Futu.re

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X. El fetiche

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X

El fetiche

Esto no es un sueño.

No puedo dormirme, me da miedo dormir. No quiero regresar a mi camarote. Miro el reloj. Llevo despierto más de veinticuatro horas, pero no me viene el sueño.

El comunicador emite un pitido: el vídeo que he grabado en la planta de reciclaje ha sido enviado a Schreyer. Un informe sobre el trabajo realizado. Disfrútelo usted.

No pude actuar de otra forma, le digo al Novecientos seis.

No pude actuar de otra forma.

En uno de los niveles de la torre donde vivo, hay un diminuto balcón de servicio. Tiene un par de metros de ancho y medio metro de profundidad como mucho. Lo justo para tumbarse boca arriba.

Es abierto: la barandilla transparente me llega por la cintura, el suelo también es transparente, si no estuviera rayado, ni siquiera se vería. Encima, enmarcado entre las azoteas de las torres que se juntan en la perspectiva, fluye el cielo. Yo, mientras tanto, floto sobre el precipicio.

Junto a mi cabezal, una botella de tequila medio vacía. El Cartel, por supuesto.

Hay recuerdos que nunca se borran, pase el tiempo que pase. Cada uno conserva momentos del pasado que, nada más mencionarlos, aparecen ante los ojos con tanta nitidez como si de un acontecimiento de ayer se tratara.

Giro la cabeza hacia un lado y veo la ciudad. Si uno entrecierra los ojos y la desenfoca, puede pensar que está ante el mismo paisaje que emitía la única ventana del internado. Pero todo lo que estoy viendo ahora es real, me digo a mí mismo.

Soy libre.

Libre de hacer lo que me da la gana, incluso saltar al vacío.

Para averiguar el código de acceso a este balcón, tuve que mentir algo torpemente, y luego además seguir cultivando esa mentira. Pero valió la pena. Vengo aquí cuando necesito cerciorarme de que ya no estoy en el internado. De que soy un adulto seguro de mí mismo. ¿Y cómo me convenzo de eso si no comparándome con el de entonces? Para eso necesito encontrarme con él, beber con él, recordar el pasado. Es nuestro lugar de citas.

He venido aquí para estar conmigo mismo a solas, pero Annelie me ha encontrado incluso aquí.

Pienso en ella. No puedo no hacerlo. En sus labios mordisqueados, en su cuello con ramitas de arterias, en sus rodillas maltrechas.

Pocas veces me toca arrepentirme de lo que hago; mi trabajo normalmente me libra de la necesidad de elección, y cuando no hay elección no hay arrepentimiento. Es feliz aquel que no hace más que cumplir las decisiones de los demás: no tiene nada que confesar.

Yo pienso en el ataúd de cristal donde la puse. En su cabello esparcido. En sus ojos y sus labios, que se estuvo maquillando ante la pared de cristal del vagón, mientras iba volando a la cita con Rocamora.

¿Qué pasa? ¿Qué me pasa? ¿Por qué ella no me suelta? ¿Por qué no la suelto?

No es sentido de culpabilidad, me digo a mí mismo. No es arrepentimiento. Y por supuesto que no es amor.

Un simple deseo, hambre corporal, prurito insatisfecho.

Al matarla, no la dejé de desear. Al revés, sólo me he enardecido.

Tengo que ahuyentarla de mí. Vencer la obsesión. Descargarme.

Sólo conozco un templo donde puedo recibir la verdadera comunión y confesarme:

Liebfrauenmünster. La catedral de Nôtre-Dame de Estrasburgo.

Me levanto.

Se acabó la cita.

El ascensor desciende hasta el nivel cero. Regreso del cielo a la tierra para resolver el más terrenal de mis asuntos.

El último tramo es larguísimo: bajo los techos de la primera planta de la torre Leviatán hubo que esconder el edificio que hasta el siglo veinte fue el más alto del mundo. Pero incluso «larguísimo» en el mundo de altas velocidades supone unos segundos.

