Futu.re

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III. La redada

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I

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La redada

Vale, estoy dispuesto a aceptar que hay ascensores normales.

Los antediluvianos, transparentes, que trepan por fuera de las paredes de las torres; en estos sí que puedo aguantar un rato encerrado, aunque parece que necesitan toda una eternidad para bajar de los niveles superiores a la calle.

Éste es grande, caben unas treinta personas fácilmente, y ahora está lleno sólo hasta un tercio de su capacidad. Por fuera tiene forma de hemisferio de cristal, hay una decena de ellos pegados a la fachada del gigantesco rascacielos que parece tallado en hielo.

Aparte de mí en la cabina hay otras nueve personas. El primero que atrae la vista es un bigardo de dos metros de altura, taciturno, se muerde el labio. Tiene los ojos rojos y húmedos, además de la nariz congestionada: parece que está llorando. Al lado de él va un gordinflón con pinta de emprendedor, con la mente fija en algo, no para de rascarse el cogote. Parece un hombre de negocios que se dirige a su despacho. Un tipo morrudo y sonriente, de pelo corto, bastante alto y desgarbado, chismorrea en voz baja con un chaval greñudo con camisa de fantasía. El bigardo los mira con reproche.

Un canijo de cara cansada y tensa dormita de pie, aunque se ríen justo a su lado. Por encima de él se encorva un hombre largo de nariz huesuda, oscuros ojos tristes y orejas imponentes escondidas bajo una mata de pelo cuidadosamente peinado. A pesar de su aspecto extraño, transmite la sensación de paz absoluta; probablemente, amparado por sus orejas, se tranquilizó y se durmió el canijo.

Pero mi atención la llama otro pasajero, un jovenzuelo enjuto de cabeza rapada. Casi un adolescente, tiene toda la pinta de ser un gamberro. En un box decente todos lo mirarían con sospecha; pero aquí lo vigila sólo un pasajero, fornido, bigotudo y también rapado al cero. Si tuviera que adivinar, diría que es un policía.

El último personaje del ascensor es un auténtico héroe romántico: de proporciones perfectas, como el Hombre de Vitruvio; de cara noble, como el David; tiene el pelo rizado y gesto de soñador. «Éste sí que triunfaría en los baños», pienso.

Apoyo la frente contra el cristal.

El tarro de cristal va bajando; ahora estamos más o menos a la mitad. La perspectiva de las torres sube hacia el infinito, donde sus ápices se unen, y baja de la misma forma, haciendo que se enlacen sus raíces. Centellean miles de luces. Y no se ve ni el principio ni el fin de esta ciudad.

Europa. Es una gigápolis que ha engullido la mitad del continente y que, mientras apisona la tierra, apuntala el firmamento.

Una vez, los hombres intentaron construir una torre que alcanzara las nubes; por esa vanidad Dios los castigó sembrando entre ellos la discordia y los obligó a hablar en distintos dialectos. El magnífico edificio que estaban construyendo se desmoronó. Dios sonrió plácidamente y encendió un cigarro.

Pero los hombres se alejaron del cielo por poco tiempo. Dios ni se enteró de cómo lo arrinconaron primero y después lo desahuciaron. Toda Europa está llena de torres de Babel; y ya no es cuestión de vanidad, sino que no hay dónde vivir.

Y el gusto por competir con Dios hace mucho que se perdió.

Los tiempos en los que él era el único han pasado, ahora es uno más entre los ciento veinte mil millones, y eso si está empadronado en Europa. Porque aún queda Panamérica, Indochina, Japón con sus colonias, los países latinos y, para concluir la lista, África; en total, un trillón de personas. Nos falta espacio, no tenemos dónde situar las plantas industriales, las agrofábricas, las oficinas y las arenas, los baños y los simuladores de zonas naturales. Somos demasiados y le hemos pedido que se aparte, nada más. A nosotros el cielo nos hace más falta que a él.

