Futu.re

Futu.re


IV. Sueños

Página 9 de 66

I

V

Sueños

Al otro lado de la ventana veo las colinas toscanas, que, seguramente, fueron arrasadas hace tiempo y cubiertas de edificios. En mi mano, una botella semivacía; en mis oídos, su alarido. «¿Adónde se la llevan? ¿Adónde se la llevan? ¿Adónde se la llevan?». Maldita sea la tía esa. Lo habrá repetido unas trescientas veces. Pero en vano se desgañitaba; nadie le iba a decir la verdad.

Hoy ha habido demasiada emoción, creo.

Me tomo un trago grande y cierro los ojos. Me gustaría ver a aquella perra del gorro a rayas, imaginar cómo desgarro y le quito el rectángulo color café, y cómo se tapa con los brazos cruzados… Pero veo las manchas oscuras sobre aquel vestido corto de color azul, las gotas blancas que se filtran a través de la tela.

Quiero olvidar. Quiero dormir.

Busco las bolitas redentoras. No quiero ver a nadie más. Cojo la caja de somníferos, la abro… Está vacía.

A ver. A ver, a ver. ¡A ver, a ver, a ver!

¡Cómo me ha pasado esto!

«Todo es por culpa de la discusión que tuviste ayer con la dependienta del quiosco… Te quedaste a gusto charlando sobre la vida con la interfaz de una máquina expendedora, ¡cretino! Te confesaste a un holograma, y menos mal que no le hiciste el amor».

Vale. ¡Vale! Solo hay que bajar allí corriendo y comprar otra caja.

He tomado la decisión… pero no voy a ninguna parte. Bebo más tequila y me quedo inmóvil, con la mirada clavada en los cerros verdes rodeados de nubes. Las piernas no las siento; la cabeza, tampoco.

Si en vez de la yegua trasquilada de ayer le pido a la máquina expendedora aquella italiana de melenas rizadas, nada va a cambiar: no son más que dos caparazones del mismo programa. La italiana con la misma insistencia intentará endilgarme la píldora de la felicidad: «¿Tal vez hoy?». Por mucho que sepa que acudo allí en busca de otra cosa: «Siempre tenemos guardada una botellita para usted».

No voy a ninguna parte. Prefiero tomar otro trago. Tirar de la cadena. Si bebo un poco más, el alcohol me borra del cuartucho asfixiante en el que estoy atascado y me lleva al bendito vacío.

Las pastis son toda una tendencia. Elige el sabor que quieras. Las hay de felicidad, de placidez, de sentido… Nuestro planeta se sostiene sobre tres elefantes, éstos, sobre el caparazón de una tortuga, ella, sobre el lomo de una ballena de tamaño inimaginable, y todos ellos, a base de pastillas.

Pero no necesito nada más que somníferos. Las demás píldoras, supongamos, te arreglan el cerebro, pero lo hacen de una manera peculiar. Aparece la sensación de que te meten en la cabeza a otra persona. A los demás es posible que les guste, pero a mí me saca de quicio: apenas quepo yo en mi sesera, no necesito compañeros de celda.

Probé a dejar los somníferos.

Esperaba que, algún día, me liberaría y dejaría de regresar allí todas las noches en las que no tomo pastillas. Tarde o temprano tenía que olvidarse, borrarse, desaparecer, ¿no? Él no podía vivir eternamente en mí, ni yo en él, ¿verdad?

¡Hasta el fondo! ¡Hasta la última gota!

El tequila hace girar el mundo a mi alrededor, levanta un torbellino, que me succiona hacia su vórtice, me separa del suelo y me sostiene en el aire, como si en vez de un bigardo de noventa kilos fuera la pequeña Ellie. Desesperadamente, me engancho con la mirada al falso idilio detrás de la falsa ventana y ruego al tornado que me arroje, junto con mi puñetera casita, al mágico e inexistente país toscano.

Pero es imposible ponerse de acuerdo con el tornado.

