Futu.re

Futu.re


V. Vértigo

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V

Vértigo

El comunicador apenas suena, pero doy un brinco hasta el techo.

¡Un aviso!

No importa si estás durmiendo, si estás en un prostíbulo o en un quirófano; cuando te llaman para una operación, tienes que levantar el vuelo inmediatamente. Un minuto es más que suficiente, sobre todo si duermes vestido.

Y si no has bebido la noche anterior.

Me da la impresión de que me han sacado de la sesera toda la materia gris, la han llenado de agua con pececitos. Ahora mi misión es no romper esa maldita pecera.

No sé cuánto tiempo he dormido, pero está claro que a mi hígado no le ha bastado. Tres cuartos de mi cuerpo es tequila. Tengo la boca ácida. Es cierto que mi cráneo parece de cristal y todos los sonidos externos lo arañan como clavos. Los pececitos no están muy cómodos dentro de mi cabeza, quieren salir.

En el fondo de la pecera caen los posos de la pesadilla no acabada. No recuerdo qué he soñado, pero estoy de pésimo humor.

Para que se me quite la borrachera, me muerdo una mano.

A los tardones los espera el tribunal disciplinario. Pero por muy severo que sea el castigo impuesto, ninguno de nosotros piensa abandonar la Falange. O casi nadie. Y no es cuestión de dinero: los miembros rasos de la unidad de asalto tampoco van sobrados. Pero ¿qué otro trabajo se te ocurre que pueda dar sentido a tu vida? Y en una vida eterna el sentido cuenta mucho. En la tierra, empujándose a codazos, malviven eternamente un trillón de personas, y la gran mayoría de ellas no puede presumir de hacer algo útil, puesto que todo lo útil ya se hizo unos trescientos años atrás. Pero lo que hacemos nosotros siempre va a ser necesario. Así que eso hay que valorarlo. Además, nadie nos dejaría marchar.

En el comunicador aparecen las coordenadas del sitio donde tenemos que estar dentro de una hora. Torre Hiperbórea. Es la primera vez que oigo este nombre. Además está donde el diablo perdió el poncho. A ver si llego a tiempo…

Saco del armario la bolsa con un juego de uniforme, meto ahí la careta y el táser. Ya estoy listo. Me pondré de negro más adelante, no merece la pena alterar a los ciudadanos.

La bolsa apesta a rosas; no sé por qué en mi lavandería les da por perfumar la ropa con esa porquería. Pero no siempre, sino sólo para los «clientes predilectos». Yo, claro está, soy el predilecto, porque me toca lavar ahí los trapos todos los días. Quitar del uniforme la sangre ajena, orina, sudor, vómitos. Les he pedido mil veces que prescindan del perfume a rosas, pero, según parece, el sistema es inquebrantable.

Por eso siempre llego al trabajo oliendo como un marica. Menos mal que Daniel lava su ropa en la misma lavandería y también huele a rositas; pero ninguno de los nuestros se atrevería a reírse de él.

Me zambullo en una manada de mil cabezas humanas que va fluyendo hacia el intercambiador de transportes. En la torre Navaja, donde está mi madriguera, se sitúa uno de los terminales más importantes del tubo de alta velocidad. A decir verdad, la escogí por eso: un minuto en el ascensor y te plantas en la estación. Media hora más y le estás chutando a alguien el acelerador. Todo transcurre según el horario.

Soy práctico en general.

La gente se amontona en la boca principal, se embute en el intercambiador, allí se estrujan las costillas hasta encontrar su puerta y, tras hacer cola para embarcar, por fin suben a los vagones de los tubos de alta velocidad y salen disparados cada uno en su dirección. El hacinamiento dentro del intercambiador es horrible. El diseño del edificio es genial: los arquitectos seguramente se inspiraron en una picadora de carne. Yo, con mi amor hacia el gentío y con mis pececitos en cautiverio, estoy a punto de volverme majareta.

¿Cuál es mi puerta? ¿Qué tubo es? ¿En qué dirección?

¿Qué he soñado hoy?

—¡Daniel! —digo al comunicador.

Silencio. Uno, dos, tres…

—¡¿Qué demonios?! —grazna la jeta torcida en la pantalla—. ¡Son las cuatro de la madrugada!

—¡¿Te has quedado dormido?! —grazno en respuesta—. Fíjate en tu com. ¡Hay un aviso!

—¿Qué aviso? ¿De qué coño me hablas?

