Futu.re

Futu.re


XVI. Reencarnación

Página 37 de 66

Los pakis se han llevado a rastras a los que no se habían chamuscado del todo. Los demás están allá abajo, humeando y enfriándose. Se acabó. Por la ventana abierta entra una humareda pegajosa. «Tenías razón, Annelie». Seguro que aquí, en el fondo, las personas tienen alma. Míralos, todos quieren ir al cielo, pero se estampan contra el techo y lo tiznan.

De la habitación llena de jaulas se oye un lamento bajo y prolongado. Me vuelvo boca abajo, doblo las piernas y me levanto. Hay que seguir luchando, han herido a alguien más, alguien más morirá.

¿Dónde está mi mochila? ¿Dónde está mi táser? O que me den una pistola, sé manejar armas…

—¿Dónde están los pakis? ¡¿Dónde?! —Zarandeo a Hemu, le miro a los ojos a través de los cristalitos empañados—. ¿Quién está herido?

—¡Es mi mujer! ¡Es Bimby! —Se agita—. ¡Está pariendo!

Annelie parpadea. Se endereza y, caminando con timidez, va hacia donde suenan los gritos, como si la estuvieran llamando a ella. La sigo como un perro atado con una correa.

Bimby se ha guarecido en el rincón más alejado, tiene las piernas dobladas, la espalda encorvada, lleva la entrepierna tapada con una sábana sucia, estirada sobre las rodillas separadas, y una tipa vieja le hurga ahí, como si estuviera jugando a las casitas con una niña.

—¡Venga! ¡Vamos, hija! —anima la partera a Bimby, húmeda de terror y sufrimiento; el pelo teñido está enmarañado, el maquillaje, corrido por el sudor y las lágrimas.

Annelie se queda parada frente a ella, arrobada.

—¡Agua! ¡Trae agua! ¡Agua hervida! —le grita la comadrona.

Annelie va a por el agua.

—¡Ya sale la cabecita! —anuncia la vieja—. ¡¿Dónde está el agua?!

—¡Ya sale la cabecita! —Hemu me da una palmada en el hombro—. Oye, amigo… Creo que voy a echar las tripas, estoy nervioso… ¿Por qué hay tanta sangre? —pregunta de repente—. ¿Por qué sangra tanto?

—Tú, en vez de despotricar, podrías traer agua. ¡Venga! ¡Vamos, nena! ¡Empuja! —reparte órdenes la partera.

Bimby chilla, la anciana se mete de cabeza en la jaima formada por el trapo y las piernas abiertas, Annelie trae una tetera, la tarasca de pelo blanco y desgreñado sirve un juego de sábanas limpias, Hemu cacarea algo sobre la sangre, detrás de mí se pone Radj, hecho enteramente de brea, y en sus ojos apagados empieza a brillar de nuevo una llamita, diferente, feliz.

—¡Mira! ¡Mira qué cosa! —La partera saca de la jaima un monigote huesudo y arrugado, envuelto en una película de sangre y flema transparente, y le da una palmada en el trasero púrpura. El monigote empieza a chillar a pleno pulmón—. ¡Un guerrero!

—¿Qué es? ¿Un niño? —pregunta Hemu con incredulidad.

—¡Es un chaval! —dice la vieja nariguda.

—Yo lo… Le quiero poner… ¡Que se llame Devendra! —dice Hemu—. ¡Devendra!

—¡Que sea Devendra! —aprueba Radj.

Sus ojos brillan como la flema expulsada de la madre. ¿Quizá el pequeño Devendra haya nacido por los ojos de Radj y Hemu, bañado en lágrimas de su bisabuelo?

—A ver, tenlo… —La partera tiende al recién nacido a Annelie—. Hay que cortar el cordón…

Annelie se tambalea, no sabe cómo coger al bebé.

—¡A mí me da miedo! —confiesa Hemu—. ¡Se me va a caer! ¡O le romperé algo!

Entonces lo cojo yo. Sé sujetarlos.

No para de maullar, es un gatito ciego embadurnado en vete tú a saber qué porquería; su cabeza es más pequeña que mi puño. Es Devendra.

—De verdad se parece al abuelo —solloza Hemu—. ¿Verdad, Radj?

Luego me lo quitan, lo lavan y se lo entregan a la exhausta madre, Hemu le da a Bimby un beso en la coronilla y por primera vez toca con mucho cuidado a su hijo…

«Así se multiplican —me digo a mí mismo—. Delante de tus narices».

«¿Los odias? ¿Te da pena no poder sacar de la mochila el escáner, comprobar a todas estas mujeres, muchachas, niños, bandidos barbudos? ¿Te arrepientes de no poder inyectarles a todos una dosis de muerte?».

