Futu.re

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XI. Helen y Beatrice

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Aquí el aire apesta a vejez, a muerte inminente.

Es un olor fuerte, la gente lo siente como los tiburones que perciben una gota de sangre recién caída al agua. La gente lo nota, lo teme y lo intenta camuflar. Basta sólo con ver a un viejo para te atufe hasta los huesos.

No sé a quién se le ocurrió mandar a los carcamales a las reservas.

A nosotros no nos gusta pensar que somos de la misma especie biológica, y a ellos no les gusta pensar que pensamos así. Lo más probable es que empezaran a esconderse ellos mismos. Se sienten más cómodos unos con otros, mirando las arrugas ajenas se ven como en un espejo, no se perciben como una aberración, una anomalía, no se sienten tanatófilos. Se intentan convencer de que son iguales que los demás y que lo han hecho todo correctamente.

Y nosotros simulamos que estos guetos ni siquiera existen.

Por supuesto, los mayores tienen derecho a encontrarse fuera de las reservas, y nadie los va a maltratar o a humillar públicamente sólo porque tienen un aspecto repelente. Pero incluso en una aglomeración a un anciano no se le acerca nadie. Todos huyen de él, y los más intrépidos —tal vez cuyos padres murieron de viejos— le echan limosna a distancia.

Yo, personalmente, pienso que no se les puede prohibir estar en sitios públicos. Al fin y al cabo son ciudadanos de Europa igual que nosotros. Pero si por mí fuera, les obligaría a llevar siempre algún aparato que emitiese ruido como señal de aviso. Para que la gente normal que tiene alergia a la vejez pudiera alejarse y no fastidiarse el día.

Los viejos intentan organizarse aquí una especie de ocio, hacer algo, como si no fueran a morir mañana: tiendas, consultas médicas, bloques dormitorio, salas de cine, sendas con polvorientas plantas artificiales. Pero entre los carteles de reumatólogos, gerontólogos, cardiólogos, oncólogos y odontólogos, siempre aparece algún que otro letrero de agencia funeraria. Nunca he visto a un cardiólogo, el cáncer parece que también fue erradicado hace unos cincuenta años, pero los carcamales siempre tienen problemas con eso; y, por eso, una funeraria fuera de la reserva no la vas a encontrar nunca.

—Parece una ciudad invadida por zombis, ¿eh? —Vic le da a Bernhard un codazo.

Lo parece.

Pero nosotros, no infectados por la vejez, que no nos descomponemos en vida, no les interesamos a los zombis. Estas criaturas están demasiado ocupadas en no desintegrarse en polvo, poco les importan los diez jovenzuelos que andan por ahí. Los viejos andorrean sin rumbo, con los ojos vacíos y las mandíbulas colgando. Descuidados, manchados de comida, despistados por completo. A muchos, durante los últimos años de su vida, les falla la memoria y se les ofusca la razón. Los atienden de cualquier manera, según se pueda: los servicios sociales se componen de los de aquí, los que mejor se han conservado. Los mortales entienden mejor los problemas de los de su clase.

—Mira qué hermosa. —Bernhard señala con el dedo a una anciana canosa y desmelenada, con unos enormes pechos colgando, y le guiña un ojo a Benedikt, el orejudo—: ¡Seguro que en el internado le echarías los trastos!

—¿Por qué no hay niños aquí? —me pregunta el novato rapado—. Pensé que estaban todos juntos… Los padres con los hijos.

—Las familias viven aparte, en otro nivel —explico con apatía; todavía me cae mal—. Aquí sólo están los terminales, todos pasan de ellos. ¿Cómo te llamas?

—¡Qué diablos! —Éste se estremece cuando un demente lleno de babas lo coge de la manga.

¿Por qué este canijo inútil tiene que sustituir a Basil? ¡Si nadie lo puede sustituir! Me aguanto para no encajarle al mocoso una colleja.

Frente a nosotros pasa un electromóvil con luz de emergencia, una cruz de color rojo en un lateral y dos sacos negros en el maletero. Se detiene al detectar a los peatones agolpados. Las viejas empiezan a cacarear, a suspirar y a santiguarse. El chaval al final me dice su nombre, pero esa visión hace que se me taponen los oídos.

Escupo al suelo. Es un auténtico paraíso para los traficantes de almas.

