Futu.re

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XIX. Basil

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I

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Basil

—¿Qué lugar es éste? —digo, mirando incrédulo a mi alrededor—. ¿Y por qué hay que apagar el com? ¿Es que nos van a buscar?

—¡Esto es Kino Palast! —Basil agarra por debajo un portier que llega desde el suelo hasta el techo y tira—. Estamos en el Palacio de Cine de Berlín.

El cortinaje resiste, cruje amenazantemente, esparce sobre nuestras cabezas kilos de polvo, pero Basil no se rinde, arrastra el faldón hacia el otro lado del escenario, hasta que suena un chirrido en la parte de arriba y el telón se desliza, descubriendo la mitad de una pantalla de un color blanco sucio.

—Creo que con esto tendremos bastante —vocea Basil.

—¿Para qué?

—Para hablar.

«Yo también tengo que hablar contigo».

El palacio está desvalijado: los asientos los arrancaron y se los llevaron, el parquet está levantado, las paredes de color azul oscuro se han llenado de grietas profundas; justo en el centro de la enorme sala, en un charco de diamantes, yace la lámpara derrumbada. Sus dimensiones son colosales, es de bronce y debe de pesar varias toneladas.

Tras las paredes se oye un zumbido grave y estallidos acompasados que hacen tambalearse la sala. Da la impresión de que perforan la tierra, encajando en los huecos resultantes pilotes, cuyo diámetro es igual al de la Luna. Al final no será necesario demoler el viejo edificio, se derrumbará solo a causa de las potentes vibraciones.

—¡Si estamos en una obra! —le digo a Basil—. ¿Para qué cojones nos hemos metido aquí? ¡No se puede entrar!

—¿Cómo que no se puede si ya estamos dentro? —Se me acerca con una sonrisa de oreja a oreja—. Aquí, dentro de un mes van a estar los cimientos de la torre Nuevo Everest, entonces sí que no habrá manera de entrar. Pero mientras… —Basil, como un anfitrión hospitalario, señala con la mano las dimensiones de su palacio.

—¡Oye! Los chicos no se lo merecen —continúo la conversación interrumpida—. Somos una sección. Los colegas te invitan a pasarlo bien, a despejar un poco los sesos después del trabajo, pero tú vas y…

—Puede parecer extraño —pone cara de asco—, pero no me apetece ver cómo el Trescientos diez se trinca a nuestras severas rameras de turno. Lo hace con una tristeza insoportable, sólo para que los demás sepan que no es impotente. Y los otros se ponen en círculo y aplauden al jefe.

—¡Basta! —lo corto yo—. Nadie te obliga a hacer lo mismo que ellos; además, hay buen surtido ahí. Está esa… Inés

la Acróbata. También Jane, de tetas enormes y durísimas.

—¡Qué rico lo pintas! —Basil me pone en la nariz el puño con el dedo gordo levantado—. ¡Cómo se nota que sois unos especialistas!

—¿Acaso no entiendes que resulta sospechoso? —Le aparto la mano de un empujón—. ¡Los de la sección no paran de hacerme preguntas! ¡No deberíamos ocultarnos nada!

—Yo sí. Tengo el pito pequeño. Me da vergüenza. No quiero que su aspecto le corte el rollo al Ciento sesenta y tres mientras le retuerce los brazos a alguna chiquilla llena de moretones maquillados.

—¡Anda y que te den! Me da asco hasta a mí…

—Pero de verdad, es una gilipollez ir de putas en fila y follar por turnos, como si estuvieras en un campamento haciendo flexiones. ¡Piénsalo! ¿Acaso en el Código está estipulado que el jefe de sección tiene que evaluar todos mis orgasmos?

—Ya creen que estás liado con alguien.

—¿Que estoy liado?

—Que te han visto con una mujer.

—Pues diles que en vez de caramelitos chupo píldoras de la placidez. Es bueno para la figura y no va contra las normas. ¡Bueno, basta de ñoñerías! Mejor mira lo que he desempolvado.

Pone en el suelo un extraño aparato con trípode, lo enfoca, busca algo en el comunicador…

—¡Sorpresa!

Un cono blanco alumbra el polvo suspendido en el aire, en la pantalla mugrienta aparece una ventana multicolor. Acaba de salir la secuencia de apertura, pero ya entiendo de qué se trata. Recuerdo cada imagen de memoria.

