Futu.re

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XV. El infierno

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X

V

El infierno

—Me has enseñado tu casa natal, ahora te quiero enseñar la mía.

Annelie no bromea; se le ha pasado la enajenación y ha vuelto a ser la de antes. Pero lo que está ofreciendo es una locura completa.

—A Barcelona no vamos.

—¿Porque en las noticias no paran de decir que Barna es el infierno terrenal?

—¡Porque ahí no hay nada que hacer! ¡Porque tienes que ir al médico ya!

—¡Hay médicos allí!

—¿En Barcelona? ¿Te refieres a los chamanes? ¿O galenos que te hacen sangrías? Necesitas a un buen especialista que te ayude…

—¡Vuestros médicos ni se acuerdan de las enfermedades, porque no enfermáis! Los buenos especialistas están en Barna, porque allí vive gente normal.

Los habitantes de nuestra gloriosa Utopía no enferman nunca, en eso tiene razón. Las infecciones se erradicaron, las enfermedades hereditarias fueron borradas de nuestros genes, las demás dolencias venían con la vejez. Incluso los traumas se han minimizado: el transporte público no existe, todo está revestido de compuestos suaves que permiten evitar cualquier tipo de lesiones. Claro, en las reservas de ancianos no es así, pero eso es problema suyo.

—En cualquier clínica te pueden…

—Entro en cualquier clínica y digo: embarazo ilegal, tras una violación grupal he perdido el bebé, ¿no? En Barna hay médicos buenísimos, yo voy allí. Tú haz lo que quieras.

No sé nada de los médicos de Barcelona, pero esa ciudad es conocida como la cloaca del diablo. Ese el baluarte del crimen y el narcotráfico. La Policía no se mete y hace como que las cosas que pasan por aquella zona no le incumben para nada. Las leyes no funcionan, y mucho menos la de la Elección. Todas las redadas que la Falange intentó llevar a cabo fracasaron. Si los Inmortales acudían en agrupaciones inferiores a una sección, simplemente los cazaban y los colgaban en algún sitio visible. Y se supone que los Inmortales no deben morir.

De mi espalda cuelga una mochila, en la que llevo un juego de uniforme negro, una careta de Apolo, un escáner de identidad, el táser reglamentario y el inyector. No tengo derecho a tirar ninguna de estas cosas, a esconderlas tampoco: estoy obligado a tenerlas siempre conmigo para casos de emergencia. Pero si pienso vivir en Barcelona, no tengo nada que hacer ahí con semejante carga. Mis motivos son obvios. Pero es una pena no poder expresarlos.

Es evidente que no estoy obligado a seguir a Annelie. Ella me lo dice así: «No estás obligado. Si quieres, sigue tu camino; yo tengo a un hombre, y es él quien debería estar aquí conmigo, no tú».

Tiene su lógica. Es el momento perfecto de abandonar el barco y volver a casa. Sin embargo…

Una vez vi una película divulgativa en el canal de la naturaleza. No recuerdo dónde, hay unas moscas parásitos que ponen sus huevos en las abejas vivas. El embrión se va desarrollando, se convierte en una larva, crece dentro de la abeja… Y se apodera de ella. Las abejas, normalmente disciplinadas, como los trabajadores de las fábricas japonesas, que viven según un horario estricto, obligadas a regresar a sus panales con la puesta del sol, empiezan a comportarse de una forma muy rara. Se despiertan por las noches, abandonan la colmena, se marchan no se sabe adónde y desaparecen para siempre; a veces se las puede ver batiéndose desesperadamente contra las bombillas, como si no fueran abejas, sino polillas o… moscas. Esa locura siempre acaba igual: el parásito crece más rápido que el anfitrión y, tras desgarrar el cuerpo ajeno carcomido por dentro, de la abeja sale una mosca.

¿Acaso las abejas entienden lo que les pasa? ¿Acaso tratan de luchar contra la personalidad extraña, que se aloja junto a la suya y poco a poco se adueña del cuerpo? ¿O tal vez piensan que son ellas mismas que no consiguen dormir por la noche, que necesitan escapar del cuartel y volar hacia la luz o hacia el fin del mundo?

No sabría decirlo. Soy una de esas abejas y no tengo una respuesta.

