Futu.re

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XXIX. Rocamora

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—Y vaya casualidad —dice Erich Schreyer—. Ya que ni tú ni tu hijo habéis podido dominar vuestros instintos perrunos, aquí se ha juntado toda vuestra familia feliz. Tres generaciones en una sola habitación. Así que, si haces explotar la bomba, matarás a tu hijo y a tu nieta de un tiro.

—¿Qué? —Rocamora no acaba de asimilarlo—. Tú… Caníbal…

—Gracioso, ¿verdad? ¡Treinta años has estado luchando por el derecho de la gente a perpetuar la especie, Jesús, en lugar de criar a tu propio hijo! En vez de estar con la mujer que te lo dio. ¡Treinta años de demagogia y cobardía! Y ha llegado el momento de la verdad. Resulta que tienes hijos y nietos. ¿Y qué? ¡Te vas a inmolar junto con ellos, y todo por tu lucha sagrada!

—¡Es mentira! ¡Sucia mentira!

—Una historia edificante, ¿eh, Jesús? Un hombre que con tanto brío defendía el derecho a procrear se suicida y se lleva al otro mundo a sus propios retoños.

—Lo has tramado tú…

—¿Tal vez no debiste haber procreado?

Rocamora se limpia el sudor de la frente, coge el detonador con la otra mano para desentumecer los dedos. Parpadea, me busca con la mirada.

—¿Es él?

—Exactamente, Jesús. ¡Has recuperado a tu hijo! Os quería presentar antes, pero…

—¿Antes? Cuando… ¿Cuando me tenía que matar? Lo enviaste tú, ¿verdad? ¡Son todo intrigas tuyas! Lo azuzaste contra mí…

—Y ha quedado divertido, ¿no crees? Y a la vez, enriquecedor. Lo vi en alguna película estúpida de ciencia ficción. A ti te gustaría.

—¿Todo esto para vengarte de mí?

Todo lo que me ha pasado en este último año, todos estos acontecimientos extraños e inconexos, empiezan a cuadrar. Mi vida empieza a cobrar sentido. Pero ¿cuál es?

—¿Vengarme? ¿De un puto, de un cobarde y un mezquino? No, más bien quería enseñarte.

—Te llevaste a mi hijo… Al hijo de Anna… Lo convertiste en un monstruo. Dedicar treinta años a eso… ¡Eres un demente! ¡Estás enfermo!

—¿Un monstruo? Es un chico majo. Sólo lo ayudé un poquito a ascender en el escalafón. ¡Yan ahora es coronel de la Falange, héroe de la liberación de Barcelona! ¿No estás orgulloso de tu hijo? ¿Al que tanto deseó mi pobre mujer?

Mi pobre mujer.

La hice regresar a casa.

La cuidé hasta el final.

El pequeño crucifijo de mis recuerdos-pesadillas. El crucifijo en la pared del castillo-chalet, en la casa insular embrujada en medio del cielo. Aquel mismo crucifijo al que siempre se dirigía mi madre. Aquél al que pedía amparo y protección.

Está colgado justo enfrente de aquel extraño y pequeño cuarto, que le da tanto miedo a Helen Schreyer. Aquel cuarto con una cama estrecha, una puerta sin pomo y una pared de cristal bancario antibalas, que se puede tapar con cortina o destapar, pero sólo por fuera.

—Tú… —Tengo la garganta seca—. Tú…

Pero Schreyer no me oye. Me he quedado sin voz.

—¡Tú! —le grito—. ¡La tuviste encerrada allí! ¡En aquel cuartucho! ¡Es una cárcel! ¡Un calabozo!

Sin ventanas, sin pantallas, sin posibilidad de ocultarse si el dueño decide dejar la cortina abierta. Es una celda. Celda en la que Anna Schreyer cumplió su condena perpetua, de donde no podía salir. Y lo único que veía desde ahí era el crucifijo colgado enfrente. Aquel crucifijo con el que me enseñaba a hablar por si me sentía mal o tenía miedo.

La cuidé hasta el final.

¿Estuvo encerrada durante todos aquellos años, los diez años los pasó en la puñetera jaula? ¡¿Mi madre?!

—Eres un gusano… un cabrón… Eres un sádico.

