Futu.re

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XV. El infierno

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Nos hemos sentado en un mal sitio. Huele a mierda, a los dos lados hay puertas de madrigueras, de las que sale un humo dulzón y asoman unas jetas sospechosas que nos observan con curiosidad, una curiosidad ávida y maliciosa.

—Levántate —le digo—. Levántate, tenemos que irnos.

—Es como una condena. Incluso si algún día me apetece, no los voy a poder tener… ¿Cómo se pueden decidir esas cosas por alguien?

Van saliendo de sus guaridas uno por uno, esos chacales pálidos, descoloridos en la penumbra, porque el sol y el cielo esos mismos bellacos los taparon con grafitis. Tienen los brazos a la altura de las rodillas, las espaldas encorvadas, llevan toda la vida reptando. Nos recorren con su mirada furtiva de arriba abajo, primero a mí, luego a Annelie, nos estudian, calculan por dónde asaltarnos, en qué parte del cuerpo clavarnos los dientes, cómo sacarnos las entrañas.

—¡Annelie!

—Jamás los voy a tener —repite—. ¿Por qué?

Tres, cuatro, cinco… Son hindúes. Sus perras todos los años les traen nuevos cachorros, y de alguna forma hay que darles de comer. Si me quitan el comunicador, sus pequeñas Europas van a poder jalar plancton durante un mes entero. Luego robarán a alguien más.

—¡Levántate! Escúchame… La enfermera me ha dicho que te puede ver algún otro doctor. Algún especialista…

—¡Eh, turista! ¿Te has perdido? —me dice uno de ellos, de barba rala y crespa—. ¿No necesitas un guía?

—Me gustaría saber —me responde Annelie—. ¿Era niño o niña?

—No me hace falta —le digo al hindú—. Ya nos vamos.

—¡No lo creo! —Otro, de turbante verde, se rasca la entrepierna a lo mono y salta hacia delante.

Me quito la mochila de un tirón. Son cinco. Con dos podré seguro, empezaré por el más cercano, necesito el táser…

Y de pronto, el del turbante me echa en los ojos un líquido corrosivo. Me escuece como si fuera ácido, siento que el coco se me parte por la mitad, me quitan la mochila de las manos, me desplomo.

—¡Hijos de puta! —aúllo.

Me pongo de pie, me froto los ojos, sigo llorando como un descosido; me tambaleo, pierdo por completo la orientación; oigo sus balbuceos y me lanzo hacia ellos a ciegas. Suelto puñetazos al aire.

—¿Qué tenemos en el bolsito, eh?

—¡Suelta! ¡Devuélvemelo, cabrón!

Si abren mi mochila… Si ven lo que llevo ahí…

Me acuerdo de aquellos ahorcados; la sección de Pedro. Tenían las barrigas hinchadas, los genitales azules e inflamados: antes de ajusticiarlos los desnudaron, les dejaron sólo las caretas de Apolo. En cada cuerpo pusieron con un rotulador «Os decía que era Inmortal». Para llevarse los cadáveres, una unidad especial del ejército tuvo que asaltar las favelas. Qué vergüenza.

—¡Dejadlo en paz! —Es su voz. La voz de Annelie.

—¡Annelie! ¡Lárgate de aquí! ¡Corre! ¿Me oyes?

—Ven aquí, bombón… Te vamos a descorchar. El tuyo ya ha perdido la puntería.

—¡Hala! ¡Pero si aquí…!

—¡¡¡Annelie!!!

—Mira lo que nos trae.

A mí sólo me ahorcarán. Pero ¿qué hará esta chusma con ella, con Annelie? Me doy vueltas con las manos abiertas, de pronto siento con los dedos unos cabellos húmedos y rizados. Enseguida los agarro, y estampo la cara del desconocido contra la rodilla: se oyen crujidos y gritos. Al instante me arrojan al suelo y un zapato me pisa la frente, las mandíbulas, me tapo como puedo, un dolor lacerante me atraviesa las costillas, me siguen cayendo lágrimas…

—¡¿Annelie?!

