Futu.re

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XVIII. Mamá

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Mamá

L’Eixample no queda lejos. Aunque avanzamos por el mismo fondo, a través de la cochambre y el caos, y a pesar de que dos veces nos intentan atracar, llegamos a la misión sanos y salvos. Es un edificio de formas insólitas, deteriorado por el tiempo y por el descuido del hombre, entre dos ventanas sin cristales se extiende un paño enorme con una cruz y una media luna rojas. El tinte se ha oscurecido y se ha vuelto pardusco, como la sangre derramada hace tiempo.

Ni siquiera pienso en el mensaje de Helen; Helen ahora no cabe dentro de mí, estoy completamente ocupado por Annelie.

Hasta el umbral de la misión la chica llega a paso firme y sin decir ni una sola palabra, pero en la puerta se detiene de repente. Se da la vuelta, me mira, con un movimiento pensativo se palpa el vientre. En ese instante, dentro de la casa se oye a un niño llorar; Annelie se arregla el pelo y abre la puerta de un empujón.

Entramos en un recibidor, luego en un pasillo largo, que parece el de un hospital de guerra de los que salen en películas antiguas. Pero en lugar de heridos, a lo largo de las paredes están sentadas y tumbadas mujeres embarazadas, exhaustas, sudorosas, de miradas turbias. Los ventiladores traquetean y dan vueltas sobre sus pies tambaleantes, haciendo correr inútilmente el dióxido de carbono por la habitación; es imposible combatir ese bochorno infernal. Las hélices se esconden tras unas redecillas a las que están atadas unas cintas de papel agitadas por el viento exánime. De esta forma, por lo menos, se consigue espantar a los enjambres de moscas que intentan posarse sobre las mejillas y los pechos de las visitantes. Huele a orina: las mujeres no se atreven a abandonar la cola.

A los dos lados hay habitaciones. En una de ellas un bebé estalla en llantos agudos, luego otro, después todo un coro. En la siguiente se oyen gemidos y juramentos: alguna estará pariendo. Pasamos al lado de unas negras gordas desmayadas, saltamos por encima de unas tipas pelirrojas de ojos vidriosos, por detrás nos lanzan improperios en un dialecto muerto, porque no respetamos el turno.

Puedo entender la necesidad de que nazca un pequeño Devendra, ya que su pueblo es muy poco numeroso y cada guerrero nuevo es bienvenido. Pero ¿por qué les da por parir tanto a las demás?

—Voy a ver a mi madre —se justifica Annelie—. La doctora es mi madre.

Las piernas que obstaculizan el paso se encogen, los insultos se van convirtiendo en susurros reverenciales. Nos abren paso sin ningún problema. Nos piden que seamos misericordiosos. Algunas nos endilgan billetes arrugados de países desaparecidos hace tiempo, como si fuéramos unos sacerdotes que tienen acceso al altar de la diosa y a los que hay que complacer.

Por fin llegamos a la consulta.

Annelie no llama a la puerta, simplemente tira del pomo y de repente nos convertimos en espectadores de una inspección ginecológica. Una mujer con mascarilla de cirujano se da la vuelta, por poco la aplastan unas piernas color chocolate, gordas y arrugadas, que terminan en unos talones amarillos.

—Fuera…

—Hola, mamá.

La negra arma un follón, Annelie se cruza de brazos y se muerde el labio; se niega a marcharse. Pero su madre se obstina y lleva la revisión a su final. Me quedo con Annelie, pero me siento como un cretino e intento apartar la mirada, a pesar de la famosa fuerza de atracción de los agujeros negros.

Una vez acabada la función, Annelie y yo nos vemos irradiados por una onda de furia y salpicados de abundante saliva. La gorda sale cojeando de la consulta y la madre de Annelie, tras convencer a una mulata enjuta de que la sustituya, por fin se quita el bozal.

No se parecen en nada.

Es morena de tez blanca, algo más baja que su hija e incluso un poco más esbelta, pero tiene unas manos bastas y los dedos se ven fuertes. Cuesta creer que alguna vez haya tenido un parto: tiene unas caderas estrechas, es flaca, seca, desengrasada. No tiene esos ojos rasgados, que tanto me llamaron la atención en Annelie, ni los pómulos altos. Es hermosa de verdad y —a pesar de todo su cansancio— parece joven. A la mayoría de nosotros la vacuna nos hace estancarnos a la altura de los treinta, pero la madre de Annelie no aparenta más de veintidós.