—¿Yo? —Por el altavoz se oye su risa seca—. ¿Tú crees? Teníamos que estar juntos. Ella y yo. Siempre. Era un amor eterno, verdadero. Limpio, sin aditivos. ¿Y qué recibí a cambio? Traición. Fui magnánimo. Le había pedido por favor que abortara. Pero te conservó de todos modos. Decía que su diosecillo se lo había mandado. Pensaba engañarme y huir. Estaba segura de que ese tarugo la iba a salvar. Ella escogió la vejez. Yo se la regalé. Pero no estuvo sola. Todos los días me acercaba a la pared transparente y le hacía una foto. Era fácil. Se pasaba todo el tiempo pegada al cristal, esperando que lo destapara. Quería ver a su Jesús. Y yo le mostraba cómo envejecía.

—¿Por qué se lo hacías? Tanto sufrimiento, ¿por qué? —susurra Rocamora—. No lo sabía… Dios, ojalá lo hubiera sabido… ¿Por qué no te divorciaste de ella simplemente?

—Soy un marido fiel. No estuve con otras mujeres mientras Anna vivió. Y no soy sádico. ¡Nunca la hice sufrir! ¡Siempre estuvo de buen humor, Jesús! No me apetecía que decayera antes de tiempo, por eso en el agua que bebía siempre se le disolvía una pastilla de la felicidad. Siento no poder enseñarte sus fotos. En ellas siempre sonríe.

—¡No te lo perdonaré! ¡Hijo de puta!

—¡Caníbal! —sopla Schreyer a Rocamora—. Pero ¿qué puedes hacerme? ¿Pulsar el botón? Se acabó, Jesús. Para mí, los treinta años no han pasado en vano. Desde luego, eres libre de escoger entre salvar a tus hijos, para luego transformarte en una marioneta digital y engrosar las filas de los demás revolucionarios destripados, o convertir a tus hijos en chuletas asadas. Yo optaría por la primera opción. Yan me cae bien. Ya le he cogido cariño. Pero tú dirás.

—Me has utilizado —digo— como una arma. Como una herramienta. Me has utilizado y me has desechado.

—Una herramienta poco eficaz —reacciona Schreyer—. No acertabas una. Te enrollaste con la tía a la que tendrías que haber liquidado, luego lo de Helen. De tal palo tal astilla, ¿eh, Yan?

—¿Lo sabías?

—Suelo ver los vídeos de las cámaras de seguridad. ¿No fuisteis a nuestra casa para eso?

—¡Que no se te ocurra hacerle nada!

—Otro amante de falsas amenazas. No te preocupes, Yan. Fui yo quien os presentó, ¿no te acuerdas? Helen es testaruda, no quiere tomar la píldora. Hubo que buscarle una diversión temporal. Un sucedáneo.

Ele está sentado en su rincón, rojo como un tomate, haciendo de portavoz del demonio. Pero no se atreve a interrumpir al senador Schreyer. Al otro lado de la puerta se oyen ruidos raros, voces ininteligibles y chasquidos.

—Es todo un detalle que te preocupes por Helen, pero no vale la pena, de verdad. Es mía, Yan. No se va a escapar. Siempre estará conmigo. Sabe lo que le pasó a Anna y no le apetece estar metida en aquella habitación, siendo eternamente joven y bella. El hecho de que se la hayas metido un par de veces no te otorga derecho a nada. No seas una bestia descerebrada como tu padre. Esperaba que fueras mejor. Confiaba en poder criar a un ser supremo de la semilla inmunda, darle una lección a ese mono y, a la vez, honrar a mi querida mujer. ¡Tenía tantas ganas que fueras digno de la eternidad, Yan!

—¿Y tú te crees digno de ella? ¿Crees que puedes jugar con la gente? ¿Te crees Dios? ¡¿Crees que Dios eres tú?! —le grito.

—¿Y quién si no? —Erich Schreyer se ríe—. Oh, un momento… Me están llegando noticias de Vértigo. Jesús, tus amigos acaban de volar tres plantas de la torre. ¿Quién estaba allí? ¿Ulrich? ¿Peneda? Está reducido a cenizas.

Rocamora no responde. Le tiembla la mano de cansancio. Mira a Ele, me mira a mí… y calla.

—¿Eh, Jesús? ¿No dices nada? ¡Venga, aprieta el botón! Un verdadero revolucionario, para perpetuar su nombre, tiene que saber irse con dignidad. ¡Dale al botón, hazte Che Guevara!

Puntos negros en el suelo de hormigón. Rocamora respira ahogadamente.

La mirada nublada de Beatrice en la ventana de la segunda planta. El sol que corre vertiginosamente. Una tortuga hinchable en el océano cercenado. El laboratorio. Todo ha desaparecido. Olaf con sus agujeros en el vientre. Ése ya no tenía nada que perder.

