hablo con ella, se tranquiliza.

Aprendo a lavarla, de delante hacia atrás, como me ha explicado Inga, o Berta, o Sara, porque si no, las bacterias intestinales le pueden provocar inflamación; me dejo de fijar en que lo tiene todo como una niña, como una mujer, y no como un ser asexual, como es en realidad; me deja de dar asco su excremento amarillo, la leche ácida que regurgita, ya no me importa estar lavando eternamente. Hago lo que tengo que hacer.

En cuanto la desenvuelvo, intenta arrastrarse como una oruga, sin levantar todavía la cabeza, sino girándola hacia un lado, con las manitas apretadas al cuerpo, empujándose con las dos piernas, taladrando con la cabeza calva el espacio. «Es un reflejo», me dice Sara.

—Es una pena que no te vea tu mamá —digo.

Llamo a Annelie «mamá». Resulta extraño, inoportuno; no me acostumbro.

En todo este tiempo no he tocado las cosas de Annelie. Siguen metidas en la caja del robot de cocina, ni siquiera miro lo que hay, quizá porque me da miedo encontrar ahí sus recuerdos de Rocamora o, quizá, porque no quiero topar con mis propios recuerdos de Annelie. Esquivo la caja, como si no estuviera, pero tampoco dejo a nadie que la toque.

Sigue vigente el pacto de no agresión entre el padre André y yo, pero al final éste lo incumple.

—No estaría mal bautizarla —me dice—. No se la has presentado a Dios. Si pasa algo…

Ha metido la pata; estaba casi acostumbrado a ellos.

—Oye, tú. —Intento no cambiar la entonación, porque ella siente cuando me enfado—. ¡Oye, tú! Soy tu invitado, por eso no me voy a poner a pelear. Pero no necesito tu seguro.

—Hazlo por tu hija —insiste.

—Por mi hija lo hago. ¿Quieres reclutarla desde pequeña?

—No pienses que yo…

—¿A ti qué más te da? ¿Os dan puntos por cado uno que captéis?

—Sólo quiero ayudar. Veo que estás dolido…

—¿Ayudar? —La dejo en el colchón, saco al cura de nuestra madriguera a empujones—. Conque ayudar. Sí, claro. Mi chica ha muerto, tus gilipolleces —me santiguo torpemente, como un paralítico— no la han salvado. Pero yo no me entero, ¿verdad? ¡Es que estoy dolido! ¡Es que soy gilipollas! Además, como también estoy inyectado y la voy a espichar en breve, parezco tu cliente perfecto, ¿no? Pienso en la muerte, así que se me puede endosar una alma, ¿verdad? A modo de salvación, ¿no? Eres como un buitre. En cuanto hueles la muerte, te acercas más y más. Y si encuentras a una cría, te la zampas. ¿Crees que soy como ellas? —Señalo con la cabeza a Sara-Inga-Berta, que parecen preocupadas—. ¿Piensas que soy como tus ovejitas errantes, a las que no paras de arrear? A las que estás llevando directamente a la boquita de tu dios. Tienes tu propia granja, ¿eh? Tu propia industria cárnica. Pero no porque me hayan inyectado el acelerador me voy a convertir en un borrego. No voy a dejar que tu diosecillo me zampe sólo porque la tenga que espichar mañana.

—¿Te crees fuerte? —El Jesusito cabezón mantiene la defensa; lo empujo, pero vuelve—. ¿Crees que sólo los mortales necesitan a Dios? ¡Los inmortales lo necesitan más todavía!

—Pero ¿para qué lo quieren? ¡No les hacen falta artículos caducados! ¡Viven perfectamente sin almas! ¡Ve y cuéntaselo a tus ovejas! Si te vuelves a acercar a mi hija…

—¿Qué te ha hecho, eh? —Viene corriendo hacia mí Olga, una psicópata escuchimizada—. ¡Deja al santo padre en paz! ¡Te he dicho que te alejes de él, o llamo a mi marido!

—¿Acaso vivías cómodo y tranquilo sin saber para qué lo hacías? —El padre André frena con un gesto a la tipa desquiciada—. ¡Y encima eternamente! Sin sentido…

—¡Lo que es incómodo es palmarla sin sentido! ¡Annelie estaba incómoda! ¡Yo, bastante! Pero de la vida nadie se queja. ¡Ciento veinte mil millones de personas viven tan panchos!

—¡Y tan panchos se zampan toneladas de pastillas! —La plétora le inunda la carita de piel fina, se acalora cada vez más y decide abandonar sus pulcros modales—. ¿Por qué, en vez de vitaminas, todos jalan antidepresivos? ¿Por lo bien que viven?

