Futu.re

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II. Vórtice

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Consigo llegar a las compuertas. Aprieto el comunicador. Se emite la señal, el portón me permite entrar, separándome de los demás. Por fin salgo del tumulto.

Aquí está mi bloque.

Las paredes color naranja miden veinte metros exactos, están divididas en cuadraditos perfectos, cada uno tiene su puertecita; la superficie está cubierta por un entramado de rampas y escaleras: la entrada de cada cubículo es individual, por fuera. Dicen que los arquitectos se inspiraron en los antiguos moteles; por romanticismo y esas cosas. También dicen que una estructura abierta como ésta y su color alegre están pensados para ayudar a las personas a superar la claustrofobia. Listos. Que los jodan.

Después de la muchedumbre me apetece darme una ducha.

A la entrada del bloque hay un expendedor automático que vende de todo: barritas proteínicas, alcohol en botellas sintéticas, diferentes pastillas. Al lado hay una chica-dependienta: flequillo a lo perro de aguas, estúpidos ojos azules, camisa blanca desabrochada hasta el tercer botón.

—¡Hola! —me saluda ella—. ¿Desea alguna cosa? ¡Tenemos saltamontes frescos!

—¿Tienes Cartel?

—¡Desde luego! Siempre tenemos guardada una botellita para usted.

—Muy bien. Tráela. Y unos saltamontes de ésos.

—¿Dulces o salados? También los hay con sabor a patata o salami.

—Salados. Creo que ya está.

—¡Claro que salados! —Se atiza una divertida palmada en la frente—. Como siempre.

El comunicador sobre mi muñeca pide que ponga el índice sobre la pantalla para autorizar el pago. La máquina me entrega la bolsa con la compra.

—¡Se me olvidaba! ¿No desea probar nuestras nuevas píldoras de la felicidad?

—¿Píldoras?

—¡Muy buenas, de verdad! ¡El efecto es tremendo! Dura hasta tres días. Y después, nada de resaca.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Qué?

—¿Cómo sabes tú que el efecto es tremendo? ¿Tienes con qué comparar?

—¿Qué quiere decir?

—¿Has sido feliz alguna vez? —intento explicar—. ¿Aunque sea sólo una vez?

—Usted sabe que yo no puedo…

—¡Claro que no puedes! Entonces ¿para qué diablos…?

—¿Por qué me habla así? —Se le nota en la voz que se ha molestado, hasta parece que es de verdad y me siento mal; es absurdo.

—Vale… Vale, perdona. —¿Por qué le estoy diciendo esto?—. Me he pasado. He tenido un día difícil… Largo y muy… extraño.

—¿Extraño?

—Parece que he hecho cantidad de cosas que no pensaba hacer. Suele pasar, ¿sabes?

Ella levanta ligeramente sus pequeños hombros y parpadea.

—Tienes decidido no hacerlo nunca, pero cuando te das cuenta ya estás metido en… Pues eso, hasta las orejas. Y no hay vuelta atrás —explico—. Y no entiendes cómo ha pasado. Y no sabes a quién preguntárselo. Y no tienes con quién hablar de eso.

—¿Se siente solo?

Me dirige una mirada oblicua y fugaz; lo hace con tanto arte que se me olvida todo y caigo en la trampa.

—Pues sí… ¿Y tú?

—Es que he pensado que, si se siente solo, puede que nuestra nueva píldora de la felicidad sea exactamente lo que ahora le hace falta… ¿Desea probarla?

—¡No necesito tus putas píldoras! La felicidad no se puede tragar, ¿entiendes? ¡Así que deja de endosármelas!

—Eh, compadre… ¡No te preocupes tanto! —Oigo a mis espaldas una risita burlesca—. ¿Te has enterado de que no es de verdad? ¿No querrás tirártela? ¡Pero date prisa, que hay gente esperando!

—¡Vete a la mierda! —digo dándome la vuelta.

Un esperpento sin sexo, con un chaleco rojo y peludo, avanza unos pasos y ocupa mi lugar frente al dispensador.

—¡Gracias por su visita! —dice la dependienta para despedirse.

—Ponme a Isabella —exige el esperpento al expendedor automático—. No quiero que me sirva esa muñeca frígida.

La muchacha terca de ojos azules desaparece obedientemente; en vez de ella sale otra proyección: una sureña de caderas anchas, pecho voluminoso y maquillaje ordinario.

—¿Qué miras? ¡Lárgate, pringado! —me dice el esperpento—. ¡Hola, Isa! ¿Qué tal?

Para despedirme de él le rompo una ceja.

Un día raro.

Y cuando llego a casa y me meto en mi cubículo veo que en la caja de somníferos sólo queda una bolita. Lo importante es que no se me olvide comprar más mañana, si no…

Miro alrededor: todo está ordenado a la perfección, como siempre. La cama hecha, la ropa planchada y colocada en el armario, dos juegos limpios de uniforme aparte, el calzado con sus fundas, en la mesilla-mando hay una caja con suvenires. En la pared cuelga una vieja careta de Mickey Mouse, de las baratas que vendían antes a los niños en los parques de atracciones.

Nada más, no me gustan los excesos. Algunos pensarán que en un cubículo de dos por dos por dos no se puede vivir de otra forma, pero no estoy de acuerdo. Si uno es un desastre, será capaz de poner patas arriba su propio ataúd.

Todo bien. Todo bien. Todo bien.

Antes de que me aplasten las tenazas, ordeno a mi casa:

—¡Ventana! ¡Toscana!

Una de las paredes, la que queda enfrente del catre, se enciende y se convierte en una ventana desde el suelo hasta el techo; al otro lado están mis cerros favoritos, el cielo, las nubes. Todo es falso, pero crecí con el sucedáneo.

Bebo de la botella, luego exprimo del blíster la última pastilla del sueño, me la meto en la boca, me arrellano sobre el catre y chupo la bolita, respirando hondo y sin apartar la vista de la imagen al otro lado de la ventana.

Lo importante es aguantar cinco minutos. Es el tiempo exacto que requiere la bolita para lanzarme hacia la nada. Los demás que se atraganten con sus píldoras de la felicidad, a mí que me dejen mis pequeñas bolitas. Me desconectan durante ocho horas justas, y lo mejor es que me garantizan que no voy a tener sueños. Es un invento genial. Con él sí que voy a ser feliz.

El somnífero es ligeramente ácido. Siempre me lo pido con sabor a limón, combina bien con el tequila; no todos pueden permitirse un limón fresco. Y una verdadera Toscana soleada, nadie. Pues que le den.

Apago la luz, se cierra la cremallera y me visto de oscuridad. Soy un saco de rayas policromadas, me arrastro por un canalón transparente, a un lado está el cáliz con agua marina, al otro lado, la nada.

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