La larva de la mosca se remueve en mi interior, imparte órdenes descabelladas, y yo debo atender a sus llamamientos insistentes. He salido de mi colmena en vez de quedarme a dormir y, haciendo virajes, me precipito hacia el suelo. Tengo la mente obnubilada y me fallan los mandos. No soy más que el envoltorio de un ser desconocido e inconcebible, que crece y madura dentro de mí, me exige que acompañe a Annelie, que la ampare, que le siga la corriente en todo.

Ella me llama, me atrae como una farola nocturna, como una llama viva.

Pero no me importa abrasarme, me quiero quemar.

Por eso ya estamos acercándonos a Barcelona y yo llevo mi mochililla abejuna, con la firme esperanza de que nadie vaya a hurgar en ella. El camino se hace largo, vamos en tubos regionales, haciendo trasbordos en torres de balnearios desconocidos, atravesando tropeles de turistas con chanclas y toallas al hombro, que se hacen fotos frente a las proyecciones de palmeras y océano dibujado al fondo.

—¿Cómo vas? —La cojo de la mano.

—Bien —dice Annelie con una pálida sonrisa.

El paisanaje va cambiando a medida que nos aproximamos a Barcelona: en vez de viajeros bronceados con chanclas aparecen unos tipos de todos los colores y con ropajes anchos. Unos tienen la mirada vivaz, otros, en cambio, miran hacia la nada; los demás, formando corrillos, mastican alguna droga y se meten con los que pasan por su lado. En un rincón empieza una pelea; le pongo a Annelie la mano en el hombro, con la otra agarro la mochila donde llevo el táser. Pero, claro, aquí una descarga eléctrica no creo que me salve.

Dos filas más allá, enfrente de nosotros, un árabe de cogote rapado se me queda mirando, mastica su hierba y, de vez en cuando, escupe al suelo saliva verde y viscosa.

—No los mires, no los saques de quicio —me aconseja Annelie—. Mira por la ventana. ¡Ahí está!

Barcelona está aplastada por una ingente plataforma plateada, en la que se yerguen alrededor de seiscientas torres gemelas de forma cilíndrica, todas pintadas de colores neón. Todo lo que era la Barcelona antigua, con sus bulevares y avenidas, casas y catedrales estrambóticas, está cubierto por esa plataforma. Allí, debajo de la lápida creada según la más avanzada tecnología, se esconde la más invivible de las favelas europeas.

Las torres están colocadas a distancias iguales, formando un rectángulo: veinticuatro rascacielos de largo, veinticuatro de ancho. Cada una está marcada por dos letras griegas de tamaño descomunal: «AlfaAlfa», «Sigma-Beta», «Zeta-Omega»; de esas letras se compone el nombre. Todas juntas parecen un pórtico de un templo arcaico, roído por el tiempo y convertido por unos restauradores ingeniosos en un parque infantil.

Por un costado, Barcelona raya con el océano, por los demás la rodea un muro transparente de doscientos metros de alto; aquí lo llaman «muro de cristal». Cuentan que la parte del muro que se hunde bajo tierra tiene la misma profundidad que la altura y sirve como protección de los listillos que intentan excavar pasos subterráneos hacia Europa.

Sólo en uno de los puntos de esa pared lisa e inexpugnable —que, obviamente, no es de cristal, sino de un compuesto irrompible— hay un hueco. Es la puerta de Barcelona. Por debajo de esta única entradasalida hay cien metros de vacío resbaladizo, y otros por encima. Directamente desde el cielo bajan hasta la puerta un par de vías, por las que, de vez en cuando, llegan aquí algunos trenes. Para los habitantes de Barcelona no existen otros caminos a Europa y este cuello de botella es muy fácil de tapar.

Un puente de encaje, que atraviesa las nubes y el muro transparente, se despliega en el aire entre las irisadas torres cilíndricas, corre hasta llegar a una de ellas, blanca como la nieve; es el intercambiador central de la alegre y radiante Barcelona.

La idea inicial era hacer que este maldito gueto no tuviese aspecto de tal, de ahí su arquitectura original y esa gama de colores vivos. Es que Barcelona es la entrada a Europa y era aquí donde tenía que empezar la nueva y maravillosa vida de millones de refugiados infelices. Pensaban dar otro formato a sus almas a través del arte visual; construyeron casitas de colores para las cucarachas. Idiotas. Habría sido mejor que les enseñasen a trabajar.

Antes, todos esos africanos, árabes, hindúes y rusos venían aquí en manada, porque en sus tierras morían como moscas, igual que antaño, pero nosotros tenemos el elixir de la juventud eterna: el agua de grifo. Para esta gente el riesgo se justifica: incluso si, después de diez años de pleitos y disculpas amables, te mandan a tu patria, pues ya estás vacunado para siempre de la vejez.