Salgo del portal de un edificio de piedra de cuatro plantas, piso un entarimado desigual y polvoriento. A la derecha y a la izquierda se hacinan unas casas más pequeñas, después de ellas —sin callejones ni travesías— se apretujan unas construcciones de cinco plantas y así sucesivamente, formando una muralla dentada. Enfrente hay otra pared igual: estoy en la calle de una ciudad medieval. Los edificios están pintados de colores diferentes, todos muy graciosos; incluso hay algunas estructuras de armadura al estilo

Fachwerk. Las ventanas emiten una luz tenue, las farolas también están encendidas.

Se podría pensar que estamos en un Estrasburgo del siglo, digamos, XX.

O sea, el entarimado que piso es el mismo que se pisaba hace quinientos años. Las fachadas de las casas son las mismas que durante varios siglos estuvieron aquí expuestas a la intemperie, bajo unas nubes de verdad. Pero la calle, en vez de desaparecer en la lejanía, termina contra una pared ciega revestida de cristal negro. Empieza y acaba en un callejón sin salida. Antes, había unas pantallas que durante veinticuatro horas creaban una perspectiva imaginaria, haciendo que continuara la calle cercenada y poblándola de ruidosa multitud. Y las fachadas del otro lado también están incrustadas en una pared de cristal tintado. De esta forma se podían reconstruir los tejados recortados, representar los barrios altos y proyectar un trozo del cielo.

Pero para simular la realidad había que gastar un montón de luz. Europa camina a marchas forzadas, y cada kilovatio, al igual que cada trago de agua o cada bocanada de aire, se subasta. Los compra el que se lo puede permitir. Y en el nivel cero viven los que no pueden pagar las facturas de las ilusiones. Por eso el cielo y la perspectiva están cortados por falta de pagos.

Un kilómetro cuadrado del viejo Estrasburgo está recluido en un cubo de cristal negro. Cuando uno aparece aquí por primera vez, puede sentirse engañado y pensar que simplemente es de noche. Pero la noche no puede ser así de negra. Igual de oscuras pueden ser las entrañas de una ballena.

Leviatán, que se zambulle en las tierras de Alsacia, se ha metido en la barriga un millón de metros de antiguas callejuelas cortadas, aceras de piedra relamidas por el tiempo, retales de casas de ladrillo. Pero, además, ha engullido una presa que jamás conseguirá digerir.

En el centro del box se yergue una mole de ciento cuarenta metros de altura, la catedral de Estrasburgo. Yo la llamo simplemente Münster.

La estuvieron construyendo durante cinco siglos, lo cual, teniendo en cuenta que la esperanza de vida humana equivalía a la de los ratones, suponía una eternidad. Durante doscientos años ese mamotreto fue la construcción más alta del mundo. En aquel momento les podría parecer que los esfuerzos no fueron vanos.

Pero luego la humanidad aprendió a construir con acero, y la catedral, hecha de arenisca rosada, se tuvo que jubilar; y cuando llegó la época de materiales compuestos, la metieron definitivamente en el trastero, junto con los demás juguetes.

A la luz bermeja de las farolas, tanto Münster como las callejuelas que llegan hasta ella desde el otro lado del espejo tienen aspecto de decorado escénico. Y, efectivamente, aquí la mayoría de los objetos no son más que atrezos. Cada una de las ventanas iluminadas y protegidas de las miradas ajenas por cortinas es un teatro de sombras, donde se representan obras prohibidas con todos sus respectivos papeles. Detrás de las cortinas se agitan siluetas, se oyen risas, gemidos y llantos.

Es fácil dejarse llevar por la curiosidad, despistarse y llamar a cualquiera de las puertas cerradas. Pero necesito ir a la catedral.

