Futu.re

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VIII. Según el plan

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—¿Y qué te decía de mí? —Me mira cejijunta.

—Hasta ayer, nada.

—¿Y tú también estás con él… en la clandestinidad? ¿Por eso te ha llamado a ti?

—Yo… Sí.

El vagón corre por un tubo de cristal que atraviesa la niebla y las rocas en forma de torres. La línea pasa casi rozando el fondo de un desfiladero creado por el hombre: abajo se ve la tierra, toda cubierta de tejados de casas normales, que parecen musgo rojizo. Encima de nuestras cabezas se inflan las nubes, atiborradas de alguna porquería tóxica que no las deja subir aunque sea un poquito más.

—Claro… Por eso lo sabes todo de él… Excepto que tiene esposa.

—¿Esposa?

—Me llama así.

—Suena anticuado —refunfuño.

—Menudo idiota eres —contesta Annelie.

La gente la mira, cuchichea señalando sus piernas desnudas y su rímel corrido; señalando su belleza. No se puede decir que el secuestro se haya llevado a cabo sin problemas ni testigos, pero, por otro lado, ¿quién la va a buscar?

Rocamora, tal vez.

—¿Y qué ha liado?

—¿Wolf? —Me arranco con los dientes una capa muy fina del labio inferior—. Nada especial. No es un guerrero. Es… un ideólogo.

—¿Ideólogo?

—Claro. Sabes que estamos en contra de la Ley de la Elección —susurro, mirando a mi alrededor—. Y Wolf… Su nombre verdadero es Jesús. Él nos… Nos inspira. Para la lucha con este… régimen… inhumano. Porque sin hijos… dejamos de ser… personas, ¿entiendes?

Me cuesta hablar, porque tengo que utilizar palabras ajenas, las que me arrojó a la cara mucha gente antes de que le inyectara la vejez y le requisara a los niños. Cada palabra era como un puñetazo, como un escupitajo. Ahora tengo que componer de éstas un puzle de sinceridad y convicción. Estoy hablando y miro a Annelie a los ojos, intentando captar cualquier vacilación suya. No estaría mal tomarle el pulso a ella también.

Viendo que no se resiste, aumento el ritmo. Me he presentado como amigo de Rocamora, y Annelie vendrá conmigo mientras siga siéndolo. Y creo que sé dónde debo apretar ahora.

—No paran de decirnos que todos tenemos derecho a la inmortalidad. A cambio de eso nos han quitado mucho más. ¡El derecho a perpetuar la especie! ¿Por qué tenemos que elegir entre la vida de nuestro hijo y la nuestra? ¿Por qué creen tener derecho a obligarnos a que matemos a nuestros hijos recién nacidos sólo para seguir con vida? Hay muchos descontentos, pero sin gente como Jesús seguiríamos callados…

—¡No me lo creo! —suelta ella de repente.

—¿Qué?

—¡No le creo! —Se le cierran los pequeños puños, que asoman por las mangas recogidas de la camisa.

—¿Por qué?

—Porque una persona que hace a los demás pensar eso no puede… No puede tratar así a su propio hijo.

Se ahoga en los recuerdos de antes de ayer. No la interrumpo. Es lo mismo que andar por un campo de minas sin el croquis: no llegaré a entender qué siente en estos momentos. Tal vez se intenta convencer de que está protagonizando una pesadilla.

—¿Tampoco te lo ha contado? —por fin se atreve a decir.

Me encojo de hombros.

—O sea, ¿no sabes por qué han ido a nuestra casa los Inmortales?

—No se lo he preguntado.

—Entonces, no tienes que saberlo.

Pegotes sangrientos encima de las toallas. Un charco granate en el plato de ducha. Alguien patea a Annelie en el vientre. El Quinientos tres desgarrando sus nalgas blancas y desnudas. Asiento con la cabeza. Me encantaría no saber nada de esto.

—Torre Colmena —anuncia la voz del tren.

El túnel transparente por el que avanzamos entra en las tripas de una construcción esférica dividida en panales hexagonales tornasolados.

