Futu.re

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XII. Beatrice y Helen

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Busco el canal benéfico que se dedica a exprimir de la gente lágrimas y dinero, contando la vida en las reservas. Sale un hospicio más o menos decente: aquí los niños juegan en un prado junto a sus padres en avanzado estado de composición, imitando la felicidad familiar como si a nadie le tocara morir dentro de un par de años.

Termino el quinto vaso.

«Sin la ayuda de Generación apenas podríamos aguantar —confiesa un anciano de aspecto agradable, abrazando a su hija pequeña—. Pero gracias a ustedes, podemos llevar una vida completa. Igual que ustedes…».

En esto, los violinistas que tocan de fondo sacan una nota especial, que te pone la piel de gallina. Es un truco ya conocido: un espectador no preparado puede pensar que es el discurso del viejo que lo ha conmocionado.

«La Fundación Generación cuida a tres millones de ancianos en toda Europa —concluye un barítono aterciopelado, mientras en la pantalla gira el logotipo de la susodicha fundación—. Colabore con nosotros para ayudar a esta gente a vivir dignamente…».

—Y una mierda —contesto, atragantándome con el agua.

En el Medievo existía una tortura que consistía en clavarle a la persona un embudo de cuero en la boca y verter agua en él hasta que el estómago explotara. Me vendría bien un embudo de ésos.

Este canal no es más que una leprosería, igual que todas las reservas de viejos; los demás emiten los anuncios sociales sobre la «Elección del débil», donde el primer plano desgrana los dientes podridos y cabellos ralos de unas viejas sumidas en el marasmo.

Dan ganas de vomitar, pero ésa es su función. Europa no necesita ancianos. Hay que mantenerlos, curarlos, alimentarlos; no producen nada más que mierda y adornos de Navidad, pero consumen aire, agua y espacio. El racionamiento ya no es cuestión de mayor provecho, sino de mera supervivencia. Europa está al borde del colapso, no se le pueden apretar más las tuercas.

Pero envejecer y morir es derecho constitucional de todos, igual de inalienable que el permanecer siempre joven. Lo único que podemos hacer es convencer a las personas de que no envejezcan. Y lo hacemos como podemos.

Los que eligen procrear como animales eligen su propio destino. La evolución avanza, y los que no saben cambiar se extinguen. El desarrollo tampoco espera a los que no quieren cambiar sus principios.

—La culpa es vuestra —musito y bebo otro trago—; que os den, pues.

Miro el reloj: queda un minuto para la conferencia de Bering. En la pantalla de mi comunicador todavía parpadea el mensaje de Schreyer: «Canal Cien, siete de la tarde. Te divertirás».

Cambio al Canal Cien.

Paul Bering, el ministro del Interior y miembro del Consejo General del Partido de la Inmortalidad, sale a una pequeña tribuna y saluda protocolariamente a los reporteros conocidos. Detrás de él, las estrellas europeas sobre el fondo azul; en la tribuna, el escudo del ministerio con el lema «Todo por la sociedad»; en la solapa, un pin con la cabeza de Apolo. El mandatario es un joven alegre, de pelo castaño y facciones aniñadas. Se parece más a un estudiante de algún liceo de élite panamericano. Así es como tiene que ser la persona responsable de la seguridad de una Utopía mágica, donde la mayor amenaza para los ciudadanos es el mal tiempo. Bering está ligeramente despeinado, descaradamente bronceado y sonríe con timidez, aunque con esos dientes podría sonreír veinticuatro horas al día. Carvalho quiere a Bering. La cámara lo quiere. Todos lo quieren. Yo lo quiero.

«Gracias por venir —dice Bering—. Es un asunto realmente importante. Hoy hemos desmantelado un grupo criminal que ha conseguido sintetizar un genérico para la muerte, la vacuna de la juventud eterna».

El cuerpo periodístico se agita y ulula. Bering hace una pausa y esboza un gesto serio para convencer a los presentes, dejándoles enviar desde sus comunicadores la noticia urgente. Subo el volumen y aparto el vaso medio vacío.

«Ha ocurrido lo que nosotros temíamos y para lo que nos estábamos preparando. Damas y caballeros, hoy hemos logrado prevenir una verdadera catástrofe».

El ministro Bering, acalorado, también se sirve un vaso de agua y calma la sed. La prensa aplaude.

«Sí, han oído bien: catástrofe de magnitud mundial. La banda planeaba exportar el genérico a Panamérica, donde se distribuiría a través de las redes ilegales. Los medios recaudados se iban a destinar a la financiación del Partido de la Vida».

Toma ya.

