Futu.re

Futu.re


XXIX. Rocamora

Página 62 de 66

X

X

I

X

Rocamora

—¿Había ahí una chica joven? ¿De pelo corto? —Entre una palabra y otra, Rocamora tose—. ¿Estaba Annelie?

Debería estrangularlo, pero he agotado todas mis fuerzas en el Quinientos tres. Estoy demasiado ocupado por el oxidado rencor, poco a poco empiezo a comprender: acabo de matar al Quinientos tres, y es para siempre. Lo nuestro se acabó. Es el final de una historia que duró un cuarto de siglo, un final a cara de perro.

Y el bebé llora.

La mezo, la arrullo. Rocamora necesita zarandearme para hacerme sus preguntas estúpidas.

Sigue llevando ese abrigo, dos tallas más grande de lo necesario; ha adelgazado, se ha desgastado: ha perdido todo el lustre. Pero es igual de joven que cuando nos encontramos por primera vez. Casi un chaval.

—Ella estaba con vosotros en la casa okupada, ¿verdad? Lo sé. Puedes confiar en mí, soy uno de los vuestros. Soy su marido…

—¿Marido? —repito.

—Marido —reafirma.

No puedo dejarla en ningún lado, ni un segundo. Nos rodea el suelo frío y langostas enloquecidas.

—No tenía marido. Estaba sola.

—Nos habíamos separado… Por un tiempo. Por una tontería. ¿Dónde está?

—¿Os habíais separado? —le digo con tono circunspecto mientras arrullo al bebé; quién me arrullara a mí ahora—. Por un tiempo. ¿La dejaste tú?

Ojalá pudiera gritarlo, escupirle acusaciones a la cara, pero he gastado todos los humos matando al Quinientos tres. Y lo digo con voz débil e impasible.

—¿A ti qué te importa? —Se levanta—. Fue ella quien se marchó. ¿Dónde está? ¡¿Lo sabes o no?!

—¿La dejaste cuando la estaban violando los Inmortales? —pregunto.

—¿Dijo eso? ¡No me lo creo!

—¿Escapaste para salvar tu pellejo cochambroso? Tal vez no te lo pudo perdonar nunca.

—¡Cállate! —Da un paso hacia mí; pero el bebé que tengo en mis brazos no le deja acercarse más y tampoco me deja estrangular a ese gusano—. ¡¿Dónde está?! ¡¿Estaba ahí?!

—¿Y dónde has estado tú todo el año?

—¡Ni siquiera ha pasado un año! Nueve meses como mucho. La he estado buscando. Durante todo este tiempo. Tenía el com apagado. ¿Cómo iba a encontrarla?

—El com estaba apagado porque no quería que la encontraras. No te necesitaba.

—Pero ¡¿quién eres tú, eh?! —Enciende la linterna del comunicador y me alumbra la cara—. ¡¿Quién eres?!

—Pero tampoco te hizo falta nunca, ¿eh? ¡No hacías más que jugar con ella! Sólo te recordaba a una antigua amiguita tuya, que hace un siglo la había espichado, ¿o no? No necesitabas a Annelie, sino a ella, ¿eh?

No le veo la cara, en la total oscuridad su com brilla fuerte, como una estrella. Los saltamontes angustiados saltan sobre ese astro frío.

—¿Te conozco? —dice Rocamora espantando a manotazos el castigo divino—. ¿Dónde te he visto? ¡¿Por qué te ha contado todo eso?!

Afuera los alaridos no cesan. Alguien aporrea nuestra puerta; ni nos movemos. Al otro lado hay una veintena de okupas, una sección de Inmortales y un par de sicarios moribundos; puede estar llamando cualquiera. Es una ruleta.

—¡Necesita ayuda! ¡Ha sido inyectada! ¡Está embarazada! —Intenta convencerme de nuevo.

—¿Acaso puedes ayudarla? —pregunto—. ¿Quizá traes el remedio?

—¡¿Qué le ha pasado?! ¡¿Dónde está?!

—¿Por qué te preocupa tanto? ¿Acaso el hijo era tuyo? ¿Era tuyo el bebé del que estaba embarazada?

—¡A ti qué te importa! ¿Cómo que

estaba?

Alguien sigue llamando a la puerta, con insistencia y desesperación. La voz es de mujer; parece que es Berta.

—… uego… favo…

—¿Quién es? —pregunto a la puerta.

—¡… yo! ¡… ert…!

