Futu.re

Futu.re


VI. El encuentro

Página 14 de 66

Ella me hipnotiza.

No puedo dejar de mirarla. Empiezo a arder por dentro, en los oídos retumban enormes tambores japoneses, quiero intervenir, pero no consigo salir del estupor; de mi pecho sale una especie de bramido gutural. No oigo la voz histérica del locutor, no veo la proyección…

De pronto, ella dirige hacia mí sus pupilas. Y no es sumisión lo que veo, sino sufrimiento, eso es. Cierra los ojos…

«A MÍ, IGUAL QUE A TODOS NOSOTROS, ME COSTÓ ENCONTRARME EN ESTE MUNDO —confiesa una tipa—. A MÍ, IGUAL QUE A TODOS, ME PARECÍA QUE EL DESTINO ESTABA SIENDO CRUEL CONMIGO. Y QUE MI EXISTIR NO TENÍA SENTIDO. PERO YA SE ACABÓ».

Recuerdo. Lo recuerdo todo. Me faltaba aire; recuerdo cómo su miembro se me clavaba en la espalda; recuerdo cómo me falló la vejiga.

Ni siquiera camino, sino que aparezco junto a ellos sin darme cuenta, lo cojo de la melena hirsuta, tiro con todas mis fuerzas, lo aparto de ella.

—Tú… Tú…

«PORQUE AHORA TENGO ILUMINACIÓN. ¡ILUMINACIÓN: PASTILLAS QUE DAN SENTIDO A TU VIDA. SIN RECETA!».

—¡Apagad esa mierda!

Por fin alguien baja el volumen.

—¡¿Qué cojones está pasando aquí?! —Me ahogo, no me pasaba desde que salí del internado—. ¡Malditos animales! ¡¿Qué coño…?!

—¿Y qué? De todas formas a la piba tenemos que cargárnosla. ¡Es igual! —se encabrita el mutilado al levantarse del suelo—. ¿Qué más te da? No todos los días toca un festín así.

—¡Basta! ¡¡¡Basta!!!

—Mejor dedícate a lo tuyo… —sisea—. ¿Adónde vas? Todavía no hemos terminado… —Coge de la pantorrilla a la chica, que solloza—. Espérate, te va a encantar…

—Tú…

—Ya hablaremos —me promete ese bastardo.

Me han quitado el aire, me han dejado mudo, me han llenado de sangre negra, enriquecida con rabia, y me han inyectado una sobredosis de adrenalina.

Bzzzzzzz… Bzzzzz…

—¿Qué haces? —pregunta con asombro el bigardo, mi mano derecha en esta sección—. ¡¿Qué has hecho, eh?!

Lo que he hecho ha sido descargarle el táser a ese bastardo en el cuello. Y lo hago otra vez.

El Quinientos tres convulsiona en el suelo. Tiene la careta llena de vómito, por las ranuras se ve el blanco de los ojos. Por primera vez, después de tantos años, le miro a los ojos… y él no puede devolverme la mirada. Le encajo una patada en el estómago.

—¡Aquí mando yo! ¡¿Entendido?! ¡Yo soy el jefe! ¡Este hijo de puta no me obedecía!

Y lleno los pulmones de aire, bombeo, bombeo. Procuro respirar.

Me doy cuenta de que afuera he dejado a Rocamora con la mandíbula desencajada.

—¡A la tía ni la toquéis! Yo la… Yo me encargo, ¡¿entendido?! ¡Ya vuelvo…!

Rocamora ha vuelto en sí y está hurgando entre harapos amontonados junto a la entrada. Ni siquiera me hace caso cuando salgo al pasadizo.

—¿Qué has perdido ahí?

Saca la mano del montón y me encañona con una pistola. Eso, claro está, no son cosas de abogados.

—¡¿Qué le han hecho?!

—Tranquilo… Los chicos se han pasado un poco, pero ya está todo controlado. —Saco hacia delante una mano abierta y señalo la pistola con la cabeza—. ¿Es de verdad?

—Cállate —me dice en susurro—. Si dices algo más, te pego un tiro.

Me zambullo, le intercepto la muñeca y la retuerzo… ¿Disparo? No, silencio; luego el hierro cae al suelo con un ruido sordo. Aparto a Rocamora de un empujón y recojo la pistola. No tiene ni nombre ni número. Tiene pinta de artesanal. A este imbécil ni se le ha ocurrido quitarle el seguro. Bravo.