—¿De dónde lo has…?

Me incomodo, me avergüenzo; me siento culpable de haberlo acompañado hasta aquí; ¿para qué diablos quiere ver la de

Los sordos? ¡Hoy! ¡Aquí! ¡Conmigo! ¿Por qué me lo quiere recordar? ¿Querrá humillarme?

Y, sin embargo, no me muevo. Me quedo expectante.

Basil no responde. Se sienta directamente en el suelo, doblando las piernas a lo indio. Sigue con atención los créditos. Sonríe, se vuelve hacia mí, da una palmada en el suelo polvoriento, invitándome a unirme.

—Venga, siéntate. Que empieza. ¡Es versión completa!

Y aparecen… La casa, el césped, las hamacas-capullo, el osito, la bici, la pareja ideal, unos padres perfectos. ¿Hace cuánto que no los veo? Tal vez desde el momento cuando…

—¡Papá! ¡Papá! ¿Vamos en bici a la estación?

Salta a la pantalla un niño pijo de cinco años con pantalón corto y polo, lleva un corte de pelo elegante, sus manos impecables se apoyan en el manillar, tiene las uñas redondeadas y limpias. Me atraviesa un escalofrío.

—¿Quién es ese meón empalagoso?

—Tú tampoco te lo imaginabas así, ¿eh? —se ríe Basil—. No te preocupes, se lo van a cargar dentro de un par de minutos.

—¿Para eso nos hemos colado en esta obra?

Basil tarda en reaccionar.

—Vale, paremos aquí. Me da lástima el mamón.

Pone la pausa y nos toca el fotograma con vistas desde la ventana: las repeinadas crestas de las colinas, las capillas, las viñas, el cielo alto salpicado de cirros.

Afuera, con un estruendo ensordecedor, va cogiendo revoluciones una máquina horadadora, larga como el eje terráqueo, se hunde en el esponjoso suelo que sostiene el palacio y las paredes de éste se estremecen en convulsiones. Del techo se desprenden pedazos de hormigón y estuco.

—¡Este armatoste se va a derrumbar! —grito.

—¡No seas cagón! —me anima Basil—. Toma, dale un trago, a ver si te anima.

Y me tiende una botella. Es sintética, blanda, negra. Lleva una etiqueta con letras blancas: «Cartel».

—¿Qué brebaje es ése?

—¡Tequila!

—¿Tequila? ¿A las dos del mediodía?

—¡Sí! ¡Tequila, chaval! ¡A las dos del mediodía!

Se amorra al recipiente y, tras beber un trago largo, me pasa la botella. La observo con desconfianza; un refresco o una cerveza de arroz tienen un pase, ¡pero tequila!

Lo cato con cuidado. Una pócima amarga me raspa la lengua y la garganta, el sabor a rancio se incrusta en las papilas. El tequila tiñe de varios colores el aire que respiro, me asesta un puñetazo fulminante en la boca del estómago y otro en la nuca.

—¿Qué te parece?

—Una porquería.

—¡No seas marica! —Me quita la botella, se amorra de nuevo y me la devuelve—. ¡Venga, otro! ¡Es la mejor forma de sentir que sigues vivo!

Vuelvo a beber, pero el tequila me sigue pareciendo igual de malo; el mismo potingue barato que compran en máquinas expendedoras los que creen que la cerveza de arroz es demasiado floja.

El Novecientos seis pone la botella en el suelo, se arrodilla y se le dirige como si fuera un ídolo.

—Vivimos en peceras devorando plancton. ¡Por nuestras venas fluye sangre negra! —declama—. Tiempo ha que las arterias se nos enfriaron. Sin ti no habría quien sobreviviera. ¡Para que mi sangre vuelva a ser caliente, que alguien tequila me inyecte!

De pronto se postra ante la botella negra, que de verdad parece un pequeño y basto ídolo del Paleolítico.

—¡Oh, tequila, lija en mi garganta! ¡Ámbar fundido! ¡Llama de amarillo amargo! Por fin mis ardientes plegarias has oído. ¡Siempre he sido pez muerto, contigo un hombre me he vuelto!

—¿Qué herejías son ésas? —rezongo—. Dame un trago.