—¿Quieres que te ayude? Allá afuera ya está todo lleno de explosivos. Los titulares de las noticias también están preparados, Jesús. Ya has efectuado el atentado. Nadie se va a sorprender.

Mi hija, que estaba tan estupendamente callada, centrada en la teta de Berta, empieza a piar de nuevo, se desgañita más y más.

—Se ha hecho caca —informa Berta—. Coge al mío, voy a intentar hacer algo.

—Apaga el com, Ele —digo, gesticulando con la pistola—. Demasiada información, me va a explotar la cabeza. Venga, corta.

Y Ele me obedece.

—Tráela para acá —le digo a Berta, guardándome la pistola en un bolsillo—. Lo hago yo. ¿Tienes trapos secos?

—Es mejor que os entreguéis —dice Ele con voz ronca—. O moriremos tontamente.

Rocamora se relame los labios, baja el brazo, pasa despacio el detonador de una mano a otra, desentumeciéndose los dedos.

No para de mirarme. Estoy limpiando a la niña. No estaría mal tener un poco de agua. Me ha reconocido, se ha tranquilizado y me mira a la cara.

El tiempo va pasando. Al otro lado de la puerta no se oye nada. Ele suda en silencio, sólo de vez en cuando menea la cabeza para sacudirse los saltamontes.

El universo está a punto de colapsar. Un meteorito gigantesco se está aproximando a la Tierra y, dentro de unos minutos, aquí no habrá nada. Estoy limpiando la caca.

—No sabía —me dice Rocamora—, no sabía que le había hecho eso. Que os había hecho eso.

¿Acaso es posible que ese hombre sea mi padre? ¿El hombre al que siempre he despreciado y he odiado? Jamás lo busqué. ¿Por qué he tenido que encontrarlo?

Es por culpa de Annelie. Me obligó a creer que mi madre estaba viva. Me enseñó a perdonar. Me engañó. Me engañó y también murió.

Mi madre no vive. La estuve buscando en vano.

Así es la vida: piensas que el mundo es plano e infinito, pero resulta que es una pelota colgada en medio de la nada, y navegues hacia donde navegues, volverás al punto de partida. Ya está explorado por completo. No tiene misterios.

—Las dos han muerto —le digo a Rocamora—. No queda nadie.

—Nadie. —Se humedece los labios; sus ojos son de vidrio, y el vidrio se está fundiendo.

—¡Así que resulta que es su nieta! —dice Berta, señalando a la pequeña niña desnuda que estoy envolviendo en un trapo prestado.

—No lo entiendo —dice Rocamora.

Yo tampoco.

Observa al bebé en mis brazos.

—¿Qué nombre le habéis puesto?

—Ninguno.

—Es su hijo —se explica a sí mismo—. El hijo de Annelie.

—Pero no es tuyo —le recuerdo—. Me pediste que le provocara a Annelie un aborto. Tu hijo se quedó allí, encima de las toallas. No se lo pude impedir a los chicos. Estaba ocupado charlando contigo.

—No, por favor. No digas eso.

—Hiciste con ella lo mismo que habías hecho con mi madre. Lo único es que yo fui un poco más afortunado.

—Enséñamela —me pide.

—Que te jodan.

Parpadea.

—¿Podías haber muerto en vez de ella? —le pregunto a mi padre—. ¿En vez de ellas?

—Tendría que haberlo hecho —responde—. Tendría que haber muerto entonces.

La cojo de otra forma para que esté más cómoda. Por lo menos a ella le puedo ser útil en este momento. Me mira seria, ceñuda. Estará a punto de quedarse dormida.

—Cuéntame algo de ella. De mi madre.

Tose. Se pasa la mano por la raya oscura en el cuello. Luego, no se sabe por qué, toca los paquetes de explosivos que lleva en el cinturón. Lo hace con cuidado y con un gesto pensativo. Se engancha a ellos como si estuviera cargando la batería.

—La abandoné… —dice.

—Eso no…

—Sí, la abandoné. Sí, cuando me habló del embarazo, me dio miedo tener que asumir toda la responsabilidad. Empezar a envejecer. Las enfermedades. La impotencia. La demencia senil. Es como una enfermedad mortal, como la lepra, como una condena. ¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Ea, ea, ea. Duérmete.

