Futu.re

Futu.re


V. Vértigo

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—Yo también. —Le devuelvo el platillo.

—Y a ti ¿qué te ha pasado? —Coge el

frisbee, pero no me lo quita de la mano; durante unos segundos sujetamos el platillo entre los dos.

—Me he equivocado de tubo. Ahora me toca esperar nueve minutos a que llegue el siguiente.

—¿Juegas con nosotros?

—Llego tarde.

—Pero quedan nueve minutos para el tren.

—Es verdad. Vale.

Y aquí estoy, listo para cometer un asesinato y caminando detrás de ella para que juguemos al

frisbee. Todos sus amigos son gente simpática: caras amenas, sonrisas sinceras, placidez en los movimientos.

—Soy Nadia —dice la de los ojos marrones.

—Pietro —se presenta un chaval bajito de nariz ostentosa.

—Julia. —Me tiende la mano una rubia delgada. Unos holgados pantalones de camuflaje le cuelgan de las caderas. Lleva un pirsin en el ombligo. Aprieta con fuerza.

—Patrick —digo.

Un nombre normal y corriente.

—¿Jugamos dos contra dos? —dice Nadia—. Patrik, tú conmigo, ¿vale?

Sobre nuestras cabezas planean macetas rugosas en forma de bola, marañas de cablecillos invisibles, copas de árboles verde aceituna, aire, copas de árboles verde aceituna, cablecillos, macetas redondas y rugosas, césped, gente feliz que juega al

frisbee. Los jardines de Escher son una reserva de gente feliz.

El platillo vuela muy despacito. Los chicos tampoco parecen grandes deportistas.

—¡Vaya velocidad tienes! —La voz de Nadia denota fascinación—. ¿A qué te dedicas?

—Estoy en el paro —contesto—. De momento.

—Yo soy diseñadora. Pietro es pintor. Trabajamos juntos.

—¿Y Julia?

—¿Te ha gustado Julia?

—Sólo preguntaba.

—¿Te ha gustado? ¡Anda, dime!

—Me has gustado tú.

—Jugamos aquí todas las semanas. El parque mola.

—Mola —asiento.

Nadia me mira. Primero se fija en los labios, luego sube la mirada. Insinúa una leve sonrisa.

—Tú a mí también… me has gustado. ¿Por qué no te olvidas del tren? ¿Vamos a mi casa?

—Yo… No. No puedo —digo—. Tengo prisa. De verdad.

—Ven la próxima semana. Por las noches solemos…

No me conoce, pero le da igual. No pretende ser mía ni que yo sea suyo. Si yo fuera una persona normal, nos uniríamos durante algunos minutos, luego nos separaríamos, y nos volveríamos a unir al cabo de siete días, o nunca. Si fuera un hombre normal, no sujeto a voto de castidad, no les exigiría nada a las mujeres, ni ellas a mí. Antes la gente decía: regalar el amor, vender el cuerpo; pero si sólo copulas no pierdes nada. Nuestros cuerpos son eternos, la fricción no los desgasta, y no tenemos que calcular en quién gastar nuestras reservas limitadas de juventud y belleza.

Es el estado natural de las cosas: las personas normales viven para disfrutar. Del mundo, de la comida, de otras personas. ¿Para qué más? Para ser felices. Y gente como yo vive para vigilar la felicidad de los demás.

He dicho que los Jardines de Escher es una reserva, pero no es verdad. Aparte de los árboles colgantes aquí no hay nada especial. La gente es igual de despreocupada, alegre y sincera en todas partes. Justo como tienen que ser los ciudadanos de un estado utópico.

Porque Europa no es otra cosa que una utopía. Bastante más bonita y grandiosa de lo que se podían imaginar Moro o Campanella. El problema es que toda utopía tiene sus callejones oscuros. En la de Tomás Moro, el esplendor del estado ideal se sostenía gracias al trabajo forzado de los presos… En la del camarada Stalin, también.

Es mi trabajo lo que me ha vuelto invidente: siempre corriendo de un lado a otro, por las callejas de esta utopía, por sus pasillos de servicio, y hace mucho que no me fijo en las fachadas. Pero existen, esas fachadas, y en sus ventanitas amarillas y acogedoras la gente se abraza y se toma su cafelito.

Pero es mi problema. Mío, no suyo.

