Futu.re

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XIV. El paraíso

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Consigo aguantar bastante, porque pienso que vaya vergüenza cuando me saquen de aquí. Seguro que los monitores contarán a todo el mundo que me he cagado de miedo. Puede que, incluso, el monitor jefe lo anuncie durante la formación matutina, me hará salir de la fila y lo contará todo… Pensar eso me ayuda a aguantar unas horas más, aunque ¿cómo se puede medir el tiempo dentro de una caja metálica?

Al final no aguanto, lloro y repito: «No, no, no», mientras mi cuerpo convulsiona expulsando porciones de mierda olorosa. Y lo único que me queda es levantar con asco los brazos para no mancharlos y dejar de revolverme para no embadurnarme entero. Me intento tranquilizar: «No es tan grave, antes lo tenías dentro, y no pasa nada si ahora estás nadando en ello». El tufo lo dejo de sentir muy pronto, pasadas unas horas la mierda se seca.

Me hundo y vuelvo a salir a la superficie.

—¡Agua! ¡Por favor! ¡Agua!

Parece que si no doy un trago —un trago de lo que sea, de lo que sea—, la espicharé enseguida.

Pero no la espicho.

—¡Por lo menos un trago! ¡Hijos de puta! ¡Un trago! ¡¿Por qué no?! ¡¿Por qué?!

Otra vez el aire se agota, y lloro, y las últimas gotas, que debería ahorrar, se me derraman por los ojos. Después, éstos se me secan.

Me arrepiento de haberme meado y no haber recogido la orina con las manos, quizá habría podido llevármela a la boca. Me arrepiento de haber meado, de haber gastado tanto líquido en el retrete antes de pactar con el Doscientos veinte. Me apetece creer que todavía está dentro de mí —salada, caliente, como sea—, pero por dentro también estoy seco.

Doy cabezazos contra la tapa, fuerte —«¡Toma, toma, toma!»— y pierdo el conocimiento, por fin lo consigo. Después, a través de la inconsciencia, me invade un sueño, un sueño sobre el agua. Estoy en el baño, justo antes del intento de huida, bebo, bebo, bebo del grifo algo caliente. Como estoy a oscuras, no veo nada. Quizá sea orina, quizá sangre o quizá té verde.

Despierto afiebrado.

En el aire flota una enorme flor de té. Subo por la pasarela del imponente Albatros, una nave intergaláctica…

«Nos salvará. Devolvedme a mi hijo. Le prometí cuidarte. ¿Quién es su padre? Nos protegerá de la gente mala. Nos veremos obligados. ¡No tengas miedo! ¡Ven! ¡No lo toquen! ¡No quiero! ¡Ayúdanos! ¡No llores! ¡Escóndenos! ¡Silencio! ¡Calla! ¡No!».

«¡No me oye! ¡No me oye, mamá!».

«¡Me prometiste, él prometió, todos prometen, y todos mienten! ¡Estará durmiendo o la habrá palmado, o le importamos una mierda y no piensa intervenir, o es un cobarde y un gallina! ¡No me oye o, más bien, finge no oírme para no tener que meterse en líos! Pero ellos lo oyen todo, nos han encontrado, ni tú nos has podido esconder ni él tampoco».

Devuélvanme a mi hijo. Devuélvanmelo.

¿Quién es su padre? No es asunto suyo.

¿Quién es mi padre? ¡¿Quién es mi padre?! ¡¿Dónde estaba mi padre cuando me llevaron con ellos?! ¡¿Tenía yo padre?!

No temas. No llores. No temas. No llores.

Te protegerá. Nos salvará. Nos ha traicionado. Se ha tapado los oídos. Y también los ojos. Les ha dejado que me cojan. Me ha entregado. Te ha entregado.

¿Y sabes qué? ¡¿Sabes qué, mamá?!