—La torre Hiperbórea. Es urgente.

—Espera… —Resopla, concentrado, mientras repasa los mensajes recibidos—. ¿A qué hora te ha llegado?

—Hace un cuarto de hora.

—No tengo nada.

—¿Cómo que no?

—A mí no me han llamado.

—¿Estás de coña?

—En serio, no tengo nada.

—Vale. Yo… Le preguntaré a Ele. Perdona que te haya despertado.

Antes de desconectarnos, nos quedamos unos segundos en silencio. Daniel me mira con sospecha desde mi muñeca. Parece que ya no tiene nada de sueño. Yo también me he despertado del todo.

Somos una sección. Una familia. Un solo organismo. Él es el puño, Ele es el cerebro, yo hago de garganta… Los demás son manos, piernas, corazón, tripas y cosas así. Siempre estamos juntos, en todas las redadas, en todas las operaciones. La composición de las secciones no cambia, a no ser que a uno se lo lleven al hospital. A no ser que…

Pero Daniel no tiene ningún problema. ¡Ningún problema! ¿Por qué lo iban a destituir? ¿Habrá metido la pata durante la redada anterior? ¿Cómo voy a saber qué les pasó mientras yo me encargaba de aquellas madres inexpertas?

De todas formas sería como una mutilación. Daniel es nuestro y nosotros, suyos. No queremos extraños en la sección. ¡No quiero que, en vez del puño, nos pongan algún cipote! Bastante tengo con el adolescente granoso que nos han puesto en lugar de Basil.

—¡Ele! —exijo al comunicador.

El jefe de la sección también tarda en contestar.

—¿Qué te pasa? —La voz suena disgustada, ronca de dormir.

—A mí no me pasa nada. Mi único problema es que no tengo ni idea de dónde está vuestra puñetera Hiperbórea. ¿Dónde nos vemos? ¿Qué le ocurre a Daniel?

—¿Qué le ocurre a Daniel? —repite Ele como atontado.

—¡Te lo pregunto yo a ti! ¿Por qué lo han apartado de la operación? ¿Algo grave?

—Ni la menor idea… Anoche hablé con él. Espera… ¿Qué operación?

—En Hiperbórea. ¿Tú dónde estás? —Intento ver qué tiene Ele detrás de la espalda.

—¿Otra vez te has puesto ciego? —suelta de repente.

—¿Qué?

—¡Si estás mamado otra vez! ¿Qué Hiperbórea? ¿Qué operación ni qué cojones? ¿De qué te ríes? ¡Vete a dormir, anda!

Se corta.

Me detengo, pero la multitud me sigue arrastrando hacia la boca principal del intercambiador. Pues vale, me dejo llevar por el alud de picadillo humano, ahora no tengo fuerzas para resistirme. Intento figurarme si podría cumplir la orden de Ele, volver a dormirme y regresar al mundo donde no hay llamadas ni avisos.

Compruebo el comunicador. El mensaje de la redada sigue ahí, las coordenadas son las mismas. Los pececillos de mi cabeza empiezan a ponerse nerviosos. Por lo visto, la situación es más complicada de lo que Ele se imagina. Ojalá fuera culpa del

delirium tremens.

La garganta del intercambiador va tragando el tropel infinito. Al irrumpir en el enorme espacio cubierto por una pantalla abovedada (el soporte publicitario más grande de Europa), el torrente de cabezas se rompe en centenares de arroyos: cada uno se dirige hacia su puerta. Los tubos se adhieren por la tangente a las paredes redondas de la torre en varios niveles. Los trenes, transparentes como jeringuillas, absorben a la multitud y desaparecen en la oscuridad.

¿Cuál es mi puerta? ¿Adónde tengo que ir? ¿Quién me llama?

Las corrientes juguetonas me sacan al centro del mar humano; acabo en una especie de punto muerto, donde me dejan de empujar, arrastrar y encajar codazos de mala leche, dándome la oportunidad de flotar por mi cuenta. La borrachera, perezosa, se me va quitando.

Entonces, se me ocurre que ni a Daniel ni a Ele los han llamado a ningún lado. Y que el resto de la sección sigue roncando en sus catres.

Es mi propia redada. Una misión encomendada por el señor Schreyer.

La primera operación que tengo que dirigir solo.

Una oportunidad de convertirme en persona. Tal vez se presenta una vez en la vida.