Cierro los ojos.

—Algún día escaparé de aquí —se oye susurrar en la oscuridad.

—Cállate y duerme. De aquí no se puede escapar —replica otro susurro.

—Pero yo sí me escaparé.

—No digas eso. Sabes bien que si nos oyen…

—Que nos oigan. Me da igual.

—¡¿Qué dices?! ¿Has olvidado lo que han hecho con el Novecientos seis? ¡Se lo han llevado a la cripta!

Cripta. Esta palabra polvorienta, anticuada, impropia en un mundo sintético y rutilante, huele a algo tan horroroso que me empiezan a sudar las manos. No había vuelto a oírla… desde entonces.

—¿Y qué? —La primera voz suena menos segura.

—Que todavía no lo han sacado… ¡Cuánto tiempo ha pasado!

La cripta está situada aparte, lejos de las habitaciones para entrevistas, pero nadie sabe dónde exactamente. La puerta de la cripta no se puede distinguir de las demás, no tiene ninguna marca. Si lo piensas, tiene su lógica: las puertas del infierno también debieron de parecerse a la entrada de un trastero. Y la cripta es una sucursal del averno.

Las paredes de las habitaciones de entrevistas están forradas de material impermeable y en el suelo hay desagües. Los internos tienen prohibido contarse lo que ocurre en ellas, pero aun así cuchichean: cuando te das cuenta de para qué sirven esos drenajes, no es fácil quedarte callado. Pero hagan lo que hagan contigo en la habitación de entrevistas, no se te olvida ni un segundo: a los que no han conseguido quebrar allí los trasladan a la cripta; entonces el dolor palidece a la sombra del miedo.

Los que han pasado por la cripta nunca hablan de ella; supuestamente, no se acuerdan de nada, ni siquiera de dónde está. Pero los que vuelven de allí no son los mismos que a los que se llevaron; algunos ni siquiera regresan. Nadie se atreve a preguntar dónde está el que fue a la cripta, a los curiosos los mandan enseguida a la habitación de entrevistas.

—¡El Novecientos seis no pensaba escapar! —se une una tercera voz—. Ha sido por otra cosa. Hablaba sobre sus padres. Lo oí yo.

Silencio.

—¿Y qué contaba? —se atreve a piar alguien.

—¡Cállate, Doscientos veinte! ¡Qué más da lo que dijera!

—No me callo. No me callo.

—¡Nos vas a fastidiar a todos, imbécil! —susurran a gritos—. ¡Y basta ya de hablar de los padres!

—¿A ti no te interesa saber dónde están los tuyos? —insiste aquél—. ¿Cómo les va?

—¡No me importa! —vuelve a susurrar el primero—. Sólo quiero escapar, ya está. ¡Vosotros pudríos aquí! ¡Meaos de miedo en la cama el resto de vuestras vidas!

Reconozco esta voz decidida, alta, infantil.

Es la mía.

Me quito la venda de los ojos y me veo en una sala pequeña. A lo largo de las paredes blancas, en cuatro alturas, están colocados unos camastros; en ellos están metidos noventa y ocho cuerpos, ni más ni menos. Son niños. Todos están dormidos o fingen estarlo. Toda la sala está inundada con una luz cegadora. No se sabe de dónde viene, y parece que el mismo aire la desprende. A través de los párpados cerrados pasa fácilmente, tiñéndose tan sólo del rojo de los capilares. Hay que estar exhausto para poder dormir en ese mejunje de luz y sangre, por eso todos llevan una venda en los ojos. La luz no se apaga ni un segundo, porque todos tienen que estar visibles, y no hay ni mantas ni almohadas para taparse aunque sea un poquito.

—Vamos a dormir, ¿eh? —sugiere alguien—. ¡Ya no queda nada para el toque de diana!

Me doy la vuelta y miro al Treinta y ocho, un niño precioso que parece haber salido de una pantalla. Él también se ha quitado la venda y ha inflado los morritos.