La obra de Münster duró más de medio milenio, pero ni siquiera la terminaron: levantaron sólo una de las dos torres, y la otra se quedó a medias. Por eso se parece a un minusválido que reza a Dios, alzando hacia el cielo tanto el brazo sano como el muñón del otro, arrancado por el codo.

La fachada de la catedral está bordeada de encaje de arenisca rosa, por las paredes se asoman gárgolas y santos. La entrada está formada por dos portones de madera bajo un arco ojival, a cada lado hay guardias de piedra: son los apóstoles. El arco abocinado penetra en el macizo del templo de forma gradual, en cada una de las gradas se ven tropeles de ángeles con laúdes. Encima del arco se entronizó uno de los reyes ignotos y encima de él, la virgen con el niño en el regazo. Y corona todo esto la severa faz de un viejo barbudo.

En dos palabras: un circo.

Subo la escalera. Los ángeles del arco abocinado vuelan sobre mi cabeza, se pliegan como el fuelle de un acordeón y se quedan en la entrada. Al interior no pueden pasar.

Empujo el pesado portón de madera; por la rendija irrumpen unos acordes del órgano.

Me recibe un metre de librea deshilachada; los nuevos dueños del templo tienen su propia visión de la belleza. Pero nada se les puede reprochar. Münster ha tenido suerte, al menos está funcionando.

—Bienvenido al club Fetiche. —Me dirige una profunda reverencia—. ¿Cómo debo llamarlo?

—Siete-uno-siete.

—¿Perdón?

—Siete-uno-siete. Llámeme así. ¿Es nuevo? —le pregunto sonriendo.

—Lo siento. Llevo aquí dos semanas. ¿Es cliente habitual? —tartamudea él, al darse cuenta de que ha metido la pata—. ¿Ha hecho una reserva?

—No, quiero algo fresco.

Incluso aquí se nos recomienda no tener predilecciones.

Se oyen unas voces masculinas, bajas, imperceptibles, que se funden en una, como un zumbido de automóviles. Qué raro… Normalmente aquí no hay ni dios. El metre me lee el pensamiento.

—Hoy estamos a tope. —Caminando por delante, se da la vuelta cada dos por tres—. Dicen que en el Canal Casa están echando una serie antigua sobre la vida de Jesucristo. Depositamos muchas esperanzas en ella, ¿sabe? Hasta hace poco iba muy mal la cosa. Los jefes decían que el tema se estaba pasando de moda…

Dentro de la catedral no han cambiado nada; por curiosidad miré fotos antiguas y parece que ni siquiera la han reformado. Las mismas bóvedas enhollinadas, las mismas estatuas apesadumbradas por los rincones. Sólo han sacado las filas de asientos de madera, donde antaño se apretujaban los feligreses durante la misa. Así queda más espacio para eventos multitudinarios. Pero ahora mismo no hay nadie, la nave central no es más que eso.

Más adelante, en la penumbra, se ve el altar; allí están preparando algo. Pero el metre me conduce hacia la izquierda y entramos en una acogedora nave lateral, donde el techo es igual de deprimente que en mi casa. A lo largo de las paredes se disponen unas hornacinas convertidas en escaparates.

Las separan unas de otras unos pesados telones de terciopelo. En su interior se desarrollan en vivo escenas bíblicas o improvisaciones libres acerca de temas monacales. Lo mejor de todo este montaje es que a cualquiera de las heroínas o monjas te la puedes llevar. Desde Eva hasta la reina de Saba. Hay para todos los gustos.

—El Nuevo Testamento está representado en la nave derecha. Por supuesto, también ofrecemos servicios sin alusiones religiosas —susurra con devoción el metre—. En el sótano hay un bar de estriptís en estilo neutral.

—Qué va —respondo—. Soy un cliente asiduo. ¿Para qué quiero servicios sin alusiones?

—Da gusto tratar con un entendido. —El metre se deshace en una sonrisa—. ¿Tal vez Ester?