«¡Necesitamos pruebas!», exige un reportero con un claro acento panamericano.

«Por supuesto —asiente Bering—. Pongan la imagen, por favor».

En la pantalla aparece Beatrice Fukuyama.

Tiene mejor pinta que cuando la metía en la turbonave de la Policía. Está peinada, lavada, maquillada. Ningún rastro de palizas o torturas… Puesto que en la Utopía no utilizan esos métodos.

«Es Beatrice Fukuyama 1 E, científica microbióloga, premio Nobel de Fisiología y Medicina de 2418 —presenta Bering—. Buenas tardes, Beatrice».

«Buenas tardes», saluda ella con dignidad.

«Estimados colegas, Beatrice Fukuyama está a su disposición». Bering hace un gesto de invitación.

Me acerco más a la pantalla, miro con atención y desconfianza. Los periodistas se abalanzan sobre mi Beatrice como si les hubieran ofrecido lapidarla en la plaza del mercado de algún pueblecito galileo.

Pero aguanta bien la avalancha y, sin perder la paciencia, lo explica todo: «Sí lo he creado. No, no sé nada de la distribución. La tendrían que organizar los activistas del Partido de la Vida, ni se les ocurra llamarlos terroristas, sólo intentan salvarnos. No, no diré nombres. No, no me arrepiento de nada».

Tiene los labios secos, pero no para de sonreír. La mujer mira a la cámara con determinación, la voz no le tiembla ni una sola vez. Tampoco intenta dar a entender, ni con un gesto siquiera, que está secuestrada o que haya que desconfiar de todo lo que está diciendo.

Cuando el interrogatorio termina, Bering alza un dedo.

«Otro detalle. La operación de hoy ha sido realizada por una sección de Inmortales. Había que actuar con rapidez, alguien había avisado a los criminales, éstos habían destruido su laboratorio y estaban a punto de huir. La policía no habría llegado a tiempo. Afortunadamente, una decena de la Falange se encontraba cerca».

«Señor ministro —salta alguien de la multitud—. El presidente de Panamérica, Ted Méndez, es conocido por sus críticas al Partido de la Inmortalidad, sobre todo a sus unidades de asalto. ¿Cree usted que esta operación les ayudará a mejorar las relaciones?».

Bering se encoge de hombros.

«¿Unidades de asalto? ¿No es algo de la historia del siglo XX? No sé de qué me habla usted. Tengo muy buena relación profesional con el señor Méndez. Eso es todo, colegas. ¡Gracias!».

Se baja el telón.

El comunicador pita: es un mensaje de Schreyer.

«¿Qué tal?».

La boca se me llena de sal; me he mordido el labio.

No es Beatrice, es un pelele. No la creo capaz de decir esas cosas. No creo que pueda sonreír. Lo que acaba de decir la Beatrice-pelele no puede ser verdad, porque todo lo que me dijo en la cámara de cristal la Beatrice auténtica no puede ser mentira.

«Qué más da cómo lo han conseguido», pienso yo para tranquilizarme. Mi verdad no es más dulce que esa mentira empalagosa con la que acaban de llenar las bocas abiertas a todo el mundo. Beatrice es más peligrosa de lo que la han pintado. Si no lo es para Panamérica, lo es para Europa. Y sobre todo para el Partido de la Inmortalidad.

«Lo hiciste todo bien», me digo a mí mismo. ¡Todo bien!

«Frenaste a unos dementes que querían destrozarte la vida y la de otros ciento veinte mil millones de personas. Defendiste la ley y libraste de sospechas a la Falange. Con una misión pagaste otra misión fallida y limpiaste tu reputación. Conseguiste un ascenso y recuperaste la confianza de tus superiores».

Todo correcto. Pero ¿por qué Beatrice Fukuyama —limpia y sonriente— me parece más horrible que aquella bruja que me embistió descubriendo ante mí su vejez? ¿Por qué las palabras que oí entonces me parecen más importantes que todo lo que acabamos de escuchar ahora?

«¿Qué tal?».

Me siento como un preservativo usado, señor senador. Me alegro de haberle sido útil. Gracias por escoger nuestra marca.

Soy bueno. Soy buen chico. Recuerdo cómo huele una persona recién quemada.

Pero ese olor no le quita la razón a Schreyer. Escogió un buen papel para mí y me lo explicó todo, para que me fuera más fácil representarlo. Perdió su tiempo en vez de ordenármelo sin más; a mí o a cualquier otro.

Estoy viendo su mensaje y no sé qué contestarle. Por fin escribo: «¿Por qué yo?». Erich Schreyer reacciona enseguida: «Qué pregunta más tonta. Yo me pregunto: ¿quién si no?».