—¡Radj! ¡Radj, haz algo! —grita una mujer.

Un disparo, dos, tres.

—¡Mohammad! ¡Han matado a Mohammad!

—¡Hindi! ¡Están aquí los hindi! ¡Llama a los nuestros!

—¡Oye, rubio! ¿Puedes correr? —Un hombre me agarra de la mano y me levanta del suelo.

Mis huesos son de bambú, peso cien kilos, el bambú sólo es hierba hueca, los huesos no soportan mi cuerpo, pero tengo que sostenerme. Tengo que correr. Parpadeo, asiento con la cabeza.

Acabo de ver un resquicio del mundo. Otro.

—¡Cógelo! —ruge la misma voz—. ¡Larguémonos!

Unos dedos finos se entrelazan con los míos. Reconozco el tacto de Annelie.

—¡Mi mochila! ¡Tienen mi mochila!

—¡Déjalo, tenemos que pirarnos!

—¡No! ¡No! ¡Mi mochila!

—¡No entiendes! ¡Tú, hindi, no sabes quién es…!

Disparo. Alguien se atraganta con sus palabras, tose, vomita; otro disparo.

—¡Toma! —Me ponen en los morros un trapo, es mi mochila—. ¡Nos largamos! Vienen más…

Corro hacia la nada detrás de un lazarillo, palpo el saco: sí, la careta está en su sitio, y el contenedor plano, y el táser. ¡Estoy salvado! Muevo las piernas lo más rápido posible. Annelie me guía, y todo el rato oigo a mi lado la voz femenina que antes gritó «Radj, haz algo», y las maldiciones roncas del hombre que me ha ayudado a ponerme de pie, que ha disparado. Sus pasos se mezclan con otros pasitos rápidos y ligeros. ¿Quiénes son? ¿Quién es esta gente?

—¡Si llegamos a la cinta transportadora, estaremos salvados! —promete el hombre—. ¡Pasaremos un par de bloques y estaremos en nuestra torre! ¡Allí no se atreverán a meterse!

Detrás suenan unos estallidos, disparan pistolas artesanas. Nos están persiguiendo.

Tropiezo, pero no me caigo, no debo caerme, porque si nos alcanzan, nos destrozarán.

—¡Mira! ¡Vienen los nuestros! ¡Somnath! ¡Somnaaaaath! ¡Vienen los pakis! ¡Los pakis!

—¡Son ellos! Es Radj con los suyos… —oigo delante—. ¡Son los nuestros!

Oigo pisadas que nos vienen al encuentro, alaridos de una o dos decenas de gargantas. Y yo —ciego— lo siento con la piel: por delante del tropel que nos viene a salvar, como una onda explosiva, rueda una ola de ira.

—¡Somnaaath! ¡¡¡SOMNAAAAATH!!!

Por nuestro lado pasan corriendo unos demonios invisibles, nos envuelven en un halo de aire incandescente y de sudor, nos rozan con los hombros, nos aturullan con sus alaridos de guerra… y se van. Y después, cuando ya estamos a salvo, escondidos en algún lugar, detrás de nuestras espaldas una ola humana colisiona con otra y empieza una batalla —encarnizada, atávica, desesperada— en la que seguramente alguien va a morir. Pero no voy a ser yo, no va a ser Annelie.

—¿Cómo están tus ojos? ¿Mejor?

—Sí. Ya veo.

—¿Vas a comer? Tenemos arroz con clara de huevo y curry.

—Gracias, Sonia.

Aquí todo huele a curry. Las cinco habitaciones de este piso antiguo de techos altísimos, las molduras agrietadas, los papeles pintados de las paredes; todo el aire, aparte de su composición química habitual, incluye también las moléculas de curry; también están marinadas en las especias todas las personas que se hacinan en este piso, no sé si son cien o doscientas.