—Eso, eso. ¡Cállate ya, Setecientos diecisiete! ¿Y si de verdad lo oyen todo? —corea el Quinientos ochenta y cuatro, orejudo y granoso, sin quitarse la venda por si acaso.

—¡Cállate tú! ¡Cagón! ¿Y no te da miedo que te vean machacarte la…?

En esto se abre la puerta.

El Treinta y ocho cae de bruces sobre el camastro como un muerto. Yo empiezo a ponerme la venda, pero no me da tiempo. Siento un escalofrío y me quedo quieto, quiero incrustarme en la pared y, sin saber por qué, cierro con fuerza los ojos. Mi camastro está en el rincón y es uno de los de abajo, desde la entrada no se me ve, pero si hago un movimiento brusco, enseguida se dan cuenta.

Espero a que se acerquen los monitores, pero los pasos no son de ellos.

Son cortitos, delicados y… como inestables, desiguales, vacilantes. No, no son ellos… ¿No habrán soltado por fin de la cripta al Novecientos seis?

Me asomo con cautela de mi madriguera.

Y mi mirada se encuentra con la de un chiquillo encorvado y de cabeza afeitada. Tiene ojeras y con una mano se sujeta la otra, anómalamente torcida.

—¿Seis-cinco-cuatro? —pronuncio yo con desilusión—. ¿Te han dado el alta en la enfermería? Ya pensábamos que habían acabado contigo en la entrevista…

Sus ojos hundidos se redondean, mueve los labios en silencio, como si intentara decirme algo, pero…

Saco el cuerpo hacia delante para oírlo mejor y veo…

… una figura plantada en el vano de la puerta.

Es el doble de alto y cuatro veces más pesado que el más fuerte de nuestra sala. Lleva una túnica blanca, la capucha subida, en lugar de la propia, la cara de Zeus. Una careta con oscuras ranuras para los ojos. Con la respiración cortada, poco a poco me retiro, me meto en mi nicho. No sé si me ha notado. Pero si ha sido así…

La puerta se cierra.

El Seiscientos cincuenta y cuatro intenta subir a su litera, la tercera desde abajo, pero no lo consigue. Al parecer, tiene la mano rota. Veo cómo hace un intento, retorciéndose de dolor, luego otro. Nadie se mete. Todos están quietos, cegados por sus vendas. Todos duermen. Todos fingen. Cuando una persona duerme, suele roncar, gimotear, los más incautos incluso hablan. Pero la sala está sumida en el silencio, el único sonido es el resuello exasperado del Seiscientos cincuenta y cuatro, que trata de subir a su puesto. Está a punto de lograrlo: empieza a subir una pierna sobre el camastro, pero le falla la muñeca rota; suelta un grito de dolor y se cae al suelo.

—Ven aquí —le propongo sin saber por qué—. Túmbate en mi litera, yo duermo lo que queda en la tuya.

—No. —Sacude la cabeza con furia—. No es mi puesto. No puedo. No está permitido.

Y vuelve a trepar. Luego, pálido, se sienta en el suelo y suda con ganas.

—¿Por qué te lo han hecho? —pregunto.

—Por lo mismo que a todos. —Se encoge de hombros.

Suena el toque de diana.

Los noventa y ocho chiquillos se arrancan las vendas de los ojos y ruedan de sus camastros al suelo.

—¡A las duchas!

Todos se quitan los pijamas numerados, los arrugan y los arrojan a sus literas. Forman una fila perfecta y, escondiéndose las pililas en los puños, se apretujan unos contra otros mientras esperan a que se abra la puerta. Luego, como una oruga pálida, se arrastran hacia el ala sanitaria.

Vamos atravesando el arco de ducha de tres en tres y —desnudos, mojados, temblorosos— volvemos a ponernos en fila en una sala. Aquí está nuestra centuria incompleta, y una más, y otros dos grupos superiores.