—Es un regalo para ti. —Rocamora se pone de pie, respirando con dificultad—. Con la pistola va a ser más fácil…

—Más fácil ¿qué?

—Todo. Aprieta el gatillo… Te lo pongo en bandeja. Seguro que no querías mancharte las manos. Pero apártate un poco… por si salpica.

—No pasa nada… —Quito el seguro con un chasquido—. Me mancho, pero, a lo mejor, hago el mundo más limpio.

—Más limpio… ¿En serio piensas así? —dice con una sonrisa quebrada.

—Eres un asesino. Todos sois asesinos. Tus esbirros han puesto una bomba en los Jardines de Escher…

—¡No me hagas reír! ¡No hay ninguna bomba! —Hace un gesto para mostrar que estoy diciendo insensateces—. Por supuesto, la van a encontrar… Aunque antes les dará tiempo a desactivarla.

—¿Qué?

—¡Tus superiores están trazando un pase calculado! —Ahora se ríe de verdad, con malicia y desaliento.

—¿Mis superiores?

—¿Acaso no entiendes? Soy la causa de todo esto.

—¡Desde luego!

—Incluso si me apiolan los Inmortales, se armará un escándalo. Los periodistas lo descubrirán todo. Primero en las noticias sacarán mis intervenciones, luego a mí metido en un saco. Los defensores de derechos os descubrirán. Vuestro partidito las pasará canutas durante las elecciones. Incluso, a lo mejor, tendrá que dejar el ministerio. Tenemos un problema. Hay que hacer algo.

—Hay que hacer algo —admito; estiro el brazo con la pistola y se la apunto en la frente.

—¡Y aquí está el Partido de la Vida para ayudaros! Un par de horas antes de que me asesinen por descuido en una redada, mis compañeros (¡qué listos!) esconden una bomba en los jardines mágicos. Lo hacen para salir en el mismo bloque de noticias donde sacan el comunicado sobre mi muerte accidental. Entonces, en primer lugar, resulta que me la he merecido. En segundo lugar, ¿para qué tenerles pena a esos engendros desalmados? ¡Hay que tratarlos como nos tratan a nosotros! ¿Eh?

—Maldito paranoico…

—«¡Paranoia!», grita la marioneta a la que acaban de hablar sobre un teatro de títeres.

Se abre la puerta, en el pasadizo aparece el bigardo.

—¿Todo bien? Hala…

—Escucha —le digo sin bajar la pistola—. Coge a los demás y marchaos. Yo limpio por aquí. Esto no es asunto vuestro. No sé qué os ha contado el mutilado… Por cierto, llevaos de paso esa carroña.

Por la puerta se asoma otra careta.

—Déjanos echarte una mano —balbuce el grandullón.

—¡He dicho que os piréis! —bramo—. ¡Ya! ¡Este trofeo es mío! ¡¿Entendido?! ¡Y no me lo quitará nadie, ni tú ni el bastardo mutilado!

—¿Qué trofeo? Yo no sé nada de ese asunto —ganguea otro compañero por detrás del forzudo.

—¡Pues vale! —explota éste—. ¡Que le den por el culo! ¡Cogemos a Arturo y nos largamos! ¡Este psicópata que se apañe solo!

Sacan en brazos a ese Arturo suyo, y también mío. Éste cuelga como un enorme muñeco de carne, los dedos se arrastran por el suelo, la bragueta está desabrochada, de debajo de la careta sale un hilillo de baba, apesta a ácido.

Rocamora observa el espectáculo sin inmutarse. Sigue encañonado.

La procesión se aleja y desaparece tras la esquina.

—¿Por qué? —pregunta Rocamora.

—No puedo hacerlo si me miran.

—Escucha… De verdad no somos nosotros. Piénsalo bien. El Partido de la Vida comete una masacre. Eso para siempre nos… Perderíamos toda la confianza. Se lo digo siempre a mi gente. El Partido de la Vida mata… ya no es un partido, sino un oxímoron. Yo nunca… —cacarea él.

—Me importa una mierda tu partido. Vivo en una jaula de dos por dos, ¿entiendes? Tengo que volver ahí todos los días… Apenas puedo utilizar ascensores y me toca vivir en una mazmorra. Eternamente. Y se me presenta esta ocasión. Un ascenso. Unas condiciones dignas.