Alex, el que siempre está de los nervios, murmura:

—No sé por qué pensaba que los diez años se les pasaban volando…

Diez años es lo que oficialmente les queda por vivir después de nuestra inyección. Pero es una cifra aproximada. A unos el acelerador de la vejez los destruye antes, otros se resisten un poco más. Pero el resultado siempre es el mismo: decrepitud prematura, demencia, incontinencia, olvido y muerte.

La sociedad no se puede permitir que el que ha hecho la elección envejezca de forma natural; además, si simplemente se le priva de la inmortalidad, en unas cuantas décadas fabricará tantos bastardos que todo nuestro trabajo se irá al garete. Por eso lo que inyectamos es el virus especial para acelerar el envejecimiento. Éste produce infertilidad y en pocos años borra todos los telómeros del ADN. La vejez devora al infractor de una manera rápida, terrible e ilustrativa: una buena lección para los demás.

El nivel cuatrocientos once tiene aspecto de un barrio artificial destinado al rodaje de una película sobre una pequeña ciudad idílica que jamás existió. Pero los edificios de colores hace tiempo que palidecieron y rozan con los tejados un techo gris; en vez de lapislázuli y nubecillas hay una maraña de tuberías y mangas de extracción. A lo mejor, hace mucho tiempo, esta reserva fue pensada como un geriátrico de aspecto relativamente ameno, donde los hijos podían traer a sus padres sin sentir después remordimientos de conciencia. Pero llegó el momento en el que los fundadores de este pueblecito acogedor dejaron de cuidar la imagen, puesto que los padres no tenían más opciones que venir aquí. Y tampoco duraban en este lugar tanto como para preocuparse por hacer una reforma.

Qué divertido: un joven fresco y elegante con traje caro, que parece haber acabado aquí por pura casualidad, trata de descolgarse de la manga a una mujer de pelo blanco y ojos hundidos.

—Vienes tan poco —se queja ella—, ¡vamos y te presento a mis amiguitas!

El chico, cortado, mira a su alrededor; al parecer se arrepiente de haber flaqueado. Le dice a su madre un par de bobadas y acaba huyendo de la planta. ¿Y para qué ha venido? Los trajo y ya se acabó. ¡No hace falta sufrir diez años más!

Ya no volvemos a encontrar idiotas como él.

Seguimos las indicaciones del comunicador y entramos en uno de los edificios coloreados.

Estamos en un pasillo largo de techos bajos y con una pequeña bombilla al fondo. La ventilación apenas funciona: el flujo de aire a través de las rejillas de los extractores es como la respiración de un enfermo de neumonía moribundo, igual de débil, caliente y nauseabundo. Hace un bochorno infernal. En la penumbra, a lo largo del pasadizo, están sentadas en sillones andrajosos sombras de personas, que paran de agitar sus abanicos de plástico sólo para, de vez en cuando, echarse la mano al corazón. Están flotando en charcos de sudor ácido y no pueden salir a la orilla para ver lo que pasa a su alrededor, así que nuestra marcha pasa desapercibida.

De pronto, se oye un susurro:

—¿Quiénes son? ¿Los ves, Giacomo? ¿Quién viene?

Luego suena otra voz, con retraso, como si estos dos no estuviesen en la misma habitación, sino en dos continentes diferentes y se comunicasen por un cable que pasa por el fondo del océano; una técnica que hace quinientos años que no se utiliza.

—¿Eh? ¿Dónde? ¿Dónde?

—Por ahí vienen… ¡Míralos, Giacomo! No son unos viejos como nosotros… Son gente joven.

—No son gente, Manuela. No son gente, sino ángeles de la muerte que han venido a por ti.

—¡Viejo cretino! Son personas, son hombres jóvenes.

—¡Cállate, bruja! Cállate o te van a oír y te llevarán con ellos…

—Éste no es su sitio, Giacomo. ¿Qué hacen aquí?

—¡Yo también los veo, Giacomo! ¡No son ángeles!

—¡Os estoy diciendo que veo la luz! ¡Brillan en la oscuridad!

—¡Es por culpa de tu leucoma, imbécil! Son gente normal. ¿Adónde irán?

—¿Tú también los ves, Richard? No es su sitio, no deben estar entre nosotros, ¿verdad?

—¿Y si buscan a Beatrice? ¿Si los han enviado por Beatrice?

—¡Tenemos que avisarla! Tenemos que…

—Pero estamos guardando la puerta… Que no se os olvide… ¡Tenemos que avisar!

—¿Avisar a quién? ¿Qué dices?

—¡No le hagas caso y llama!

—¡Hola!… ¿Beatrice? ¿Dónde está Beatrice?