¿No será un error?

—¿Quién es? —Me señala con la cabeza.

—Se llama Yan. Es un amigo.

—Margó. —Se mete en la boca un caramelo—. Es guapo. ¿Nueva adquisición?

—No me importa tu opinión.

—Pensé que querías presentárselo a tus padres.

—¿Cómo que a mis padres?

—Otra vez estás de mala leche. Toma, un caramelo. Es de menta.

—La última vez me invitaste a tabaco. ¿Lo has dejado?

—Las pacientes se quejan.

—Algunas se merecen que les den humazo.

—Intento ayudar a todas.

—¿Y qué tal tus resultados? Antes alcanzabas un niño y medio por día.

—Ahora dos y medio. Vamos mejorando.

—Siempre he querido saber qué hacéis con el medio que queda.

—Cariño, la gente me está esperando. ¿Vienes por algo serio o sólo quieres charlar? Podéis pasar por casa esta noche, James y yo…

—Vengo por un buen motivo. Quiero subir tus índices.

—¿Cómo dices?

Annelie la mira de hito en hito. Los labios mordidos le están sangrando.

—O sea —empieza Margó—, ¿estás…?

—No lo sé. Me lo dirás tú.

—¿Ahora? ¿Yo?

—Sí. Ahora mismo. Antes de que cambie de opinión.

—Si quieres, te echará un vistazo Françoise, ella también… —Margó se levanta.

—No. Yan… déjanos, por favor. Vamos a jugar a las mamás.

Y me quedo esperando en el pasillo; otra vez solo entre embarazadas. Se me posa una mosca en una mano, levanto la otra para aplastar al bicho, pero enseguida se me olvida para qué he hecho el movimiento. La mosca se frota las patitas delanteras, dos mujeres árabes con chador hablan con voces masculinas en su idioma que se compone sólo de vocales. Una vez por minuto, el ventilador, situado a unos tres metros de mí, arroja en mi dirección una porción de aire caliente y se vuelve hacia otro lado, en la calle se oye un canturreo gangoso, en la lejanía retumban unos tambores. El pelo rojizo de las mujeres brilla por el sudor; a una de las pelirrojas le falta una mano.

Pero yo no estoy aquí, estoy allí, con Annelie.

Que le diga esa furcia paliducha que todo irá bien. No sé por qué, de repente, me empieza a importar tanto; y no es que piense en un bebé desgañitándose hasta ponerse morado, ni en Rocamora, que algún día se lo ayudará a fabricar. Simplemente Annelie tiene que conseguir lo que quiere, aunque sólo sea una vez. Esta chica ha sufrido demasiado. Si le apetece tanto aprender a quedarse preñada, pues que aprenda.

Se me posa en la muñeca otra mosca, aún más gorda que la primera, y trepa hacia su amiga haciéndome unas cosquillas asquerosas; las sigo amenazando con la mano.

Annelie no me ha echado. No me ha delatado ante nuestros recién adquiridos hermanos. A lo mejor es porque todavía no ha llegado el momento de deshacerse de mí, porque todavía no ha decidido si me puede utilizar de alguna forma o no. O porque, tal vez, me considera no sólo como un violento o un violador, o un guardaespaldas, sino porque…

La mosca más gorda se sube sobre la otra por detrás; ésta intenta quitársela de encima, pero no es más que coqueteo; ambas zumban lujuriosamente, sacuden las alitas como si quisieran echar a volar, pero el amor terrenal les impide despegar. Me apetece aplastarlas de un golpe, pero no puedo. Hay algo que me lo impide. Agito la mano y los bichos emprenden una persecución, copulando directamente en el aire.

La puerta se abre de golpe. Margó, amordazada, llama a la enfermera para que haga no se qué análisis; parece más pálida que antes. Una asiática rechoncha empuja hacia la consulta un aparato antediluviano con sondas y monitores, éste rechina al saltar sobre el suelo desportillado. Respetuosamente, la mujer manca señala con el muñón la máquina, intercepta mi mirada y dice, esperando una aprobación:

—¡Qué buen equipo! —Su acento es tan marcado que las palabras parecen estar cortadas por una hacha.