—¡Vamos, Patrick! ¡Tira!

Tengo un platillo amarillo en la mano. No sé cuánto ha durado la imagen congelada. Lanzo el

frisbee a la rubia; demasiado alto. La chica salta y casi se le caen los pantalones. Se los sube y ríe a carcajadas.

—¡¿Qué es esto?! —Nadia se tapa los oídos.

Un terrible aullido mecánico me perfora los oídos. ¿Alarma?

El local se llena de una luz blanca y cegadora. Como si se hubiera desbordado un dique que estaba conteniendo el brillo de una supernova.

—¡Atención! Señores visitantes, diríjanse a la salida occidental. Se ha detectado una bomba en el edificio.

De pronto, el país de las maravillas se transforma: de detrás de los espejos salen policías de uniforme azul oscuro, con cascos, chalecos, pistola en mano. Sueltan de unas cajas unos aparatos pequeños y redondos, a modo de robots domésticos. Éstos corren por el césped, refunfuñan, buscan algo…

—¡Todos a la salida occidental! ¡Rápido!

La felicidad y la paz se arrugan y se rompen. El aullido de las sirenas agarra a las personas por el pescuezo, las empuja por la espalda, las chafa y las moldea en una sola pelota, como si fueran de plastilina, y las hace rodar hacia el occidente.

Pero yo no quiero ir. No puedo.

Tengo que permanecer junto a mi salida, la oriental. Aquí tiene que llegar mi tren.

A Nadia y a sus colegas los engulle la bola de plastilina multicolor, antes de que les diga «¡Adiós!».

—¿Qué ocurre? —pregunto insistentemente a un policía que arrea a la gente.

—¡A la puerta occidental! —me dice gritando.

Tiene la cara salpicada de sudor. Se ve que no es un ensayo; tiene miedo.

Saco de la bolsa la careta de Apolo y se la pongo en las narices. No nos dejan llevar identificación, pero la careta sustituye cualquier credencial. Solo un Inmortal se atrevería llevar una cosa así. Y el policía lo sabe.

—Aviso de atentado… Una amenaza. El Partido de la Vida… Esos bastardos. Dicen que van a volar los Jardines de Escher por los aires. Por favor, diríjase a la salida occidental. Es un desalojo.

—Estoy de servicio. Tengo que coger el tren aquí.

—El servicio de trenes está suspendido hasta que encontremos la bomba. Por favor… En cualquier momento puede… ¿Entiende?

El Partido de la Vida. Han pasado de las palabras a la acción. Se veía venir.

Los pastores de uniforme azul ya han acorralado a casi todos en un rincón. Éste no me va a hacer caso, porque ni pincha ni corta. Además, no estoy aquí para salvar el mundo, mi misión es más modesta.

—¡Me hace falta transporte! —Lo agarro del cuello del uniforme—. ¡El que sea!

De pronto noto una compuerta aérea abierta y en el hueco una turbonave de la Policía, agarrada a la torre como una ventosa. Ya sé de dónde salen todos éstos.

Ésta es mi oportunidad.

—¡En marcha! —me ordeno.

Lo suelto y me dirijo hacia la compuerta. Por el camino me pongo la careta. Ya no existo; me sustituye Apolo. La cabeza ya no pesa, los músculos vibran como si hubiera tomado esteroides. Algunos piensan que nos ponemos caretas por el anonimato. Bobadas. Lo más importante que te aportan es la libertad.

La pasma, al ver a Apolo, se dispersa e incluso se amedrenta. Tenemos una relación peculiar con ellos, pero ahora mismo no es el momento de andar con remilgos.

—¡Olvida la muerte!

—¿Qué quiere? —Me sale al encuentro un armario, subiéndose la visera del casco. Debe de ser el jefe.

—Necesito llegar urgentemente a la torre Hiperbórea.

—Denegado —masculla a través del blindaje del casco—. Tenemos operación especial.

—Yo tengo un encargo del ministro. Por vuestra culpa todo está a punto de irse al traste.

—De ninguna forma.

Entonces, ataco a la desesperada: le cojo la mano y le clavo el escáner en la muñeca.

—¡Eh!

Suena la campanilla.

«Konstantin Raifert Veinte T —detecta el escáner antes de que Konstantin Raifert Veinte T consiga salir del asombro—. No ha sido registrado ningún embarazo».