A lo largo de nuestra fila triple se pasea con parsimonia el monitor jefe. Sus ojos están tan hundidos bajo la careta divina que da la impresión de que no los tiene siquiera, que la careta está puesta sobre el vacío. No es alto, pero tiene la cabeza tan gorda, tan abultada, que incluso la máscara de Zeus le queda demasiado justa; la voz que emite es baja, gutural, espantosa.

—¡Morralla! —se desgañita—. ¡Morralla asquerosa es lo que sois! ¡Semilla del demonio! ¡Tenéis que dar las gracias por vivir en el más humano de todos los estados, de otra forma ya os habrían ejecutado a todos! ¡En Indochina o por ahí, criminales como vosotros duran poco! ¡Sólo aquí os están aguantando!

Con las hendiduras de sus ojos inexistentes va buscando nuestras trémulas pupilas, y pobre de aquél cuya mirada consigue interceptar.

—¡Cada europeo tiene derecho a la inmortalidad! —berrea—. ¡Sólo por eso seguís vivos, bastardos! Pero os hemos preparado algo peor que la muerte. ¡Os vais a pudrir aquí eternamente! ¡Vais a pasar aquí toda vuestra vida infinita de bastardos! ¡Vosotros, engendros, jamás aliviaréis vuestra culpa! ¡Porque por cada día que pasáis aquí os ganáis otros dos de castigo!

Las ranuras de los ojitos se van deslizando de un interno a otro. Tras el jefe siguen otros dos monitores, idénticos a él, los distingue sólo la altura.

—Seis-nueve-uno —pronuncia Zeus, deteniéndose a unos diez pasos de mí—. A tratamientos educativos.

Con su sumisión puede que gane un poquito de clemencia en la habitación de entrevistas, o no. Esto es una lotería, igual que el hecho de que, ahora, los tratamientos educativos le hayan tocado al Seiscientos noventa y uno. A éste lo pueden castigar tanto por una trastada de esta noche como por un fallo que cometió el año pasado. O por algo que todavía no ha hecho. Todos somos culpables por definición, los monitores no necesitan un pretexto para castigarnos.

—Vete a la habitación A —dice el jefe.

Y el Seiscientos noventa y uno se encamina obedientemente hacia la cámara de torturas. Él solo, sin que nadie lo acompañe.

El monitor jefe se me acerca; por delante de él corre una ola de terror tan potente que a mis vecinos les empiezan a temblar las rodillas. Y tiemblan con fuerza, de verdad. ¿Sabrá ya lo que estuve diciendo anoche en la sala?

Yo también vibro. Siento cómo el vello se me eriza en el cuello. Quiero esconderme del jefe, meterme en algún lado, pero no puedo.

Enfrente de nosotros hay otra fila. Son los quinceañeros —granudos, angulosos, de músculos inflados y columnas vertebrales inesperadamente estiradas—, con esa vomitiva pelambrera rizada entre las piernas.

Y justo delante de mí está él.

El Quinientos tres.

No demasiado alto, en comparación con sus compañeros larguiruchos, pero todo trenzado de músculos y nervios, está algo aislado: los que lo rodean se arriman a otros, con tal de alejarse de él lo máximo posible. Así parece que el Quinientos tres emana un campo de fuerza que repele a toda la gente.

Tiene unos grandes ojos verdes, la nariz un poco chata, la boca ancha y pelo negro e hirsuto; su aspecto no tiene nada de repugnante, no es por fealdad por lo que huye de él. Hay que fijarse bien para entender la causa. Entrecierra los ojos, pero se nota que están llenos de rabia. Tiene la boca grande, lujuriosa, mordisqueada. Lleva el pelo muy corto, difícil de agarrar. Sus hombros son redondos y los mantiene bajados, en una extraña posición animal. Siempre alterado, no para de patear el suelo, como si todos los nervios de su cuerpo quisieran soltarse, convertirse en una fusta y empezar a azotar.

—¿Qué miras, peque? —Me guiña un ojo—. ¿Has cambiado de opinión?