Ya tengo ganas de más brebaje. Quiero beber unos buenos tragos y volver a pasarle la botella al Novecientos seis, para que, de esta forma, lleguemos al denominador común. Quiero entenderlo. Quiero intentar comprenderlo.

—¡Es poesía! —dice Basil ofendido—. Es mi confesión de amor. Nadie me puede prohibir enamorarme del tequila.

—Payaso. ¡No tiene ni rima ni medida!

—Los payasos tienen derecho a amar a las payasas e, incluso, los más valientes se atreven con las equilibristas. Me encantaría ser un payaso de verdad.

—Te puede encantar lo que sea, pero que ni se te ocurra decirlo delante del Trescientos diez o el Novecientos…

—O delante del Siete, o el Doscientos veinte, o el Novecientos noventa y nueve. Lo mejor de todo, chaval, es hablar con uno mismo. Pero nunca en voz alta, no sea que…

Sin terminar de escuchar su perorata, destrono la botella del pedestal polvoriento y bebo.

Basil se sienta con las piernas cruzadas a lo indio justo enfrente del paisaje toscano.

—¿Recuerdas cuando nos soltaron del internado? ¿El primerísimo día? Pensé que lo primero que iba a hacer sería ir allí, a ese lugar. Ver cómo es de verdad. Cómo son las colinas, el cielo…

Lo recuerdo.

—Incluso te propuse que fuéramos juntos —me dice no sé por qué—. ¿Te acuerdas?

Claro que me acuerdo.

—No.

—Y tú me sueltas: «Oye, ahora no, que están repartiendo los cubículos, hay que pillar una casa decente, antes de que los demás se enteren. Ya iremos a tu Toscana mil veces».

Así fue. Mi primer día en libertad.

—¿Y qué? Pero por lo menos tengo mi cubículo bien ubicado, a dos pasos del intercambiador central, y no en el culo del mundo como tú. ¡Siempre que hay un aviso, puedo llegar primero!

—¡Ah, eso sí! ¿Y has ido alguna vez a esa Toscana nuestra?

—¡Seguro que ya no habrá nada allí!

—¿Lo has comprobado?

—¿Y tú? ¿Acaso has ido a comprobarlo? —Me enfado con él; el tequila se enfada.

—No. —Basil acentúa su negación con la cabeza—. No. ¡Vamos ahí, anda! Ahora mismo, ¿eh?

—¿Estás loco? ¡Mañana estamos de guardia! ¿Y cómo vamos a buscar ese sitio? ¡A lo mejor la peli la rodaron en Canadá o por ahí! O sea, no me importaría, pero… En otra ocasión, con más calma…

—No habrá otra ocasión —me dice Basil.

—¿Y eso por qué?

Me mira con atención, me escruta.

—Me marcho.

Es el mayor sinsentido que he oído en mi vida. Está bromeando, claro. O me está tomando el pelo; quiere comprobar mis reflejos.

—¿Adónde te vas?

—Emigro. A Panamérica para empezar.

—¡¿Cómo?!

Los Inmortales tienen prohibido cruzar las fronteras de Europa; ni siquiera tenemos pasaportes.

—No puedo quedarme, Setecientos diecisiete. No podemos quedarnos aquí. Déjame un trago.

—¿No podéis quedaros?

—Ele y los demás ya lo sabrán. Te envían aposta, eres mi Marca Negra, Yan.

—¡Que te jodan!

—¿Que si estoy liado? Sí, estoy liado. Sí.

—¿De qué líos me hablas? —Me tambaleo; abro los brazos como un equilibrista.

—Con una corresponsal de noticias.

—¿Estás desvariando? Trae para acá la botella.

—Ella es corresponsal de noticias. Se llama Chiara. En italiano significa «clara» —me informa Basil.

—¡Espérate! —Lo apunto con el dedo índice con dificultad—. ¿Es verdad que estás con una tía? ¿Sales con ella?

—O sea, antes era corresponsal. Ahora la han echado del curro. Dicen que ya no vale. Que tiene arrugas, ojeras… Que el pecho ya no es el de antes.

—¿No es una puta? ¡Estás saliendo con una mujer! ¡Cretino! ¡Subnormal!