Europa se asemeja a una selva fantástica: las torres son como troncos de árboles, muchas de ellas tienen más de un kilómetro de diámetro y varios de altura, tubos de transporte y galerías peatonales las unen como si fueran enredaderas. Esas torres se alzan sobre el valle del Rin y el del Loira, han crecido en Portugal y en Chequia. Lo que antes eran Barcelona, Marsella, Hamburgo, Cracovia, Milán ahora es un solo país, una ciudad, un mundo aparte. Se ha cumplido el sueño secular y ahora Europa está unida, se puede recorrer de punta a punta a través de túneles y tubos de transporte suspendidos a la altura del piso cien.

Algunas partes de esta jungla se iluminan con luces, otras parecen tétricas y sombrías: no todos los edificios tienen ventanas, las tuberías normalmente pasan por fuera y envuelven los troncos de las torres como plantas trepadoras parasitarias. Pero lo más sagrado se encuentra en el interior. Creciendo en la vieja Europa, la nueva la ha ido engullendo: los templos medievales, los palacios romanos, las callejuelas parisienses de empedrado y forja, la cúpula de cristal del Parlamento Federal berlinés, todo acabó dentro de los gigantes neonatos, pasó a formar parte de la decoración de sus plantas bajas; algunas edificaciones hubo que derribarlas para hincar los pilotes, un mundo nuevo no se puede construir sin remodelación.

Por encima de los tejados del casco antiguo de Praga, por encima de las torrecillas del bastión de los pescadores de Budapest y sobre el palacio real madrileño hay otros centenares de techos, unos sobre otros; jardines y chabolas, baños y enormes empresas, boxes dormitorio y sedes de corporaciones, y estadios, y mataderos, y chalets. La torre Eiffel, la torre de Londres, la catedral de Colonia, cubiertas de polvo y rodeadas de nubes artificiales, descansan en los sótanos de las torres nuevas, los palacios nuevos y las catedrales nuevas, realmente grandiosas y realmente eternas.

Porque así son las casas que se merece el hombre nuevo. El hombre que ha conseguido irrumpir en su propio cuerpo y borrar la pena de muerte grabada en su ADN, a la que había sido condenado por el naturalista barbudo. Ha logrado reprogramarse, convertirse de un juguete ajeno y con fecha de caducidad en un ser imperecedero, siempre joven; por fin independiente, perfecto.

El hombre que ha dejado de ser criatura y ahora es creador.

Durante miles de años los hombres soñaron ávidamente con sólo una cosa: vencer a la muerte, liberarse de su yugo, nada más coger un palo con la mano empezamos a pensar cómo engañar a la parca. Durante toda nuestra historia —e incluso antes, cuando la historia no era más que marasmo pantanoso e inconsciente— hemos perseguido el mismo objetivo. Los hombres devoraban los corazones e hígados de sus enemigos, buscaban manantiales míticos en el quinto pino, tragaban cuernos de rinoceronte y piedras preciosas trituradas, copulaban con jovencillas vírgenes, pagaban fortunas enteras a los timadores de los alquimistas, zampaban carbohidratos y proteínas por separado según las recomendaciones de los gerontólogos, salían a correr, pagaban fortunas enteras a los timadores de los cirujanos, para que éstos les tensaran la piel y alisaran las arrugas… Y todo para permanecer siempre jóvenes o, por lo menos, aparentarlo.

Ya no somos

homo sapiens. Somos

homo ultimus.

No queremos ser producto artesanal de nadie. No nos da la gana de esperar la resolución de nuestro caso, atascado en la máquina burocrática de la evolución. Esta vez nuestro destino se encuentra en nuestras manos.

Somos artífices de nuestra propia creación.

Y nuestros aposentos están en la nueva Europa.

Es la tierra de la felicidad y de la justicia, donde cada uno nace inmortal, donde el derecho a la inmortalidad es igual de sagrado e inalienable que el derecho a la vida.