No puedo oír su voz, pero entiendo lo que dice. El escalofrío se convierte en fiebre. Empiezo a notar el pulso en los oídos. Aparto la mirada y, sin querer, la clavo en el monitor jefe.

—¡Delincuentes! —se desgañita éste, acercándose—. ¡Palmarla, eso es lo que os merecéis!

Algún día el Quinientos tres llegará hasta mí. Entonces sí que sería mejor haberla palmado antes.

—¡Te va a gustar! —susurra el Quinientos tres por detrás de la espalda del monitor jefe.

—¡Pero en vez de machacaros a todos, os mantenemos, gastando comida, agua, aire! ¡Os educamos! ¡Os enseñamos a sobrevivir! ¡A pelear! ¡A soportar el dolor! ¡Embutimos en vuestras cabezas el conocimiento! ¡¿Para qué?!

Se detiene justo enfrente de mí. Los orificios negros me enfocan. Pero no soy este yo que está plantado en medio de la sala, tapándose las partes con las manos y mirándole el pecho al jefe; sino otro, agazapado dentro de ese niño, que mira a través de sus pupilas como si fueran una mirilla.

—¡¿Para qué?! —truena dentro de mis oídos—. ¡¿Para qué, Setecientos diecisiete?!

Tardo en darme cuenta de que me pide la respuesta a mí. Alguien se habrá chivado… Me cuesta tragar saliva, tengo la boca seca, la laringe frota la raíz de la lengua.

—Para que. Algún día. Podamos. Pagar. Por todo. —Voy expulsando palabra tras palabra—. Expiar. La culpa…

El monitor jefe permanece callado, silbando al sorber el aire por los agujeros de la careta. El rostro de Zeus está paralizado, como si durante un ataque de furia lo hubiera sorprendido un ataque cerebral.

—Pequeeeee… —bisbisea el Quinientos tres como una serpiente, pero, por alguna extraña razón, el monitor no se entera.

—¿Y por qué necesitas expiar tu culpa? —me pregunta éste.

El sudor me baja por la frente, por la espalda.

—Para que…

—Pequeeeee…

Está mal visto quejarse a los monitores. El que se queja sólo aplaza la represalia, pero durante el aplazamiento se acumulan los intereses en forma de dolor y humillación. Con el rabillo del ojo veo al jefe trasladar despacio su mirada gorgónea de mí al Quinientos tres. El bisbiseo repelente se acalla. Los agujeros de nuevo se dirigen hacia mí.

—¡¿Para?!

—¡Para pirarme de aquí! ¡Pirarme algún día! ¡Sea tarde o temprano!

Cierro la boca.

Espero una bofetada. Humillaciones. Espero que me diga el número de la habitación a la que tengo que ir para que me quiten la tontería, para que me la drenen por el desagüe del suelo. Pero el jefe no hace nada.

El silencio se alarga. El sudor me corroe los ojos. No puedo limpiarme, tengo las manos ocupadas.

Por fin me decido. Levanto la barbilla, preparado para encontrar sus ranuras…

El jefe se ha ido. Sigue su recorrido. Me ha dejado en paz.

—¡Chorradas! ¡Ninguno de vosotros se pirará de aquí! Todos sabéis que sólo hay una salida. Aprobar los exámenes. Pasar las pruebas. ¡Suspendéis una, y os quedáis aquí eternamente! —Su voz retumba a un lado, alejándose.

Miro al Quinientos tres. Éste sonríe.

Le saco el dedo corazón. Abre más todavía sus fauces.

Y no me deja tranquilo hasta que los monitores nos separan para que nos vistamos y nos preparemos para estudiar. Al marchar, gira de nuevo la cabeza y me guiña un ojo.

Me ha elegido sólo porque durante la revista matutina me ha tocado estar enfrente de él.

Del Quinientos tres no me protegerá nadie. Además de sacarme una cabeza, tiene tres años más que yo. Este período, según mis baremos, es equivalente a la eternidad.