Un minuto más tarde llega otro mensaje: «Puedes descansar, Yan. ¡Te lo mereces!».

Y aquí estoy, sentado enfrente de su preciosa mujer en el café Terra. Estamos en medio de una sabana, envueltos en una tarde que jamás se hará noche; a los clientes les gusta el ocaso africano, ya que la oscuridad la pueden ver en cualquier otro lado. Por eso las jirafas —dos adultos y su cría tambaleante— van a dar vueltas sin parar, estarán despiertas eternamente. Pero les da igual, claro, porque hace mucho que están muertas.

—¡Mira qué bonito es! —pía a mi lado una muchacha, mostrando a su novio la cría.

—¿Adónde va? —le pregunto a Helen Schreyer.

Ya se ha levantado y está a punto de marcharse, pero yo no tengo prisa.

—¿Y mi marido qué? —Helen aprieta los labios; en sus gafas de aviador sólo veo mi reflejo.

—Su marido tenía razón en todo. —Bebo de un trago mi vaso de Ídolo de oro, y no siento nada.

—Él es una bellísima persona. Tengo que irme. ¿Me acompaña?

—Pero… ¿no va a terminar el vaso de agua?

—¿Quiere que pague yo? Entiendo que el sitio no es de los baratos… pero no quiero sufrir sólo porque le da pena que deje sin acabar un vaso de agua del grifo.

«Beatrice ya ha pagado por usted», me apetece decirle. No todos aparentamos veinte años. ¿Dice que no tiene miedo a la vejez? Conozco a una persona, Helen, que le cambiaría el sitio: su coqueto hastío de la vida por las greñas blancas, manchas de pigmentación y pechos flácidos. ¿Está preparada?

Miro su vaso: está medio vacío.

Es agua corriente que sale del grifo de cada casa. Dos átomos de hidrógeno, uno de oxígeno, algunos excipientes espontáneos y una buena dosis de retrovirus, que, al entrar en el cuerpo humano, día y noche modifica su genoma, limpiando aquellas zonas por culpa de las cuales envejecemos y morimos, e incrusta sus proteínas en el ADN humano, regalándonos la juventud. Ésa es la vacuna de la muerte. Formalmente, la inmortalidad es una enfermedad y nuestra inmunidad —neandertal armado de una tranca— intenta luchar contra ella. Así que, cada día, nos contagiamos una y otra vez, por si acaso, bebiendo agua de grifo. ¿Acaso se puede inventar un método de vacunación más cómodo?

—Lo suyo ya está pagado. —Me levanto—. Por supuesto que la acompaño.

Enfrente de la recepción hay una hilera de cuartos de baño, la pared del pasillo tiene forma de cascada artificial, el suelo está revestido de ébano, unos apliques de vejiga de buey esparcen su luz tenue.

Abro de un empujón una puerta negra, cojo a Helen de la mano y entramos en un cuarto de baño. Ella forcejea, pero le tapo los labios. Le tiro de la coleta de quinceañera y le inclino la cabeza hacia atrás. Con las botas le golpeo sus estilosos zapatos, le separo las piernas, como si la estuviera registrando. Empieza a mugir, y le hundo los dedos en la boca. Con la mano libre busco su cinturón, los botones, la cremallera, tiemblo, desabrocho, jadeo, rompo, desgarro, le bajo el pantalón por la rodilla, le meto la mano en las bragas y hurgo; Helen intenta darme una coz, me muerde, pero no la suelto, insisto, la obligo, y unos segundos más tarde su lengua empieza a resbalar por mis dedos, que ella me ha mordido y ha hecho sangrar; sin aflojar las mandíbulas crispadas, me lame, me obedece, me acerca el culo, se levanta, se abre, se humedece y me palpa a ciegas la entrepierna, busca mi cremallera, susurra algo con ira, desabrocha, pide, gime, se inclina hacia delante, levanta servicialmente una pierna y se deja, me deja hacer con ella lo que me dé la gana. Las gafas de Helen acaban en el suelo, se le ha torcido la chaquetilla, un pecho queda fuera, ella cierra los ojos y lame el espejo contra el que la aprieto…

Me siento furioso, me siento bien por haberla cogido de la coleta y haberla bajado de su Olimpo, a esa diosa engreída, por arrancarle con las uñas el dorado, porque con cada gemido se rebaje a un hombre, se rebaje ante mí.

Me bato contra ella, me bato hasta perderme, hasta derretirme, y ninguno de los dos ya es humano, sino que somos dos animales copulando y así es como mejor nos sentimos.

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