—¿Quién es Beatrice? —suena la voz de Ele justo al lado de mi oído, despertándome del sueño ajeno—. Espero que no sea ella a quien buscamos.

—¡Vic, Ele, haced que se callen! —le grito en respuesta.

—¡Sí, señor!

—Beatrice… Vienen a buscarte… —logra susurrar alguien; después se oyen estruendos y quejidos. No veo nada. No tengo tiempo para verlo.

—¡A paso de carga! ¡Rápido, joder! ¡La han llamado! ¡Encontradla!

Se encienden unas linternas de mil candelas cada una, sus rayos arrancan de la oscuridad montones de trapos animados que se remueven de ira y sisean con impotencia.

—¡¡¡A paso de carga!!! —retransmite mi orden Ele, mi mano derecha.

Retumban las pisadas de nuestras botas en las baldosas. Estamos unidos por una misión, de nuevo somos uno. No somos personas, sino una arma de asalto, un ariete… y yo, su punta de acero.

Arrancamos las puertas que nos cortan el paso, volcamos sillas de ruedas ocupadas por futuros cadáveres, o ya cadáveres, y por delante de nosotros corre en cadena un susurro medroso, interrumpiéndose en aquellos eslabones que están carcomidos por el óxido de párkinson o alzhéimer.

Y por fin llegamos a nuestra meta, la puñetera fábrica de adornos de Navidad.

Encima de la entrada parpadea un

banner que dice: «Aquella Navidad de siempre». En el dibujo, ancianos, jóvenes y niños se abrazan en un sofá; detrás, un abeto lleno de espumillón y bolas brillantes. Una gilipollez antinatural; estoy seguro de que los propagandistas del Partido de la Vida intentan adaptar nuestra temporada de rebajas más importante a sus mezquinas necesidades.

Las puertas ni siquiera están cerradas.

En el interior de los talleres trajinan figuras desgarbadas, simulando trabajar. Se oyen borboteos, se arrastra hacia la nada una cinta transportadora, entre ufes y ayes unos morloks tristes y desnutridos andan de aquí para allá con cajas llenas de género inservible.

—¡¿Dónde está?!

Todos en el taller se quedan quietos, como si mis palabras les provocaran un ictus.

—¡¿Dónde está Beatrice?!

—Beatrice… Beatrice… Beatrice… —bisbisean en los rincones.

—¿Quién? —me pregunta una voz chillona.

—¡Todos con las manos en la pared! —ordena Ele.

—¡Cuidadito por aquí! ¿Me oyen o no? —chirría un gnomo con la calva llena de manchas de pigmentación, al salir de una montaña de cajas—. Esto es una fábrica única y especial, por si no lo saben. Son adornos de vidrio auténtico, sí. Nada que ver con su compuesto cochino. Y el vidrio es idéntico al de hace setecientos años. Así que lleven cuidado, no corran…

Con gesto nervioso miro a mi alrededor: ¿no será una trampa? ¿Habremos tenido suerte de llegar aquí antes que los combatientes del Partido de la Vida? Me acuerdo de sus jetas remendadas; luchar contra ellos sería mucho más duro que apalear a unos vejestorios inoportunos. ¿Les digo a los míos qué peligro corren aquí? ¿O no estoy autorizado?

—¡Eh, eh! —Bernhard intercepta al gnomo agarrándolo de la barba—. Gracias por avisar. Ahora lo destrozaremos todo, si no te…

De pronto se oye un estampido…

—¡Aquí! —grita Víctor triunfal—. ¡Venid aquí!

Tras una cortina de tallarines de plástico transparente se abre una sala grande. También hay una puerta, pesada y hermética, pero está reumáticamente atascada. Los que se escondían al otro lado, sin lograr cerrarla, simplemente se han quedado agazapados con la esperanza de que no los encontremos. Pero siempre encontramos a todo el mundo.

—¡Caretas! —ordeno—. ¡Olvida la muerte!

—¡Olvida la muerte! —retumban a coro los nueve gaznates.

Y en la sala sí que entramos volando, como los ángeles por los que antes nos tomó el viejo Giacomo al vernos a través de las cataratas.

—¡Luz!

Dentro hay mesas, autoclaves, impresoras moleculares, procesadores, carcasas de ordenadores, estanterías con matraces sellados, probetas; y todo es vetusto, mugriento, antiguo. En el rincón del fondo, un cubo transparente con puerta. Es una cámara hermética para ensayar con virus peligrosos.