¡Te lo mereces, estúpida! ¡¿Cómo has podido creer al de la cruz?! ¡Éste podía librarnos de los hombres enmascarados y no lo ha hecho! ¡Nos podía encubrir, y no nos ha encubierto! ¿Qué dios es ése? ¡¿Qué dios tan inútil, tan memo y tan cobarde es ése?! ¡Mártir de los cojones! «Jesús padeció y nos mandó padecer», ¡así decías tú!

¿Por quién padeces? ¿Por quién padezco? ¡¿Quién es él?!

No es asunto suyo. ¡¿No es asunto mío?!

¡Deberías haberlo reconocido, deberías haber confesado que no sabías quién era mi padre! ¡Que perdiste la cuenta de tus sementales! ¡Que te despatarrabas delante de cualquiera y por eso no puedes decir quién es el culpable! ¡Te lo mereces, ramera!

¡¿Pero yo por qué?! ¡¿Por qué tengo yo que padecer?!

Me remuevo, remuevo la mierda y aúllo, aúllo —y grito, grito—, o tal vez no suelto ni un solo sonido. Luego otra vez me hundo en el vacío oscuro y me quedo flotando en medio de la nada, y me peleo con el Quinientos tres, y me escapo de las caretas, y me violan públicamente en la formación matutina, y subo por la pasarela del Albatros no acabado, que nunca volará a ningún lado, y me pegan en el cuarto de entrevistas, y estoy encerrado en la casa con el crucifijo, y llaman a la puerta, y corro a la planta de arriba para esconderme en el armario empotrado, pero la escalera no acaba, tiene un millón de peldaños, y corro y corro y corro, y aun así no lo logro, y me caigo en los brazos de un hombre enmascarado…

¡¿Por qué yo?! ¡¿Por qué me toca pagar?! ¡¿Qué he hecho?!

¡¿Por qué me llevan y me encierran en el internado?! ¡Es injusto! ¡Que pague ella por sus deslices! ¡Que aparezca mi jodido padre y que pague! ¡¿Por qué yo?! ¡¿Por qué ellos follan y yo pago?!

¿Por qué me tuviste que parir, mamá? ¿Por qué lo hiciste? ¡Tendrías que haber abortado, haber tomado inmediatamente una píldora y expulsarme junto con la sangre hacia la nada, mientras era un repugnante conglomerado de células; y si te enteraste tarde, tendrías que haberme sacado trocito a trocito con una cuchara sopera y haberme tirado a la basura en una bolsa del súper! ¿Por qué me conservaste la vida? ¡Si sabías lo que le esperaba a uno como yo! ¡Sabías que por tus pecados iba a tener que pagar yo!

—¡Soltadme! ¡Dejadme salir! ¡Soltadme de aquí!

El Novecientos seis no pidió clemencia y la palmó, el idiota. O tal vez la pidió y aun así la palmó. ¡Si es tan orgulloso, que le den por culo! ¡Pero yo quiero salir de aquí! ¡Debo salir de esta caja!

—¡Os ruego! ¡Soltadme! ¡Por favor! Por favor…

Y otra vez el sueño, la misma casa: la mesa del comedor, la flor de té, las paredes blancas, el Jesús triste, el robot alegre, la maqueta de la astronave, la desgracia inminente, puñetazos en la puerta. Ya sé lo que va a pasar: quiero saltar por la ventana, donde está el prado segado, las mecedoras-capullo, las colinas; salto y me estampo y me corto con los cristales… Pero es una pantalla, al otro lado no hay colinas, ni césped, ni padres verdaderos que puedan sustituir a la zorra de mi madre y al verraco de mi padre, traidor y rastrero. Y aquí estoy sentado, frente a la pantalla chispeante, los hombres de túnicas negras y caretas blancas se me acercan, se me van acercando…

—¡Soltadme!

¡Me agobio, me agobio, me asfixio, me asfixio, me asfixio aquí!