Los monitores no suelen intervenir en estos asuntos. Simplemente, a los de mayor edad les dan de vez en cuando pastillas de la placidez, y eso es todo. Si estuviera en una decena normal, tendría a quién pedir ayuda… Aunque ¿quién osaría enfrentarse al Quinientos tres y a sus secuaces?

Según el código, un interno no tiene a nadie más cercano que los compañeros de la decena, ni puede tenerlo. Pero al Quinientos tres, en vez de compañeros, le conviene más tener amantes y esclavos, transformando unos en otros alternativamente. Su decena es el castigo divino.

Y la mía es una pandilla de chivatos, mamones e imbéciles. Desde que tengo uso de razón, siempre quise evitarlos. Nunca te puedes fiar de un subnormal, pero de un flojo, menos todavía.

Allá va la lista.

El Treinta y ocho: un guaperas acicalado, un cagón, angelito de pelo rizado, obediente y adulador, que por su belleza y su cobardía paga impuestos a los de los grupos superiores que no toman la píldora de la placidez.

El Ciento cincuenta y cinco: un gamberro morrudo y alegre, capaz de delatar a sus compañeros por una hora extra en el cine. Si lo pillas, jura que no ha sido él; si aprietas un poco, promete que ha sido torturado. Miente siempre. Hace falta tiempo para darse cuenta de que para este chaval risueño todo el mundo, excepto él mismo, son marionetas estúpidas con las que puedes jugar como te dé la gana.

El Trescientos diez: un tipo serio y fortachón, con el umbral de dolor bajo, que divide el mundo en dos mitades: blanco y negro. A éste no le puedes contar ningún secreto, ya que eso es algo que nunca se debe desvelar. Y es imposible que una persona inteligente piense que cualquier asunto se puede meter en una cajita o con el rótulo «bueno», o bien «malo».

El Novecientos: un gordinflón largo y taciturno. Es el más alto de todos nosotros e incluso más alto que los quinceañeros. Pero, a pesar de eso, impensablemente fofo y, encima, lento a más no poder. No se puede tratar con él. Es mejor no pedirle nada ni hacerle propuestas: en el mejor de los casos, no te entiende; en el peor, se va a chivar.

El Doscientos veinte: pelirrojo y pecoso, con una cara tan bonachona y sencilla que enseguida apetece confesarle cualquier cosa. Él también está dispuesto a compartir sus secretitos con cualquiera, ¡y qué secretitos! Si lo escuchas hasta el final, infringes las normas; y si le das la razón, aunque sea con un gesto, te condenas al tratamiento educativo. Pero lo más raro del Doscientos veinte es que nadie lo ha visto jamás con moratones, aunque a menudo lo llaman a las habitaciones de entrevistas. Pero los que se han sincerado con él tienen el castigo asegurado, aunque no siempre les llega de inmediato.

El Siete: un retrasado, llorica y tripudo. En la vida he conseguido hablar con él más de un minuto, no he tenido paciencia para esperar la respuesta. Pero si lo zarandeas un poco, se echa a llorar.

El Quinientos ochenta y cuatro: un pajero, tímido y granoso, gravemente perjudicado por la prematura explosión hormonal.

El Ciento sesenta y tres: un peleón, bruto y malvado, que siempre anda entre las habitaciones de entrevistas y la enfermería. No es valiente, sino angustiosamente descerebrado, testarudo, que no conoce el miedo ni sabe cómo se escribe esa palabra.

El Setecientos diecisiete. Pues éste soy yo.

Falta uno. El Novecientos seis.

Al que se han llevado a la cripta.

—Ella no es una delincuente —me dice el Novecientos seis.

—¿Quién? —pregunto.

—Mi madre.

—¡Cierra el pico! —Le doy un puñetazo en el hombro.

—¡Ciérralo tú!