—Últimas tecnologías.

Mi respuesta la anima; parece que tiene ganas de cháchara.

—En mi país teníamos un médico para todo el barrio. Era un buen doctor, pero no tenía medicinas. Y el único aparato que tenía era un tubito de plata. Herencia de su padre.

—¿Cómo? —Le presto atención—. ¿Qué tubito de plata?

—Un tubito. Para curar la difteria.

—¿Qué es difte…? ¿Cómo era?

—Difteria. Es cuando la garganta se cubre de una película, es una enfermedad. La persona se empieza a ahogar y se muere —explica con ganas la manca—. Allá muchos la padecen.

—¿Y para qué sirve el tubito?

—Se lo meten al enfermo en la garganta. Rompen la película. Así puede respirar por el tubito, hasta que se pase la enfermedad. La película huye de la plata.

—Es una superstición. Esa enfermedad no existe —digo con seguridad.

—¿Cómo que no, si mi hermano se murió así de pequeño? —masculla.

—Entonces ¿por qué el doctor no lo salvó con su tubito?

—No pudo. Se lo habían quitado los recaudadores de impuestos. Era de plata.

—¿Y dónde pasan esas cosas? —pregunto.

—Somos de Rusia —sonríe la manca.

—¡Ah! Ya sé, ahora tenéis…

En esto la otra pelirroja se agarra la barriga abombada y nuestra charla mundana se interrumpe. Empiezan a balbucir algo en su idioma de leñadoras, la enfermera asiática salta de la consulta y, con el rostro impávido, lleva a rastras a la que tiene las dos muñecas enteras hacia la zona de partos, o como se llame ese rincón. La manca, tropezando, corre detrás de ella, rogándole, por lo visto, que aguante un poco.

La puerta de la consulta de Margó se queda entreabierta. A mí no me ha llamado nadie, pero quiero saberlo todo. Me escondo y escucho.

—¿Quién te lo ha hecho? —pregunta la madre de Annelie—. ¿Qué ocurrió?

—¿Qué más te da? Sólo dime lo que tengo.

—Hay que esperar los resultados de los análisis, pero… Pero según la eco…

—¡No me hagas rabiar! ¿Puedes sólo…?

—Lo tienes todo desgarrado, Annelie. Los órganos están destrozados. La matriz… ¿Cómo te lo hicieron?

«Lo sé, Annelie. Lo puedo contar yo. Tú no debes recordar aquello…».

—Con el puño. Llevaba algo en los dedos. Anillos. Pulseras. Y con otras cosas —articula con total serenidad.

Durante unos segundos la madre parece fingir conmiseración, pero la voz con la que continúa se enfría y se vuelve rotunda.

—Está empezando a infectarse. Hay que extirpártelo, Annelie… Esterilizar.

—¿Cómo que esterilizar? ¿Qué significa eso?

—Escucha. Lo que tienes ahí ahora… Creo que… Dudo que algún día puedas…

—¿Crees o dudas? Dímelo claramente, para eso he venido aquí. Nadie me lo dirá más claro que mi mamaíta. Tú sí que no me vas a infundir vanas esperanzas. ¿Verdad? ¡Dímelo!

—Temo que… —Margó rompe el envoltorio de un caramelo—. Qué demonios. No podrás quedarte embarazada. Con el amasijo que tienes dentro… Es lo que te puedo decir.

—¿Y qué más? ¿Tú tampoco puedes hacer nada? ¿Tú, santa, milagrosa? ¡¿Eh?! ¡¿Tú, que tiene una lista de espera de cien años?! ¡¿Por qué se vuelven locas por venir aquí si no eres capaz de ayudar a tu propia hija?!

—Annelie… No te imaginas cuánto lo siento…

—Espero que lo sientas, porque tu estirpe también se acabará. No sé si tenías ganas de jugar con los nietos, pero ahora se acabó…

—Dios… —tartamudea Margó—. ¿Qué vida llevas? ¿Cómo te pudo pasar eso? Yo pensaba que te habías ido a Europa… Que estabas bien colocada…

—Te lo cuento. Mi maromo me dejó preñada y a nuestra casa fueron los Inmortales. ¿Te suena la historia? Pero en lugar de la inyección lo solucionaron todo con el puño.