Me quedo sin voz, lloro sin lágrimas, me revuelvo en el ataúd. Habrán pasado tres o cuatro días, o cinco, ¿cómo voy a medir el tiempo en una oscura caja metálica?…

Sólo pienso un poquito en el Novecientos seis: ¿cómo moriría? ¿Qué delirios tendría? ¿Cuáles serían sus últimas palabras?

Y otra vez esa casa, otra vez, y no puedo escapar, y ese cretino engreído sobre la cruz no me va a ayudar, ha vuelto a mentir a la idiota de mi madre, y ella ha vuelto a creerle, y me llevarán de nuevo, me volverán a asfixiar, me meterán otra vez en una caja metálica…

Sólo cuando la pesadilla vuelve por milésima vez, entiendo cómo deshacerme de ella: cuando vienen a buscarme los hombres enmascarados, dejo de pelear, dejo de morder, dejo de exigir que nos suelten. Me tranquilizo, me conformo, me rindo y, cuando me acercan a las ranuras negras, que me van engullendo con una potencia descomunal, me desengancho de mi madre y vuelo, y me deslizo en esas cuencas vacías, y muero, y resucito al otro lado de la careta, y miro con ojos de un extraño a un niño asustado y a su mamacita de pelo trigueño y clámide azul.

No, no de un extraño.

Soy yo quien arrebata de las manos de una madre histérica a un mocoso.

Ahora soy yo el enmascarado, y quién es ese chiquillo no me importa. Soy yo quien lleva la careta y ahora puedo salir de esta casa embrujada.

—¡Te odio, puta! —Golpeo con el dorso de la mano a la mujer de azul.

Arranco de la pared el crucifijo y lo arrojo al suelo. Le tapo la boca al niño mocoso.

—¡Te vienes con nosotros!

Y salgo de su maldita casa. Me quedo libre.

No sé cuántas horas más pasan —una o cien— hasta que me sacan de la cripta. Ni siquiera lo percibo: se me han secado los ojos y no ven la luz, mi cerebro se ha secado y no aprecia la salvación, mi alma se ha extenuado y no se puede alegrar.

Luego me llenan de agua y sangre fresca, y poco a poco vuelvo en mí. Mi primer pensamiento: ¡el Novecientos la palmó, pero yo aguanté!

He superado la cripta y no existe nada más que me pueda quebrantar. Volveré a aprender a andar, a boxear, a hablar… Seré el mejor en todo. Estudiaré tan bien como pueda. Haré todo lo que me pidan. Jamás me acordaré del robot, ni de la flor, ni de la escalera, ni de los ojos marrón claro, ni de la sonrisa suave, ni de las cejas separadas, ni del vestido azul. Pasaré las dos pruebas. Me haré Inmortal y nunca más veré el internado.

En la enfermería no me toca nadie, todos me miran con devoción; algunos, después del toque de retreta, en susurros me preguntan qué tiene de horrible la cripta, pero se me corta la respiración sólo con oír esa palabra.

¿Y cómo les explico qué tenía de horrible? El que estuvo allí fui yo.

Así que me quedo callado, no respondo a nadie.

Parezco una sombra, no me obedecen ni las piernas ni los brazos; me dan de comer líquidos, no tengo que ir a clase. Pasados dos días me puedo incorporar en la cama. Durante los dos primeros días, la muchachada baila a mi alrededor una danza de homenaje, incluso los mayores, y el buen doctor se pone en la jeta la mejor sonrisa cuando me ausculta; como si en vez de la dicción me fallara la memoria, como si no fuera él quien se tomaba el cafetito mientras veía mi ejecución en el garrote.

Y al tercer día a nadie le intereso ya.

Todos mis admiradores boquiabiertos me abandonan y, cuchicheando con excitación, corren en manada a la sala numero uno a recibir a alguien nuevo, alguien más interesante que yo. Pregunto que qué maravilla es ésa, pero mi voz aún no tiene fuerza y no la capta nadie. Entonces bajo de la camilla las piernas, que parecen pajitas, muevo una, muevo otra, porque me apetece mucho ver aquel milagro…

Pero enseguida lo meten en mi sala.