—¡Hora! —le pregunto al comunicador.

Me contesta que queda media hora.

—¡La ruta hasta la torre Hiperbórea!

En una de las redadas, mientras Ele interrogaba a unas madres, me tocó calmar a una niña de unos tres años que se había echado a llorar. No tenía ni idea de qué hacer con aquella mona. Afortunadamente, me topé con un juguete suyo: un montón de pasadizos que parecían tripas enmarañadas; en una punta había un conejo de orejas caídas, en la otra, una casita de ventanitas iluminadas. «Ayuda al conejito a llegar a casa». Era un laberinto. Había que pasar el dedo por la pantalla, desde el puñetero conejito hasta la puñetera casita. A mí no me hizo mucha gracia, pero a la niña la encandiló, y por eso no le impidió a Ele inyectar a su madre la vejez.

«Ayuda al pobre conejito a encontrar el camino del intercambiador hasta la torre Hiperbórea, Dios».

—Puerta setenta y uno, sale dentro de cuatro minutos.

Joder, quién sabe con qué frecuencia pasan. Si llego cuatro minutos tarde, puedo llegar tarde para siempre.

Miro por todas partes, buscando el cartel luminiscente de «71».

Entonces me viene el ataque…

Mientras miraba hacia dentro de mí, todo iba más o menos bien, pero en cuanto me asomo hacia el exterior, me asalta el pánico.

Empiezo a sudar la gota gorda.

El barullo del gentío, que hasta ahora sonaba como música de fondo, empieza a retumbar con insistencia. Es una orquesta desentonada y monstruosa, compuesta por cien mil instrumentos, cada uno de los cuales, terco y celoso, toca su propia tonadilla.

Por encima de mi cabeza hay una pantalla hemisférica. Un joven hermoso me recomienda que me injerte un comunicador de nueva generación directamente en el cerebro. Pero hay un problema: la pantalla es del tamaño de un campo de fútbol y el joven la ocupa entera. Sus pelos son como maromas, a través de su pupila podría pasar una locomotora. Me da miedo.

Stay in touch! —Mirando desde el cielo, me señala con su dedo índice.

Debe de ser una alusión a aquel fresco, tan abusivamente utilizado por los medios publicitarios y de comunicación, donde Dios le tiende la mano a un hombre. ¿Miguel Ángel, quizá? Pero me parece que este querubín de cara bonita intenta aplastarme como a una chinche. Meto la cabeza entre los hombros y cierro los ojos.

Aplastado, estoy en el centro de un caldero hirviendo de medio kilómetro de ancho; alrededor juegan al corro cien mil personas. Los números de las puertas se ponen en marcha y empiezan a dar vueltas: 71 73 77 80 85 89 90 9299 1001239 923364567, aglutinándose en un solo dígito, formando el nombre de la eternidad.

¡Hay que saltar de esta maldita noria!

Tengo que serenarme. Traspasar la multitud.

Quedan tres minutos hasta la salida del tren.

Es el último. No puedo perderlo.

Cierro los ojos y me imagino rodeado de hierba alta que me llega por la cintura.

Coger aire… Soltar aire…

Después le endoso a alguien un puñetazo en la mandíbula, empujo a otro y clavo el codo entre los cuerpos; al principio se ponen tiesos, pero poco a poco se ablandan. Yo, al contrario, me endurezco, me vuelvo como una piedra, voy arando el campo, aplasto, piso, desgarro…

—¡Abrid paso, canallas!

—¡Policía!

—Dejadle pasar, está loco…

—¡¿Qué hace?!

—A que te doy una…

—Tiene claustrofobia. Es un ataque, mi mujer también padece claustrofobia, sé cómo es…

—¡Que te jodan! —le grito en la cara.

Primero sólo corro hacia delante, sin darme cuenta de hacia adónde me dirijo. Por un instante, ante mis ojos aparece un «71» y me esfuerzo por enfocar ese número, pero alguien me agarra del pescuezo, intentando detenerme, y otra vez pierdo el luminoso. Dentro de dos segundos le pisaré la cara. Es blanda.

Soy una bolita. Tengo que meterme en el nicho número «71», entonces he ganado, pero el juego es arriesgado, lo he apostado todo. Casi logro colocarme al lado del carril adecuado, pero alguien me golpea en la boca del estómago y la maldita ruleta acelera de nuevo.