Y esos hologramas con la imagen de un antiguo templo o castillo de cuento que están por todas partes: paredes de color amarillo oscuro, cúpulas achatadas llenas de picos, una torre gruesa de punta redonda, y todo eso parece estar hecho de arena mojada, ya que el mar está justo a sus pies. La boina del edificio está coronada por una enorme bandera triangular. Este templo-castillo está multiplicado en miles de réplicas: vistas nocturnas a la luz de los focos; vistas diurnas, cuando el mar parece estar hecho de acero; matutinas, con los primeros rayos del sol rojizo que penetran la arenisca de sus muros. La misma imagen se repite en las postales, carteles electorales con inscripciones en una lengua desconocida, en fotos, torpes dibujos infantiles, imanes de cocina y hologramas móviles en tres dimensiones. La imagen de la bandera triangular que se agita al viento.

La espaciosa vivienda de cinco habitaciones está dividida en pequeñas células. Unas jaulas de barrotes soldados ocupan todo el espacio, desde el suelo hasta el techo. Cada una mide un par de metros de ancho y un metro y medio de alto; las jaulas no se cierran, no tienen puertas siquiera, las paredes reticulares sólo hacen falta para marcar el espacio. Así, cada centímetro del apartamento se aprovecha, y lo único que se comparte es el aire; desde el suelo, a través de los tres niveles, se puede ver el techo. Los niños, ágiles como macacos, trepan de arriba abajo por las redes, juegan al pillapilla, visitan las jaulas de sus amigos y las de los desconocidos, se cuelgan boca abajo, agarrándose con las piernas de los travesaños. Desde los niveles superiores me observan unos ojos infantiles, abajo unas ancianas juegan a los dados, unos chiquillos saltan por encima de ellas; en una de las jaulas se ha metido una parejita y se están besando delante de todo el mundo, un coro de niños les dedica unos estúpidos versículos sobre el novio y la novia. Todos son atezados, de ojos marrones y pelo negro.

No hay electricidad; bajo el techo enhollinado cuelgan unas lámparas de queroseno, cocinan también en el fuego. En la cocina mugrienta hay hileras de cubos con agua verdinosa y un barril de queroseno.

Estoy en el salón ante una mesa grande de plástico blanco; en el centro, una extraña figura con cuerpo de persona y cabeza de elefante.

A mi lado está Annelie. A la izquierda de nosotros, la niña de ojos azules llamada Europa y su madre Sonia, la que dijo que Annelie y yo íbamos a tener un hijo bonito. Enfrente, una rubia de bote impresionantemente bella, a pesar de su maquillaje de ramera y, aunque parezca raro, está en avanzado estado de gestación, incluso se ha tenido que alejar de la mesa, tan grande tiene la barriga. Y hay otras quince personas por lo menos: un anciano de barbas blancas y cejas negras, su esposa arrugadita, de nariz aguileña y pelo recogido en moño, recta y soberbia; y más gente de todas las edades, todos están cacareando, comiendo con las manos el arroz, riéndose y riñendo al mismo tiempo.

Imperceptiblemente, todos se parecen. Eso me llama la atención. Los comparo, les mido las facciones, busco el parecido: ojos, narices, orejas; hasta que por fin me doy cuenta de que es un clan. ¡Es una familia! Tres o cuatro generaciones viviendo juntas, como en la edad de piedra, como los cavernícolas. El piso que no se sabe cómo acabaron ocupando no es más que una caverna; en lugar de pinturas rupestres, tienen por todas partes los dibujitos del templo. Los niños, los padres, los abuelos, ¡todos juntos y revueltos! ¡Salvajes!

Alguien me toca el brazo.

Lo retiro bruscamente como si me hubiera picado un bicho.

—Relájate. Puedes estar tranquilo, estás a salvo, hermano —me dice una sonrisa.