No sé por qué, pero en lugar de odio siento envidia. «Te envidio, pequeño Devendra: tus padres no te meterán en un internado. Y si vienen aquí los Inmortales, estos hombres de barbas largas les dispararán y les echarán queroseno ardiendo por las ventanas. Es cierto que no podrás vivir eternamente, pequeño Devendra, pero tiene que pasar mucho tiempo para que lo entiendas.

»Ah, y otra cosa: para mí, el día de hoy ha durado más que toda mi vida de adulto. Así que, puede ser que ni siquiera necesites la inmortalidad, Devendra».

Abrazo a Annelie. Al verse entre mis brazos, se agazapa, pero no intenta liberarse.

—¿Has visto qué minúsculo es? —suspira ella—. Es increíble lo diminuto que es…

Y sólo después llegan los refuerzos tardíos. Rodean el edificio, suben al piso, compadecen, felicitan. Las mujeres ponen la mesa, unos tipos serios con turbantes llenan las estancias, fuman en la escalera, abrazan a la alelada Chajna, que hace dos horas aún tenía marido, que se ha fundido en cuerpo y alma con sus enemigos ahí abajo, no hay quien lo despegue.

—¡Mira, mira! ¡Ya abre los ojos! ¿Es normal eso, eh, Janaki? ¡Qué prematuro!

Bimby mece al bebé, se lo aprieta contra el pecho vacío; las ancianas cuchichean: todavía no hay leche. Los hombres llenan los vasos de plástico de brebaje turbio, más peleón y más amargo que el aguardiente casero que me dio ayer el buen anciano.

De todos los catres, de todas las jaulas, salen muchachos, niños, viejos. El ácido olor a miedo se esfuma, se ventila; lo sustituye el rancio tufo de la victoria.

—¡Por Devendra! ¡Por vuestro abuelo! —brama un hombretón cejijunto—. Perdonad que hayamos llegado tarde.

—Ha muerto como un héroe, como un hombre —ruge un tigre de pelaje blanco cubierto de cicatrices—. Ha muerto por Somnath. Brindemos por Devendra.

—¡No quería morir! —aúlla la vieja Chajna—. ¡Eran bravuconadas, mentiras! Le decía yo: «Cállate, no enojes a los dioses». Pero él, erre que erre…

Pero los hombres-tigres no la oyen.

—¡Aquella tierra es nuestra! ¡Nuestra desde siempre! No es de los pakis apestosos ni de los chinos que la están ocupando. Aquello no es Indochina, ni lo será jamás. ¡Por la Gran India! ¡Volveremos!

—¡Por la India! ¡Por Somnath! —retumban las voces.

—¿Por qué lo ha hecho, abuela? —pregunta Radj—. ¡Podría seguir viviendo! Le íbamos a conseguir el agua, yo ya se la había encargado…

—Porque… —La abuela Chajna lo mira y hace con la cabeza un enigmático gesto—. Porque los hijos no deben morir antes que los padres, Radj. Te matarían… Los provocó adrede.

—¡Yo no quería eso! No quería que el abuelo diera su vida por la mía. —Radj aprieta los puños—. Estábamos a punto de solucionarlo. Ya habíamos encontrado el agua para él. Y para ti. ¡Ya la teníamos!

—Yo… Yo no quiero… —dice Chajna con voz apagada—. ¿Qué haré sin él?

—¿Qué está diciendo, abuela? —Sonia alza los brazos—. ¡Qué disparates!

—Él sabía que si Radj hubiera abierto la puerta, habríamos muerto todos. Hizo rabiar a los pakistaníes. Lo hizo adrede. Para que Radj no los dejara entrar —suspira Hemu.

—¿Quién oyó sus palabras? —musita Radj—. ¿Qué les dijo?

—Devendra dijo: «mientras el templo sagrado de Somnath esté en los corazones de sus hijos, estará en la India» —repito las palabras del viejo.

—¿Quién es ese? —farfullan los barbudos, al interrumpir la conversación sobre la inminencia de una gran guerra.

—Es nuestro amigo y hermano —pronuncia Hemu con firmeza—. Me ha ayudado con el queroseno. Se arriesgó por nosotros.

—¿Cómo te llamas? —me interroga un tipo jorobado con crines negras.

—Yan.

—Gracias por ayudar a los nuestros. Nosotros no hemos podido, pero tú sí.

Le respondo con una inclinación de cabeza. «Si no fuera por mí, el viejo seguiría vivo, hermano. Pregúntale a Radj, él sabe cómo empezó todo, pero también está bebiendo a mi salud con los presentes. Si me ha perdonado, si todos los que están aquí son así de magnánimos…».