—No paro de decirle: «No hay arrugas más lindas en todo el mundo. Me encantan esas arrugas. Cada una. Todas. Especialmente las de los ojos. No existe cadalso más dulce que el canalillo profundo de tus pechos maduros. Para mi cabeza estúpida es el más apropiado. Permíteme apretar contra ellos los labios, mientras espere la muerte. Si el amor es guillotina, que me degüelle. Si muero, es porque he vivido».

—¡Basil! ¿Te has vuelto loco? ¡Basil!

—Y me contesta: «Qué tonto eres». Y ya está, tío.

—Cállate, ¿vale? No quiero saberlo. ¡Te van a llevar a los tribunales! ¡Y si no te delato, a mí también me juzgarán! Que sea entre tú y esa… ¿Para qué me lo estás contando?

—¿Y a quién si no? ¿A Ele?

Respiro hondo, me muerdo la mejilla para que se me quite la borrachera, pero el tequila me ha empapado todas las células.

—¿Por qué tiene arrugas?

—Tiene arrugas y un chiquillo precioso de tres años. Se llama Cesare. Le he enseñado a llamarme «tío Basil», pero un par de veces se equivocó y me dijo «papá». Vaya corte.

—¿Te acuestas con una inyectada? —El terror me produce arcadas; me siento como si me acabara de confesar que tiene cáncer en estado avanzado.

—Chiara. La quiero. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

—No. ¡No, claro que no! Pero… ¡No quiero saberlo!

—Debes saberlo, Setecientos diecisiete. Lo siento.

—¿Por qué?

—Porque sin tu ayuda no podremos huir. Necesito que me cubras.

—Estás chiflado —repito—. ¿Huir adónde? ¿No puedes huir de ellos a ningún lado? ¡Que ni se te ocurra!

—¿Quieres que me quede aquí viéndola decaer y envejecer? ¿Quieres que la lleve a una reserva? Dicen que en Panamérica la inmortalidad se puede comprar… Y a los ancianos no los miran como si fueran unos leprosos…

—¡Que la dejes y ya está! Déjala y, a lo mejor, Ele lo olvidará. Yo hablaré con él. Soy su mano derecha. Dile que no os volveréis a ver. Cambia tu ID.

—No puedo. —Basil niega con la cabeza—. No puedo y punto.

—¡Flojo!

—Pues sí. —Se encoge de hombros—. No soy ningún superhombre. Soy una persona normal y corriente. Vivo. ¿Acaso no puedo tener mis debilidades?

—¡Cállate!

Siento miedo por él, desde el internado no he sentido tanto miedo, desde aquel día cuando discutió con el chivato del Doscientos veinte, negándose a estigmatizar a su madre, desde que se lo llevaron a la cripta.

—¡¿Acaso no te enseñaron nada?! ¡No te escaparás de ello, Novecientos seis! ¡A ningún lado! No tienes ni pasaporte. Te detendrán en la frontera y te joderán. ¡Lo sabes! ¡Castración y a la trituradora! Y vamos a tener que hacértelo nosotros. ¡Nosotros mismos!

—No hace falta que lo hagas. Escúchame, lo tengo todo pensado.

—¡No quiero oír nada!

—En Hamburgo, en las Dársenas Celestes, hay unas personas que se encargarán de sacarnos de aquí. Chiara las conoce. Es gente un tanto turbia, claro, se dedican a traer aquí a ilegales de Rusia, pero es la única opción. Y sólo hay un problema…

—¡Cállate!

—Me van a seguir. Ya me siguen. Controlan todos mis movimientos. Por eso te he pedido que apagaras el com. Si se dan cuenta de que Chiara y Cesare están conmigo y que nos vamos a Hamburgo… no lograremos nada. Tienes que ir tú con ellos primero.

—¡¿Yo?!

—Si pasa algo… Por el camino o en las Dársenas… ¿Qué puede hacer ella? Alguien los tiene que defender. Si Ele intenta… Iréis en el primer barco; en cuanto crucéis la frontera, Chiara me dará un toque. ¡En las Dársenas siempre hay desmadre, nadie te vigila, podréis colaros! Sólo quiero saber que está a salvo, antes de partir yo. Un día después estaré con vosotros.

—¿Con nosotros? ¿Qué quieres decir con eso?

Basil me pasa la botella, casi vacía.

—Vámonos de aquí. Vamos, Yan. ¿Nos vamos?