Entramos en un intercambiador. Las dársenas de embarque son de tres plantas, sus paredes de veinte metros de alto están ocupadas por anuncios de sensibilización: «¿La vejez? ¡Elección de débiles!» más un retrato de un carcamal canoso, arrugado y sin sexo. Tiene los ojos llorosos, la boca entreabierta; le falta la mitad de los dientes. La asquerosidad en persona. Estoy seguro de que, al encasquetar aquí esta cabeza de gigante, los custodios del bienestar social habrán infringido algún tipo de regulación ética. Un mal inevitable: Europa tiene que ahorrar en todo, mientras las pensiones y la asistencia médica para los vejestorios putrefactos no es más que un despilfarro. Por supuesto, no se les niega la manutención, pero no nos podemos permitir aumentar el número de estos haraganes rancios. No hay que olvidar que los viejos chochos no salen de la nada: son todos unos idiotas que han decidido multiplicarse. Así que por cada mil millones que nos gastamos en mantenerlos vagueando, hay que poner otros mil millones para la educación de sus hijitos. Los pensionistas y los menores ¡son derroche puro! Una minoría que hace tiempo que debería considerarse una aberración.

Los trenes van y vienen cada minuto, las plataformas hierven de gente. El caleidoscopio de nuestro vagón se sacude, me quedo en silencio mientras busco en la multitud gabardinas holgadas y caras remendadas. Nadie. Es increíble la suerte que tengo.

—¿Queda mucho? —Cuando el tren se pone en marcha, Annelie se agarra a mí; enseguida algo se revuelve en mi interior, más o menos en la boca del estómago.

—Un par de paradas.

—¿Y qué hay allí?

—Es un sitio seguro que tenemos para las reuniones. Allí esperaremos a Wolf.

Me suelta y se vuelve a quedar callada. Sigue en silencio durante el trasbordo; sólo una vez me pide agua, pero le doy prisa y no le dejo calmar la sed. Tampoco dice nada mientras volamos entre las torres hasta llegar a Troya. Observo su cara a escondidas: ya le ha dado tiempo a quitarse las manchas de rímel, soltarse el pelo y peinárselo con los dedos. La veo diferente, no es como aquella noche cuando irrumpimos en el piso de Rocamora. Y tampoco como la vi en mi sueño.

Los chicos y yo pasamos toda su vida por una picadora de carne, y yo estaba seguro de que iba a encontrarla en el plato de ducha en la misma postura en la que la había dejado. Pero veo que se está acicalando y me viene a la mente el césped artificial de color verde claro de los jardines de Escher. Hierba que no se puede aplastar, que se endereza en cuanto levantas la bota.

Bajamos en Troya. Conduzco a Annelie por unos pasillos oscuros hasta una ristra de ascensores industriales. Troya está casi deshabitada, aquí se alojan talleres varios, almacenes y centros de reciclaje.

Cuando entramos en una de las cabinas cochambrosas ella suspira.

—Ahora sí que veo que no me piensas eliminar.

—¿Qué? —pregunto sonriendo.

—Seguro que habrás tenido ya mil ocasiones de matarme, pero me sigues llevando a saber dónde.

—¿Dudabas?

—No sé. Te veo nervioso.

—Quieras o no, es un asunto importante. —La sonrisa me crispa los labios de tal forma que hasta me duelen las mandíbulas.

La puerta corredera del ascensor se aparta con un chirrido ensordecedor. Una ráfaga de calor desagradable y hedor a podrido nos lame las caras. La planta tiene aspecto de hangar; las paredes plomizas están llenas de números escritos a molde. No paran de pasar transportadores de basura sobre orugas. Hemos llegado.

—¿Qué hay detrás de aquella verja? ¡Cómo apesta!

«Al otro lado de la verja, Annelie, hay una planta de reciclaje».

—No lo sé —contesto—. Pero no vamos ahí. Tenemos que esperar aquí.

Me siento directamente en el suelo.

—Acomódate. Ahora podemos descansar.

—¿Vendrá aquí? ¿Cuándo?

Me quito del hombro la mochila, saco una botella de agua potable. Le doy un sorbo.

—¡Dame!

Le paso la botella, se amorra con avidez y bebe a tragos grandes.

—¿Es con limón? —Se seca los labios.

Digo que sí con la cabeza.

—Gracias.

—¿Y tú dónde lo conociste? A Wolf —pregunto no sé por qué.

—En Barna.

Barcelona. El tumor maligno de Europa.

Ya sé dónde estuvo tanto tiempo Rocamora.

Barcelona, en cierto modo, queda fuera de la jurisdicción de nuestra espléndida Utopía. Se parece más a una república africana autoproclamada por unos bandoleros, un territorio pobre y atrasado del tercer mundo con todas sus pupas infantiles y vicios.

Barcelona, antaño una ciudad grandiosa y afamada, fue llevada a la perdición por la bondad de los habitantes de la Utopía y su excesiva sensibilidad. Alguien les había enseñado que era feo vivir bien mientras los demás vivían mal. Y empezaron a dejar entrar a todos los que vivían fatal —a los de África, Latinoamérica, Rusia— para arreglar de alguna forma la injusticia mundial.