La gente me envuelve, se me cuelga de los brazos, me enganchan con los pies; me meten sus morros en la cara, porque quieren quitarme el aire; me miran a los ojos, porque quieren quitarme también el alma y porque apretar más su cuerpo contra el mío ya resulta imposible.

—¡Paso! ¡Paso! ¡¡¡Dejadme pasar!!! —grito.

Con los ojos cerrados, corro pisando el calzado ajeno, despacio como si intentara hacerlo en una piscina.

—Treinta segundos para la salida.

El comunicador debió de avisarme de que el tiempo aprieta, pero sus pitidos se habrán perdido entre los alaridos de la gente a la que yo pisaba los pies.

Delante de mí hay una brecha.

¡Una puerta! No sé cuál, pero ya no importa.

A través de la pared se ve cómo sale de la oscuridad un tren y se detiene frente a las puertas. Es una probeta llena de luz.

—¡Fuera de mi camino!

El recipiente de cristal se va llenando de oscura masa humana, el mercurio. Aglomeración en las puertas. El destino me dice con voz benevolente y mecánica:

—El tren se pone en marcha. Por favor, aléjense de los vagones.

—¡No empuje! De todas formas no cabemos todos —chilla una mujercita indignada.

—¡Que te den!

La agarro de la muñeca, la aparto a rastras y me lanzo hacia las puertas, que se están cerrando.

¡Me he encajado! Todos los que están en el vagón tendrán que expulsar el aire para que me pueda quedar dentro. Los pasajeros están callados. Hay mucha gente buena en el mundo.

Así, sin aire, nos dirigimos hacia el vacío.

Ahora tengo que arreglar mis órganos vitales. Desenredar las tripas enroscadas. Despegar los fuelles atascados de mis pulmones, devolverles el ritmo. Domar mi corazón galopante. No es fácil: el vagón está atiborrado. Para no acabar manchando a todos estos samaritanos, apoyo la frente en el cristal y miro al exterior.

El tubo se extiende, como una vena transparente, desde el indomable corazón del intercambiador hasta las invisibles entrañas del titán durmiente. Y nosotros, como una cápsula con virus, estamos atravesando sus vasos sanguíneos, para contagiar a los rascacielos lejanos nuestra forma de vida.

Esta imagen me tranquiliza. Consigo recuperar el aliento y la saliva salada deja de inundarme la boca. La arcada retrocede.

Pero ¿adónde voy?

La ruleta ha dejado de dar vueltas, pero no tengo ni idea de en qué casilla he acabado.

—¿Qué línea es esta? —pregunto a un treintón barbudo de chaqueta morada—. ¿Qué puerta era?

Todos parecemos treintañeros, excepto aquellos que quieren aparentar menos.

—Setenta y dos —contesta.

Toma.

Me he equivocado de andén. He confundido el Expreso de Oriente con uno que va directo a Auschwitz. Debería haberle hecho caso a la suerte cuando me estaba aconsejando que me apartara del vagón.

La próxima parada puede ser donde sea, a doscientos, a trescientos kilómetros de aquí. Los convoyes son totalmente automáticos, no se pueden detener. Mientras llego a la próxima estación, espero el tren de vuelta, regreso al intercambiador… Si llego tarde, empezarán sin mí. Recuerdo las palabras de Schreyer: el Quinientos tres estará allí. Si no me presento, él asumirá el mando y, sin duda alguna, no dejará escapar la oportunidad. Y yo seguiré cumpliendo cadena perpetua en mi cubículo con vistas a un sueño infantil que se fue a la mierda.

Parece que me atasqué en el momento cuando me dicen que me he equivocado de tren; la imagen se detiene: boquiabierto, me quedo mirando al barbudo. Éste al principio finge que no pasa nada, luego no aguanta y dice:

—¿Quería algo?

—Bonita chaqueta —balbuceo desorientado—. Y la barba también.

Enarca una ceja.

Cuando llegue a Hiperbórea, la operación ya habrá acabado; si son sólo dos, la sección necesitará como mucho diez minutos.

En esta historia hay algo peor que las oportunidades de carrera o de ampliación de vivienda perdidas. El Quinientos tres va a pensar que, simplemente, me da miedo encararme con él. Que me he escaqueado.

—Y tú tienes una camisa estupenda. Y una nariz muy linda, aguileña. Te hace ese perfil romano… —dice el barbudo pensativo—. Me encanta.

—La tengo rota —respondo automáticamente.