De pronto siento un escalofrío, porque entiendo que acabo de presentarme con mi auténtico nombre.

«¿Has oído, Annelie?».

Pero Annelie tiene la mirada clavada en el comunicador de Sonia, se muerde el labio.

—Ahora eres uno de nosotros. —Hemu me da una palmadita en el hombro—. Que sepas que siempre tendrás aquí una casa.

Levanto el vaso. Tengo que emborracharme como un cerdo. Olvidar lo que acabo de decir, entonces los demás también olvidarán lo que han oído.

—Gracias.

—Hermanos —dice Radj levantando un brazo—. El abuelo Devendra decía: «Nacimos en unos tiempos de mierda, en un lugar de mierda. ¿Por qué temer a la muerte si la siguiente vida puede ser cien veces mejor que ésta? La próxima vez vendré al mundo cuando nuestro pueblo sea feliz». Así decía.

Chajna llora a lágrima viva.

—Y es curioso. El hijo de Hemu nace justo en el momento en que esos comemierdas matan al abuelo. Él era un buen hombre, no como nosotros. Estoy seguro de que debió de reencarnarse en otra persona inmediatamente. Además, es por algo que mi hermano le ha puesto a su crío el nombre de Devendra.

Los barbudos escuchan esas pamplinas y asienten con la cabeza. No me aguanto y miro con el rabillo del ojo al minúsculo bebé llamado Devendra. Está junto a mí, en brazos de su madre, seria y cansada. Mira hacia la nada… tiene mirada de anciano, una turbia mirada de persona moribunda. Siento cómo, de pronto, se me pone la piel de gallina.

—Devendra está aquí con nosotros. Su sangre corre por las venas de este pequeño y quizá, se encuentre dentro de él. No creo que quisiera alejarse mucho de los suyos, de nosotros… —Radj está hablando y le tiembla la voz—. Y si es verdad, si está entre nosotros… esta vida de perros está a punto de acabar. Pronto llegará la liberación. Puesto que el abuelo decía que se iba a reencarnar cuando nuestro pueblo consiguiera la felicidad.

—¡Por Devendra! —retumba el coro de voces masculinas—. ¡Por tu hijo, Hemu!

Bebo por Devendra. Annelie bebe.

Puede ser que, algún día —me miento a mí mismo—, volveré, o volveremos, aquí a este piso extraño con olores foráneos y templos desconocidos en las paredes y puede ser que una de estas jaulas sea nuestra. Es el único lugar donde me han invitado a vivir, donde me han reconocido como suyo, me han llamado amigo y hermano, incluso si sólo se trata de un rito.

Quizá, en la otra vida.

—¿Cómo estás? —Le pongo a Annelie la mano en el hombro.

—Wolf no responde.

—A lo mejor…

—No responde. Me está pasando todo esto, y él no está. Estás tú, un extraño, un desconocido. ¿Por qué tú? ¿Por qué Wolf no está aquí? —solloza ella.

Sonrío. Siempre sonrío cuando duele. ¿Qué más podría hacer?

—¡Por el pequeño Devendra! —gritan las mujeres.

—Lo tengo claro. —Annelie se limpia los mocos con la manga—. Ese doctor se puede limpiar el culo con su diagnóstico. Es imposible que yo no pueda tener hijos. No puede ser. Iré con mi madre. Si hace milagros, que me ayude a mí. Quiero que esa vieja víbora me eche una mano. Nadie me va a decir cómo tengo que vivir. ¿Está claro?

—Sí.

—¿Vienes conmigo? —Annelie deja su vaso encima de la mesa—. ¿Ahora?

—Pero si estamos esperando a tu… Wolf.

—Eres su amigo, ¿verdad? —Se aparta el pelo de la frente—. ¿Por qué siempre intentas defenderlo? Que si es esto, que si es lo otro, que si lo persiguen, que si está en peligro. ¿Qué clase de hombre es ese que entrega a su novia a unos violadores? ¿Eh? ¡¿Qué clase de persona es?!

—Y no… no soy su amigo.

—Entonces ¿por qué me sigues por todas partes?

Hasta hace poco me sentía con fuerzas y tenía imaginación, pensaba que le podría mentir eternamente. Y ahora lo que quiero es ponerle la cabeza en el regazo y que me acaricie el pelo. Para que todo lo que llevo dentro se caliente y se suavice.

—¿Quién eres entonces, eh? ¿Quién eres, Eugène?

—Soy Yan. Me llamo Yan.