—¿Por amor de Dios, quizá?

—Porque una persona no puede vivir sin que su vida tenga un sentido, una meta. Porque lo necesita. ¿Y aquéllos qué se han inventado? La píldora del sentido de la vida. Iluminación. Han extraído no se qué porquería de las setas y ¡toma! La ingieres y en el cerebro se produce un cortocircuito, y todo de repente cobra sentido, todo parece tener finalidad. Pero la gente desarrolla tolerancia. Buscan otro sentido. Otra dosis. ¡Menudo negocio el de las farmacéuticas!

—¡Ajá! —grito—. Tú mismo reconoces que basta con tomar una pastilla. Y ya lo tienes: el sentido, la calma, la iluminación. ¡Todo es química! Da igual con qué estimules los receptores, con fármacos o con hormonas. ¿Qué diferencia hay?

—La diferencia consiste en que con las pastillas estimulan nuestra desidia. Nos convierten en reses perezosas. Nos alimentan de pienso. O ni siquiera de pienso, nos echan líquido nutritivo como a estos bisontes. —Señala con la cabeza la nave cárnica—. El alma tiene que trabajar. La fe es una labor. Perfeccionamiento de uno mismo. Un ejercicio. Para no convertirse en una res, en un pedazo de carne. ¿Qué haríais sin vuestras pastillas?

—¡Tu diosecillo ayuda a los que las pastillas no les hacen efecto! ¡A los terminales! ¡A los acabados! ¡A los que buscan cualquier cosa para engancharse! ¡A los que ya no tienen salvación! Aparece él con su magia y zas, les encaja una alma, diciendo: «tu cuerpo se va a pudrir, pero no te preocupes».

El santo padre, con una expresión victoriosa, agita un dedo delante de mi nariz. Se tranquiliza y continúa con convencimiento:

—¡Exacto! Ayuda a los que las pastillas ya no hacen efecto. Es un consuelo.

—Pero ¿qué consuelo? ¡No son más que promesas vanas! ¡Sólo vende aire!

—¿Vanas?

—¡Claro! ¿Cómo compruebas si hay algo después de la muerte? ¡Nadie ha vuelto de ahí jamás! Y así con todas sus promesas. ¡No hay nada!

—¿Y tú por qué te cabreas tanto? ¿Te debe algo? —pregunta el padre André.

¿Algo? ¡El amparo! ¡La protección! ¡La salvación! ¡Yo quería que no cambiara nada! ¡Quería seguir con mi madre! ¡Nos lo había prometido!

¿Y a Annelie? ¿A mi Annelie? ¡También la salvación! ¡Chiquillos sanos!

—¡Que te jodan! —Me apetece hundirle su elegante nariz en el cráneo, para que se lave la cara con su propia sangre—. Más te vale, maricón, que no haya nada después de la muerte. ¡Porque te tocará arder en el infierno por tus debilidades!

—¿Cómo se te ocurre hablar así al santo padre? —Uno de los hombres, Luis, se levanta de su silla. Por el tamaño y el peinado se parece al bisonte Willy—. ¿Quién eres tú para juzgarlo, eh?

Me importan un comino; estoy dispuesto a machacarlos a todos. En mi rincón, detrás de la mampara ella empieza a chillar, lo puedo oír por encima de ruido de los tambores.

El padre André se pone púrpura, le acabo de asestar un golpe bajo, pero no pasa nada, lo soporta. Pronuncia con voz grave y segura:

—No lo elegí. Así me hizo él. Me hizo homosexual.

—¿Por qué? ¿Porque estaba aburrido?

—Para que sea su esclavo. Para que le sirva.

—¡Pero si ni siquiera tienes derecho a servirle! Eres un pecador. Tu propio dios te ha hecho pecador. ¿Para qué?

—Para que siempre me sienta culpable. Haga lo que haga, soy culpable.

—¡Genial!

—Porque este mundo es impío —afirma André—. Si no, ¿cómo me habría hecho acudir a él? ¿Cómo me habría indicado mi tarea?

—¿Qué tarea?

—Salvar a la gente.

—¿Y para qué lo necesitas? No vas a saldar las deudas con él. Puedes

resalvar a la gente, una cosa no quita la otra.

—Es cierto —asiente con calma el santo padre—. Lo sé. Me pusieron un lastre en los pies, un balde con cemento, y me arrojaron al mar. Tengo que salir a flote, coger aire. Jamás lograré sacar la cabeza a la superficie, lo sé, pero sigo nadando. Y seguiré nadando todo lo que pueda.

—¿Y dónde está ese amor suyo que anunciáis en todos los folletos? ¿Por qué te hace marica? ¡¿Por qué me quita a Annelie?!