Nuestra conversación no debería tener testigos. Pero Berta… Berta.

—¡¿Qué haces?! Si nos van…

Es tarde. Chasco el cerrojo. Entra de un salto Berta, convertida en un caparazón, con las púas hacia fuera, envolviendo a su Henrique. El niño llora: está vivo.

—¡Yan! Tú… ¡Gracias a Dios!

Debemos cerrarnos, pero en la rendija se clava una bota de asalto, tras ella se cuela un hombro negro.

—La puerta. ¡La puerta! —le grito al atolondrado Rocamora—. ¡Haz algo, cretino!

Tarda en reaccionar, y una figura negra irrumpe en nuestro cuartucho de tres por tres. Lleva a Apolo enganchado en la cara, pero lo reconozco por la pistola —mía, pequeña—. Es Ele.

Empujo la puerta con la espalda —crac— y vuelve a su sitio. Berta, con su pequeño en brazos, se desliza por la pared hasta sentarse en el suelo, Henrique berrea, la mía se desgañita. Ele, nada más entrar, encañona a Rocamora. Buenos reflejos.

—¡Manos arriba! —Y grita a su com—: ¡Rocamora está aquí! ¡Tengo a Rocamora!

Éste da un paso hacia atrás, otro, llega a la pared, se reclina y abre el abrigo; debajo lleva un ancho cinturón negro con bolsillos llenos de paquetes y cables enrollados. Rocamora levanta las manos despacio: entre los dedos sujeta algo parecido a un extensor para gimnasia.

—¡Venga! —dice—. Si lo suelto, te convertirás en una mancha. Todos nosotros.

Si son explosivos de verdad, son suficientes para volar por los aires toda la factoría.

No se ve bien, pero parece que Ele empieza a sudar. Yo sudo. Rocamora suda.

—Ni se te ocurra —le digo a éste.

—¡Ay, no, por favor! —gime Berta—. ¡Está aquí mi pequeño! ¡No lo hagas!

—¡Eh, amigo! —Ele no deja de encañonarlo—. No te pongas nervioso. No te voy a hacer nada. Figuras como tú me hacen falta vivas.

—No me entregaré vivo —niega Rocamora.

—¡No! ¡Por favor! ¡No lo hagas! —ruega Berta.

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes ahí? —muge una voz en el comunicador de Ele.

—¡Diles que he encontrado a Rocamora! ¡Nachtigall también está aquí! ¡Sí, Yan! ¡Con el hijo! Y una tía con su crío.

—¿Nachtigall? —pregunta Rocamora—. ¿Yan Nachtigall?

—Hola, Ele —saludo a Ele.

—¡Hemos informado a la jefatura! ¡Aguanta! —farfulla el comunicador.

—¡Deja la pistola en el suelo! —grita Rocamora silenciando el com—. ¡Suéltala, bestia, o suelto yo! Uno…

—¡No tienes cojones!

Mi hija se deshace en llantos:

—Aaaa. Aaaa.

—¡Me matarán de todas formas, nada más digitalizarme! ¡Prefiero así! ¡Dos!

—Vale. Vale. Pero no te va a salvar… —Ele se agacha y deja la pistola en el suelo.

—¡Y díselo a los tuyos, díselo! ¡Venga! —Rocamora juguetea con el detonador, como si de verdad fuera un extensor.

—¡No os emocionéis —grita Ele en el com—. Este psicópata está cargado de explosivos. No asaltéis por ahora!

—Cinco rehenes, dos niños, Rocamora tiene una bomba, recibido —ganguea el com.

—Sujeta a la mía también. —Me siento al lado de Berta, que no para de sollozar—. No consigo calmarla. Ea, ea, tranquila. Todo irá bien.

Ele sigue haciéndole ojitos a Rocamora. Lo abrazo por detrás, le hago una llave, retrocedo y lo tumbo al suelo. Ele sacude las piernas, Berta solloza, los niños chillan, las langostas saltan por todas partes, Rocamora parpadea asombrado, yo encuentro a tientas la pistola —viscosa, pegajosa— y con un solo golpe tranquilizo a Ele. Saco de uno de sus bolsillos las esposas de brida, le sujeto las muñecas y lo coloco en un rincón, como si fuera un saco.

—Nachtigall —repite Rocamora, observando con estupor mis movimientos—. Aquel Nachtigall. El héroe de la liberación de Barcelona. Coronel. Bastardo.