Miro a Ester, una joven de pelo rizado y ojos enormes, arrellanada sobre una alfombra de seda. Observo sus caderas pesadas, el brocado de oro que envuelve su cuerpo, la capa de aceite brillante sobre su piel. La seda y el brocado seguramente son falsos, sintéticos. Pero la auténtica Ester, eso sí, debió de ser idéntica a ésta. Sin embargo, no necesito a Ester.

No me aliviará ni me hará libre. Digo que no con la cabeza.

Ester entiende que no vengo por ella y mira hacia otro lado, volviendo la cabeza lentamente, como una leona en un zoológico.

Luego descarto a Judith, a Rebeca y a unas cuantas monjas de distintos grados de lascivia; una ya viene equipada con una fusta. Está buenísima.

—Por desgracia, tanto Sara como Sulamita y Dalila están ocupadas ahora —comenta el metre mirando la pantalla de su comunicador.

—Vamos a ver el Evangelio —pido.

Y me llevan a la nave derecha. Por el camino me detengo frente a un reloj astronómico de veinte metros de altura.

—Es nuestro orgullo —dice el metre.

Se dispone a relatarme su historia contando, al parecer, con una propina. Lo interrumpo con un gesto; todo lo que necesito conocer sobre este reloj ya lo sé.

Ninguna de las veces que he estado aquí he podido pasar de largo. Sobre la esfera normal hay una más, gigantesca, pero en lugar de los números romanos V y X están los signos del Zodíaco, y las manillas no son dos, sino seis, y en cada una hay un pequeño planeta dorado: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. A principios del siglo diecinueve, cuando el relojero francés tensaba sus muelles, los otros planetas no existían.

El sabio mecanismo empuja todos los planetas exactamente por su órbita, calcula las fechas de las fiestas que cambian cada año, pero lo más importante es que tiene una pieza que marca la nutación del eje terrestre, impecablemente exacta e increíblemente lenta: una vuelta suya dura casi veintiséis mil años.

No acabo de entender para qué el relojero tuvo que añadir aquí ese detalle.

Dudo que su vida durase más de un grado, una tricentésima sexagésima parte de la vuelta entera de la aguja. Aún quedaban más de doscientos años para que se descubriera la inmortalidad, así que no podía ni soñar con poder ver cómo terminaría el ciclo. ¿Para qué calcular minuciosamente la fuerza de los minúsculos muelles, medir los pasitos de los engranajes microscópicos, sabiendo que toda tu existencia en este mundo —los recuerdos infantiles, todo el amor y todo el odio, la vejez y la muerte— cabrá en una tricentésima sexagésima parte de la esfera en la que tú mismo estás marcando las fracciones? ¿Para qué crear un mecanismo que te hace ser consciente de tu propia insignificancia y humilla a cada mortal que lo mire? Si uno de los contemporáneos del artesano se hubiera acercado a este reloj por primera vez siendo un niño pequeño y por última vez hubiese llegado a gatas siendo ya un decrépito carcamal, no sabría apreciar la diferencia en la posición de las agujas. La vida ha pasado volando, y la manecilla se ha desplazado tan sólo un grado de nada.

Creo que todo eso estaba pensado para que, al poner a punto la maquinaria, el artífice pudiera asir con la mano las manecillas por fuera y dar un giro a los planetas a la fuerza, para sentirse como el viejo barbudo de la fachada del templo. Arrastrar la aguja de la nutación y avanzar veintiséis mil años de golpe, saltar hacia el futuro inalcanzable…

En los tiempos que corren, a nadie se le ocurriría pringarse de aceite de máquina y estropearse adrede la vista por una cosa así.

Encima de los planetas, encima del indicador de nutación, se encuentra la prueba de que tengo razón. El reloj está coronado por un mecanismo destinado a divertir a la plebe: dos balconcillos, uno sobre otro, con unas figuritas coloreadas bailando en corro.