Una idea estúpida, claro. Es lo mismo que si, al mirar a los pies, descubres la existencia de los insectos y vas y te pones a enseñarles a vivir según el Derecho Romano, y les echas agüita con azúcar, y les desmigas bollos, para que coman eso y no los unos a los otros. Y se sabe perfectamente cómo acaban las historias así: atraídas por el azúcar, llegan tantas hormigas y cucarachas que luego no hay manera de combatir la plaga; y si no se recurre a servicios de desinsectación, los bichos echan de casa al bueno de su dueño.

Así pues, Barcelona es lo mismo que una casa convertida hace ya más de doscientos años en una colonia de termitas. Si metes ahí la mano, te desuellan vivo. Aquí se ubicaba el centro principal de recepción y acogida de refugiados. Resultado: cincuenta millones de habitantes y, de ellos, cincuenta millones de ilegales, bandidos, estafadores, narcotraficantes y prostitutas.

No bastaría con toda la Policía y toda la plantilla de la Falange para imponer el orden; podría resultar efectivo verter sobre la ciudad cera hirviendo o napalm, pero en el despreocupado país de la Utopía la receta de la gasolina gelatinosa hace tiempo que se perdió.

—¿Y cómo acabaste en aquella pocilga?

—Es que nací allí. —Me mira con desafío y escupe al suelo como un chaval.

Hago un gesto de comprensión. Lo importante es que no haga ruido ahora…

—Entiendo.

—No entiendes nada.

—Y tú… Esto… ¿Aquí estás legal?

—¿A ti qué más te da?

Es verdad, me recuerdo a mí mismo. Me da igual.

—Me da igual.

—Total, Wolf me sacó de ahí —ataja ella—. Es todo lo que necesitas saber. Me sacó y me hizo su mujer.

—Mmuuuujer, muuuu… —Me pongo impaciente—. Escúchalo. Mmuuuu… Suena como la voz de un animal doméstico.

—¡Dices gilipolleces, igual que todo el mundo! —Frunce el entrecejo—. ¡Si estos meses con Wolf han sido lo mejor que me había pasado en veinticinco años!

Respiro hondo.

—¿De verdad nunca ha hablado de mí?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Es raro… Si yo tuviera una amiga y confiara en ella como él en ti… No me podría aguantar.

—No entiendo —confieso yo.

—Pobre —dice sonriendo vagamente.

Yo también sonrío.

—¿Veinticinco años? —Tal vez lo he oído mal.

—Pues sí —dice con voz cansada—. Tengo veinticinco, ¿y qué?

Veinticinco. Veinticinco. Veinticinco años en un mundo de ancianos de trescientos años, que no piensan morirse jamás.

Bosteza.

—Y tú… ¿Conoces a tus padres? —Le tomo la mano.

—No. —Sacude la cabeza pesada—. Estuve en un internado. Para niñas. —Los ojos se le están cerrando—. ¿Puedo tumbarme aquí, encima de tu saco? Estoy que me caigo…

—Espérate. ¿Un internado?

—Ajá. Allí no se solía hablar de… de los padres.

—Pero ¿estuviste en un comando especial? Los internados femeninos… Ahí forman la plantilla de los comandos especiales. Los que requisan a los niños ilegales, ¿no?

—Puede ser. Pero no quise esperar. Me escapé.

—¿Qué? ¿Te escapaste?

—Me escapé del internado. Qué sueño tengo. Wolf no aparece…

Bosteza otra vez. Sin que le dé permiso, coge mi mochila y se tumba directamente en el suelo, apoyando la cabeza sobre el instrumento preparado para ella.

—Escucha. Cuando llegue, dile que…

—¡Espera! No te duermas. ¡Todavía no!

Ha aguantado demasiado la triple dosis de Orfinorma. Entreabre por última vez su ojo de gata, amarillo y brillante como el sol cuando se pone y atraviesa el esmog nocturno. Balbuce:

—Y tú ¿cuántos años tienes?

Y, sin esperar la respuesta, se queda dormida.

La zarandeo, intentando despertarla. Grito. No reacciona. No quiere ser mi Sherezade.

«Serénate», me digo a mí mismo. Ya no hay quien la salve.

Con cuidado, incluso con cariño, le saco la mochila de debajo de la cabeza. La cojo por las axilas y la llevo hasta la puerta del centro de reciclaje. Los batientes se separan y entro en una amplia sala de paredes negras. No se puede respirar: el aire está lleno de moléculas de materia orgánica en combustión. Este espacio no está pensado para albergar vida, aquí sólo trabajan máquinas, recogedores automáticos. Trajinan por aquí y por allá, separando la basura en montones. Los restos de comida, por un lado; los materiales sintéticos, por otro.