El doctor, que va empujando su silla de ruedas, lo trata con brusquedad. El séquito o, mejor dicho, jauría que lo intenta acorralar, está siendo dispersada a empellones y sopapos.

Si yo soy una sombra, él es la sombra de una sombra. Lleno de mugre y costras, el pelo está despeinado y pegado. Le queda tan poco cuerpo que cuesta creer que ahí quepa algo de vida. De un niño vivo y vivaracho sólo quedan dos ojos. Pero esos dos ojos miran con terquedad. No puede ni hablar ni moverse, la caja le absorbió todas las fuerzas, pero su mirada sigue clara y profunda. Está en sus plenas capacidades mentales.

Necesito unos segundos largos para reconocerlo, y unos cuantos minutos para creer lo que estoy viendo.

Es el Novecientos seis.

Está vivo.

El del saco no era él. Probablemente no había nadie en el saco.

Tengo que alegrarme de verlo.

Lo colocan a mi lado. Aquí está la oportunidad que una vez perdí y de lo que tantas veces me he arrepentido; tengo que confesárselo, tenderle la mano, convertirme en su amigo. ¿Qué mejor momento que ahora, cuando ambos hemos pasado por lo mismo, ambos hemos reflexionado sobre nuestro pasado y nuestra estupidez? Por fin podemos hacernos amigos y compañeros.

En comparación con el cuerpo macilento su cabeza parece enorme. Se vuelve hacia mí y…

Sonríe. Le sangran las encías, tiene los dientes amarillos.

Su sonrisa para mí es como una ducha helada, como una descarga eléctrica. Todo lo que podía sonreír en mi interior lo derramé en el fondo de la caja junto con el sudor, las lágrimas, la sangre y la mierda. Se ha quedado un extracto seco; sin ningún excipiente. Entonces ¿por qué el Novecientos seis todavía puede hacer eso?

Me dice algo silenciosamente.

—¿Qué? —pregunto yo, tal vez demasiado alto, para que los demás lo oigan.

Pero no se rinde. De nuevo despega los labios encostrados y musita con insistencia, como si tuviera que comunicarme algo de extrema importancia.

—No te oigo.

Se relame, pero sus labios siguen secos. Y repite una y otra vez, dentro de su frecuencia, la que mi oído se niega a captar, hasta que consigo leerle los labios: «Y oirán los sordos».

Es aquella película. La película cuyo principio tantas veces vimos juntos. Una familia imaginaria con una vacante de niño. Un sueño secreto para los dos. Nuestra conjura.

Ahora entiendo por qué no me alegro de ver al Novecientos seis, por qué me ha asustado su sonrisa. Lo he sentido en cuanto lo han metido en la sala.

Quiere decir: «Cuando salgamos de aquí, iremos al cine a ver

Y oirán los sordos», pero es demasiado largo y demasiado difícil. Por eso no para de repetir el título hasta que caigo en lo que me quiere transmitir.

Asiento con la cabeza.

El Novecientos seis sueña con lo mismo. Lo empaquetaron en la caja mucho antes que a mí y lo han soltado dos días después, pero se mantiene en sus trece.

He tenido bastante con mi condena para renunciar a mis padres verdaderos y a los imaginarios; el Novecientos seis quiere regresar a la casita de cubos, sin saber que la he quemado y he pisoteado todo el césped que había a su alrededor.

Hace un esfuerzo, se tensa hasta ponerse morado y, chirriando, raspa el aire hospitalario: «Es una buena persona. No es criminal. Mi madre». Todos en la sala se atragantan con sus cuchicheos, mientras el Novecientos seis sonríe triunfante y deja caer la cabeza sobre la almohada.

No podremos ser amigos. Jamás volveremos a ver juntos la de

Los sordos.

Lo odio.

—¡Eh! ¿Estás durmiendo?