En el balcón de abajo está la Muerte, que sujeta en las manos dos campanas y en lugar de cabeza lleva una calavera. Delante de ella dan vueltas unas personitas encorvadas: un anciano, un chiquillo y una mujer… En el de arriba, está Cristo recibiendo a los apóstoles. Los monigotes salen deslizándose de una pequeña puerta y, tras pasar por delante de su jefe supremo, se meten por otra igual. La metáfora es sencilla: Jesús y los apóstoles están por encima de la Muerte.

Pero hay un desperfecto.

Cristo debería estar en el balconcillo de arriba junto con la Muerte; sería un tándem consagrado por los siglos. Y debajo de ellos, mirando hacia arriba con devoción, se agolparían las personitas mortales y los soldados rasos, los apóstoles. Si yo tuviera que fabricar a Cristo, su cara de mártir melenudo, distribuida en incontables ejemplares como el célebre retrato del Che Guevara, se la colocaría en la nuca. Así, en la fachada sólo quedaría la calavera desnuda, observando a la feligresía a través de las cuencas vacías. Porque Jesús y la Muerte ni siquiera son un tándem. Son dos caras del mismo dios.

Si no existiera la Muerte, la Iglesia no tendría con qué especular. Jesús tampoco habría nacido. Ese viajante con su catálogo de esperanzas vacías. El caudillo de los difuntos.

—¿Puedo ver a la Virgen María? —le pregunto al metre.

—¡Sacrílegos! ¡Mezquinos! ¡Cómo se atreven! —Oigo un alarido ahogado.

—Disculpe. —El metre palidece—. En un segundo vuelvo con usted.

Y corre hacia la salida, donde los porteros tratan de levantar a un hombrecillo de levita negra despachurrado en el suelo.

Lo sigo. Quiero pelea.

—¡Dejadme! ¡Fuera las manos! —vocea el de la levita—. ¡Lo han mancillado! ¡Han mancillado el templo!

—¿Llamo a la Policía? —pregunta un segurata jadeando.

—¿Policía? ¡Qué va! ¡Una ambulancia! —vocea el metre agitando las manos—. ¿No ve que está loco?

De repente siento pequeños pinchazos en la muñeca. Es una llamada entrante; el comunicador lo tengo en modo silencioso. Compruebo: es Schreyer. Toco la pantalla y me hago el sordo. Ahora no puedo hablar de eso.

—¡Morralla! ¡Bárbaros! —sigue aullando el hombrecillo de la levita.

Me acerco, lo observo. Y me doy cuenta de que está envejeciendo. Aparenta más de treinta y cinco, que es nuestro límite. Arrugas, pelo ralo… Un asco.

—¡Y tú! ¡Tú! ¡Has venido aquí para revolcarte en el lodo! —Se ha dado cuenta de que lo estoy mirando; me amenaza con su puño pequeño, le brillan los ojos.

Sonrío.

—Escuche… Estimado… Éste es un establecimiento privado. Tenemos reservado el derecho de admisión. ¡Está poniendo en peligro nuestra reputación! —El metre intenta serenarlo haciendo gestos hipnóticos con las manos—. Disculpe, por Dios. —Se dirige hacia mí.

—No pasa nada —contesto—. No tengo prisa.

—No consigo marcar… No me deja… —resopla uno de los porteros.

—¡Sodomitas! ¡¡¡Vándalos!!! —A pesar de la aparente endeblez, el de la levita logra revolverse entre las manos velludas de los seguratas.

—¡Ah! ¡Permítame a mí! —El metre susurra algo por el comunicador—. Un médico… Sí… Agresivo… ¡No podemos con él!

Por fin lo consiguen reducir. Los dos bigardos se le sientan encima, aun así continúa encorvándose, poniendo los ojos en blanco y salpicando saliva.