Es la tierra de hombres que, por primera vez en toda la historia de la humanidad, están libres de miedos, no están obligados a vivir cada día como si fuera el último. Hombres que, sin estar cohibidos por los procesos pútridos de su cuerpo-saco, pueden medir su existencia no según la escala de días y años, sino según una escala digna del universo. Que pueden perfeccionar su conocimiento científico y sus destrezas sin cesar, perfeccionar el mundo y a sí mismos.

Ya no tiene sentido competir con Dios, porque hace tiempo que nos igualamos a él. Antes sólo él era eterno, ahora lo es cualquiera. Y al cielo hemos subido porque hoy en día cada uno de nosotros es Dios, porque ahora nos pertenece de pleno derecho.

Ni siquiera lo han derrocado, huyó solo, se afeitó la barba, se puso vestido de mujer y ahora deambula entre nosotros, vive en un cubículo de dos por dos por dos y jala antidepresivos para desayunar.

El ascensor ha bajado unos veinte niveles más; entre la niebla y el humo se ven las bases de las torres. Queda poco.

—Mira lo que te digo. Vivimos en el mejor de todos los tiempos que hubo en este planeta. Jamás hubo tiempos más felices, ¿entiendes? —dice el bigotudo y mi mente regresa a la cabina.

En teoría, está hablando con el golfillo, con ese adolescente rapado, pero los demás pasajeros del ascensor también se vuelven hacia él y escuchan; todos con cara seria.

—Pero, verás, no todos tienen esa felicidad. Aquí en Europa, sí. Pero tú mismo habrás visto en las noticias lo que está pasando en Rusia. O cómo está India. Por eso los refugiados siempre se pegan a nuestras fronteras como piojos. Todos se intentan colar aquí, porque esto es un chollo, ¿entiendes? No hay otro sitio igual. A América no van a ir, ¿verdad? No tendrían pasta para sobrevivir.

El chaval frunce el entrecejo, pero asiente con la cabeza.

Lo miro fijamente. No me cae nada bien. Tiene una cara estúpida y malvada. ¿Qué hace aquí? Éste no es su sitio.

—Tú naciste aquí. La inmortalidad te corresponde por derecho. Suerte la tuya. ¿Piensas que siempre va a ser así? Quieres vivir eternamente, ¿eh? Pues, nada te está garantizado. Cero. Porque hay demasiada gente para tan poco chollo. Todo lo bueno se acaba. Agua apenas queda, ¿o no? ¡Filtramos nuestra orina y nos la bebemos! ¡No hay espacio! ¡Los ocho metros cúbicos por persona ya es mucha suerte! Y la manduca… ¿Me estás escuchando?

—Que sí, que sí… —rezonga el pillo rapado.

—¡La manduca! ¡La energía! Todo está al límite. ¡Al límite! ¡Todos tenemos que ser conscientes de eso! Ciento veinte mil millones cuatrocientos ochenta y un mil. Es lo que puede aguantar Europa. Más no caben. Estamos ante el abismo. Los demagogos despotrican: mil personas más, mil personas menos… Pero yo te digo: el vaso está lleno. Una gota más y se desborda. Todo se va al carajo.

Asiento con la cabeza: así es.

—Y te quedas sin tu inmortalidad. ¿Lo pillas? Por su culpa. Si Europa tiene enemigos, son ellos. Escoria. Si quieres vivir como un animal, haz la elección, todo según la ley, ¿verdad? Pues no. Se quieren librar. Quieren engañarte a ti. ¡Que sus engendros nos dejen sin oxígeno, que se chupen toda nuestra agua! ¡¿Y qué, se lo perdonamos todo?!

—Una mierda —farfulla el adolescente ceñudo.

—Recuérdalo, ¿vale? Son criminales. Parásitos. ¡Nos lo van a pagar! Estamos haciéndolo bien. El mundo, amigo, es muy sencillo: blanco o negro. Nosotros o ellos. ¡¿Está claro?!

—Claro, claro…

—¡Así me gusta! ¡Cero de compasión para esos piojos!

El bigotudo mide al chavalín con la mirada, luego se quita del hombro la mochila y saca de ella una careta blanca. La observa, como si la viera por primera vez en su vida y no supiera por qué está allí. Después se la pone.