Cuando Bering alcanzó el ministerio, lo primero que hizo fue vallar Barcelona a conciencia. Así que ahora éstos acaban su periplo por Europa en el mismo lugar donde lo empiezan.

Luego les cortó el agua. Les pusieron desalinizadoras —«Ahí tenéis el mar, chupadlo hasta el fondo si queréis»— pero ya ni catan siquiera el agua de nuestras tuberías. El resultado fue inmediato: tras cortarle la inmortalidad a los ilegales, como la sopa gratuita a los indigentes, la afluencia de inmigrantes descendió dos tercios. En las siguientes elecciones, el Partido duplicó su número de escaños en el Parlamento. Bering sabe lo que hace.

La población de Barcelona enseguida se volvió más viva que inmortal. Annelie tenía razón.

Se lo ganaron, parásitos.

El tubo atraviesa el compuesto transparente de varios metros de grosor y sale en otra dimensión. En un mundo paralelo, donde la muerte aún sigue teniendo plenos derechos.

«Estimados pasajeros. Nuestro tren está llegando a Barcelona. Les recordamos que importar líquidos de cualquier tipo, y sobre todo agua potable, está prohibido y prevé como castigo hasta cinco años de prisión».

El tren entra en la estación: las paredes están llenas de consignas revolucionarias y atributos varoniles. Las puertas se abren. El espíritu de la protesta contra la injusticia universal hiere gravemente el olfato: apesta a orín estancado. A ambos lados del andén hay zonas de chequeo. Miembros del cuerpo especial de Policía, embutidos en plástico azul, registran a los recién llegados, despojándolos de túnicas holgadas y pasándolos por un escáner.

—Menos mal que no comprueban la identidad —le digo a Annelie.

—No te preocupes, te la comprobarán cuando vayas a salir.

Eso no se me había pasado por la cabeza; durante todo el camino he estado pensando en lo ocurrido en la Toscana.

—Entonces ¿para qué me has traído aquí?

—Estoy cansada. Cansada de huir. Quiero parar. Aquí nadie nos molestará. Ni siquiera nos van a buscar. Las cámaras de vigilancia seguro que no funcionan.

Llega nuestro turno de chequeo. Un teniente con barba de varios días y una nariz enorme pasa mi mochila por un detector de metales. En un ojo lleva un monitor ocular, donde aparece la imagen emitida por el aparato y todos los datos necesarios. El ojo destapado primero se entorna sospechosamente, luego se tuerce hacia el interior, como si tuviera la curiosidad de saber también qué llevo en la mochila.

—Pase conmigo —me dice el teniente—. Un chequeo personal.

—¡Espérame! —le grito a Annelie.

—¿Qué coño haces aquí? —susurra el policía, al esconderse conmigo tras una mampara de tela.

—No es asunto tuyo —contesto.

—¿Todo bien, Xavi? —pregunta alguien desde la cabina de al lado.

—¿A quién tienes ahí? —devuelve la pregunta mi teniente.

—Un camello moro.

—Revísalo bien, que tengo una reunión.

—Entendido. A ver…

—¡Eh…! ¡Ay! ¡¿Qué haces, hermano?! ¡Ah! ¡Estoy sin estrenar! ¡Ah! —se oye desde la cabina de al lado.

—No te lo vas a creer, éstos traen el agua de una forma… —comenta el mío con gesto de repelús y, aprovechando la banda sonora de la cabina vecina, continúa—: A ver, tú. Date la vuelta y pírate antes de que sea tarde. ¿Acaso no sabes lo que hacen ahí con los vuestros? ¡Nosotros ni te encontraríamos!

—Gracias —contesto yo sonriendo—. Hombre advertido, hombre protegido.

El agente hace un gesto de decepción; al otro lado del tabique se lamenta el joven magrebí, asegurándonos la intimidad. Al final, a mi teniente se le agota la paciencia y las capacidades mentales.

—Anda que te jodan por ahí —sentencia sorbiéndose los mocos con ruido—. Alguien os tendrá que enseñar.

Le dedico una reverencia, él escupe la flema al suelo, y se acabó. Annelie no se ha fugado; está al otro lado de las vallas, buscándome entre la multitud.

—Quítate el com, o te lo quitarán sin que te des cuenta —me aconseja ella—. Hay algunos capaces de arrancártelo junto con la muñeca. Vamos, conozco a un buen médico que está a diez minutos de aquí.