¿En quién confiamos? ¿A quién nos abrimos? ¿Con quién nos sinceramos más? ¿Con la persona con la que acabamos de acostarnos o con aquel que está en nuestro poder y al que nos disponemos a ejecutar?

—No quieres hacerlo, ¿verdad? ¡Si eres un tío normal! Ahí, debajo de la careta, ¡tienes una cara! Escúchame… Están tramando algo. Nos están persiguiendo. Hemos aguantado tantos años… Claro, nos amenazaban, pero… Y ahora simplemente nos están aniquilando —me dice apresurado.

—Entonces llego a mi mazmorra y no puedo dormir sin somníferos. Pierdo la chaveta. Y encima, las pesadillas esas… Si no me drogo, claro, reviven —interrumpo yo.

—Pero ¿qué hemos hecho? ¿Qué os hemos hecho? ¿Escondemos a los que no se quieren separar de sus hijos? ¿Encubrimos a los infractores? ¡Nos tacháis de terroristas, pero somos el ejército de la liberación! Tú no lo vas a entender, claro… ¡Y no es que tengas que sacrificar la juventud por tu hijo! ¡No es ése el problema! ¡El problema es que te mueres antes de que crezca! ¡Que lo dejas solo! ¡Que tienes que despedirte de él! ¡Eso es lo que teme la gente! —Se enciende más y más, se enajena.

—¡Y vosotros encubrís a esos malditos cobardes! ¡Habría que esterilizarte a ti y a todos! Tarde o temprano, os encontramos. ¡Y sabes perfectamente qué ocurre con los niños requisados! Dices que tenéis buen corazoncito, ¿no? ¡A esos bastardos más les vale no nacer siquiera, para no ver aquello!

—¡No lo inventamos nosotros! ¡Son vuestras leyes! ¡¿Quién fue aquel rastrero que nos obligó a elegir entre nuestra vida y la de nuestros hijos?!

—¡Cállate!

—¡Tus superiores! ¡Son ellos quienes os mutilan! ¡Son ellos quienes nos dan caza! Puedes darles las gracias. Por tu infancia. Por que nunca vas a tener familia. Por que ahora la voy a palmar. ¡Por todo!

—¡¿Qué sabes tú de mi infancia?! No sabes nada. ¡Nada!

—¡¿Ah, no?! ¡¿Crees que no sé nada?! —dice con exasperación.

—¡¡¡Cállate!!!

Cierro los ojos con fuerza.

Aprieto el gatillo.

Lo último que he visto son sus ojos. Ojos ya conocidos. Tengo la sensación de haberme enfrentado antes a esa mirada… ¿Dónde? ¿Cuándo?

Un chasquido seco. El silenciador.

De una vez, he expulsado de mí todo lo que me colmaba, me inflaba, me saturaba por dentro. Como si me hubiera corrido.

No ha habido ruido de cuerpo desplomado.

¿No ha habido disparo?

¿Se ha encasquillado? ¿Cargador vacío? No sé. No importa.

He descargado toda mi rabia, todas mis fuerzas, todo el ímpetu que estaba guardando para el asesinato. Lo he gastado todo en este disparo fallido.

Abro los ojos.

Rocamora está delante de mí y también tiene los ojos apretados. Una mancha oscura se extiende por su pantalón. Ya no estamos acostumbrados a la muerte, ni el condenado ni el verdugo.

—Creo que ha fallado —digo—. Abre los ojos. Da un paso atrás.

Obedece.

—Otro.

—¿Para qué?

—Otro.

Retrocede despacio, se va alejando sin quitar la mirada de la pistola, que le sigo apuntando justo en la frente.

No puedo volver a matarlo. No tengo valor.

—Pírate.

Rocamora no me pregunta nada, tampoco me pide nada. Se da la vuelta. Sabe que no me atreveré a dispararle a la espalda.

En un minuto desaparece en la oscuridad. Me cuesta doblar el brazo entumecido. Compruebo el cargador: está completo. Me apunto en la sien. Una sensación extraña. Asusta lo fácil que es, en realidad, interrumpir la inmortalidad de uno. Juego con eso: tenso el dedo índice. Sólo tengo que desplazar el tirador un par de milímetros y se acabó.

En el piso se oye un quejido.

Bajo el brazo y, tambaleándome, entro.

Todo está patas arriba; los armarios, por alguna extraña razón, de par en par. En el suelo brillan manchas de líquido espeso. La chica no está.