—¡Oye, tú! —Levanto la pistola, desde la punta del cañón hasta su frente hay medio metro, pero aun así es arriesgado—. Sí. Estuve allí. En Barna. Lo vi todo. Lo oí todo. Abrí las puertas, es cierto. Pero fuiste tú quien los mató. A cincuenta millones de personas. Los puteaste. Los utilizaste. Los condujiste al matadero. Estuve allí cuando los estabas azuzando…

—¡Pamplinas! ¡Quería liberarlos! ¡Ellos pedían justicia! Yo sólo…

—Estuve allí cuando estabas mintiendo sobre Annelie.

—¿Cómo?

—Cuando le declarabas tu amor, diciendo que tu sueño era volver a empezar…

—¡No mentía! ¿A ti qué te importa todo eso? ¿Quién eres? ¿Dónde está?

No respondo.

—¡¿Dónde está?!

—¿Nuestra Annelie? —me ayuda Berta, que se acaba de calmar—. Se murió durante el parto, hace dos meses.

Rocamora suspira-ríe-solloza.

—¿Cómo?

—Tú tranquilo, no nos inmoles, ¿vale? Se murió. Pregúntale a él, el hijito es de ella. Querías a Annelie, ¿verdad? ¿No querrás matar a su hijito?

—¿Murió?

—Murió —confirmo.

Ele se remueve en el rincón, balbuciendo algo.

—¿Por qué tienes a su hijo? —Rocamora me come con los ojos, dos bolas rojas y desencajadas—. ¿Por qué lo sabes todo de ella? Eres tú, ¿verdad? ¿Fue contigo…? ¿Lo tuvo contigo?

Se le resbalan los dedos del pomo del detonador, lo vuelve a coger. Sigo encañonándolo.

—Con un Inmortal. Con un bastardo. Con un asesino.

—¿Y lo tendría que haber hecho con un cobarde? ¿Con un traidor? ¿Con un gallina? —le pregunto—. ¡Fíjate! ¡A ver si me reconoces! —Le quito la careta a Ele, que parpadea como un borracho, y me la pongo—. ¿Recuerdas cómo me decías que aquí, debajo de la careta, se escondía un tipo normal, que no te quería matar? ¡A tu mujer se la estaban cepillando los Inmortales y tú te escapaste con el rabo entre las piernas en cuanto te dejé marchar! ¿No te acuerdas? ¡Aquí estoy! —Me quito la careta—. ¡Aquí estoy, un tipo normal! ¡Te tendría que haber apiolado hace un año, allí mismo!

—¿Tú? ¿Eres tú?

—¿Por qué la dejaste entonces? ¿Por qué no te la llevaste si la querías tanto? ¿Por qué me permitiste matarla? ¡Dos veces! ¡La abandonaste allí! ¿Qué esperabas?

—¡Envié a mis hombres a por ella!

—¡Si hubieras ido a buscarla tú, no me la habría podido llevar! Te preocupas demasiado por tu pellejo. No la quieres a ella, sino a ti mismo. ¡No tienes derecho a ella!

—¡Cierra el pico! ¿Vale? —Da un paso hacia mí, olvidándose de la bomba y de la pistola—. ¡La quería! ¡La quiero!

—¡A ella no! ¡A alguna otra tipa! ¿No se lo confesaste acaso? ¡Se lo confesaste! ¡Sólo se parecía a alguien! ¡La utilizaste como sucedáneo!

—¡¿Qué sabes tú, cachorro?! —ruge.

Berta le da el pecho y ella se queda tranquila. Las langostas cantan. Ele gimotea y muge. Su comunicador se enciende de nuevo.

—Hemos informado a la jefatura. El senador Schreyer quiere hablar. ¡Ponte!

—¡Cancela!

Apunto la pistola a Ele; pero éste no reacciona todavía.

—¡Jesús! ¿Estás ahí? —dice Schreyer desde la muñeca de Ele.

—¿Schreyer? ¿Por qué Schreyer? —Rocamora se relame, se limpia el sudor de la frente con la mano en la que sujeta el detonador—. ¿Qué tiene que ver Schreyer aquí?

—¿Estás ahí, Jesús? —insiste el senador—. ¡Qué suerte! Buscaba a Yan y te he encontrado a ti. ¡Todo un regalo! ¡Después de tantos años! ¿Qué haces ahí? ¿Os habéis juntado para compartir vuestros sentimientos hacia la pobrecilla…? ¿Cómo era, Annelie?