Y en medio de todo este museo están sus conservadores, una tríada espeluznante y patética a la vez.

En una silla de ruedas, envuelto en catéteres como capilares extirpados, está sentado un viejo moribundo; tiene las piernas atrofiadas, sus manos cuelgan como fustas, la cabeza, enorme y con pequeños pámpanos plateados alrededor de la calva, se apoya por un lado sobre una almohada. Tiene los ojos entrecerrados; los párpados le pesan demasiado para mantenerlos abiertos.

Al lado de él, un anciano jorobado se apoya en un bastón; lleva el pelo teñido de rubio intenso y la cara afeitada. Tiene un aspecto limpio e incluso presumido, pero le tiemblan las rodillas y también la mano con la que sujeta el cayado.

Delante de ellos, con un gesto protector, se yergue una anciana alta, con las manos en los bolsillos de su bata de trabajo. Sus ojos rasgados están maquillados; las sienes, rapadas; las blancas crines, peinadas hacia atrás.

Es toda la retaguardia. No están los hombres de abrigos anchos, cuyas caras expresan menos vida que nuestras caretas. No está Rocamora ni sus secuaces. Sólo estos tres, una presa fácil.

Los Inmortales ya los están rodeando.

—¿Beatrice Fukuyama 1 E? —pregunto a la de los ojos rasgados, sabiendo la respuesta de antemano.

—¡Fuera de aquí! —responde ella—. ¡Lárguense!

—Usted se vendrá con nosotros. Estos dos… ¿son sus colegas?

—¡No irá a ninguna parte! —se mete el vejete teñido—. ¡No la toquen!

—Nos los llevamos también —digo—. ¡Destrozadlo todo!

Doy ejemplo: tiro de la mesa una impresora tridimensional, de una patada la parto por la mitad.

Saco de la mochila diez aerosoles con pintura. Sólo hace falta acercarle un mechero a uno de éstos para convertirlo en un pequeño lanzallamas.

—¡¿Qué están haciendo?! —chilla histéricamente el viejo del cayado.

—¡Quemadlo todo! —Chasco el mechero.

Y el chorro de tinta negra se convierte en una llamarada naranja. Magia.

—¡Cómo se atreve! —aúlla el vejestorio teñido cuando Víctor arroja contra la pared una torre de ordenador.

—¿Por qué? ¡¿Por qué hacen eso?! ¡Bárbaros! ¡Bellacos! —grita con voz quebrada.

Daniel le tapa la boca. Los demás cogen sus pulverizadores.

—¡Romped las probetas! —ordeno.

—¡Escuchad, cretinos! —se oye la tajante voz de la anciana.

Pero la ignoramos todos.

—¡Están llenas de virus! ¡Unos virus mortales! —Esta vez logra retener nuestra atención—. ¡En estos contenedores! ¡No los toquéis! ¡O moriremos todos! ¡Todos!

—¡Romped las jodidas probetas…! —repito.

—¡Esperad! —me interrumpe la careta con voz de Ele—. ¡Aguanta! ¿Qué virus son ésos?

—¡La gripe de Shanghái! ¡La gripe de Shanghái modificada! Si entra en el aire, moriréis dentro de media hora. —La vieja tiene la mirada clavada en Ele, sin parpadear.

—¿Qué laboratorio es éste? —Se vuelve hacia mí—. ¡¿Eh?!

—¡Ya lo he dicho! —contesta por mí Beatrice Fukuyama—. ¡Nos dedicamos a las infecciones mortales!

—¡Está mintiendo! No le hagas ni puñetero…

—¡Intentadlo! ¡Venga, adelante!

La sección está paralizada. A través de las ranuras, ocho pares de ojos medrosos y desconfiados, como sellados con brea negra, me miran, miran a Ele, miran a la vieja demente.

—Es el virus de Shanghái, cepa «Xi-o» y «Xi-f» —ataja Beatrice—. Cuarenta y dos de fiebre, edema pulmonar, parada cardiaca. En media hora. De momento no existe ningún medicamento contra eso.

—¿Es verdad, Setecientos diecisiete? —pregunta la careta con voz de Alex.

—¡No!

—¿Cómo lo sabe? —Beatrice da un paso hacia mí—. ¿Qué le han dicho los que lo mandan aquí?

—¡No es asunto tuyo, tarasca!

No sé por qué saco el táser y lo dirijo hacia ella. A Beatrice le saco una cabeza y muchos kilos, pero ella avanza hacia mí con seguridad; entonces abro un poco más las piernas para que no me arrolle.