La horadadora aúlla, destruyendo el Palacio de Cine de Berlín; dentro de dos días aquí habrá un enorme socavón donde meterán los pilotes de la torre Nuevo Everest, llenarán un lago de cemento plástico. Pero de momento todo sigue en su sitio: la pantalla de tela medio desnuda, la lámpara de bronce cansada y derrumbada, las esquirlas de cristal sobre el parquet astillado, el fotograma de la Toscana y una botella de Cartel para nosotros dos.

Hago un gesto desesperado con la cabeza:

—Te van a encontrar. Habrá un juicio. No te escaparás de ellos, Basil. No te dejarán marchar. Una mujer… Pueden hacer la vista gorda. Una vez, otra… Pero la fuga…

—Eres un pesado —responde—. Vamos a bebernos esto a pachas, ya no queda nada.

Vaciamos la botella negra. Ya no siento el sabor.

—El Código dice que el servicio en la Falange es voluntario. Cada uno tiene derecho…

—¿Que el trabajo en una

yakuza es voluntario? ¿Acaso has oído alguna vez que alguien haya abandonado el servicio? Yo no voy. No. Yo no voy.

Basil suelta un suspiro de borracho:

—Entonces, tendré que arriesgarme e ir solo, ya que te has rajado.

—¿Cómo que me he rajado? ¿Eh? ¿Qué tiene que ver? ¿Qué voy a hacer en Panamérica? Aquí tengo curro, algo que hacer. ¡Una carrera!

—¡Una carrera! —refunfuña.

—¡Sí, una carrera! ¡Soy la mano derecha de jefe de sección!

—¡Cien años más y te harán jefe de sección! ¡Y en vez de un cubículo de dos por dos por dos tendrás uno de tres por tres por tres!

—¿Y por qué tengo que esperar otros cien años más?

—Oye, chaval… Me parece que lo estás tomando demasiado en serio. Que te lo crees todo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres con «todo»?

—¡Todo! Los Inmortales, la Falange, el Partido… —No se aguanta y echa un eructo.

Me siento ofendido.

—Si no fuera por el Partido, la superpoblación sería… La Falange es su único baluarte. Toda la sociedad, la idea de la juventud eterna… —Un ruido blanco interfiere en mis pensamientos.

—¡Te estoy diciendo que no te lo tomes tan en serio! La juventud eterna, la superpoblación, no son más que patrañas. El sistema seguirá en pie mientras todo el mundo crea en él. Lo que más temen es que la gente se lo empiece a cuestionar.

—¡No hay nada que cuestionar! Por primera vez en la historia de la humanidad tenemos acceso a la eterna juventud.

—¿Y tú para qué coño quieres esa eterna juventud?

—¡Es mi riqueza!

—¿Tu ri-que-qué-qué? ¿Quieres seguir currando de partero el resto de tu vida? Un trabajo muy digno de un tío: ayudar a las tías a abortar. ¡Todo un sueño!

—No es curro, sino un servicio. Servimos a la sociedad. ¡Ser-vi-mos!

—Dar una vuelta al mundo. Luchar junto con los guerrilleros latinos, robar un hidroavión cargado de armamento, y de paso a la hija de algún dictador, enamorarse de ella, dejarlo todo e ir a vivir en una isla del Pacífico, donde jamás han oído hablar de superpoblación. O ayudar a los limpiadores chinos a explorar las junglas radiactivas de la India, cazar tigres de dientes de sable y fundir toda la pasta en cortejar a una muchacha simple de Macao, mintiéndole sobre que eres un príncipe forastero. O…

—¿De qué estás hablando?

—Tengo unos treinta guiones sobre cómo despilfarrar nuestra juventud. Hemos sido obstetras; ya está bien, ¿no? ¿O de verdad estás a gusto aquí, igual que los demás chicos?

—¡No es cuestión de gustos! ¡Tenemos una misión!

—¡Anda ya! ¿Y cuál es esa misión?

—¡Defender el derecho del pueblo a la vida eterna!

—Claro. Siempre se me olvida. Buena misión.

Coge la botella y la lanza hacia el fondo de la sala; casi da en la lámpara caída.

—No entiendo —digo escupiendo al suelo—, ¿para qué arriesgarse tanto? ¿Para qué arriesgar la vida por una tía? ¡Por una payasa! ¡Por una equilibrista!