Una brizna de hierba me hace cosquillas en la mejilla.

—¿Yo? ¡Qué va!

—¡Mentiroso, te has dormido! Confiesa, ¿qué has soñado? —Annelie me está metiendo la hebra por la nariz.

—¡Déjame! ¿Qué más da?

—Estabas sonriendo. Quiero saber qué cosas tan agradables has soñado.

—He soñado con mi hermano. —Me incorporo frotándome los ojos—. ¿He dormido mucho?

—Un minuto. Lo siento, me aburro sola aquí. ¿Tienes un hermano? ¿Cómo se llama?

—Basil. —Pronuncio el nombre después de tanto tiempo—. Basil.

—¿Está lejos? Si es tan bueno, ¿por qué no nos lo llevamos con nosotros?

—Es imposible.

—¿Por qué?

—¿Quieres champán?

Me levanto para coger la botella y siento una iluminación.

Enseguida entiendo por qué no pude reconocer mi Toscana al llegar.

Ahora estamos en la punta opuesta de aquel paisaje. Hemos salido de una cabaña de terracota situada en medio de un viñedo, encaramada sobre una de las colinas que se ven por la ventana de mi fondo de pantalla. La escalera de emergencia no nos ha traído a la casita de juguete, sino directamente a los lejanos cerros de mis fantasías.

Aquí estoy, encima de uno de ellos.

Resulta que, estando enjaulado, lo que siempre veía en la pantalla de mi cubículo no era mi pasado, sino mi futuro con Annelie, los dos tirados en la cresta de una colina, bajo la copa de un árbol no clasificado.

Estoy al otro lado de la pantalla.

Desde aquí me puedo saludar a mí mismo, siempre resacoso y atiborrado de somníferos, que nunca sale de su cubículo de dos por dos por dos.

Ya estamos aquí, a donde quería llegar de pequeño, desde el internado. En el lugar con el que soñábamos el Novecientos seis y yo. Mi sueño se ha cumplido, he llegado a la infancia inalcanzable, al paraíso… y no me he enterado.

Estoy encima de la colina que se ve desde las hamacas-capullos. Entonces la casita de cubos, el prado segado, la bici, la terraza, todo eso debe de estar al otro lado, allá abajo, en el valle que tengo delante. Aguzo la vista…

¡La veo! ¡La veo!

—¡Vamos! —le grito a Annelie—. ¡Vamos rápido!

Cojo el champán con una mano, con la otra a la chica, que no para de reírse, y empezamos a rodar por la cuesta abajo.

Nos descalzamos y vadeamos el río. El agua está caliente, a nuestros pies flotan unos pececillos. Annelie quiere que nos bañemos, pero le digo que aguante, que nos queda muy poco.

No le da vergüenza estar desnuda.

—¿Qué has visto ahí? —Annelie se pone una mano en la frente en forma de visera y mira hacia delante.

—Ya están cerca… ¿Ves aquellas casas? En primera línea hay una rectangular, ¿la ves? ¡Gana el que llegue allí primero!

—Entonces vamos a hacer esto: ¡el que entre primero pide un deseo! —pone su condición Annelie con una tremenda sonrisa de pilla.

—¡Trato hecho!

Y echamos a correr. Corremos a toda pastilla hacia un edificio que está algo apartado de las demás casas; es idéntico al de la película: las ventanas están abiertas de par en par, los visillos transparentes se agitan con el aire…

«¡Oye, Basil, al final he vuelto!

»¡He vuelto, Basil! ¿Estás en casa? Te voy a presentar a mi amiga, se llama Annelie. ¿Te importa si vivimos aquí una temporada? Voy a tomar unas pequeñas vacaciones… ¿Y qué piensas, puede ser que esta productora busque empleados? Podríamos trabajar de vigilantes del parque, y viviríamos en esta casa nuestra…».