¿Qué es mejor? ¿Que el que te encomienda una misión secreta piense que eres idiota o que te tomen por cobarde? Difícil elección.

El tren corre, se zambulle entre las sombras borrosas de las torres. Una pantalla muestra la velocidad: 413 km/h.

—Te da un aspecto muy masculino —asiente respetuosamente el de morado—. Yo me he hecho unas cicatrices.

—¿Cicatrices?

—En el pecho y en los bíceps. Por ahora me he quedado ahí, aunque tenía más ideas. Oye, ¿cuánto te ha costado retocarte la nariz?

—Me lo han hecho gratis. Por enchufe —bromeo.

—Qué suerte. Yo me gasté un dineral. No paraban de ofrecerme tatuajes en cuatro dimensiones, pero ya está pasado de moda. Las cicatrices, sin embargo, vuelven.

—Tengo un par de amigos que se alegrarán de oírlo.

—¿De verdad? Las cicatrices son supersexuales. Tan primitivas.

Problema. Datos que tengo: el maldito tren corre en dirección contraria a 413 kilómetros por hora. Pregunta: ¿a qué profundidad me he hundido en la mierda mientras el barbudo pronunciaba «Las cicatrices son supersexuales»? Operación: hay que dividir cuatrocientos trece entre sesenta (así sabemos cuánto recorre el tren en un minuto), luego entre veinte (porque el barbudo necesita unos tres segundos para expresar esa idea). Solución: trescientos metros aproximadamente. Y, mientras yo pronunciaba para mí «Trescientos metros aproximadamente», me he hundido a otros trescientos metros aproximadamente.

No hay nada que hacer. Otros trescientos.

—Dirección incorrecta —me comunica el comunicador. Buenos días, bazofia.

En la pantallita sigue el aviso, parpadeando con malignidad.

Me toca pudrirme en mi cubículo.

La palabra «pudrirse» se conserva de los tiempos ancestrales. Ahora estamos repletos de conservantes y no nos pudriremos nunca. Pero, por lo menos, si te estás pudriendo, sabes que esto algún día acabará.

—Tus ojos me parecen súper —dice el de morado—. ¿Quieres que vayamos a mi casa?

Me doy cuenta de que, durante la conversación, nos estamos rozando todo menos las manos; estamos tan apretados como saltamontes en lata. Y ahora el de morado me propone que hagamos el amor de insectos.

—Perdona… —Se me quiebra la voz—. Soy más de chicas.

—¡Anda ya! ¡No me decepciones! —Pone cara de asco—. Las chicas están demodés. Antes tenía un montón de colegas que se liaban con las pibas, pero ahora se han pasado al otro bando. Y todos contentísimos…

Me hace cosquillas en la oreja con su barba.

—Estás aburrido… Te lo noto. Si no, ¿por qué ibas a empezar esta conversación?

De pronto recuerdo mi sueño.

La sala de cine. El Quinientos tres.

Con un movimiento de lamprea me doy la vuelta y me quedo cara a cara con él, cojo su barba con la mano, tiro hacia abajo y con un dedo le hundo la nuez.

—¡Escucha, engendro! —siseo—. Parece que el que se aburre eres tú. A tus amigos degenerados les puedes masajear la próstata hasta que revientes. Yo soy normal. Además, en el bolsillo llevo un táser y ahora te lo meto ahí y doy un par de vueltas, para que no te aburras tanto.

—Eh, amigo… ¿qué te pasa?

—Últimamente hay demasiados morados como tú, y si en un apiñamiento a uno le da un ictus, nadie se da cuenta.

—Yo sólo… He pensado… Tú mismo has empezado…

—¿Yo he empezado? ¿Yo he empezado, bastardo?

La cara se le empieza a poner del mismo color que la chaqueta.

—¡¿Qué está haciendo?! —vocifera una muchacha a mi izquierda.

—Es en defensa propia —contesto y le suelto la nuez.

—Anjjjjjjjjimal… —silba él, frotándose el cuello.

—Habría que aplastaros —le susurro en el oído—. A todos.

—Torre Octaedro —se oye por el altavoz—. Jardines Escher. Prepárense para bajar.

El tren desacelera, los pasajeros se comprimen como el fuelle de un acordeón. Antes de bajar, le propino al de morado un cabezazo en la nariz. «Ahora vas a tener la nariz aguileña, espectro».

Ya. Estoy listo.

Desde el andén le lanzo al barbudo un beso.