—¡Pues porque las equilibristas son el único sentido de esta vida! Sin ellas la vida no es más que existencia. Como la de una seta o de algún cilióforo. Los demás, chaval, desde una mosca hasta una ballena, viven por amor. Por la búsqueda, por la lucha.

—¿Por la lucha?

—El amor, chaval, es una lucha. Pugna entre dos personas por convertirse en una.

—Estás borracho.

—Tú sí que estás borracho. Yo estoy bien.

—Yo no quiero luchar. No quiero compartir mi ser con otra persona. ¿Y encima arriesgar mi vida por eso? ¡Una mierda!

Basil me mira con compasión, me zarandea por el hombro y formula el diagnóstico:

—Entonces, eres una seta, chaval.

Entonces, soy una seta.

Qué pena.

Estamos un rato en silencio, luego no me aguanto y pregunto:

—¿Y de dónde la has sacado?

—La conocí en los baños.

—¡Si no se puede! ¡Lo tenemos prohibido!

—Lo tenemos prohibido —asiente—. ¿Y qué?

—Y… ¿Y qué tal?

—Por una mirada curiosa de una joven preciosa vale la pena asumir una condena. Por un tacto secreto en el agua de un cáliz profundo se pueden pagar todas las multas del mundo. ¿Y por su beso? Que me arranquen las hombreras. Que me sometan a torturas fieras. Tan sólo me arrepiento de no merecerme un fusilamiento.

Me sueno la nariz.

—Y esa… Chiara… ¿De verdad es tan…? ¿Tan especial?

El Novecientos seis sonríe y sigue:

—A Chiara le gustan los vestidos espaciosos; de estar engordando se avergüenza. Pero su vientre y sus muslos hermosos me hacen perder la cabeza. Sus historias de Indochina, Panamérica, África… durante horas las puedo escuchar. ¿Qué más quieres que te cuente? Os puedo presentar simplemente. Tiene amigas. ¡Imagínate la plantilla que tienen en el departamento de noticias!

—Vete, Satanás —le contesto.

—¡Satanás tú! —dice ofendido.

—¡Todo esto es un asunto muy grave, Basil! ¡Y va en serio! ¡Despiértate! ¡Se trata de tu vida!

—¡Ahí está! ¡Mi vida! ¡Vida! ¿Entiendes? No una simple existencia. Es mucho mejor así, lanzarte a la luz y abrasarte, ¡al menos se siente algo! Entonces ¿estás conmigo?

Miro hacia la Toscana y entiendo: ésta es mi segunda oportunidad.

Aquello que le quería decir cuando teníamos doce me lo está diciendo ahora él: «¡Escapémonos! ¡Entre los dos podemos hacerlo!».

—No lo sé —balbuceo—. No estoy seguro. Necesito pensar. Vamos a ir a algún lado la semana que viene… Traes ese tequila tuyo… Incluso podemos buscar esas colinas… Hacemos un pícnic… y lo hablamos con calma, ¿eh? Ahora no puedo. No soy capaz de decidirlo tan de sopetón.

—Pero yo no puedo esperar. Un poco más y me pillan. Debo hacerlo ahora. Si no me ayudas a sacar a Chiara, tendré que hacerlo yo. No la dejaré marchar sola.

—¡Es un plan estupidísimo!

—Lo siento, no tuve más tiempo para pensarlo. Y lo que nos costó encontrar a esos tipos de las Dársenas…

—No podrás escapar. No lo conseguiréis.

—Contigo…

—No. No. Hablaré con Ele. Te lo perdonarán, Basil. No te van a hacer nada. A la tipa mándala sola. Que se vaya a Panamérica. Quédate con nosotros. Por favor te lo pido, Basil. No lo hagas. Por favor.

—No puedo. No tengo elección —dice—. No puedo estar sin ella. Tendré que hacerlo. Por lo menos no les digas nada, ¿vale?

—Vale.

El ruido exterior se para, como si hubieran cambiado de opinión y decidieran no demoler el Palacio.

—Qué pena da —digo—. El Palacio. No quedará nada. Ya no podremos volver aquí.

—Cederá su espacio a una maravillosa torre de mil plantas —replica Basil—. Y además, piensa que lo acabamos de eternizar; tú y yo lo recordaremos siempre, ¿no? ¡Y somos inmortales!

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