—¿Cómo te atreves a hablarle así? —El teñido quiere parecer severo y decidido, pero su voz alta y chillona lo estropea todo.

—¡Pero es asunto nuestro! —se entromete Ele—. ¿Dónde estamos, Yan?

—Cállate —le aviso yo.

—Se acabó, chicos —ordena—. Hasta que reciba personalmente la confirmación de esta misión…

—¡No hay ninguna gripe! —berreo yo—. ¡Han encontrado un antídoto contra el acelerador!

—Desvaríos —refuta la anciana con calma—. Sabe perfectamente que en estas condiciones es imposible. Deme su…

Bzz…

Beatrice se cae al suelo y convulsiona.

—¡No! ¡No! —El decrépito dandi cojea hacia ella, abre los dedos, separa los brazos—. ¡No, no, no! Querida, ellos…

—¿Que-ri-da? —se descojona la voz de Bernhard—. ¡Adónde vas, carroza!

—¡Empaquétala! —ordeno.

Pero nadie me hace caso. Todos miran a Ele con la boca abierta.

La cortina de tallarines se levanta y entra aquel gnomo pesado de calva con manchas, que nos ha intentado sermonear acerca de los adornos de cristal.

—¿Estás bien, Beatrice? —dice con voz chirriante—. ¡Estamos aquí! Si pasa algo… ¡¿Beatrice?!

—¡Reducidlo!

—¡La han matado! ¡Han matado a Beatrice! —aúlla el calvo.

Tras el telón de goma se mecen lánguidamente unas sombras: rebelión en el cementerio. Primero aparecen unos dedos maltratados por la gota, después unas rodillas temblorosas, se oye a alguien arrastrar los pies, se traslucen las venas azuladas, las barbillas descolgadas tiritan… Beatrice Fukuyama no podría tener defensores más patéticos e inútiles.

Pero mis subalternos, embelesados por la argucia de la vieja arpía, se han convertido en rocas de sal. Tengo que deshacer el hechizo.

Entonces, llego de un salto a las estanterías con los matraces y los tiro todos al suelo. Se vuelcan uno tras otro como fichas de dominó, caen y explotan esparciendo esquirlas de cristal, parecidos a bloques de hielo arrojados contra las piedras.

—No lo haga… No lo haga… —El novio de la bruja, el del pelo teñido, desencaja los ojos y agita la cabeza—. Le ruego…

—¡Os he dicho que no es peligroso! —ladro, intentando animar a los míos—. ¡Destrozadlo todo! ¡¡¡Rápido!!!

El vejete se pone a desabrocharse los botones de la camisa, luego para, se echa la mano al corazón, muge algo y se viene al suelo.

—¿Qué es lo que acaban de romper? —le pregunta el gnomo—. ¡¿Qué es, Edward?! ¡Edward se encuentra mal!

Ele se queda mirando los recipientes rotos y el líquido transparente derramado. Los demás están pendientes de su reacción; demasiado tiempo estuvo a la cabeza de la sección.

—Vic. Víctor. ¡Doscientos veinte! Vas a ser mi mano derecha. Ele, quedas destituido.

—¡Eres un cabrón! —responde—. ¿Cómo puede ser que uno haga su trabajo a conciencia, arriesgue su vida, se entregue por completo y que luego lo echen; y a otro, que se dedica a hacer gilipolleces, lo hagan jefe de sección? ¿Eh? ¡Tú no eres el jefe! ¿Te enteras?

—¡Acabarás ante el tribunal, comemierda! —le espeto.

Al oírme, Ele queda aturdido. Los demás ni se mueven. Recorro con la mirada las cuencas vacías de las caretas. ¡¿Dónde estáis todos?!

«¡Venga, Doscientos veinte! Vamos. ¡Ambos estamos hechos del mismo fango! ¡Tú me modelaste, y yo a ti!», le dirijo mis alaridos silenciosos. Y el Doscientos veinte me oye.

Uno de los Apolos me saluda. Lo hace despacio, con cierta inseguridad.

Luego vuelca al suelo un armario entero con probetas; no son de vidrio, y las empieza a pisar con las botas. Los demás también se ponen en movimiento, como si se acabaran de despertar. Acaban destrozadas las impresoras, los ordenadores, los matraces y los contenedores.

Todos los decrépitos trabajadores del taller de juguetes quieren entrar, no les da miedo contagiarse la gripe de Shanghái, pero eso no significa que Beatrice me haya mentido. La vejez es una enfermedad mucho más desagradable. ¿No estarán buscando el alivio?