Por su aspecto, el material del que está hecha es idéntico al mármol.

El rostro representado en la careta pertenecía a la escultura de Apolo. Yo mismo vi la estatua en el museo. Tiene los ojos vacíos, sin pupilas, puestos en blanco o empañados. Sus facciones son demasiado perfectas. Lo debieron de esculpir tomando como modelo al mismo dios o un hermoso cadáver. Una persona viva no puede tener esa cara.

El chavalín mete la mano en su bolsa, saca la misma careta, se la pone y se queda inmóvil: un resorte a punto de saltar.

Luego el emprendedor rechoncho extrae no se sabe de dónde su máscara, una copia exacta de las que tienen el chaval y el bigotudo. El canijo también agarra apresuradamente la cara de Apolo; el orejudo se aplica con parsimonia la careta de mármol. Los siguen el bigardo y el hombre de Vitruvio; el joven melenudo se quita la camisa de fantasía y se pone un mono negro, como el de los demás, y se convierte en el dios de la luz, de la juventud y de la belleza; después de él se transforma el morrudo parlanchín. Ahora los nueve están despersonalizados y equipados.

—¿Te has quedado dormido? —El que antes tenía bigote me mira.

Yo soy el último en sacar mi careta.

Hemos llegado.

La pared de la que salimos es un inmenso mural, toda su superficie está cubierta de grafito. La imagen es inocente, chillona y empalagosa: unos forzudos morenos y sonrientes, de mandíbula cuadrada y con pompas de jabón en la cabeza, hembras arias vestidas con un mono azul, niños risueños con ojos de adulto inteligente, rascacielos elegantes y transparentes, y, sobre ellos, un cielo despejado que se va transformando en cosmos azul. Decenas de naves espaciales Albatros despegan, preparadas, por lo visto, para realizar el salto a través del espacio estrellado hacia otros mundos, conquistarlos, construir puentes y llevar hasta allí tropeles de personitas felices del planeta Tierra.

Entre el cielo y el espacio está escrito el nombre de la melosa utopía: «El Futuro».

A saber cuándo diablos hicieron estos pintarrajos. Debió de ser hace mucho, ya que lo dibujaron en lugar de proyectarlo sobre una pantalla. Si todavía gastaban pintura para representar a niños… Hace mucho, seguro, si aún creían en la exploración del espacio. Al menos está claro que desde que dibujaron aquí este idilio, no lo limpiaron nunca, por eso ahora el grafito está cubierto por una capa de grasa y hollín parduzco, como los lienzos de los maestros medievales. El cielo se ha oscurecido, las personas revestidas de pringue presentan un aspecto enfermizo: tienen los dientes y el blanco de los ojos amarillento, su júbilo parece fingido, como si a un campo de concentración llegase un reportero gráfico y los obligara a todos a sonreír.

Es gracioso. Los modelos que posaron ante el pintor hace siglos quizá no hayan cambiado nada desde entonces. Pero sus imágenes han palidecido, se han tiznado, se han agrietado. Los retratos pierden mucho con el tiempo, ya lo había advertido el eternamente joven Wild. Pero a nosotros el tiempo nos importa un pimiento. Somos inmunes a él.

La salida del ascensor se encuentra donde está dibujada la última nave, que todavía no ha despegado hacia lo azul del infinito. Además, el ingenio del autor la colocó de tal manera que los batientes del ascensor coincidieran con la escotilla de la lanzadera.

Resulta que hemos llegado a un futuro anticuado en una nave que nunca despegó ni emprendió su viaje hacia las estrellas lejanas. Hizo bien, por cierto. Allí no encontraría una mierda.

Ante nosotros está el presente.

El box en el que estamos mide unos cincuenta metros de alto y tiene casi medio kilómetro de ancho y de largo; no lo puedo decir con mayor exactitud porque no me alcanza la vista. Desde el suelo hasta el techo se hacinan unas estructuras de material sintético, a modo de armazones, parecidos a infinitos anaqueles de un megamercado. Este esqueleto, formado por puntales y estantes, se ha convertido en una especie de arrecife, habitado por todo tipo de seres vivientes.