Sigo el rastro y la encuentro enseguida. Está en el cuarto de baño, se ha agazapado en el plato de ducha. Al verme, intenta recular y topa con la pared. Todo está embadurnado de rojo: los azulejos, la mampara, sus manos, su pelo; se habrá intentado peinar. Unos pegotes de aspecto horripilante están impregnando de sangre una toalla tirada en el suelo…

Yo estoy destripado, ella está destripada, estamos en una casa destripada. Somos tal para cual.

—Ten… go… Ssangre… He perdi… He pperdido… Mmmás no… Por favor…

—Yo no he sido —intento tranquilizarla como un gilipollas—. De verdad, yo no. No le voy a hacer nada.

«Somos todos iguales para ella», pienso remotamente. Mientras llevamos caretas, somos iguales. Así que, en cierto modo, he sido yo.

Me siento en el suelo. Me quiero arrancar el rostro de Apolo, pero no me atrevo.

—¿Y Wolf? ¿Está muerto?

Qué bien empezaba todo. Me han enviado aquí para liquidar a un terrorista peligroso y eliminar a los testigos de la operación. Para eso han puesto bajo mi mando una sección de Inmortales. Pero resulta que el terrorista es un intelectual baboso; el único testigo, una chiquilla llorona; mi sección, una banda de sádicos pervertidos, y yo mismo, un gallina y un flojo. El terrorista se ha ido a continuar con sus fechorías, mi compañero suplente está en coma y babeando, y la testigo no ha visto nada. Además, acaba de abortar, por lo cual ni siquiera le puedo poner una inyección; y de pegarle un tiro, ni hablar. Hoy no es mi día.

—No.

—¿Se lo han llevado?

—Lo he soltado.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Se ha marchado.

—¿Cómo que se ha marchado? —Parece desconcertada—. ¿Y yo? ¿No vendrá a buscarme?

Me encojo de hombros.

Se aprieta las rodillas contra el pecho y se echa a temblar. Está completamente desnuda, pero parece no darse cuenta. Lleva el pelo enmarañado, pegajoso, que cuelga como carámbanos color escarlata. Tiene los hombros magullados. Los ojos rojos. Annelie. Era una chica guapa hasta que la arrolló una apisonadora.

—Debería ir al médico —digo.

—Pero ¿no tenías que… despacharme?

Niego con la cabeza. Asiente con la cabeza.

—¿Qué crees? —pregunta ella—. ¿Decía en serio lo del ab… aborto?

—No tengo ni idea. Son cosas vuestras.

—Es su hijo —me confiesa Annelie no sé por qué—. Es de Wolf.

Procuro no mirar el amasijo sangriento encima de las toallas.

—Es un terrorista. No se llama Wolf.

—Me decía que quería tener ese hijo.

Los lóbulos de la chica están desgarrados y sangrando. Supongo que llevaría unos pendientes. Tiene los pómulos angulosos; si no fuera por ese detalle, su rostro sería demasiado perfecto, parecería una maqueta tallada por una impresora molecular de altísima resolución. Sus cejas son finas y separadas. Apetece tocárselas, acariciárselas con un dedo…

Las lágrimas corren por encima de la costra que le cubre la cara, se las restriega con los puños.

—¿Cómo te llamas?

—Teo —contesto—. Teodoro.

—¿Podrías marcharte, Teodoro?

—Debes ir al médico.

—Me quedo aquí. Está esperando a que os vayáis todos. No vendrá a recogerme hasta que te marches.

—Sí… sí.

Me levanto, pero despacio.

—Escucha… En realidad, me llamo Yan.

—¿Podrías marcharte, Yan?

Una vez en el pasillo, me acuerdo de que el grandullón me ha dicho que hay cámaras, que todos los accesos al piso están vigilados. Así que, mientras Rocamora y yo decidíamos si le debía volar los sesos o no, alguien estaba viendo el

reality show con palomitas en la mano.

Con aquel juguete, donde había que conducir un conejito a través de un laberinto, tuve más suerte. Tras recorrer todos los callejones sin salida y travesías, llegué a la casita. La niña se puso contentísima. Incluso me dio un beso, pero como llevaba la careta, no sentí nada. Luego el equipo especial vino a recogerla.

Y si aquí hay cámaras por todas partes, ¿no da igual a cuál mirar?

Hago una genuflexión, meto la careta en la bolsa y me marcho.

Apaguen las luces. Termina la función.

Ir a la siguiente página

Report Page