Las torres están interconectadas por medio de unas galerías mecánicas, unas avenidas móviles: la cinta del suelo debería avanzar a una velocidad decente, trasladando a los inmigrantes, alelados e impresionados por las tecnologías del futuro, desde alguna agencia de colocación urgente hasta un centro de adaptación europeo.

Pero las cucarachas gestionan las casitas multicolores a su manera: se cagan en ellas. Para empezar, destrozaron todas esas agencias y centros, y después rompen las galerías mecánicas. Ahora las avenidas móviles están quietas y uno puede transitar por ellas sólo a pie, mientras la cúpula transparente que cubre las instalaciones está cubierta de grafitis de mierda. En el interior, por supuesto, no hay iluminación, ya que las bombillas las robaron, así que del punto A al punto B me toca reptar a través de un túnel oscuro entre la apestosa multitud, colgando la mochila sobre el vientre y sujetándola siempre con una mano; con la otra, a Annelie.

El sistema de climatización hace tiempo que lo desvalijaron, y la ventilación funciona de la siguiente manera: en el compuesto, donde pudieron, hicieron unos agujeros, y a través de ellos ahora entra el humo de la calle. Por todas partes se oye música: fusión de ritmos tribales africanos, rock musulmán, tecno asiático y ska revolucionario ruso.

Todos estos sonidos se solapan y se mezclan, formando una cacofonía espantosa, a la que se añade la inagotable e interminable algarabía del gentío: es el himno del caos.

A la torre que buscábamos llegamos vivos, y eso ya me parece un milagro.

Los ascensores tampoco funcionan, menos mal que sólo tenemos que subir un par de niveles. Luego serpenteamos a través de pasadizos sombríos, donde la gente duerme y come directamente en el suelo, y, finalmente, acabamos en una cola de treinta personas que se han encajado en un cuartucho de tres por tres.

El recinto huele a alcohol, a cloro y alguna otra sustancia desusada, también a medicinas, leche humana y heces de lactantes. En la cola no hay hombres; sólo mujeres árabes con pantalones bombachos, africanas con turbantes rojiamarillos, hindúes envueltas en saris de corte moderno…

Y niños.

Mamones enganchados a los flácidos pechos desnudos; los de un año que pasean torpemente por la habitación agarrados del dedo materno; los más traviesos, de dos a tres años de edad. Los clasifico enseguida. Tengo el ojo entrenado.

Annelie le pellizca las mejillas a una niña morena con una trenza larga y negra, que debe de tener dos años y medio. La pequeña me mira seria y ceñuda. Su madre, una hindú de aspecto improcedentemente noble y fino, parece estar tallada por un escultor escrupuloso; si no fuera por la pegatina hortera que lleva en la frente —el tercer ojo— podría parecer una reina en el exilio o algo así; no para de cuchichear con la hija repitiendo: «Europa, Europa…».

Juraría por lo que fuera que todos estos niños son ilegítimos. Si cojo a cualquiera y lo pincho con el escáner, ni siquiera lo identificará. Aquí ninguno está registrado. Y sus mamacitas, rebosantes de salud, se pasan horas esperando en la puerta del ginecólogo para saber cómo van creciendo los habitantes de sus enormes vientres marrones, su tercer o cuarto vástago; o tal vez quieren enterarse de una forma más eficaz para quedarse preñadas de nuevo.

La sangre me empieza a hervir a borbotones.

Los puños se me aprietan solos.

Esos advenedizos nos quitan el aire y el agua. Nos privamos de perpetuar nuestra especie y ¿para qué? El lugar de nuestros hijos no natos lo ocupan unos pedigüeños inmundos, portadores de infecciones que en Europa se erradicaron hace tres siglos… Usan nuestra sanidad, de una forma o de otra consiguen la vacuna contra la muerte, quieren ser nuestros parásitos eternamente. Si no ponemos fin a ese desmadre cuanto antes, Europa se puede desplomar.

La mochila sigue sobre mi espalda. En ella llevo el uniforme de Inmortal y la careta de Apolo. El escáner de identidad y las dosis de acelerador. Olvida la muerte. Olvida la muerte. Olvida la muerte.

—¡Eh!

—¿Qué?

—Estás todo sudado. ¿Te agobias? —Es la voz de Annelie.

—No… Yo… Sí, me da a veces… Lo siento.