—¡Que te calles, te he dicho! —Me vuelvo hacia el Doscientos veinte, el instigador, que se nos acerca a hurtadillas, aguzando el oído. Que sepa por lo menos que lo he pillado.

—¡Oye! —El Doscientos veinte hace como que no se entera—. ¡Si eres tan miedica que ni siquiera te atreves a oír hablar de eso, lárgate! ¿Qué decías, Novecientos seis?

Estamos en una sala de cine. La última hora antes del toque de retreta nos la dejan libre. Es la única hora que se puede considerar vida normal. Una hora al día. Vivimos veinticuatro veces menos que los que están en libertad. Lo cierto es que cómo viven y, en general, qué les pasa ahí fuera, eso lo podemos saber sólo por lo que vemos aquí en el cine. Y, por supuesto, todo lo que sabemos sobre las mujeres también viene de las películas. Pocos recuerdan su vida de antes del internado; y ninguno de los que recuerda algo lo reconoce.

—¡Digo que mi madre es una buena persona y no es culpable! —insiste el Novecientos seis.

En el cine hay cien plazas. Cien asientos duros e incómodos y cien pantallitas pequeñas. Nada de gafas tridimensionales, nada de proyección directa en la pupila. Lo que ves tú lo puede ver cualquiera.

Una vez cada diez días traen aquí a nuestra centuria antes del toque de queda, para que podamos descansar y culturizarnos. Todas las películas de la lista de reproducción duran como mínimo dos horas; para saber cómo termina la historia hay que esperar otros diez días y, por supuesto, no cometer ningún fallo.

En las cien pantallitas, cien imágenes moviéndose. Cada uno elige el vídeo que le apetece. Algunos prefieren historias de caballeros, otros, guerras espaciales, otros, crónicas de la revolución europea del siglo XXII, la gran mayoría engulle películas de suspense; pero lo que más se cotiza es la ficción de explotación. La visita al cine en sí es un pequeño milagro. Probablemente sea la única elección que nos permiten hacer en el internado. Decidir qué vídeo vas a ver es lo mismo que encargar un sueño antes de dormir.

Pero incluso un paseo como éste, una vez cada diez días, es con bozal y correa: por la sala se pasean los monitores y, por encima de nuestros hombros, se asoman a nuestros sueños. A lo mejor ni siquiera es una elección, sino otra prueba de fidelidad.

A mi izquierda está el Novecientos Seis. Como siempre.

Yo quiero decirle algo. Confesarme.

«Pienso escapar de aquí. ¿Te apuntas?», ensayo mentalmente.

Lo miro con el rabillo del ojo y no digo nada.

«Vamos a pirarnos de aquí… Yo solo no puedo, pero entre los dos…».

Me muerdo la mejilla. No puedo. Quiero confiar en él y no puedo.

Vuelvo la cara y miro a la pantalla.

Delante de mí, una casa con azotea plana. Está compuesta de paralelepípedos y cubos y no se parece en absoluto a las casitas de las empalagosas animaciones infantiles. Unas formas espartanas, sencillas, paredes de color beis claro… Pero, no sé por qué, me parece muy acogedora. Quizá sea por las ventanas enormes o por la terraza de madera marrón, cuyo toldo rodea todo el edificio. A pesar de su aspecto aparentemente rectilíneo, me atrae. Es una casa habitada y por eso parece habitable.

Delante de la casa, un pequeño prado arreglado. Sobre el césped recién cortado hay dos hamacas graciosas: asientos de mimbre en forma de huevo cuelgan de unos soportes largos y encorvados, y se mecen sincronizadamente. Una de ellas la ocupa un hombre con pantalón de tela tupida y camisa de lino; el viento le agita el pelo trigueño, el humo del pitillo zigzaguea con elegancia y se esparce por el viento. En la otra, doblando sus piernas morenas, se arrellana una mujer joven con vestido blanco y ligero. Mientras sorbe de una copa vino pálido, escribe algo en un pequeño artefacto antiguo, un teléfono móvil.

Ir a la siguiente página

Report Page