—Pobrecita mía…

—¿Tienes tabaco?

—He dejado de fumar. Y lo he tirado todo. Tengo caramelos, ¿quieres?

—¡Me dan náuseas tus caramelos! ¿De qué me sirven tus caramelos?

Quiero entrar. Agarrar a esa zorra paliducha del cuello, llenarle la boca de sus caramelos malditos y metérselos hasta la laringe.

—Los Inmortales… Qué horror… No debías haberte marchado. Aquí nunca vienen. Tú podrías…

«Ahora ya sabes dónde esconderte de ellos, ¿eh? Ahora que tu marido está enterrado y tu hija ya ha pasado por el internado, te das cuenta. Entonces ¿por qué dejaste que Annelie se marchase a nuestro país maravilloso? ¿Para qué la estás sermoneando ahora?».

—Lo pasado, pasado está. ¡Déjate de ceremonias, mamá! Soy capaz de dibujarme yo misma una vida feliz, no tengo problemas con la imaginación. ¡Tengo problemas con la matriz! Entiendo que esto no cambiaría mucho tus estadísticas, y sin embargo… ¿No se puede hacer nada?

Se oyen unos pitidos.

—Espera. Están listos los análisis. Las hormonas y… —Margó se pone a teclear—. Y el cuadro bacteriano… La sangre…

«¡No me agobies! ¡Dime qué ves ahí!».

—Te voy a recetar unos antibióticos… Para evitar septicemia y… unos analgésicos.

—¿Y qué? ¿Qué me va a pasar luego?

—Pero de todos modos te recomiendo que te operes. La amputación…

—¡No!

—¡Que no vas a tener hijos, Annelie! Ahora hay que minimizar los riesgos…

—¡Trae para acá tus puñeteras pastillas! ¿Dónde están?

—Escúchame…

—No vas a decidir por mí. Mi vida es mi vida, jamás has intervenido en ella, ni vas a decidir lo que me va a pasar y lo que no. Trae las pastillas. Me voy.

—De verdad lo siento. Aquí están… Toma. Y éstas. Dos veces al día. Oye… ¿Por qué no pasáis a vernos esta noche? James y yo ahora vivimos juntos. Nuestro piso está aquí mismo, encima de la misión…

—Déjame el comunicador.

—¿Qué?

—Que me dejes tu comunicador.

Y otra vez igual. Oigo a Margó desabrochar la pulsera. Annelie resopla nerviosamente mientras consulta su correo.

—Gracias. Gracias por todo, mamaíta.

—¿Vendréis? Termino a las diez…

Annelie sale volando al pasillo y da un portazo tan potente que se desprenden unos trozos de moldura. Salimos a la calle, con los dedos temblorosos rompe los envoltorios de las pastillas, se las pone en la lengua seca y traga con dificultad. Parece que no tiene ni la menor idea de cómo actuar a partir de ahora.

—¿Adónde vamos ahora? —Le toco ligeramente el codo.

—Yo, a ninguna parte. Tú, a donde quieras.

Enfrente hay un puesto de

shawarma libanesa.

—Espérame aquí.

Vuelvo con un té y dos rollos humeantes. El piso de arriba de la cantina es una pensión cucarachera para putas, increíblemente cara, con habitaciones para dos personas; al menos, en medio de toda esta confusión infernal se puede echar un polvo sin que haya testigos.

—¿Qué te parece si descansamos un poco, eh?

Le da igual. No hay conserje, la entrada se paga en una máquina. Los tabiques son finísimos, llenos de fotos de tías despatarradas, será para aportar romanticismo al ambiente; el cuarto es como mi armario de grande: sólo cabe la cama. Pero —sorprendentemente— hay una ventana, una ventana de verdad, que da justo a las puertas de la misión. Annelie lo primero que hace es correr la cortina.

Le endoso el

shawarma.

—Espero que no sea de carne humana —bromeo.

Lo muerde y se pone a masticar… pero se le olvida tragar el bocado.

—La tendría que haber palmado como la tuya —dice Annelie—. Cada vez que la veo, pienso que mi padre no tendría que haber aceptado la inyección por ella. «James y yo…».

—Y con tu padre… ¿Os llevabais bien? —Me cuesta hacerle la pregunta.