El frasco, con el marica morado de ojos desorbitados, se sumerge en la negrura. Que se pase por la Policía si quiere, allí le meterán por el culo algo más que el táser. El de Interior y otro par de ministerios están en el bolsillo del Partido de la Inmortalidad. El Partido ha salvado la coalición parlamentaria de un colapso y ahora puede pedir cualquier deseo. El primero fue: que los Inmortales sean invisibles. ¡Abracadabra!, hecho. Incluso en un estado democrático, pequeños milagros son posibles.

Me importa un pimiento cuánto tardaré en llegar a Hiperbórea. Me da igual a quién voy a encontrar allí y a quién tendré que estrangular. Lleno los pulmones de aire. La adrenalina, como aceite caliente, me engrasa las entrañas crispadas y me siento mejor. Me siento tan bien como si hubiera vomitado.

Cuando el destino te sonríe, tienes que devolverle la sonrisa.

Sonrío.

—La ruta hasta la torre Hiperbórea —le pido al comunicador.

—Regrese al intercambiador, pase a la puerta setenta y uno. El siguiente tren pasa dentro de nueve minutos.

Tiempo perdido. Me quedo inmóvil, pero Hiperbórea sigue alejándose de mí a 413 km/h. Einstein se rasca el coco.

Observo las puntas de mis botas de asalto. Son de acero, forradas de cuero artificial. La piel está levantada, como en las rodillas de algún chiquillo. Las suelas gruesas aplastan el césped. Quito el pie, y el césped se endereza. Un instante después no queda ni huella.

Miro a mi alrededor: gracioso lugar… ¿Los Jardines de Escher? He oído hablar de ellos muchas veces, pero nunca he venido por aquí.

Debajo de mis pies hay césped, suave, jugoso, como si fuera de verdad, pero es indestructible, insensible a las suelas del calzado, no necesita ni agua ni luz y, además, no mancha la ropa. En todas las características supera al césped auténtico, sólo le falta una: no es de verdad.

Pero ¿a quién le importa?

En el césped hay miles de parejitas tumbadas: charlan, retozan, leen o ven un vídeo juntos, otros juegan al

frisbee. Todos están encantados con el césped.

Por encima de nosotros vuelan naranjos.

Sus raíces están recogidas en unas macetas esféricas, blancas y rugosas, que parecen estar hechas a mano. Cada maceta está suspendida en el aire sobre varias cuerdecillas. Aquí hay miles de estos árboles, y éstos sí que son auténticos. Unos florecen, otros —porque a nosotros nos da la gana— ya dan frutos. Los pétalos blancos se desprenden, giran en el aire y se posan sobre el césped impostor, las dulces naranjas caen directamente en las manos de las muchachas. Los árboles sobrevuelan las cabezas del público exaltado como acróbatas de circo, se sienten bien sin la tierra: a través de la suspensión se les administra agua y fertilizantes, y esta alimentación artificial es mucho más nutritiva que la natural.

En lugar del cielo artificial hay un enorme espejo. Refleja toda la superficie que, abajo, cubre el suave césped: miles y miles de metros cuadrados, una planta entera del gigantesco rascacielos octaédrico.

En el espejo el mundo está invertido. Copas de árboles cuidadosamente podados que cuelgan en el vacío patas arriba; naranjas que caen al revés; hombres-moscas que se pasean por el techo y otra vez el césped, suave, verde, que se distingue del auténtico sólo por no serlo. Las paredes también son espejos, por eso da la impresión de que los jardines de Escher cubren el mundo entero.

En este lugar, no sé por qué, reinan una paz y una afabilidad indescriptibles. No hay ni una sola cara desfigurada por la preocupación, pena o malicia. Se oyen risas polifónicas. Huele a naranjas, esparcidas por el césped suave.

Alzo la mirada y me veo a mí mismo, pequeño, pegado patas arriba al techo, colgado al revés con la cabeza levantada para ver el cielo, pero que, en vez de eso, mira hacia abajo. Hacia mí vuela un

frisbee de color amarillo claro.

Lo intercepto.

Se me acerca corriendo una chica, no es muy guapa, pero al mismo tiempo es sorprendentemente atractiva. Tiene el pelo negro y rizado esparcido por los hombros. Sus ojos son marrones, un tanto oblicuos hacia abajo, alegres y tristones a la vez.

—¡Perdona! He apuntado mal.

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