Incluso las hamacas siguen en su sitio. Están libres: una para mí, otra para ella. El último tirón… Otros treinta metros…

—¡Eugène! ¡Para!

Me vuelvo hacia ella sin dejar de correr… y me estrello. Aturdido, caigo al suelo, me da vueltas la cabeza, siento dolor en el cuello y en una rodilla, tengo una muñeca luxada. No entiendo nada. ¿Qué ha pasado? Me incorporo, sacudo la cabeza como si saliera de una piscina.

—¡Si es una pantalla! —se ríe ella—. ¿De verdad no lo sabías?

—¿Cómo…?

Avanzo a gatas con el brazo estirado. Topo con una pared.

Una pared en la que se proyecta todo el panorama: el resto del valle, las casas con sus parcelas, los paseos de plátanos de sombra, una retícula de sendas, la casita de cubos y el prado segado. Es una pantalla espléndida: la frontera con la realidad es casi imperceptible.

Es posible que la torre La Bellezza sea la más grande de todas las que he visto jamás, pero incluso en ella no cabe el mundo entero. La casa de mis padres putativos casi ha cabido en este museo, casi se salva, pero le han faltado tan sólo una veintena de metros. Y fue destruida, convertida en una foto.

No doy crédito a mis ojos. Palpo la pantalla.

—¡No vale! —Annelie se me acerca corriendo—. Es imposible meterse ahí. Así que nadie puede pedir un deseo. ¡Eres un tramposo!

Es imposible llamar a la puerta para saber si hay alguien dentro. No hay a quién mentirle que hace tiempo viví aquí. No puedo pedirle a nadie que me deje entrar, y tampoco puedo colarme por la ventana. Nadie puede pedir un deseo.

Me siento en el césped, me reclino sobre la pared, tras la cual se acaba el suelo. Desde aquí, la vista es casi igual que la del jardín de la casa. «Aquí estoy, Basil, he venido. Estoy observando las colinas por nosotros dos».

—¡Deja de descojonarte! —Ella me pincha con el dedo en las costillas—. No tiene gracia.

Pero no puedo parar. La risa me desgarra por dentro como la tos de un tuberculoso, es imparable, me destroza la garganta y los bronquios. Me río a carcajadas, la risa me agarrota el vientre, se me crispan las mandíbulas, me lloran los ojos, quiero parar, pero una y otra vez la boca del estómago se me contrae en un espasmo, me sigo retorciendo de la risa. Al verme, Annelie también se pone a reír.

—¿Qué… qué… tiene de gracioso? —dice ella con dificultad.

—Esa casa… No existe… Yo lo… decí… decía… Es u… una tontería.

—¿Y qué… qué casa… es ésa?

—Es… Es que… cuando era… pequeño… pensaba que… que era mi casa… que… ahí vivían… mis padres… Ja, ja… Ja, ja, ja…

—¡Jajaja!

—Me… me hace gracia… por… porque… no tengo padres… ¿Entiendes? ¡No tengo! ¡Soy de un internado!

—¿Sí? ¡Jo, jo, jo! ¡Y yo también!

—No tengo a nadie… A nadie… ¿Entiendes? ¡Por eso me río!

—¿Y el herm… hermano?

—¡Está muerto! ¡Muerto! Así que tampoco lo tengo… Ja, ja, ja…

—Ah… ¡Entiendo! Y ahora… ahora tampoco tienes casa, ¿verdad? ¡Ja, ja!

—¡Ajá! ¿A que es divertido?

Sólo asiente convulsivamente con la cabeza, tanta risa da todo esto. Luego, intentando calmarse, agita los brazos, se limpia las lágrimas.

—¡Y a mí me violaron los Inmortales! —confiesa ella, con una sonrisa abierta, como la de Mickey Mouse—. ¡Cinco a la vez! ¿Te… te imaginas?

—¡Hala! ¡Qué… qué fuerte! ¡Jajaja!

—Yo esta… estaba em… em… em… —Se revuelca por el suelo—. ¡Ay, no puedo! ¡Embarazada! ¡Tuve un aborto!