Cada anaquel medirá un metro y medio, no hay quien quepa. Unos están cercados por endebles barandillas, otros tienen paredes improvisadas hechas de chatarra multicolor, los demás están descubiertos. Entre estos millones de anaqueles se distribuyen otras tantas vidas humanas. Cada jaula es una choza, una tienda, un albergue o una tasca. El aire está lleno de niebla avinagrada: el vaho del aliento humano se mezcla con el humo de la comida guisada, el sudor con las especias, el orín con los exóticos sahumerios.

Las carcasas están bastante apretadas, tomando carrerilla se puede saltar de una a otra. No da miedo brincar, incluso si estás a treinta niveles de altura: entre las carcasas, por todas partes, se despliegan pasarelas, puentes de maromas, cuerdas con la ropa tendida, así que si uno tropezara y se despeñara, siempre tendría adónde agarrarse.

Envueltas en miríadas de caracolas habitadas, las carcasas hierven de gente. La abigarrada multitud atiborra la planta baja —«baja» es un decir, hasta el auténtico nivel del suelo quedan unos trescientos metros—, y tiene ocupadas las demás. El hervor no acaba nunca: pululan caras en las galerías, alguien corre por las pasarelas quebradizas, la gente parece revolotear en el aire. Las escaleras, embutidas en cilindros de malla, desde el suelo hasta el inalcanzable techo, bombean viscosas masas humanas. Otras diez mil pequeñas escaleras portátiles pasan de una planta a otra allá donde a alguien se le ocurre arrimarlas. Suben y bajan plataformas inestables de dudosos elevadores, que transportan a los pasajeros más arriesgados y su extraño equipaje hasta el punto de esta confusión infernal que se les antoje.

Además, toda la estructura es… no es transparente, sino más bien agujereada, de modo que a través de sus mallas, barandillas, pasillos, balconcillos y ropa tendida para secar se entrevé el espacio lleno de estrellas y dibujados torpemente por todo el techo saturnos, plutones y júpiteres. El caso es que el techo es la continuación del enorme grafito del que hemos salido. Y los vanidosos astronautas del mural, con pompas de jabón en la cabeza, al observar con sus ojos sabios y bondadosos (aunque algo amarillentos) toda esa bacanal, seguramente se han quedado pasmados y están pensando que lo mejor para ellos sería pirarse al infinito.

Hola, hombres del futuro. Bienvenidos a las favelas.

El bullicio es insoportable. Un millón de personas hablando al mismo tiempo, cada uno en su idioma; canturrean porquerías pop pegadizas, gimen, gritan, ríen a carcajadas, susurran, maldicen, lloran.

Me siento como si me hubieran metido en un microondas.

Parece que esta aglomeración no la atravieso ni yo, ni siquiera utilizando mi técnica especial. Y siendo diez es imposible, sin que ninguno se pierda por el camino…

—Formación en cuña —me dice a través de su careta apolínea nuestro jefe de sección. Es el bigotudo que instruía al chaval, se llama Ele.

Ni siquiera oigo sus palabras, sino que las intuyo.

—¡Formación en cuña! —grito.

El gigante de la nariz congestionada —Daniel— se coloca primero. Detrás se ponen Ele y el gordinflas Antón, el que parece un hombre de negocios. En la tercera fila se sitúan Benedikt el sereno, el mocoso, de cuyo nombre no quiero acordarme, y el canijo de Alex. Cierran las filas el morrudo Bernhard, el greñudo Víctor, José el vitruviano y yo.

—Marchen, ar —dice el jefe de sección, creo.

—¡Marchen, ar! —repito, desgañitándome.