—Mi madre ni siquiera quería que naciera. Insistió mi padre. Vivían entonces en la Gran Europa, en Estocolmo. Se quedó embarazada, quiso abortar. Mi padre decía que no, que se iban a escapar a Barcelona, o a cualquier otro lado, y que iban a vivir como vivía la gente antes, en familia. Pero mi madre estaba esperando que saliera una plaza en una clínica de cirugía plástica. Grande y prestigiosa. Había estado años detrás de ella. Y no pensaba ir a Barcelona, claro. Pero mi padre insistió tanto que al final aceptó. Así me lo cuenta. Muy sincera ella, ¿no te parece? Pero se negó a marcharse de Estocolmo. La plaza se quedó vacante cuando le faltaba justo un mes para dar a luz. Le dijeron que no podían esperar tanto. Ella encontró un paritorio clandestino, le hicieron una cesárea. A los tres días ya estaba trabajando.

—No te pareces a ella en nada —digo.

—¿Y por qué me iba a parecer a ella? —se ríe Annelie—. ¿Acaso me vio alguna vez? Estaba ganando dinero, mientras mi padre estaba conmigo. Me cambiaba los pañales, me bañaba, me daba el biberón, me enseñaba a gatear, a sentarme, a ponerme de pie, a caminar, a mear en el orinal, a lavarme las manos, a hablar, a leer, a cantar, a dibujar. Por las noches me acostaba y me contaba cuentos.

Me sigo llenando el estómago de carne fría. Me empieza a picar todo el cuerpo y me tiembla un párpado.

—El que más me gustaba era el de la niña Annelie. Había varios sobre ella, pero en uno Annelie se enteraba de que, en realidad, era una princesa y sus padres eran los reyes. Entonces me enfadé con él. Dije que no quería ningún rey, que con mi padre me bastaba. Y me puse a contárselo a mi manera. Y luego lo fuimos completando y continuando por turnos. Era muy divertido. Era el mejor de todos. Pero no me acuerdo cómo terminaba. Pensé que, en cuanto escapara del internado, lo encontraría y se lo preguntaría.

Dejo el

shawarma. No tiene sabor. Bebo un sorbo de té, está frío.

—Cuando encontré a mi madre, se lo pregunté. Ella me dijo que no tenía ni idea, porque nunca había conseguido salir del trabajo antes de las once y cuando llegaba a casa yo ya estaba acostada, porque alguien tenía que ganar dinero para mantener la familia, y que el que no sabía hacer otra cosa que contar cuentos se quedaba en casa y contaba cuentos. ¿Por qué me iba a parecer yo a mi madre? Soy igual que mi padre.

—Tuviste suerte.

—¿Qué?

—Por lo menos le puedes atizar un puñetazo en la jeta.

—Todavía no me he atrevido. Aunque hoy he estado a punto. «Pensé que querías presentárselo a tus padres…».

Tomo más té.

—Me habría gustado conocer a tu padre.

Annelie suelta una risilla:

—¿Y al tuyo no?

—¿Para qué? No tengo nada que decirle. Sólo le preguntaría una cosa: ¿por qué tengo estas napias?

Annelie se tumba en la cama. Mira hacia el techo, lleno de goteras amorfas y amarillentas, regalo de los vecinos de arriba.

—Ahora no deberías estar aquí conmigo, ¿verdad? —me pregunta Annelie—. Estás infringiendo esas normas tuyas, ¿no?

—El Código.

—¿Y no te preguntará nadie qué hacías en Barna con la novia de un terrorista?

—Ahora no pienso en eso.

—Bien hecho. Hay cosas en las que nunca hay que pensar.

Annelie suspira y se pone boca abajo.

—Tienes una nariz bonita. ¿Es una fractura? —Me pasa los dedos por el tabique.

—Sí. —Me aparto—. Gajes del oficio…

—Tu oficio. —Ella retira la mano, pensativa—. Pero seguro que a tu madre sí que le preguntarías unas cuantas cosas.

No pensaba intimar con ella, pero de alguna forma perfora un agujerito en mi caparazón. Esa historia estúpida sobre el cuento con el final olvidado… Por el agujero se asoma el Setecientos diecisiete. Está cansado de quejarse, sabe todas las respuestas de antemano.

—¿Por qué no declaró el embarazo? —me sonsaca Annelie—. ¿Por qué te entregó a los Inmortales?