—¡¿Qué dices?!

—¡Ajá! Ja… Y mi… mi… mar… marido… simplemente… simplemente me dejó… ¡Se fugó! ¿Cómo lo ves?

—¡Mola! —Me ahogo de risa—. ¡Qué guay!

—Y todo eso me… No sé por… por qué… Todo… todo eso no me… no sé… En absoluto… Joder, qué risa…

—Y mi her… hermano… Fue por mi… Por mi culpa… mur… murió… Yo lo… lo delaté…

—¡Bien! ¡Buen chico! ¡Ja, ja, ja, ja! Y… no llama… mi… Wolf… Como si… ¿Entiendes? ¡Jajaja! ¡Qué imbécil soy! Como si… ¡Como si no me conociera!

—Y yo… ¿Sabes qué? He pensado… Me he imaginado… que nosotros dos… tú y yo… podemos vivir aquí… en este… este parque… Pues… ¿No seré idiota? ¡Ja, ja, ja!

—¡Eres idiota! ¡Idiota! ¡Ay! ¡Ay, basta! ¡No puedo más!

—Ja… ja, ja, ja, ja, ja…

—Vale. Vale, ya… Ja… ¡Basta! No sé qué… Qué ataque ha sido éste…

Asiento con un gesto indefinido; mi pecho sigue expulsando «je… je…», pero cada vez menos. Por fin cojo más aire y paro.

Annelie se tumba en el césped, mira al cielo. Por su vientre plano, con la piel de gallina, siguen pasando olas de tormenta que va amainando. Pone la cabeza de lado y me dirige su mirada picarona.

—Eh… ¿Por qué me miras así? —dice ella en voz baja.

—Yo… yo no te miro.

—¿Te gusto?

—Pues… Pues sí. Sí.

—¿Quieres follarme? Dime la verdad.

—Déjalo. Déjalo, Annelie. Así no…

—¿Que lo deje por qué?

—Déjalo. No está bien así.

—Es por Wolf, ¿verdad? O como se llame… Porque eres su amigo, ¿no?

—No. O sea, sí, pero…

—Ven aquí. Ven conmigo. Quítame estos pantalones horribles que me compraste…

—Espera. De verdad, yo… No entiendes, yo te…

—Me dejó. Cuando lo soltaron, simplemente se marchó. ¡Le importaba un carajo lo que fueran a hacerme! ¿Entiendes? ¡Le importábamos un carajo yo y mi hijo!

—Annelie…

—¡Ven aquí! ¿Quieres follarme o no? Lo necesito, ahora. ¿Entiendes? ¡Lo necesito!

—Por favor…

Me arranca la camisa y me desabrocha el pantalón.

—Quiero que me penetres.

—¡Te di pastillas de la felicidad!

—¡Da igual!

—¡Estás histérica!

—¡Quítate los malditos pantalones! ¿Me oyes? ¡Ya!

—Me gustas. Me gustas mucho. De verdad. ¡Estás empastillada, Annelie! No quiero que lo hagamos así…

—¡Cállate! —susurra—. Ven aquí…

Se sube las rodillas hasta la barbilla, se quita las braguitas y se queda desnuda sobre el césped. Levanta las caderas y se acerca a mí… La cabeza me da vueltas; el sol alcanza su cénit. Me quita, me arranca la ropa. Ahora los dos estamos desnudos, blancos. Me abraza por las nalgas, me dirige…

—¿Ves…? Decías que no querías… Venga…

—No… Déjalo… No…

En una de las colinas aparecen figuritas humanas: es una excursión. Probablemente el parque ya está abierto al público. Nos han visto, nos señalan, nos hacen gestos con los brazos.

—Allí… Nos están mirando… —le digo a Annelie.

Pero mi mano sigue buscando; me meto dos dedos en la boca, los chupo para…

De pronto se me quita el brío.

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