Me entran ganas de machacar la multitud a codazos, echar a toda esa chusma de aquí, aplastarlos, pero me controlo, no me queda otra opción. Miro a Ele y a Daniel, me contagio de su serenidad. Formo parte de la sección. Alrededor de mí están mis compañeros. Somos un solo mecanismo, un solo organismo. Ojalá Basil estuviera aquí… Ojalá que, en lugar de ese mamón malhumorado, estuviera aquí Basil. Pero fue culpa suya. Suya. ¡Suya!

Ya no pretendo nada más. Sólo camino hacia delante.

Nuestra formación avanza como un carro de combate.

Al principio nos cuesta: en toda esa algarabía pasamos desapercibidos. Pero unos ojos extraños se cruzan con las ranuras negras de nuestras caretas, luego alguien más fija la mirada en nuestras frentes y nuestros rizos marmóreos, los labios sellados y las narices perfectas talladas en piedra.

Un susurro recorre la muchedumbre: «Los Inmortales… Los Inmortales…».

Y el gentío se detiene.

Cuando el agua alcanza cero grados, es posible que aún no se congele. Pero si añades un cubito de hielo, el proceso arranca inmediatamente y, endureciendo la superficie, va formando a su alrededor una gélida costra.

De la misma forma, en torno a nosotros se expande el frío, inmovilizando a los indigentes, placeros, curreles, piratas, camellos de todo tipo, ladrones; a todos esos miserables. Al principio dejan de trajinar, se quedan quietos, luego se encogen y empiezan a recular hacia todas partes, se juntan, aunque ya parecía que era imposible que se apretujaran más.

Nos movemos más rápido, cortando la multitud en dos; detrás de nosotros queda una huella en forma de estela, que permanece intacta durante mucho rato, como si la gente tuviese miedo de pisar por donde hemos pasado nosotros. «Los Inmortales…», se oye a nuestras espaldas.

Ese susurro es una mezcla de servilismo, de miedo, pero también de odio y de desprecio. Que les den.

Las conversaciones se cortan en las sucias cantinas de las plantas bajas, donde los clientes más afortunados están sentados unos sobre otros y los demás cuelgan en racimos desde los balcones, sujetándose de una forma milagrosa y, a la vez, sorbiendo de sus escudillas descascarilladas un anónimo brebaje orgánico. Las caracolas de las chozas y chocitas se cubren de ojillos de crustáceo: sus habitantes se asoman, salen en tropel a las galerías y pasarelas para vernos en vivo. Nos acompañan sus miradas asustadas, nos persiguen; todos quieren saber adónde vamos.

Cada uno necesita saber a quién buscamos.

—A la izquierda —ordena Ele, mirando su com.

—¡A la izquierda!

Giramos y nos dirigimos hacia una escalerita incrustada entre un centro de masaje vertical y una sala de sexo virtual. En nuestro camino se planta un cachas de nariz aplastada, pero Daniel lo aparta de un empujón, aquél se derrumba y ya no se levanta.

—Planta quince —dice Ele.

El susurro sube volando hasta la planta quince, mucho antes que nosotros, que vamos trepando por una escalera chirriante que se menea tanto que parecemos monos colgados de unas lianas.

Arriba ya se ha desatado el incendio del pánico. No importa.

Al terminar de subir, corremos en fila india por los estrechos balcones a lo largo de miríadas de cabinas, chabolas, celditas. La gente huye en desbandada. A los que se quedan paralizados de terror, con la boca abierta, los apartamos a empellones.

—¡Más rápido! —grita Ele—. ¡Más rápido!

Nos salta al encuentro una chica joven desgreñada. Se abalanza sobre nosotros estirando las manos hacia delante. Un gesto un poco estúpido. Tiene las palmas de las manos manchadas de algo amarillo.

—¡Marchaos! ¡Fuera! ¡No! ¡No os dejo entrar!

—¡Quita, tonta! ¿Qué estás haciendo? —le grita un tipo y le tira del vestido, intentando apartarla de nosotros—. ¿Qué haces? Sólo vas a…

—¡Deje pasar! —ruge Daniel.

—La necesitamos —decide el jefe de sección—. ¡Redúzcanla!