—¡Simplemente no quería envejecer! ¿Qué tiene de malo? No había vivido lo suficiente. No había visto nada. No había sentido nada. No había hecho nada. No había estado con todas las mujeres. No había salido de Europa. ¿Por qué tenía que asumir la condena? ¡No quería tener hijos! ¡No fue capricho mío! Yo no sabía que ella no usaba protección. ¿Renunciar a mi vida, a mi futuro, sólo para satisfacer su capricho? ¿Sólo para que ella pudiera estrujar a un bebé? ¿Por qué? ¿Acaso es justo? ¿Acaso tiene sentido? ¡Soy demasiado joven! ¡Quiero vivir todavía! ¡Para mí! Sé disfrutar de la vida, del vino, de las mujeres, de las aventuras. ¡Me gusta mi cuerpo! —Abre y cierra la mano libre—. No tenemos nada más que eso. Yo no lo tengo. ¿Cómo voy a cambiarlo todo por un hijo? ¡Por un pequeño animal escandaloso! ¿Para qué?

—¡Eres un animal, un verraco! —le dice Berta.

—Y claro, hui. Preferí no pensar en lo que le iba a pasar a Anna. Esa enajenación suya… Bendito sea Dios. Era un milagro que estuviera embarazada, después de cincuenta años. Y todas esas cosas. Parecía tan feliz. El aborto ni lo mencioné. Sólo me marché y cambié el ID.

Inclino la cabeza con gesto de atención. Me duele mi cabello blanco, me duelen las arrugas al hacer estos movimientos apenas perceptibles.

—Claro.

—Ella… ¿Te habló de mí? ¿Se acordaba de mí?

—No.

—¿Nunca? ¿Ni una sola vez?

—No.

—Pues yo me acordaba de ella todos los días. Al principio me daba miedo que me delatara a los Inmortales. Luego me di cuenta de que era mejor que yo. Más valiente, más honrada. Estuve contando días: ahora, seguro que ahora estará dando a luz. Hoy el niño cumple un mes. Hoy, un año. No fui capaz de llamar. Y cuanto más esperaba, peor. ¿Cómo hacerlo? Si no lo haces en el primer momento, luego cuesta más. De los nombres de las demás ni me acordaba, confundía sus caras. Pero a ella… no me la podía quitar de la cabeza. Me gustaba de verdad, ¿sabes cómo es eso?

Ele se sorbe los mocos, se remueve, no le apetece demasiado escuchar confidencias ajenas. En realidad, Ele es un tío normal, pero un poco limitado: no acaba de comprender que lo malo y lo bueno no existe.

—Tenía un sabor tan fuerte que, después de ella, las demás parecían insípidas. Por mí había sacrificado toda su vida: su ático de lujo, los bailes, las tertulias, los viajes alrededor del mundo. Su belleza. Era guapísima.

—Me acuerdo.

—Todas las demás historias fueron ligeras, fatuas, casuales, sólo para pasar el rato. Lo que había vivido con Anna no lo he vuelto a vivir con nadie. Cuando se escapó de Schreyer, estaba en un baile vienés y vino directamente, con su vestido de gala, a mi cuchitril. La enseñé a beber vodka. Ella me enseñó a tirarme de cabeza al mar desde los acantilados, en Cerdeña. Me llevó a los sótanos de no sé qué torre, con unos cristianos, donde un cura viejo nos casó. Lo recuerdo todo, como si hubiera sido ayer. Lo que pasó hace un año me parece borroso, pero aquello lo veo con claridad, con nitidez.

El comunicador de Ele empieza a pitar y a parpadear. Pero Jesús Rocamora me ha hipnotizado, me ha hecho entrar en trance; escucho su voz como una cobra puede escuchar el sonido de una flauta.

—Es Schreyer. —Ele estira hacia mí las muñecas esposadas.

—No quiero —le digo.

—Y mírame: soy joven. Más joven que mi hijo. Un chiquillo. Pero por dentro estoy podrido. Me esfuerzo, intento sentir lo mismo que entonces… Pero nada. Me han llenado de bazofia, de rastrojos. Mi alma envejece. Tengo el cuerpo de joven, que puede con todo, pero el alma se me ha desgastado. No soy capaz de sentir, ver el mundo, alegrarme como entonces. Los colores han palidecido. La realidad me parece extraña. Todo es una quimera. Un espejismo. Resulta que no tendría que haber escapado, ¿verdad? Para mí, nadie ha sido mejor que Anna. Sólo Annelie.

Si sólo fuera Jesús Rocamora, lo habría cortado hace tiempo. Pero me han dicho que es mi padre. Y enseguida ha adquirido un poder insólito sobre mí. Me lo han dicho solamente, ni siquiera lo he pinchado con un escáner. ¿Cómo puede ser?