—Es una prueba. Me está poniendo a prueba. Nos pone a prueba a todos. Siempre. En eso consiste el sentido de la vida. ¿Cómo te vas a conocer sin pasar por la prueba? ¿Cómo consigues cambiar?

Cojo todo el aire que pueda para hundir a ese santurrón en su propia mierda, pero me atraganto. El bebé berrea cada vez más fuerte; la estoy molestando.

No pasa nada, simplemente… He oído una palabra conocida.

Prueba.

Cada uno, tal vez, tenga la suya.

—Sé que me creó así para convertirme en su herramienta. No me puedo ganar el perdón, no me puedo apaciguar. Entonces, mientras viva, le serviré. Me pude haber desesperado. Pude haberme escondido de él. Pero habría sido una rendición. Por eso seguiré nadando.

—Nada, pues —concluyo con un suspiro—. Y lucha. Si quieres ser su herramienta, viento en popa. Pero yo no quiero un sentido así. No soy una cobaya. Ni soy herramienta de nadie ni, menos aún, la vuestra. No estoy para que me utilicen. ¿Queda claro? ¡Y ya se me acabó la puñetera eternidad, así que no me voy a aburrir!

Enseguida me veo obligado a abandonar el campo de batalla y a retirarme: ella explota y llora tan fuerte que necesito media hora de meneítos y murmullos para calmarla.

Berta, después de mi riña con el padre no me quiere hablar. Nada, se ordeña en silencio, y de tanto odiarme no se le corta la mala leche.

Es raro, pero creo que no tengo nada más que decirle a André. Lo he arrojado todo, me he agotado.

A decir verdad, incluso siento cierto respeto hacia el cura. Es igual que el Treinta y ocho, que, sin miedo, se lo confesó todo a su padre durante la última y la única conversación. Los flojos no saben hacer eso.

Sigo existiendo aislado de ellos, aunque me han perdonado magnánimamente las blasfemias y todas las noches me invitan a compartir con ellos la carne de bisonte volador robada de las bañeras. Recojo mi trozo y vuelvo a mi guarida a mecerla, a arrullarla, a limpiarla y a lavar sus pañales.

Tiene que tener un mes cuando levanta la cabeza por primera vez. Incluso su propia cabeza le resultaba pesada, la aplastaba contra la cama. Y de pronto, de la leche sobrante de Berta, de mi tiempo y mis noches insomnes, saca fuerzas suficientes para separar la cabeza del suelo, temblando del esfuerzo y por muy poco tiempo.

Y lo tomo como una victoria; es que ya no tengo otros triunfos.

Me apetece contárselo a Annelie, presumir, y se lo digo cuando nadie me oye.

También me doy cuenta de que empiezo a fijarme en los niños ajenos, incluso sé cómo se llaman. El de Berta es Henrique, tiene diez meses. La niña de Sara, de dos años, se llama Natasha. Georg es el hijo de Luis, el melenudo. E Inga, que es soltera, tiene un niño que se llama Xavier, al que no para de decir cómo actuaría su padre si fuera él.

Georg y Xavier trepan sin permiso por los anaqueles con bañeras, mojan los dedos en la flema roja y dibujan en el suelo naves espaciales, que van a llevar a toda la población sobrante de la Tierra a conquistar planetas lejanos, y discuten de si es posible construir ciudades en el fondo del mar; Georg opina que el oxígeno se puede extraer directamente del agua e inventa un aparatito que uno puede llevar consigo al mar en lugar de una escafandra autónoma. Xavier dice que si los humanos volaran al espacio, su padre seguramente sería astronauta y se lo llevaría a vivir a la Luna. En esto, aparece Inga y se lo lleva a almorzar.

—Tienes mal aspecto. —Al verme, Inga frunce el entrecejo—. El bebé te ha dejado hecho polvo. Mira qué cara y qué pelo.

—Llevo un mes sin dormir. —Me encojo de hombros.

Pero cuando me acerco al espejo me asusto.

El problema no es la falta de sueño. De debajo de mi pelo rojo, aparentemente infantil, asoman unas raíces blancas y endebles. No sólo en las sienes, como hasta hace poco, sino más arriba, y en la frente y en la nuca. Peor aún: la frente me ha aumentado y, en forma de dos entradas descaradas, se ha lanzado en dirección de la coronilla.

Desde las aletas de la nariz hasta las comisuras de la boca alguien me ha hecho dos cortes profundos, también me ha rajado a cuchillazos toda la frente. La piel se me ha puesto gris y está acribillada de cerdas, incluso en los sitios donde nunca me creció nada.

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