Una negra con trenzas mece en el regazo a un renacuajo morrudo de nariz achatada. Éste me ha clavado sus ojazos con el blanco níveo y me enseña los dientes de azúcar. «Si yo no estuviera aquí solo, sino con mis compañeros, irías a sonreír al internado. Ahí te harían hombre, y a tu mamita le chutarían el acelerador; y si, con un poco de suerte, salieras algún día del internado, te convertirías en un buen cazador de ratas. Tienes que tener buen olfato para los tuyos, y la Falange te utilizaría para caza de madriguera, te mandaría a sitios donde nadie es capaz de meterse, y nos sacarías de ahí, agarrados por el pescuezo, cachorros marrones desgañitándose, a los que también les sacaríamos a golpes los recuerdos, les bajaríamos los humos y les enseñaríamos a perseguir a sus semejantes, hasta legalizar a todos los bastardos y exterminar a sus padres, hasta liberar Europa…».

—¿Quién es Annelie aquí? —grita por la puerta de la consulta una enfermera negra de bata desaseada—. La doctora ha dicho que lo suyo es urgente, pase.

Me quitan a Annelie y ya no tengo a quién agarrarme.

—¿Van a tener un peque? —me pregunta la hindú del sari, acercándose.

—No lo sé —contesto.

—¿Está nervioso? Veo que está nervioso. No se preocupe, todo irá bien.

Y habla, y habla, mientras le acaricia la cabeza a su hija de dos años. La niña tiene los ojos de color gris claro, el cabello duro, como si fuera de nanofibra, y recogido en dos coletas enormes. Al final caigo: Europa es su nombre.

—Cuando estaba embarazada de Europa, tenía mucho miedo. Sangraba a menudo —me confiesa la india no sé por qué—. Mi marido tiene un trabajo peligroso, nunca sabes si está vivo o lo han matado. Esperándolo, se me agotaban los nervios. Una vez lo dejaron en el umbral de la puerta moribundo, tenía en el vientre un agujero del tamaño de un puño. Yo estaba de seis meses. Localicé a una enfermera, lo agarramos de pies y manos y lo llevamos al médico, que estaba veinte plantas más arriba. Cuando llegamos, pensé: «Ya está, he perdido al bebé». Tenía las piernas llenas de sangre. Pero ella es fuerte. ¡Aguantó! Los niños quieren vivir, sí señor, no es fácil hacer que se mueran.

—Gracias —digo, aunque me apetece decirle «cállate».

—Es tan tierno que hayas venido a acompañar a tu chica. ¡Qué guapa es! ¿La quieres?

—¿Yo?

—Si estás nervioso, entonces sí que la quieres —afirma con certeza la hindú—. Estoy segura de que tendréis chiquillos muy guapos.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Cuando hay amor, nacen hijos bonitos —dice con sonrisa.

—¡Sonia! —Se asoma una enfermera—. Pase a la revisión.

—¿Se queda con Europa? —La hindú se levanta—. Usted no le da miedo.

—¿Y por qué le iba a dar miedo? Pero…

Pero antes de que me dé tiempo a decir que no, la madrecita desaparece en uno de los despachos. Europa, sin pedir permiso, se me sube en el regazo. Me sudan las sienes. Las rodillas se me duermen y me empiezan a arder, como si en vez de una personita me escalara un demonio hindú.

—¿Cómo te llamas? —pregunta el demonio sin mirarme.

—Eugène —contesto.

—Méceme, Eugène.

Pofavó. ¡Enga! ¡Quiero como él! —Europa señala con el dedo al negrito.

Pesará unos diez kilos… más una tonelada. La pierna se me está a punto de descuajeringar. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? Levanto y luego bajo la rodilla.

—Meces mal —dice el demonio con desilusión.

El negrito le saca a Europa su lengua morada. El bebé de alguien estalla en llanto, aumentando el volumen y soltando florituras estridentes. La madre no consigue tranquilizarlo y, pasados unos minutos, lo deja de intentar. El aullido, agudo como el de un taladro, se me incrusta en el oído, me atraviesa el cerebro, se me clava en el fino hueso del cráneo, perforándolo desde dentro.

—¿Estás mal? —me pregunta Europa con su acento pueril.

—Estoy en el infierno —confieso.

—¿Y qué es eso?

Estoy aquí por Annelie. Porque no soy capaz de dejarla.

—No te pongas malo,

pofavó —pide la niña y estira un bracito para acariciarme la cabeza.