—Annelie. Se parece muchísimo a tu madre. Como si tu madre hubiera resucitado. Incluso el nombre… Parece una reencarnación. ¿Entiendes? Como si la hubiera recuperado.

—Chicos… ¿No queréis seguir hablando sin mí? —pregunta Ele.

—Da igual —contesta Rocamora despistadamente—. De aquí no hay salida. ¿No lo entiendes?

Otra vez suena el com.

—Quiero vivir —dice Ele.

—No nos matará —asegura Berta—. Aún le queda un trocito de alma.

—Callaos —pide Rocamora.

—Annelie no es mi madre.

—Lo sé. La intenté hacer a modo y semejanza de Anna. El corte de pelo, la ropa… Alquilé un piso para nosotros. Como si pudiera vivir con ella lo que no había vivido con Anna. Como si nunca me hubiera escapado de tu madre. Como si no hubieran pasado estos treinta años.

—Y luego te escapaste de Annelie.

—¡De Annelie no! Del niño. ¡De la vejez!

—No te podrás escapar de la vejez.

—Annelie me salvó. Me sentía diferente con ella… Sólo cuando desapareció comprendí que no necesitaba ninguna reencarnación, sino a ella misma. Me había vuelto a enamorar. Se lo intenté decir… después de lo de Barcelona. Pero estaba borracho. Empecé a contarle toda la historia… No me quiso escuchar. Se fue. Y ya ves… Otra vez meto la pata. Algo me pasa.

—Eres un cobarde, nada más —le digo—. Un cobarde y un cretino.

—Luego comprendí lo que le había dicho. He estado nueve meses buscándola. La llamaba todos los días. Recorrí todas las casas okupadas que conocía. Y cuando su com se conectó hoy… Pensé enseguida que era una trampa. Pero también pensé: «¿Qué más da? Si la vuelvo a perder, ¿cómo viviré después, en el vacío?». He movilizado a los que me quedaban y he venido corriendo. Y esto… por si las moscas. —Con una sonrisa torcida, se acaricia el cinturón.

—Sí —digo—. Yo también pensaba que era una trampa. Y también he venido.

—Perdóname. —Los dedos le tiemblan de la tensión—. Perdona que te haya destrozado la vida. Lo de tu madre. Lo de Annelie… La quiero. Si también la quieres, me entenderás. Ya no tenemos a nadie que compartir. Lo quería arreglar todo, pero es tarde.

No tengo fuerzas para odiarlo. Ni siquiera para despreciarlo. Es un idiota, soy un idiota. Somos dos idiotas desgraciados que no saben cómo repartir entre sí a dos mujeres muertas.

—¿Quieres cogerla un rato? —Mezo el envoltorio.

—Gracias. No puedo —dice—. Tengo la mano ocupada.

—Ah. No me acordaba.

Sonrío. Él también sonríe. Nos reímos.

—Estáis chiflados —diagnostica Berta.

—Oye, tú. —Rocamora se dirige a Ele—. Conéctame con ése.

Schreyer vuelve a nuestro cuartucho.

—¿Qué tal por ahí?

—Necesito garantías. Quiero estar seguro de que los vas a soltar vivos. A mi hijo y a mi nieta. Si no, no tiene sentido.

—Te lo garantizo —dice Erich Schreyer—. Te entregas con el pellejo intacto, Yan recoge al bebé y se puede largar a donde le dé la gana.

—Y esta mujer que está aquí con nosotros —añado yo—, ¿se podrá marchar también? ¿Junto con su hijo?

—Es ilegal —rezonga Ele—. Hay que despacharla.

—¡Comemierda! —Berta le lanza un escupitajo—. ¡Cállate, están hablando!

—Me da lo mismo —dice Schreyer—. Tarde o temprano la pillarán.

—No está bien —insiste Ele—. La ley es la ley.

—Dejadme hablar otros cinco minutos con mi familia —pide Rocamora— y podréis entrar.

Con la mano izquierda se sube la manga derecha y, con precaución, saca del detonador unos cables finísimos, como cabellos. Luego parpadea y abre la mano despacio.

—Se me ha agarrotado. —Se frota los dedos—. ¿Me la dejas?

La coge en brazos con cuidado y la mira a la cara.

—Es guapa.

—Ahora no se ve bien. Tiene los ojos de Annelie. Y de mi madre.

—Sonríe.

—Estará soñando algo bueno.

—Me vais a hacer vomitar —dice Ele.

Detrás de la puerta se oye rechinar algo: están quitando la barricada y los explosivos.

Vienen a por Rocamora. A por todos nosotros.

Meto la mano en el bolsillo.

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