Es Radj. El que tiroteó por mí a los papiones colocados. El que me salvó de la soga. Para el que no soy nadie. Fornido, rapado al cero, con la barba trenzada, lleva una funda bajo el brazo y, en ella, una pistola de mango niquelado con incrustaciones negras.

—Gracias. —La lengua no quiere hacerme caso, pero la obligo a moverse—. Si no fuera por ti, me habrían jodido.

—Los pakis se han subido a la parra —dice meciendo la cabeza y masticando el oloroso arroz amarillo—. Si no hubiera ido a buscar a mi mujer —Radj señala con la cabeza hacia Sonia—, le habrían hecho daño también.

—¿Cómo estás? —le pregunta Sonia a Annelie, abrazándola.

—No lo sé —responde.

—¿Qué más da lo que haya dicho el doctor? Cada uno dice lo suyo. ¿Quieres que te busquemos a alguien que te mire?

Annelie no contesta.

—¡Eh, chaval! ¡Come, anda! —me grita desde la otra punta el vejete—. ¿Qué dirá la gente? Que Devendra invita a la gente y no le da de comer. ¡Nosotros no somos pakistaníes! No me hagas pasar vergüenza, come, por favor.

Para poder hablar se detiene después de cada tres palabras y coge aire. Además, ronca con tanta fuerza que se nota que tiene los pulmones tan agujereados como un colador.

—¡Sírvete, no te cortes! —me anima un jovencillo con gafas; se nota que es un empollón y que algún día será abogado—. ¿Cómo te llamas, amigo?

—Yo…

—¡Eugène! —responde por mí la niña llamada Europa—. Se llama Eugène.

Qué cómodo: ya no tengo que mentir, otras personas mienten por mí.

—¿Qué haces en la vida, Eugène?

—No tengo curro.

Aquí todos son desempleados; lo único que quiero es ser como ellos.

—Yo soy magnate del porno —dice el otro, subiéndose la montura de las gafas—. Ésta es mi mujer, Bimby. —Acentúa la primera sílaba, mientras acaricia los dedos de la preciosa embarazada, que está a su lado—. ¡Aquí estoy, esperando la aparición del heredero!

Empiezo a coger el arroz con los dedos sucios —igual que todos ellos, del mismo cuenco— y me lo meto en la boca. Los granos están pegados con una pasta amarillenta; es mejor no pensar qué ingredientes secretos usan aquí. Y esa clara de huevo, ¿de dónde van a sacar dinero para comprar huevos de verdad?

Está muy rico.

Meto la mano en el cuenco otra vez. Me lleno la boca.

—¡Pruébalo! —le digo a Annelie mientras mastico, pero no me hace caso.

—Come, por favor —le pide Sonia—. Si no, el abuelo se molesta.

Entonces, Annelie parpadea y se mete en la boca un puñado de arroz.

La verdad es que no hemos comido nada en todo el día, salvo una bolsa de saltamontes, helado y una manzana sintética. Yo no puedo parar de masticar. Tiene verdura, también algo de marisco… ¿De dónde? Cojo otro puñado.

—¡Así me gusta! —se ríe con dificultad el viejo de barbas blancas—. ¡Ya es otra cosa! ¿De dónde sois, hijos?

—Yo soy de aquí, del Eixample —contesta Annelie—. Del barrio libanés.

—Está cerquita —dice el viejo Devendra tosiendo.

—Los árabes no nos quieren —comenta Radj taciturno—. Ellos son como los pakis, ¿verdad? Un musulmán defiende a otro musulmán.

Antes, en el paso subterráneo, tomé a unos pakistaníes por hindúes. Los que me echaron líquido corrosivo en la cara —aquella jauría andrajosa— eran pakis. Y los que nos salvaron —Radj, su mujer Sonia, Europa y todos los que están aquí— son hindúes.