Tiene los dedos candentes. Me toca el pelo y mi pelo se prende en llamas. Quiero que se me baje de las rodillas. Tengo la espalda empapada.

El pequeño babuino de lengua morada aprovecha mi estupor convulsivo, salta de los brazos de su mamá, se me sube a la espalda y me desabrocha la mochila. Lo cojo del brazo, lo bajo de un tirón del sofá y se lo pongo en las narices a esa babieca.

—Tome eso y vigílelo, ¿vale? ¡Me quería robar! Ya de pequeños los enseñan…

—Eugène.

Annelie está junto a mí, pálida, seria. Se tambalea.

—¿Estás bien?

—No. No del todo. —Se muerde el labio—. ¿Puedes pagar la consulta? No tengo comunicador…

—Ah… Eso. Claro. Te…

Me mira los labios con atención, como si estuviera aturdida y no oyera mi voz.

—Me han dicho que no podré tener hijos.

—… dejan marchar o aún tenemos que… —intento terminar la frase.

—Nunca.

La cola formada por organismos unicelulares inmediatamente se convierte en un solo organismo cubierto de oídos y ojos; nos apuntan con todas sus antenas, pseudópodos y demás prolongaciones sensoriales a la vez; primero se queda en silencio, absorbiendo lo que acaba de oír, luego empieza a digerirlo con un ligero runrún. A todos les importa que Annelie ya no vaya a poder tener hijos.

—Pues… Venga. Voy. ¡Baja!

Me libro de Europa y voy a pagar la consulta.

Entonces, la vida de Annelie no corre peligro; yo temía que lo que le hicieron esos bestias fuese mucho más grave. Y los hijos… Un montón de gente se esteriliza voluntariamente para no arriesgarse. Por lo menos ningún cabrón como Rocamora volverá a gastarle semejante broma; ni los Inmortales tampoco podrán acusarla de nada. Ser estéril significa ser eternamente joven, siempre bella, siempre sana. Todo hay que pagarlo, eso sí. Pero ¿acaso se puede pagar un precio más barato por la inmortalidad?

—¿Es usted su novio? Lo siento —suspira la enfermera al cobrar.

—¿Lo siente?

—¿No se lo ha dicho? —La enfermera se tapa la boca con la mano amarillenta—. Tiene ahí… Hemos hecho todo lo posible…

—¿Se refiere a la infertilidad?

—Claro, esto no es más que una consulta ginecológica, pero se lo van a decir en otro sitio también. ¿Qué le pasó? Pobre chica… Se la puede enseñar a otros especialistas, por supuesto. Si encuentra algún obstetra… Pero la doctora dice que en su caso no hay opciones.

—Pues si no hay, no hay. Así no hace falta usar anticonceptivos —digo, encogiéndome de hombros.

La enfermera no contesta nada, sólo hincha las aletas de la nariz y se pone a pelear con su ordenador antediluviano. Ya no existo para ella.

Vuelvo con Annelie. Tiene la mirada vacía, vagando por los carteles divulgativos colgados en las paredes.

—He terminado. ¿Vamos?

Me gustaría saber adónde iremos ahora.

Pero vamos a ningún lado. Annelie no puede dejar de recorrer con la mirada los carteles. Son las etapas de formación del embrión. Muy interesante.

—¿Annelie?

—Sí. Vale. —Pero no se mueve.

Olvido a la pequeña Europa, engancho a Annelie y la remolco hacia la salida. La cola de gente no deja de escrutarnos con sus ojos-antenas; se llama compasión, ¿no? «Metéosla por donde os quepa». Doy un portazo.

Vamos avanzando como podemos: Annelie no para de tropezar, las piernas no le obedecen. Unos veinte pasos más adelante, se me escurre y se sienta en el suelo.

—¿Te encuentras mal?

—Ha dicho que nunca, ¿verdad?

—¿Ha dicho quién? ¿De qué hablas?

—Ha dicho que no tendré hijos nunca.

—¿Es por eso? Pero qué más te da…

—Si yo no lo quería. Para nada… —masculla tan bajo que casi no la entiendo, tengo que acuclillarme a su lado—. ¿Quién va a querer tener un hijo…?

—Pues entonces. ¿No ves que es una tontería?

—Fue por casualidad. Se me olvidó tomar la píldora… Me daba miedo decírselo a Wolf. Pero antes no quería, no lo necesitaba, pero ahora… Han decidido por mí. Han decidido que jamás voy a tener hijos. Es raro.

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