Antón extrae un táser y lo aprieta contra el vientre de la chica; ésta cae redonda y ya no puede hablar. El tipo la mira con desconfianza, luego, de repente, empuja a Antón en los hombros con ambas manos, éste atraviesa la endeble barandilla y cae al precipicio.

—Aquí… ¡Tiene que ser aquí! —vocea el jefe.

Al despeñar a Antón, el tipo se queda como aturdido; enseguida recibe una descarga eléctrica en el oído y se desploma. Me asomo por el balcón: Antón ha aterrizado un par de niveles más abajo sobre una especie de travesaño. Me está enseñando el dedo pulgar.

Nos detenemos frente a un puesto de fideos microscópico. El vendedor sólo cabe en su local sentado, detrás de él se encorva el cocinero. A lo largo del mostrador, hecho para enanos, hay una fila de taburetes con patas recortadas; al final del cuartucho, un retrete. La tasca es del tamaño de un quiosco. Todos los vecinos están a la vista. No hay dónde esconderse. En la pared, junto a la caja registradora, cuelga un holograma: un tío embutido en un traje de goma rosa que se ciñe a sus músculos abultados. Lleva los ojos pintados, en la boca tiene un cigarro lila. El cigarro echa humo y, según por dónde mires, cambia el ángulo de inclinación, irguiéndose sugerentemente.

Estoy a punto de vomitar.

El cocinero es bajito y en la calva morena tiene tatuado «Cógeme». El dependiente también es vistoso: lleva pintalabios y un pirsin luminiscente en la lengua. Mira a Daniel y recorre el zarcillo parpadeante por los labios pintados. Creo que nos hemos equivocado de dirección.

—No hace falta que te quites la careta —dice—. Me gusta el anonimato. Y déjate las botas puestas… Son brutales.

—¿Es aquí? —dice Daniel dirigiéndose a Ele—. Un lugar un poco raro para una okupa.

—Nos llegó el aviso. —El jefe de sección frunce el entrecejo mientras tiene la mirada clavada en su comunicador—. Y esa tipa…

De pronto, tras una cortina ligeramente levantada, veo unos ojos desencajados, oigo un chillido ahogado, un susurro… Aparto a Daniel, que ocupa toda la entrada, me encojo y me cuelo entre todos esos maricas sorprendidos, con sus fideos enfriándose, llego hasta el retrete…

—¡Eh! —me llama la atención el dependiente—. ¡Oye, tú!

Tiro del trapo. No hay nadie.

En la cabina sólo se puede estar en cuclillas. Toda la pared detrás del váter está garabateada: son propuestas de sexo rápido y anónimo, acompañadas por datos métricos, seguramente exagerados. A la izquierda, algún virtuoso talló un pene con todos los detalles anatómicos, rodeándolo, como si fuera un escudo familiar, de cintas plegadas llenas de dicharachos absolutamente inimaginables. Justo donde empieza la palabra «relamiendo», noto un minúsculo sensor dactiloscópico. Muy ingenioso.

Doy un paso atrás e incrusto la bota en el tabique. El aviso era correcto. No se escaparán, no les da tiempo. Reboso adrenalina. Esto sí que es una caza.

«Os vamos a encontrar, bastardos».

Una habitación diminuta y tenebrosa, en el suelo hay unos muebles plegables, montañas de harapos, una figura agazapada… Siento venir una arcada. No me da tiempo a orientarme, el cuartucho se alumbra con un destello, me desplomo, empiezo a ver círculos de fuego, la respiración se me corta. Me aparto rodando y, a ciegas, me abalanzo sobre él, le palpo el cuello, busco con los dedos sus ojos… aprieto. Un alarido.

Me da tiempo a encontrar a tientas mi táser, interceptando una mano resbalosa que está buscando lo mismo. Se lo arrebato y lo hundo en algo blando.

Bzzz… Aguanto todo lo que puedo. Más. «Ahí te quedas, cabrón».

De un empujón cansado aparto de mí el cuerpo enflaquecido.

¿Dónde se habrán metido los míos?

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