—De verdad, no entiendo por qué tanto escándalo. —El metre se sacude la librea y recupera el aliento—. Dese cuenta usted… Qué ordenado lo tenemos todo…

—¡El templo es sagrado! ¡Canallas! ¡Perros sarnosos!

—¡Qué niñerías son ésas! ¿Acaso la santa Iglesia tiene para pagar este local? ¡Fíjese qué mole! Incluso a nosotros nos cuesta llegar a fin de mes, y encima, gente como usted viene para espantar a la última clientela. Las demás catedrales ya han sido derrumbadas, ¡pero nosotros aguantamos!

—Rameras. En el templo… —ruge el hombre.

—Pero ¿por qué andáis con esos remilgos? —irrumpo yo.

Me acerco y me pongo en cuclillas delante de ese psicópata.

—¿Quién tiene la culpa de que el negocio del barbudo se haya arruinado? —le pregunto al de la levita—. Dos mil años traficando con almas y tan campante, pero luego ¡zas! ¡Todo al traste! ¿Quién va a necesitar alma si el cuerpo no se pudre, eh?

—¡Demente! —me grita el demente.

—Aquí tenemos mercado libre. Paga el alquiler el que puede. ¿Dónde está tu Iglesia? ¡En quiebra! Si no te va el negocio, cierra el chiringuito y deja de marear a la gente. Que pongan en tu lugar mataderos o burdeles, ¡da igual! Los burdeles siempre hacen falta. Tú no.

—Esto es un club de hombres privado —me corrige el metre con reproche.

—¡Estás poseído! ¡Poseído! —dice, convulsionando como un poseído.

—¡Pamplinas me estás largando! No quiero tu alma. No quiero tu paraíso. Tu paraíso está pintado con huevo crudo sobre el estuco. ¡Ése es tu paraíso! —Escupo al suelo.

—¡¡¡Arderás en el infierno!!! —Los labios se le cubren de espuma. Epiléptico; lo sabía.

—¡Ese infierno tuyo también es de clara de huevo! —Me río en su cara—. Sólo tú crees en él, ¡idiota! Nadie más. ¿Y sabes por qué?

—Satanás… ¡Eres Satanás! —Se agita con menos fuerza, está agotado.

—¡Porque te estás haciendo viejo! ¿Crees que no se nota? Porque has jodido tu inmortalidad. Porque has dejado preñada a tu hembra. ¡Has pecado! Porque tienes todo el cuerpo agujereado, se te está escapando la vida. Por eso te has acordado del alma. ¡Has venido a batallar! Tenemos otras leyes. Sin dios nos va estupendamente. ¡Tu dios no pinta nada aquí! ¿Te enteras? ¡Que les dé órdenes a los vejestorios! ¡Y yo siempre seré joven!

—Satanás… —Respira con dificultad, se calma.

Por fin llega la ambulancia. Le meten algo debajo de la lengua, lo abrochan a la camilla, le toman el pulso, le escanean el corazón. Tiene la mirada perdida.

—Estaba delirando… —explica el metre a los enfermeros—. Que profanamos el templo y esas cosas. Es al revés, lo que hacemos es proteger el patrimonio cultural… como propietarios responsables.

—Son síntomas raros —dice el jefe de brigada, un mulato de perilla cuidada—. Le hemos dado unos sedantes. Y los del manicomio que se aclaren.

—Será por culpa de la serie…

—Buena murga le ha dado. —Uno de los seguratas me aprieta la mano en cuanto se llevan al fanático—. ¡Vaya psicología!

—¡Vaya psicología! —repito sus palabras con una sonrisa crispada. Estoy temblando.

—Si no me equivoco, usted quería ver a nuestra Virgen María —me recuerda amablemente el metre—. Tenemos una nueva, por cierto.

La madre de Dios sorprende por su aspecto: es una rubia con flequillo recto y sin maquillaje, lleva un sencillo vestido blanco a modo de clámide griega. En los brazos está sujetando un monigote fajado.