No es tan raro que los haya confundido, se parecen unos a otros como gotas de agua, pero no existen enemigos más implacables. Los hindúes y los pakistaníes ya llevan tres siglos en guerra; hace tiempo que sus países fueron reducidos a cenizas, pero la escaramuza aún sigue. No existen los estados ni sus gobiernos, fueron exterminados por completo los ejércitos, arrasadas las ciudades y quemados vivos todos sus habitantes; ahora los hacendosos chinos están adaptando a sus necesidades el desierto radiactivo que antes fuera el Gran Indostán. De dos pueblos numerosísimos quedaron tan sólo puñaditos de refugiados esparcidos por el mundo, que se enzarzan en una lucha descarnada en cuanto se cruzan sus caminos. Nosotros pensamos que Barcelona es parte de Europa; en realidad, por aquí, por estas calles, aceras agrietadas, cintas transportadoras destartaladas, escaleras y rampas, está trazada la frontera invisible entre la India desaparecida y el fantasma de Pakistán.

Desvaríos demenciales.

—Ella no parece árabe, Radj —dice Sonia tocándole la mano.

—No soy árabe —contesta Annelie—. Mi madre trabaja allí en una misión de la Cruz Roja. Es médica.

—¿Y tú de dónde eres? —El vejete se aplica la mano a la oreja peluda—. ¿Eh, niño?

Annelie tiene madre.

Su madre trabaja en la Cruz Roja. Atiende gratis a los ilegales. Está en un barrio vecino. Está viva. Annelie se crió en un internado, pero sabe quién es su madre y dónde vive. Su madre no murió. Aquí está su casa.

La tierra, ensartada en un eje sin engrasar, frena con un chirrido y se para; los océanos se desbordan, los continentes se aplastan unos contra otros, las personitas ruedan por el suelo. Siento un escalofrío.

—¡No mientas! —ladro—. ¿Cómo te atreves?

—No miento —contesta Annelie con calma.

—¡Eh, niño! ¿Estás sordo? Sonia, coge mi audífono y regálaselo al niño…

—No mientas tú tampoco. —Annelie me clava la mirada.

—¡Yo no soy de aquí! ¡Soy de Europa! ¡De la Europa de verdad! —Lo digo así para que me oiga con sus viejas orejas peludas.

—¡Ahí va! ¿Y para qué te has metido en el culo del diablo? —se interesa el anciano.

—No podía dejar a Annelie sola —digo, soportando la mirada de la chica.

—Son novios y se quieren. Son novios y se quieren —canta una vocecilla debajo de la mesa.

—¿Y qué clase de médica es tu madre? ¡Anda, improvisa! —gruño.

—Especialista en medicina reproductiva.

—¡Qué casualidad! ¿Y por qué no fuiste a ella para resolver nuestro problema? ¿Qué mejor que confiar semejante asunto a la mamaíta? —Yo no me oigo, pero todos los de la mesa ya nos están mirando con ojos desorbitados.

De pronto me atiza una bofetada con el dorso de la mano. Lo hace tan fuerte que se me saltan las lágrimas, se me duermen los dientes y los labios.

—¡¿Y tú se lo confiarías a la tuya?! —pronuncia en voz baja, pero con furia.

—¡Mi madre la palmó! ¡Y menos mal!

Y todos en la habitación se callan, como si les cortaran las cuerdas vocales. El viejo Devendra frunce el ceño, Radj empieza a ponerse de pie, Sonia agita la cabeza con preocupación, los niños debajo de la mesa se callan, las ancianas dejan de jugar a los dados.

—¿Cómo puedes hablar así de tus padres? —pronuncia Radj con estupefacción.

—¡No es asunto tuyo! ¿Vale? —Yo también me levanto—. ¡Me abandonó al destino!

—Estás sangrando. —Sonia me tiende una servilleta—. Límpiate.

—No hace falta. —Le aparto la mano de un empujón—. Tenemos que irnos.