El armario retira la mano y recula, palideciendo por segundos. Parece que le acabo de hacer un corte en el cuello para sacarle toda su mala sangre.

—Escucha, Raifert —digo—. Acércame a Hiperbórea y me olvido de tu nombre. Si sigues pavoneándote, mañana no hace falta ni que vayas a trabajar.

—¡Te crees demasiado! —ruge—. Los vuestros no estarán en el ministerio para siempre.

—Claro que sí —aseguro—. Somos inmortales.

Sigue callado, rechinando los dientes. Pero yo sé que sólo es para disimular el crujido con el que le acabo de quebrar el orgullo.

—Vale… Una vuelta rápida.

Al lado, en la misma pared, atraca otro aparato igual: un bastidor con cuatro turbinas de hélice y una cápsula para pasajeros. Pero en vez de la Policía, salta por la compuerta una fulana, con un cartel que dice «Prensa» sobre el pecho duro y apretado.

Me meto en nuestra cápsula. Odio a esas putas.

—¡Esto no es una operación especial, sino un circo!

—La sociedad tiene derecho a saber la verdad —repite Raifert las palabras de otra persona.

Sonrío, pero Apolo guarda mi secreto.

Raifert también se mete en la cápsula, la puerta estornuda y la turbonave se desprende de la torre. El sabueso se quita el casco del cabezón y lo deja en el suelo. Lleva el pelo cortado a lo marine, tiene ojillos de verraco y papada. Los síntomas de adiposis cerebral y división celular acelerada están a la vista.

Intercepta mi mirada y la descifra. Reflejos de policía.

—No me mires así —le digo a Raifert—. A lo mejor te acabo de salvar la vida. Va y explota…

A lo mejor, dentro de un minuto, las naranjas sobre el césped, el platillo amarillo y la chica llamada Nadia se convertirán en un espejismo, como los cerros toscanos. Lo veremos en las noticias.

Octaedro retrocede, como una enorme torre de ajedrez; las demás figuras salen al primer plano, dejando atrás el rascacielos con sus jardines volteados. La turbonave, meciéndose suavemente, se zambulle entre las descomunales columnas. Raifert conduce.

El espacio aéreo está despejado. Sólo la Policía y las ambulancias tienen permiso para volar. Para los demás están los tubos y los ascensores: sólo desplazamientos en horizontal y en vertical. Y el mundo en 3D existe en exclusiva para estos mierdas.

—¿No os ponéis de fondo la

Cabalgata de las valquirias? —pregunto con envidia.

—Que te den, listillo… —gruñe el tarugo.

—Yo que tú la pondría.

—Y yo a ti te… —Luego balbuce palabras incomprensibles, supongo que es algo que rima; pero teniendo en cuenta su inteligencia de cuartel, no intento averiguarlo.

El aviso sigue parpadeando en la pantalla del comunicador. Llego tarde, pero, por lo visto, no quieren empezar sin mí. Siento que he vuelto a encontrar el timón perdido de mi vida. Otra vez está todo bajo control. Todo controlado.

—Canallas —farfulla Raifert.

—¿De qué estamos hablando?

—Del Partido de la Vida. Si es verdad… se están pasando. ¿Y para qué todo eso?

—¿Acaso nunca has visto sus panfletos? La vida es sagrada, el derecho a procrear es inalienable, una persona sin hijos no es una persona, bla, bla, bla, deroguen la Ley de la Elección.

—¿Y la sobrepoblación?

—A esta gente les da igual la sobrepoblación. Les importa un carajo la economía, la ecología, la sostenibilidad. A los chicos les aprietan las gomas, las chicas están a punto de reventar de tanta hormona. Eso es todo. No quieren pensar en el futuro. Menos mal que estamos nosotros. Decidimos por ellos.

—¿Y el atentado? ¡Si la vida es sagrada!

—No me extraña —digo—. Se embrutecen cada día más. Estoy seguro de que tienen ideólogos que en un abrir y cerrar de ojos te demuestran que para salvar a millones es imprescindible hacer un pequeño sacrificio por valor de mil personas.

—¡Vaya gentuza! —Escupe al suelo.

—No pasa nada. Tarde o temprano los pillaremos. A éstos siempre hay por qué.

—Oye… Siempre quise preguntar… ¿Cómo los encontráis? A los infractores.

Me encojo de hombros.