—Y qué es…

Interrumpe la frase justo por donde empieza el troquelado de los puntos suspensivos. Frunce el ceño. Luego los ojos se le ponen como platos y le tiemblan las pupilas.

—Entonces tenía razón. Tu voz…

No puedo confirmar ni negar nada. Todo el valor que tenía lo he gastado en descubrirle mi nombre. Y aquí estoy, frío, asustado, aturdido.

—Me acuerdo de ti.

Annelie se vuelve y mira a los anfitriones.

Los hombres discuten sobre la guerra, cotillean, dicen que vendrá a Barcelona el presidente de Panamérica, Ted Méndez; las mujeres, todas al mismo tiempo, le aconsejan a Bimby cómo hacer que le suba la leche.

Mi mochila la llevo encima y en ella, las pruebas de mi culpabilidad. Hace unos segundos yo era su amigo y hermano, pero si ven mi careta y el inyector, me lincharán en el acto. Ahora le pertenezco a ella.

Soy idiota.

Soy un idiota cansado y miserable.

—¿Fuiste tú quien soltó a Wolf? ¿Y fuiste tú…?

Digo que sí con la cabeza.

Soy un flojo. Un gallina.

Sus ojos marrón claro se oscurecen; las orejas y las mejillas se le ponen moradas. Me parece oír cómo se le eriza el vello en el pescuezo. La envuelve un campo eléctrico.

—Entonces… No eres un espontáneo.

—Yo…

—Es una trampa, ¿verdad? ¡Estás esperando a Wolf!

—Le dejé marchar, ¿no te acuerdas? Él no tiene nada que ver…

Le tiendo la mano, ella se tambalea y recula.

—¡Aquí no me podrás hacer nada!

—No sólo… aquí. —Sonrío—. En ningún lado. No soy capaz.

Me duelen los pómulos y los labios de tanto sonreír.

Annelie parpadea. Recuerda algo… Todo.

—Entonces ¿al final no te escapaste del internado? —pronuncia despacio, mirándome con atención.

—Lo intenté —digo—. Pero no lo logré.

Se muerde las uñas. Los hindúes barbudos hablan sobre lo inútil que es el presidente americano, sus mujeres no paran de alabar al bebé silencioso. Así se decide mi suerte.

—¿Por qué me sigues? —repite de nuevo Annelie, pero le cambia la voz; está casi susurrando, como si fuera nuestro secreto.

Me encojo de hombros. Me doy cuenta de que me tiembla un párpado. Nunca me había pasado antes.

—No puedo… No puedo dejar que te vayas.

Ha pasado un minuto, más o menos; la mirada de Annelie es como un palo con una carlanca para adiestrar a los animales, me tiene enganchado por la garganta y mantiene la distancia.

—Vale —dice ella por fin—. Si no me puedes dejar… ¿Te vienes conmigo? ¿Allí? ¿Te vienes? Yan… si no estás aquí por Wolf…

—Sí.

Sí voy. No porque de lo contrario me vaya a entregar a los dueños de la casa, eso ya no me importa ni me asusta; sino porque me acaba de llamar por mi nombre y me invita a ir con ella.

—Entonces vámonos.

Nos despedimos con unos besos de Sonia, le damos las gracias a Radj, le prometemos a Hemu que lo contactaremos sin falta para ayudarle a montar el negocio de sus sueños, le deseamos al pequeño Devendra felicidad y salud. La niña llamada Europa ya no me parece un demonio; le acaricio el pelo y no me pasa nada.

Chajna, la viuda, está en el balcón y susurra algo con la mirada clavada en los rescoldos.

Podría también despedirme del viejo Devendra, de él y de otros a los que ayudé a morir, pero me da miedo volver a vomitar si veo otra vez la carne quemada. Simplemente no me apetece sentir de nuevo el amargor en la boca.

Nos marchamos.

Por una escalera de caracol, subimos hasta el desván, a la salida de emergencia; Annelie camina delante de mí, en silencio. De pronto para y se da la vuelta:

—Enséñame lo que llevas en la mochila.

Todavía no se lo cree; pero ya es tarde para cambiar el rumbo del juego. Yo no lo quería, pero ahora que se sabe toda la verdad me siento muy bien, como bajo los efectos de los antidepresivos. Me quito la mochila del hombro, la abro y le enseño la cabeza de Gorgona.

Annelie se queda de piedra… pero sólo por un momento.

—Se te ha encendido el comunicador. Es un mensaje.

Y, como si se le hubiera olvidado lo que acaba de ver, sigue trepando. Yo toco la pantalla del com.

Sí, es un mensaje.

Remitente: Helen Schreyer.

«Quiero más».

Ir a la siguiente página

Report Page