—¡Estás en nuestra casa! —Radj me intercepta la muñeca, la agarra con fuerza; tiene la voz quebrada—. Eres nuestro huésped. Por favor, compórtate.

—¿Por qué co…?

¿Por qué coño me han salvado? No tendrían que haberme traído a su casa. ¿Para qué cojones me han invitado a comer? ¿Estaban esperando que me pusiera a menear la cola?

—¡Oye, niño! —chirría el viejo—. Espérate. Ven aquí. No te enfades. Acércate. No solemos tener muchas visitas. Cuéntale al viejo cómo va vuestra Europa… ¡Ves que ya estoy pisando la tumba, pero todavía no he pisado Europa!

—¡Abuelo! ¡Déjate de sandeces! —le grita Radj desde el otro lado de la mesa—. ¡No vamos a permitir que te mueras!

Aquél se atraganta con una risa seca.

—¿Cuántas veces te lo he dicho, pequeño? No quiero vivir siempre. ¡La eternidad es un aburrimiento!

—¡No le hagas caso al viejo! —dice la decrépita mujer de Devendra—. Es mentira y coqueteo. ¿Quién no quiere vivir eternamente?

Annelie se mira la mano: se le han quedado marcas de mis dientes.

Me levanto y me acerco a Devendra.

—¡A ver, quítate de aquí! —Echa de la silla de al lado a un chiquillo con la nariz rota.

El pequeño, en vez de obedecer, se suena la nariz, pero el viejo le suelta un sopapo y al gamberro no le queda otra opción que cederme el asiento.

—Siéntate.

La silla que ha quedado libre es de plástico, blanco y mugriento; la de Devendra, a su vez, es diferente. Es una antigua silla metálica, aparentemente nada valiosa, está desconchada y tiene las patas torcidas; pero el hindú la ocupa con tanto garbo como si de un trono se tratara. Además, brilla. Devendra la habrá salpicado de agua mientras se la servía. El mueble despide un olor extraño, curiosamente conocido. Es el óxido, me viene a la mente. Así huele el óxido.

—Te peleas con tu amiguita —dice con voz trémula—. Es normal. Me agrada saber que allá, al otro lado del muro transparente, sois personas normales, iguales que nosotros. ¿Tomas una copa conmigo?

A mano tiene una botellita de aspecto peculiar. Antes de que le responda, Devendra vierte un chorro de algo opaco en un vaso vacío, me lo acerca, luego se sirve a sí mismo.

—¿Qué haces, viejo? ¿Qué te ha dicho el médico? —lo riñe la mujer.

—Esto no se puede, aquello no se debe… ¿Para qué vivo entonces? ¡Y éstos además me sugieren que viva eternamente! —Señala a Radj con la cabeza, brinda conmigo y de un trago se bebe medio vaso de brebaje—. ¡Por tu salud!

Huele fatal. Pero el anciano, tras limpiarse la boca, me mira con tanta guasa que no me queda otra opción que coger aire y beberme la pócima, quemándome los labios reventados.

Parece que he tragado agua hirviendo; siento cómo el bebedizo me baja por el esófago, cómo hace coagular proteínas por el camino y mata las células del epitelio.

—Setenta grados —comenta el viejo con orgullo—. ¡

Eau de vie, agua viva!

—¡Aguardiente casero! —grita Radj—. El agua viva la tienen los burguesitos de Europa.

—¡Pues que se atraganten con ella! —vocea en respuesta Devendra—. Ven aquí, nieto.

Radj se aproxima a nosotros; pero a mí no me mira.

—¡Bebe, anda! —El viejo le sirve medio vaso—. Mira dónde estoy sentado.

—En una silla de metal, abuelo —masculla Radj con aburrimiento, como si esta conversación ya la hubiera tenido miles de veces; el vaso lo sujeta en la mano.