—¡Beatrice! ¡Beatrice! ¡Han venido a por ella!

—¡Fuera! ¡Sacadlos de aquí! ¡Y a trabajar!

Por fin empieza la destrucción. A los cadáveres andantes los reducen con los táseres, los cogen de las piernas y los arrastran por el suelo; sus cabezas se agitan y se golpean contra los objetos. Los amontonan al otro lado de la puerta. No sé cómo sus corazones aguantan las descargas; si nuestros corazones son de goma, los suyos son de trapo y se pueden romper. Pero lo hecho, hecho está.

El viejo teñido sacude las piernas y queda inmóvil en el suelo. Me inclino sobre él y compruebo que ha dejado de respirar. Le cojo la muñeca con la esperanza de encontrar bajo su piel de tortuga, hundida en la carne fría, alguna venita pulsando. Le azoto las mejillas, pero no hay nada que hacer, está muerto. Se va poniendo azul. Se le habrá parado el corazón. ¿Qué hacemos ahora? ¡No tendría que haber muerto!

—¡Levántate! ¡Levanta, carcamal!

Ya es un cadáver, y yo soy muy malo resucitando a la gente. Fred, el del saco de colorines, intentó demostrármelo, pero todavía me niego a creerlo.

—¡Cabrón! ¡La ha palmado!

Entre todo este follón, Beatrice vuelve en sí y se incorpora sobre el suelo, parpadea y empieza a gatear. ¡Vieja testaruda! Gatea entre las caretas desenfrenadas, pasa frente al hombre vegetal, envuelto en catéteres a modo de hiedras e indiferente a todo lo que ocurre. ¿Adónde irá? Pero ahora no tengo tiempo para dedicarme a ella. Además, dudo que se vaya lejos después de la descarga eléctrica.

Y mientras estamos haciendo trizas todos sus trastos, ella llega a la cámara transparente al fondo de la habitación, se mete allí, susurra algo y la entrada del cubo queda bloqueada. La vieja va volviendo en sí, nos observa desde el interior, nos mira, nos sigue mirando… Sin gritos ni sollozos. Está petrificada.

Víctor enciende su lanzallamas, quema con él la maquinaria demolida. Los demás, borrachos de adrenalina, lo imitan.

—¡Salga de ahí! —Golpeo el cristal de la pecera en la que se esconde Beatrice Fukuyama.

Me dice que no con la cabeza.

—¡Se va a quemar viva!

—¿Qué le ha pasado a Edward? —Ella intenta perforarme con la mirada y enfocarla en el gafotas azulado.

Oigo su voz perfectamente; dentro debe de haber un sistema de megafonía.

—No lo sé. Salga, alguien tiene que auscultarlo.

—Me miente. Ha muerto.

La necesito viva. Beatrice Fukuyama 1 E, la cabecilla del grupo organizado, premio Nobel y criminal; la necesito con vida. Es la mitad de la misión. Se trata de una operación totalmente correcta y justificada, no lo dudo en absoluto.

—Voy a esperar. Aguardaré media hora a que el virus haga efecto.

—Estamos en paz —le contesto—. Una mentira por otra. No había ninguna gripe en las probetas, ¿verdad?

Beatrice no me responde. El fuego va trepando por la montaña de escombros, la envuelve poco a poco con la intención de engullirla. A mí no me da miedo, éste es un fuego que purifica.

—¡Vámonos! —Víctor me da una palmada en el hombro—. ¡Hemos desconectado la alarma de incendios, tenemos que largarnos!

Al lado de él se planta el chaval delgaducho, ese sucedáneo cochino de mi Basil.

—No puedo. Tengo la orden de capturarla con vida.

—¡Salgamos! —insiste—. Ya se han prendido los adornos de Navidad… ¡Se quemará todo el barrio!

Beatrice se da la vuelta y se sienta en el suelo, como si todo lo que está pasando no le importara.

—Marchaos —ordeno—. Sacad al minusválido y marchaos. Tú asumes el mando, Vic. Yo saco a ésta y me uno más tarde. Tiene que haber alguna forma de abrir este cacharro.

—¡Déjala aquí! —Víctor se sube la capucha y tose.

—Lo he dicho todo. ¡Venga!

—¿Te has vuelto loco, Setecientos diecisiete? He venido aquí arriesgando mi vida para que tú… —Víctor se da la vuelta y se va.

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