—¿Cómo lo sabe? ¡¿Por qué lo sabe todo?!

—Me han dicho que quieres inmolarte —dice Schreyer con interés fingido; otra conversación mundana, nada más.

—¡Apágalo! ¡Corta! —exige Rocamora.

—No tengas prisa —dice el senador—. ¡Tengo tantas noticias para ti! Y para ti, Yan. Por cierto, perdona que no te haya devuelto la llamada antes. Tenía la agenda apretada.

Al otro lado de la puerta se oye ajetreo; después viene un golpe pesado: están probando.

—¿Qué están haciendo? ¡Mándales que se retiren! ¡Que se vayan tus perros, Schreyer! —grita Rocamora—. ¡Voy a volar todo esto! ¡¿Me oyes?! ¡No respondo por mí!

—No hace falta, no hace falta —se convence a sí misma Berta.

—Y no respondiste nunca, ¿eh? —observa Schreyer y dice hacia un lado—: Riccardo, detenga a los chicos. Voy a intentar negociar con el terrorista.

—¡¿Con el terrorista?!

—Pues sí. Pon las noticias. Jesús Rocamora ha secuestrado a cinco personas y amenaza con inmolarse junto con ellos. Entre los rehenes hay una mujer y dos niños pequeños. Maravilloso, ¿verdad? El líder del Partido de la Vida mata a dos bebés. Un final digno.

Los golpes cesan, pero ahora al otro lado de la puerta se oye una fricción, como si estuvieran arrastrando algo pesado.

—¡Es mentira! ¡Nadie se lo va a creer!

—¿Piensas que alguien te va a dejar desmentirlo? Esto es el fin, Jesús; tú mismo te has metido en un callejón sin salida. Sólo puedes elegir entre dos opciones: marcharte como un terrorista o entregarte y arrepentirte.

—¡¿Arrepentirme?! ¡¿De qué?! ¡¿De haber estado durante treinta años salvando vidas humanas?! ¡¿De haber intentado salvar a los niños de vuestra máquina infernal?!

—Si te cuesta tanto hacerlo, se puede arrepentir por ti tu réplica tridimensional. Para eso te necesitamos, preferiblemente, entero, para poder digitalizarte.

—Ya lo sabía. —Rocamora se relame—. Queréis sacar en las noticias mi títere, para que os lama el trasero y pida a los nuestros que se entreguen. Lo mismo que hicisteis con Fukuyama y con la mujer de Clausewitz.

—Los vuestros ya no existen, Jesús. ¿Acaso no te han informado? Ah, a lo mejor no te funciona el comunicador. Ahora mismo están asaltando vuestra guarida en la torre Vértigo, también sale en las noticias. Sólo quedas tú.

¿Asalto? ¿Acaso Beatrice y Olaf pueden prestar algún tipo de resistencia?

¿Cómo han encontrado aquel sitio tan rápido?

¿Me habrán localizado a mí mientras estuve llamando al padre André?

—No pienso regalaros mi pellejo. Lo tendréis que arrancar de las paredes. —El sudor le chorrea a Rocamora por la frente—. No os dejaré que me disequéis y me llenéis de paja, ¡¿vale?!

—Riccardo, ¿le importaría pedir a la gente que salga? —dice Schreyer hacia un lado otra vez—. Y páseme a un canal seguro, hágame el favor. Me gustaría hablar con el terrorista suicida a solas. Psicología en acción, por así decirlo. La última oportunidad de salvar la vida a los niños.

—¡A esta gente no le deseo la muerte! —grita Rocamora—. ¡No le crean! ¡No soy un suicida! ¡Saldremos de aquí! Si alguien me oye… Siempre he luchado y lucho por el derecho que tienen las personas a seguir siendo personas, por nuestro derecho a perpetuar la especie, por que no nos quiten a nuestros hijos, por que no nos obliguen a hacer esa elección inhumana…

Me acerco a la salida a hurtadillas. Rocamora no me hace ni el menor caso; puede ser que nos escapemos de aquí antes de que…

Abro el cerrojo. Empujo despacio, con cuidado…

La puerta no se abre. Debe de estar bloqueada por fuera con algo pesado.

—Ya está. No hace falta que sigas dando voces, te han desconectado —interrumpe Schreyer—. Ahora podemos charlar a solas. Tú y yo. Y tus rehenes, claro, pero no cuentan. Los matarás igualmente.

—¡Cabrón! ¡Mentiroso!