Es guapa, pero lo justo. La tetuda y dorada Ester la supera; también la muñeca de Rebeca es una auténtica estrella en comparación con esta pastorcilla bucólica. Pero tiene algo…

—Aquí tiene. Hemos encontrado una solución menos tradicional.

—Me la quedo. Una hora.

—¿Se prefiere quedar aquí o…? En el sótano hay cuartos libres.

Menudo decorado más tonto: el portal navideño. Vale, que sea una pocilga, ya que estamos. ¡Qué más da!

—Me quedo.

El metre susurra algo y desciende un telón rojo, dejándome a solas con la santa Virgen, entre bastidores, cortando por completo el sonido y la luz del resto del planeta. Ella, sin soltar el muñeco, me dirige su mirada escrutadora.

—Quita eso, anda… —Señalo con asco al niño Jesús.

Obedece y esconde el envoltorio entre otros trapos.

—¿Cómo te llamas?

—María.

—Ah, sí —respondo con una sonrisa—. Yo soy José.

—Hola, José. Tenemos una hora, ¿no?

—De momento sí.

—¿Te importa si nos quedamos un rato así sentados? —pide de repente—. Ha sido un día larguísimo. Normalmente no hay nadie, pero hoy no paran, no he tenido tiempo ni para comer. Dicen que ha empezado una serie o algo así, y ahora todos se han acordado… ¿Quieres café?

—No. Pero… Pero tómatelo.

Y ella saca no se sabe de dónde una lata autocalefactable de café con leche, estira las piernas, cierra los ojos y empieza a beber a sorbitos pequeños. Luego se fuma rápidamente un cigarrillo.

Mientras tanto observo el decorado del pesebre: ovejas de peluche tras unas vallas de plástico, una trepadora artificial en las paredes blancas. En una de ellas, un crucifijo coloreado de algún compuesto fundido. Los cretinos de los decoradores se pasaron con las convenciones y no tuvieron en cuenta la cronología.

La sangre pintada rezuma de las heridas de Cristo. Heridas de las que él mismo tuvo la culpa, las que no quiso evitar, ¡automutilador! Se las hizo él mismo con las manos ajenas, para abrumarnos a todos con la deuda. Pagó por anticipado todos los pecados que no hemos cometido aún. Obligó a cientos de generaciones a nacer culpables y a pasar toda la vida devolviéndole con intereses ese préstamo endosado. Gracias.

La Virgen María apaga el cigarrillo y me da las gracias con una sonrisa.

—¿Me desnudo o te desnudo a ti primero?

—A mí no… Desnúdate tú.

María se levanta despacio y, sin apartar de mí la mirada, con la mano derecha hace que el vestido se deslice por el hombro izquierdo, delgado, blanco, sencillo. Después, con la mano izquierda, se quita el paño del hombro derecho, y la clámide se cae a sus pies resbalando por las caderas. Se queda plantada delante de mí, desnuda, tapándose solamente los pezones.

La estoy mirando a ella, pero no puedo dejar de ver aquellos moratones en las muñecas, el pelo trigueño cortado en diagonal, los pómulos altos manchados de maquillaje, el ocaso de sus ojos amarillos. Sacudo la cabeza para desprenderme de sus imágenes, agarradas como carámbanos a mis neuronas y neuritas.

«Libérame —le ruego en silencio a la Virgen María—. Ahuyenta de mí los demonios, pues estoy poseído».

Soy una copa rebosante de brea negra. Me quedo quieto temiendo derramarme. «Quítame la brea que sobra, absórbeme el veneno». Doy un paso hacia ella.

—Dime qué más —pronuncia ella, y todo se derrumba.

Esperaba de María una ayuda profesional; pero ¿qué se puede esperar de una virgen?

—¿Que qué más? ¡La puta aquí eres tú, no yo! ¿Qué te voy a enseñar?

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