—Para empezar, podrías preguntar por qué no usaba protección durante el apareamiento con desconocidos —contesta el Setecientos diecisiete con una sonrisa.

Hace un gesto de comprensión.

—¿Por qué no tomó la píldora cuando yo no era más que un cúmulo de células y no me enteraba de nada?

Annelie no interrumpe al Setecientos diecisiete y éste se enciende:

—¿Por qué no me sacó a cucharadas mientras yo no tenía boca? De esta forma no habría protestado. Y otra cosa, ¿por qué me tuvo que parir en casa y ocultarme de todo el mundo? ¿Por qué tuvo que esperar a que me incautaran los Inmortales y me metieran en el internado?

Annelie intenta añadir algo, pero ya no hay quien calle al Setecientos diecisiete. Se me crispan los dedos, estrangulan el

shawarma como si del cuello de mi madre se tratara; tengo las manos llenas de salsa blanca; la torta se desgarra descubriendo pedazos de carne.

—Aquel maravilloso lugar donde me iban a romper los dedos y restregarme la polla. ¡Donde me iban a encerrar en un ataúd de acero y dejar que flotara durante una semana en mi propia mierda! ¡Donde me iban a convertir en uno más! ¿Por qué no me pudo declarar según las normas, para que pudiera pasar con ella al menos una década? ¡Una jodida década legal!

Arrojo el

shawarma contra la pared, la salsa blanca chorrea por la cara de una de las modelos. Es una imagen ridícula y estúpida. Se me pasa el enojo. Mi confesión es denigrante y humillante; Annelie tiene suficiente con lo suyo. Qué vergüenza. Doy un paso hacia la ventana y me asomo a la calle bochornosa.

—¿Estuviste en la caja? —pregunta—. ¿En la cripta?

—Sí.

—¿Por qué?

—Intenté escapar. Ya te lo dije…

—¿Qué número tenías?

Abro la boca para decirlo y no me sale. Me resulta más fácil decir mi nombre que mi número. Antes era al revés. Hago un esfuerzo y exprimo:

—Siete. Uno. Siete.

—Yo era el número Uno. Guay, ¿no?

—Queda bonito.

—Precioso. La anterior Uno suspendió la prueba de la llamada y la mandaron a la escuela de monitores. El número quedó libre, pero también las yeguas de sus amiguitas. Esas rameras siempre me decían por lo bajo: «No eres la Uno de verdad, ¿te enteras?». Les encantaba acecharme en el cuarto de baño para cogerme del pelo y arrastrarme por el suelo. Así me quedó claro en qué me iba a convertir si me atascaba allí demasiado tiempo.

—¿Quién te dijo lo de los monitores? ¿Lo que pasa a los que suspenden la prueba de la llamada?

—Nuestra doctora —dice Annelie con una sonrisa torcida—. Le gustaba hablar conmigo.

Entre nosotros sólo se rumoreaba sobre aquello. Si suspendes la prueba, te quedas en el internado para siempre. Ser monitor es para siempre.

—Y nosotros teníamos a uno… Era tres años mayor que yo. El Quinientos tres. Siempre intentó trincarme. Si no fuera por él, tal vez no me habría atrevido a escapar. Le arranqué una oreja de un bocado.

—¿Una oreja? —Ella echa a reír.

—Que sí. Una oreja. Se la arranqué y la escondí. Y no se la devolví hasta que se pudrió.

De pronto esta historia me parece graciosa, tonta y graciosa. Le arranco a mi torturador una oreja de un mordisco y me escapo con ella en la boca. Cosas así no salen en el cine. Luego me doy cuenta de que Annelie también conoce al Quinientos tres.

—Y lo de la pistola… ¿también es verdad? ¿Encontraste la ventana y la agujereaste?

—¡Me escuchabas! Pensé que estabas pensando en tu Wolf…

—Te escuché.

—Sí. Lo de la pistola es verdad. Pero resultó que no era una ventana sino una pantalla. No pude llegar muy lejos.

—Eres un campeón. —Se me acerca, balanceando sobre el colchón desgastado—. Una pistola, una ventana. Eres todo un héroe.

—Un idiota.

Se sube al alféizar, dobla las piernas y se reclina sobre el muro.

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