Rocamora mira con odio en dirección a Ele, que está tirado en un rincón, como un saco, maniatado y con la frente sangrando. Desde ahí, desde él, sale una voz ajena, como si fuera un médium en trance que algún demonio utilizara para llamarnos desde el más allá.

—Treinta años, Jesús. Treinta años has estado aplazando nuestra conversación, ¿eh? Has estado muy ocupado, lo comprendo. ¡Luchando contra el sistema, claro! He estado treinta años buscándote. Te escondes genial. Treinta años salvando de mí, del antropófago, a niñitos rosados y encantadores. A niñitos ajenos. Porque con los tuyos no has tenido demasiada suerte, ¿eh?

—Yo…

—Y durante treinta años exigiendo la abolición de la Ley de la Elección. ¿Tal vez porque nunca has podido hacer una elección acertada?

—No tenía por qué… Nadie tiene por qué…

—¿O sólo porque te dio miedo? ¿Sólo porque te portaste con ella como un cretino?

—¡Apaga! ¡Apágalo! —grita Rocamora a Ele.

—No te pongas histérico —dice Schreyer—. Has estado treinta años evitando esta conversación. ¿Te resulta más fácil palmarla que hablar conmigo? ¿Sabes lo que me duele? Que me haya engañado con un cobarde como tú. Me da igual que fueras un gigoló y un indigente. Me da pena que me quisiera cambiar por un rastrero como tú.

La habitación empieza a deformarse y hundirse, la pequeña y malvada pistola forcejea con mis dedos húmedos; la aparto de Rocamora para no interrumpir la conversación y poder escuchar hasta el final.

—Te estuvo esperando, Jesús. Te estuvo esperando durante cuatro años, mientras yo la buscaba. ¿Apareciste alguna vez? ¿La llamaste?

«Cuatro años —repito para mí—. Estuvo esperando durante cuatro años hasta que…».

—¡No quiero hablar de eso!

Rocamora me mira a mí, a Ele, a Berta.

—¿Tal vez te daba miedo encontrarte con una emboscada? ¡Pero es que, en aquel entonces, ni siquiera eras el terrorista más buscado! Eras un simple estríper, seductor de damas atormentadas, un pobre perro apestoso. Un perro que se folló a la perra de otro.

—¡La culpa fue tuya, Schreyer! ¡Sólo tuya! ¡La llevaste a la desesperación!

—Todo el mundo tiene la culpa menos tú.

—¡La quise!

—Y por eso la abandonaste. Ella había dejado a su marido por ti, y tú ¿qué?

—¿Qué hiciste con ella?

—¡Qué interés tan repentino! Has estado reprimiendo la curiosidad durante treinta años, pero, sin ton ni son, quieres que te lo expongan todo con detalle.

—¡Estuve buscando! ¡Los quería encontrar!

—Y no los encontraste. Tú, con tus posibilidades, con tu amiguito

hacker, no pudiste dar con ellos. ¿Lo oyes, Yan? ¡Qué mala pata!

Lo oigo. Lo oigo todo y no entiendo nada. Tengo la cara empapada, parece que me sangran los sentidos. Berta me observa en silencio; tiene a Henrique enganchado a una teta y a mi hija, a la otra. Un saltamontes despistado se estampa contra una mejilla de Rocamora. Éste se estremece, la mano que sujeta el detonador se le contrae; aprieto los ojos.

—¿Qué hiciste con ella?

—Nada. La hice regresar a casa, Jesús. El resto lo hiciste tú.

—¿Y el hijo?

—¿El hijo?

—Tenía que haber dado a luz, ¿no?

—Dio a luz, Jesús. Intenté disuadirla. Estaba dispuesto a perdonárselo todo, ¿sabes? Es que es ridículo, después de haber vivido cincuenta años con una mujer, tener celos de un gigoló, de una puta con pantalones. Le pedía que abortara. Le decía: «Sácate eso, límpiate y nos olvidaremos de todo. Viviremos como antes». ¿No pensarás que ella se había escapado por ti? No, quería conservar el maldito embrión como fuera.

Conservar el maldito embrión. Conservar el maldito embrión como fuera.

Le pedía que abortara.

Repito las palabras de Schreyer sólo con los labios.

—¡La habías tenido encadenada durante cincuenta años y querías tenerla otros tantos! ¡No eras capaz de darle nada, Schreyer! ¡No fue feliz contigo! Ella no habría querido…

—Pero tú le diste todo, claro.

