Futu.re

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XI. Helen y Beatrice

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Todo está envuelto en llamas: los muebles, las máquinas, las plantas artificiales. Un humo corrosivo me empieza a cegar.

—¡Ya saldré! ¡Saldré! —grito a los demás—. ¡Vosotros marchaos! ¡Rápido! ¡Es una orden!

Salen reculando despacio. Se llevan el cuerpo del viejo presumido de las gafas, sacan la silla de ruedas con el paralítico, más muerto que vivo.

Sólo el chaval con pinta de gamberro se queda parado en medio de la habitación mirándome fijamente. Parece sordo.

—¡Hala, tú también! —Lo empujo en el hombro.

—No puedo dejarlo. ¡No se puede abandonar al jefe de sección! —Le da un ataque de tos, pero sigue clavado en el maldito suelo.

—¡¡¡Venga!!! —Lo empujo con más fuerza—. ¡Pírate de aquí!

Me dice que no con la cabeza, entonces le asesto un golpe en su pómulo blanco. Le pego y pienso: no debería odiarlo. Los que me conocen desde hace veinte años ya se han largado, pero éste sigue aquí.

Al levantarse del suelo, balbuce algo, pero le doy una patada en el culo huesudo y por fin se marcha a rastras.

Que viva. No tiene la culpa de que lo pusieran en el lugar de Basil. La culpa fue mía.

Beatrice y yo nos quedamos a solas.

—No tiene nada que temer. Sólo la quiero llevar al ministerio. ¿Me oye? ¡No tiene nada que temer!

Hace como que no me oye.

—Le juro que su vida no corre peligro. Tengo una orden, debo sacarla de aquí…

Le importan un bledo mis órdenes. Sigue de espaldas hacia mí y ni se inmuta. El compuesto al arder suelta humo ácido de color gris, me cuesta respirar, me pica la garganta y la cabeza me da vueltas.

—Por favor —pido—. Lo que está haciendo no tiene sentido. ¡No me voy! ¡No la dejaré aquí!

No paro de tragar y escupir el humo grisáceo. Me mareo, los ataques de tos me obligan a detenerme.

En el umbral aparece una silueta. Me habrán venido a buscar… ¿Vic? Me vuelvo, pero la silueta es muy borrosa, la tapa el humo. Estoy desorientado. Se me trastorna la conciencia. Regreso con la anciana. Doy unas palmadas en el cristal; ella se vuelve.

—¿Piensas escapar de aquí? Crees que te puedes esconder de nosotros, ¿eh? ¿Qué vas a hacer? ¿Traficar con esa porquería? Sé por qué te has metido en este maldito agujero. ¡Para estar más cerca de tu clientela! Los inyectados. ¿Planeabas abrir aquí una tiendecilla y vender el antídoto ilegal a esos cadáveres ambulantes? ¿Eh? ¡Y al mundo que le den!

Dentro de la pecera de Beatrice el aire parece limpio y transparente. ¡Qué diablos!

Recojo del suelo la pata de una mesa —pesada y puntiaguda— y con todas mis fuerzas aporreo con ella la pared sintética. El material traslúcido amortigua el impacto, tan sólo se agita ligeramente. Entiendo que es irrompible, pero continúo dándole golpe tras golpe.

—Sé que me estás oyendo. ¡Lo sé! ¿No dices nada? ¡Pues sigue así, bruja! Os pillaremos pase lo que pase. No os dejaremos destruir Europa. ¿Te enteras? ¿Quieres forrarte mientras nosotros nos morimos de hambre? Por vuestra culpa volveremos a las cavernas. Pero da igual… ¡Os cogeremos a todos! ¡Mercachifles de mierda!

Detrás de mí explota algo, me envuelve en una nube de calor, quiere derrumbarme, pero no cedo y me mantengo de pie.

Me apetece enroscarme en el suelo, la tos me provoca arcadas.

De pronto el techo hace una cabriola impensable: de un salto se pone justo delante de mis ojos, donde antes tenía la pared transparente con Beatrice al otro lado. Intento levantarme, pero se me nubla la vista, los brazos dejan de obedecerme y…

—¿Piensas que soy un flojo? ¿Crees que no aguantaré y me iré? Antes la palmo. ¡La palmo, pero no te dejo escapar! —musito yo.

Es verdad que no me puedo ir. ¿Dónde estarán? ¿Dónde está mi decena, mis compañeros, mis pies, mis manos, mis ojos y mis oídos? ¿Por qué no vienen a buscarme? ¿Por qué no me quieren sacar de aquí a la fuerza? ¡¿Acaso no entienden que no puedo abandonar mi puesto voluntariamente?! ¿Dónde está Vic? ¿Y Daniel? ¿Y Ele?

Con el rabillo del ojo, a través de las lágrimas picantes y la humareda tóxica veo el contorno de una persona que entra en este infierno humeante, luego a otro.

—¡Vic! —digo con voz ronca—. ¡Ele!

Pero no… Ninguna careta. Están encorvados y se mueven tan despacio que parece que llevan encima unas lápidas de granito. Son ancianos, esos insectos tercos y descerebrados, que vienen a sacar de las llamas a su abeja reina, a Beatrice.

Me fijo y veo que son jorobados y no tienen cabeza. Caminan a tientas porque son ciegos. Entonces entiendo que son los auténticos ángeles de la muerte y no unos impostores como nosotros.

Vienen a buscarme.

Me muero.

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