A lo largo de las paredes se disponen unas mesas donde se deposita la basura. Unas fauces de acero, capaces de pulverizar cualquier cosa. Tienen forma de sarcófagos de dos por tres; dentro de cada una hay una trituradora. Las limpiadoras automáticas las llenan de basura, luego las paredes de las mesas se juntan. Se acercan una a otra poco a poco, machacando cualquier cosa que se sitúe entre ellas, prensándola con una potencia descomunal. Los doce metros cuadrados de materiales sintéticos se convierten en uno, la materia orgánica queda prácticamente desintegrada.

De los compuestos luego se harán otros productos, los orgánicos se convertirán en fertilizantes. No tenemos dónde tirar la basura. Y somos demasiado pobres para desperdiciarla quemándola. Cada átomo cuenta, no los debemos despilfarrar. Cada átomo era algo y algo será, y pensar en eso consuela de alguna forma.

Saco de la mochila una cámara sencilla, la pongo sobre un trípode, la enfoco sobre las fauces de la trituradora. En esta sala no hay vigilancia, y yo necesito pruebas de mi propia culpabilidad.

Tumbo a Annelie sobre una montaña de pseudortalizas mezcladas con saltamontes caducados; ahora el sarcófago está casi lleno. Cuando ya no quede espacio libre, la tapa transparente se cerrará y la trituradora se pondrá en marcha. Claro, en las mesas normales están instalados unos sensores que las bloquean si detectan en su interior algo vivo de tamaño mayor que el de una rata. Pero en esta sala los sensores están trucados. Es uno de los templos paganos de los Inmortales.

Acomodo a Annelie sobre el suave lecho de cenizas. Le arreglo con cuidado la camisa, que se habrá puesto porque le olía a Rocamora. La observo por última vez, quiero que se me quede grabada esta imagen para el resto de mis interminables días. Sus pequeños tobillos están llenos de moretones, las pantorrillas son de niña, finas, lisas, sin músculos abultados… y esas rodillas; el cuello es frágil y tierno; las muñecas, a pesar de estar magulladas, hacen creer que la armonía cósmica es posible. La barbilla apunta hacia arriba, los labios redondos y mordisqueados quedan entreabiertos, el flequillo se ha vuelto a despeinar. El pecho sube y baja acompasadamente. Recordaré siempre sus pezones y esa ristra de vértebras parecidas a unas cuentas de madreperla ensartadas en un hilo. No quiero verlo más, me siento sacrílego.

Annelie respira profunda y pausadamente, embriagada por la Orfinorma; cuando las paredes del sarcófago se vayan a cerrar, ella no despertará. Estará dormida en el momento de su muerte. Luego la mandarán al reciclaje. Y se transformará en abono o pienso.

Me fijo en sus rasgos, los analizo con atención, y de pronto me siento arrastrado por una onda expansiva; acabo de entender a quién se parece. A… a…

¡No! ¡Estoy delirando! ¡Nada en común!

Se acerca uno de los robots con otra porción de carroña. Vuelca sobre Annelie una masa verde, donde de repente aparece una flor. Una flor marchita; eso significa que antes de morir estaba viva.

—Gracias —le digo a la máquina—. Muy amable.

El robot cubre a Annelie con el velo verde. Sólo la cara queda descubierta, una faz que no expresa ningún sentimiento. Ni miedo ni alegría. Como si Annelie estuviera ensayando la muerte.

Ya está. El sarcófago está lleno.

En el mando manual pongo el temporizador. Justo un minuto. Es tiempo suficiente para despedirse.

Se enciende un piloto y una tapa de cristal cubre el sarcófago. Me despido de Annelie. Lo hago en silencio: estoy rodando una película sobre su ejecución y mi papel no me permite demostrar conmoción.

Quiero quedarme con su imagen, porque a partir de ahora me toca hablar con ella en mi imaginación, discutiendo sobre todos los temas que no le ha dado tiempo a abarcar en vida. Demasiado tarde hemos descubierto que tenemos tanto en común.

No puedo quitarme de la cabeza su confesión sobre la fuga.

Lo logró. Los internados de chicas no se distinguen en nada de los de los chicos. Son herméticos, no tienen salida. ¿Cómo lo hizo?

Lo último que pienso mientras Annelie sigue siendo Annelie: en todo el tiempo que he pasado hoy con ella, no he tenido ni un solo ataque de claustrofobia.

Así que no debería prescindir de tranquilizantes. ¡Funcionan!

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