—Exactamente. ¿Y sabes —dice Devendra dirigiéndose a mí— por qué estoy sentado en esta silla, eh? Está coja, chirría como mi mujer con los dientes, está oxidada por completo, se está deshaciendo, pero sigo sentado encima de ella.

Me encojo de hombros; el agua viva se mezcla con mis propios jugos, se evapora y sus efluvios me inflan la cabeza.

Annelie está hablando con Sonia, ésta le acaricia las manos, Annelie asiente con la cabeza; estoy seguro de que percibe mi mirada, pero no quiere encontrarse con ella.

—¡No me gustan los compuestos! —explica el anciano—. El material compuesto no se oxida. Pasarán cien mil años y vuestras sillas seguirán iguales que antes. ¡Caerán imperios, la humanidad se exterminará, pero en medio del desierto quedará esa silla de mierda! —Mueve la cabeza de una forma especial, a lo hindú; la barbilla se mueve hacia los lados, pero la coronilla permanece inmóvil—. Tomemos otra.

—¡Para! —chirría la vieja nariguda.

Devendra se limita a lanzarle a su mujer un beso. Nos sirve primero a mí, luego a Radj y, por último, llena su propio vaso.

—Son sillas para dioses, no para humanos —concluye—. ¡A vuestra salud!

Radj bebe, pero mira a su abuelo con preocupación. A mí ya me da igual todo.

—¡Pero nosotros no somos dioses, niño! —El anciano resopla de placer y entorna los ojos—. Por muchos mejunjes que nos metamos en los cuerpos, son timos. Las sillas de plástico eterno no son para nuestros traseros. Necesitamos sillas que nos recuerden ciertas cosas… ¡El hierro oxidado es el material idóneo!

—Pase lo que pase, abuelo, te conseguiremos su agua —insiste Radj—. Voy a disolver con ella tu potingue, rejuvenecerás unos quince añitos, entonces podrás despotricar tranquilamente de lo bueno que es morirse.

—¡Eres tú quien se empeña vivir eternamente! —se ríe Devendra—. Eres joven, y aun así te parece poco.

—¡Me empeño! ¿Por qué sólo los burgueses pueden vivir siempre? ¡No es justo! ¡Míralo! —Radj me da un empujón en el costado, pero sin malicia—. Puede ser que te doble la edad, y tú no paras de llamarlo niño.

—¿Éste? ¿Crees que no soy capaz de distinguir a un chaval de un carcamal? No, nieto, una persona no envejece por fuera, sino por dentro. ¡Y a este crío le veo las entrañas! —Devendra me zarandea el pelo.

Si estuviera en mi estado habitual, de tanta confianza se me erizaría el vello en el pescuezo, pero la poción india me ha diluido los sesos. No puedo cabrearme.

—¿Qué te apuestas? —vocifera con brío Radj—. ¿Cuántos años tienes, amigo?

—No soy un niño —respondo.

—¿Cuántos? ¿Veintitrés? ¿Veintiséis? —intenta adivinar el viejo.

—Veintinueve.

—¡Veintinueve! ¡Eres un crío! —se parte de risa Devendra.

—Amigo, ¿de verdad eres de ahí? ¿De la gran Europa? —me pregunta alguien.

El estudiante gafotas se nos acerca y trae también la silla para su mujer preñada. Ésta se abanica con sus pestañas, grandes como alas de mariposa, coqueta, como si no notara para nada el embarazo.

—De verdad —contesto vacilando.

—¡Qué guay! —exclama el empollón frotándose las manos—. Oye, tengo que hablar contigo. Necesitamos un colaborador ahí, al otro lado.

—¿Para traficar con droga? —bromeo.

—¡Qué va! A eso se dedica Radj. Es especialista en perico. Yo hago cine. Él es hombre de negocios, yo soy más de arte.

—Yo la verdad es que me quiero pasar al tráfico de agua —confiesa Radj no sé por qué—. Pero lo controlan todo los árabes, y están con los pakis, así que no nos metemos… Ni nos la venden.

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