—Tú pórtate bien y no tendrás que pensar en eso.

—Sólo preguntaba —contesta y finge bostezar.

—Ya.

Lo digo y siento que se me eriza el vello en el pescuezo. Instinto de cazador. Huelo a un cliente potencial. No tengo tiempo, tampoco tengo sitio para colgar su pellejo.

—Por ahí se ve. —Raifert señala con la cabeza una columna de dos kilómetros de alto que aparece en medio de la niebla nocturna—. Prepárate para largarte.

Hiperbórea tiene una pinta extraña; más que nada se parece a un bloque de pisos antiguo que, por culpa de alguna enfermedad genética, lleva creciendo varios siglos sin parar. Por fuera la torre está revestida de algo parecido a azulejos y se divide en diminutos niveles con ventanitas. Y niveles de ésos tiene que haber mil. Un edificio feo.

Me quito la careta y la meto en la bolsa. Perseo también llevó la cabeza de Medusa en un saco. La cabeza gorgónea hay que usarla con moderación.

—Aparentemente, eres una persona normal —dice con decepción el tarugo.

—Las apariencias engañan.

La turbonave desacelera; Raifert acerca despacio el aparato a Hiperbórea y lo conduce a lo largo de la pared lisa y oscura en busca de una compuerta. Al atracar la nave, aprieta unas teclas en el mando.

En la penumbra del habitáculo brilla una luz y se apaga de inmediato.

—¿Qué es esto?

En el parabrisas aparece mi foto tridimensional.

Me siento como si estuviera jugando a hundir la flota con el demonio. Es el momento de decir «¡Tocado!».

—¿Qué cojones estás haciendo, Raifert?

—Ya que estamos conociéndonos… Tú no te has presentado. —Sonríe con malicia—. Nosotros también sabemos usar escáneres. Buscar en la base de datos —ordena.

«Resultados. Sujeto buscado», hace constar el sistema con indiferencia.

—¡¿Qué demonios…?!

Tocado.

—¡Hala! —Raifert se pone cada vez más risueño—. Espérate… A lo mejor damos otra vuelta por ahí. ¡Detalles!

«Incidente en baños El Manantial. El sujeto se busca en calidad de testigo y culpable potencial de un accidente con desenlace mortal. Proporcionó identidad falsa. Identidad verdadera desconocida».

—¡Vaya, vaya! —se anima más aún—. ¿Y qué pasó en los baños?

—Nada interesante. Intenté reanimar a un ahogado.

¡¿Y esta lata dónde tendrá el botón para abrir las puertas?!

—¡Guay! —Ahora está contento como un niño; tiene una sonrisa tan amplia que ni se le ven los ojos—. Creo que tendrás que responder a un par de preguntas.

Me muerdo una mejilla. También sonrío.

—Vale, empiezo por la que ya me has hecho. Sobre cómo detectamos a los infractores.

Su cara de bulldog se pone tensa y le tiembla un carrillo. Un solo tic y ya está. Casi imperceptible. Casi.

—En las alcantarillas hay unos sensores hormonales. En cuanto detectan la gonadotrofina, nos dan un toquecillo. ¿Lo sabías?

Dice que no con la cabeza. Me mira como si ante él estuviera Hitler en persona. ¡Tic! ¡Tic!

—Así que dile a tu querida que haga pis en un tarrito. —Le guiño un ojo.

Tic, tic, tic.

Tocado.

Dos disparos más y hundo su barquito de cuatro casillas.

—Abre la puerta, Konstantin Raifert Veinte T. Tú tienes tu trabajo, yo tengo el mío. Déjate de pequeñeces. ¡Vete volando a salvar el mundo! —Le dedico un saludo militar.

Él traga la saliva: por su cuello de toro sube y baja la nuez como un pistón. Después se abre la puerta. La compuerta aérea está abierta de par en par, el interior está iluminado.

Me cuelgo la bolsa a la espalda y salto al embarcadero. Bajo mis pies se abre, por un momento, un precipicio de un kilómetro de profundidad. Pero no tengo miedo a las alturas.

Raifert sigue levitando, con la mirada clavada en mí.

—Pero normalmente se chivan los vecinos —confieso antes de despedirme—. No hay manera de esconderse de los vecinos. Así que te doy un consejo amistoso, Raifert: abortad antes de que os encontremos.

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