—¡Anna soñaba con tener un hijo!

—Así que la dejaste preñada y te largaste. Benefactor. Gracias.

—¿Cuántos años había estado intentando quedarse embarazada de ti? Me lo dijo, me lo contaba todo… ¡No había conseguido nada!

—¡Y de pronto ocurre un milagro! ¡Un milagro milagroso! ¡El Espíritu Santo la iluminó! ¡Se produjo la inmaculada concepción! ¡Justo lo que le había pedido a Dios, pensando que yo no la oía! ¡Un hijito!

—¡Ella pensaba que el problema lo tenía ella! Se creía infértil, por eso rezaba y… ¡Lo sabes todo! ¡Lo sabes!

—¿Problema? ¡No veo ningún problema! No lo veía antes ni lo veo ahora. El problema es cuando uno se deja llevar por su instinto animal. El problema es cuando uno no sabe qué hacer con el celo y cubre a la primera que pilla. Cuando se montan no sé qué películas y toman el simple puterío por intervención divina. ¡Eso sí que es un problema!

—¡Tú la obligaste a hacerlo! ¡Tú! ¡La llevaste al borde de la locura! ¡Ella no era así!

—¿Así cómo? ¿No hablaba con su Jesús como si éste le fuera a responder? Sí, eso le pasó después. A lo largo de los años que la estuve buscando. Te recuerdo: yo la busqué, tú no, Rocamora. ¿Y te atreves a decirme que no la quise? ¿Acaso es posible que alguien haga ese esfuerzo por una mujer a la que no quiere?

—¿Qué hiciste con ella?

—Lo que habría hecho cualquier hombre enamorado y buen marido. No la abandoné, como hiciste tú. No la eché de casa. La cuidé hasta el final, Jesús.

Los escucho pasmado, anonadado, sin interrumpir.

Miro a Jesús Rocamora.

Me fijo en su mirada, que me pareció familiar hace tiempo, hace un año. En sus ojos.

Debajo de todo su maquillaje, sus cejas postizas, sus pómulos, su nariz…

Me veo a mí mismo.

—¡¿Hasta el final?! ¡La mataste! —ruge Rocamora.

—Ella y yo actuamos según la ley, Jesús. Ella hizo la elección. Optó por conservarle la vida a tu hijo, eligió pagar por él con su belleza, con su juventud, con su vida. Intenté que cambiara de opinión.

Escogió la vejez y la muerte. Decidió conservarle la vida al hijo.

La sangre en mis venas se ha vuelto gorda y espesa, como la que brotó del pobre Olaf. A mi corazón le cuesta bombearla, se ha quedado flojo últimamente. A duras penas me sube la sangre condensada de las piernas, la va empujando a través de los frágiles capilares de mi cerebro petrificado, jadea, no da abasto. No doy abasto.

—¿Qué hiciste con mi hijo?

—¡Oh! Traté el asunto con mucha responsabilidad, Jesús. Crié al niño. Lo eduqué. Al fin y al cabo era hijo de mi querida mujer.

—¿Un niño?

Todos los años que pasé en el internado, todos los años durante los que soñé con salir, escapar, dando cabezazos en las pantallas, todos los años durante los que esperé la llamada de mi madre…

Todo aquello no fue por azar: mi primer encuentro con Schreyer, la misión que me encomendó, su paciencia, su capacidad de perdonarme los fallos, las cenas y los bufets, los cuidados y la educación.

—¿Tienes más hijos, Jesús?

—¡No! ¡¿A ti qué te importa?!

—Te gustan tanto los niños, Jesús… Has dedicado toda tu vida a defender a las pobres gentes que han decidido multiplicarse a costa de lo que fuera. Y los tuyos ¿qué?

—¡Cállate!

—¿Hablas con ellos? Lo dudo. ¡Es que te escapas de tus mujeres en cuanto se quedan embarazadas! Eso no suele favorecer las buenas relaciones con los hijos. ¿Conoces a alguno?

—No, por favor —digo con voz inaudible.

—¡Déjame presentarte a tu hijo! Además, ya os conocéis un poquito. Yan, éste es Jesús. Jesús, éste es Yan.

Tengo una pistola. ¿A quién disparo? ¿A Schreyer? ¿A Rocamora? ¿A mí mismo?

—Guay —dice Berta.

—¡¿Ése?! ¡¿Es él?!

Ir a la siguiente página

Report Page