Futu.re

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XX. El mar

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El eco de las turbinas se derrama sobre la ciudad de los sueños, la inunda, de todas las ranuras salen los ceñudos inquilinos de los rascacielos decorativos. Sucios riachuelos alimentan el mar parduzco y embravecido, en medio del cual se ve un pequeño islote con borde azul.

Pero los habitantes de los guetos no suben aquí para enfrentarse a las fuerzas de seguridad (el que gritaba está en la minoría), sino que se acercan a los silenciosos policías de armaduras de plástico como se acercaban los aborígenes a los conquistadores embutidos en corazas, recién desembarcados de sus enormes galeones de velamen blanco. Lo hacen por curiosidad.

Sobre la muchedumbre planean los drones de la televisión, dentro del cerco doble pululan los reporteros, que no se atreven a acercarse a la gente, grabándola por encima de los hombros anchos y oscuros cascos redondos.

—¡Ahí está! ¡Ahí! —El mar de manos levantadas se agita.

Entre las torres fulgurantes pasa flotando un majestuoso aeroplano blanco, escoltado por pequeñas y ágiles turbonaves.

—¡Joder! —susurra la gente maravillada en trescientas lenguas distintas.

No es para menos. Nunca un pájaro tan importante ha sobrevolado estos barrios.

El aeroplano blanco se queda suspendido en el cielo, luego empieza a descender despacio y aterriza justo en medio de la pista que le han preparado. Se abre el portón, baja la rampa y el minúsculo presidente de Panamérica saluda con la mano-cerilla al mar parduzco e inquieto. Ni siquiera se ven vigilantes a su alrededor, tan sólo periodistas, periodistas, periodistas…

Detrás de él sale a la rampa otra figurita, debe de ser nuestro Carvalho.

Abajo trajinan los ayudantes, el cámara enfoca a Méndez y, de repente, encima de la plaza acordonada por la Policía aparece su proyección, tejida de aire y rayos láser. Un gigantesco busto de tres metros de altura: cabeza y hombros. Méndez sonríe radiantemente, el trueno de su voz sale de los altavoces y agita el aire sobre los espectadores:

—¡Amigos! Les agradezco que me hayan permitido hacerles una visita.

Los pakis se miran, se rascan las barbas y se arreglan las dagas que cuelgan de sus cinturones.

—Normalmente, cuando mis amigos europeos me invitan, voy a Londres o a París. Pero soy una persona inquieta y curiosa. Les he pedido que me mostraran algo nuevo. Digo: «¡Vamos a pasar por Barcelona!». Y no sé por qué, pero mi amigo Salvador me ha intentado disuadir. Dice que en Barcelona no hay nada que hacer. ¿Están de acuerdo?

—¡Ese Carvalho es un astuto comemierda! —ruge uno con turbante en la cabeza.

—Es que me apetecía venir aquí. Conocerlos a ustedes. ¡Así que, si piensan que voy a seguir aquí, plantado en esta rampa, se equivocan! —Y Méndez empieza a bajar por los peldaños.

—Es un hombre valiente, la madre que lo parió —dice sonándose la nariz un pakistaní con un bolsillo abultado.

La otra figurita sigue pegada a la rampa: Carvalho no tiene prisa por meterse en la jaula de los leones.

Las cámaras cambian de plano para mantener enfocado al presidente que baja la escalera. Al pisar la tierra, Méndez —¡vaya numero!— de verdad se dirige hacia los cordones policiales. Unos bigardos negros con trajes oscuros y gafas de sol lo acompañan, formando un pequeño cerco a su alrededor. Todos juntos rompen el cerco. Los periodistas, superando el terror, le siguen los pasos. Se produce un milagro: la mar humana se abre ante el personaje estrafalario y éste, como Moisés, camina por el fondo.

—Seguramente sabrán que mi amigo Carvalho y yo sostenemos opiniones distintas acerca de cómo tratar la inmortalidad. Yo soy republicano, un viejo conservador. ¡No voy a negar que la inmortalidad sea una cosa estupenda! Pero ¿acaso hay algo más valioso que la familia? ¿Que el amor paterno? ¿Que la posibilidad de enseñar a los hijos todo lo que sabemos desde que nacen? ¿Que el respeto hacia los padres que nos trajeron a este mundo?

El gentío murmura algo ininteligible; yo escucho a Méndez sin demasiada atención, mi cabeza está ocupada de otras cosas. Quiero encontrar otro terminal informativo y volver a preguntarle por el destino y la ubicación de mi madre, llamada Anna. Estoy dispuesto a probar cien mil malditos terminales verdes, hasta encontrar uno que funcione.

¿Anna?

No me acuerdo. ¿Cómo me voy a acordar? Simplemente «mamá».

—¡El humano es un ser solitario! —declama Méndez—. Y no hay nada peor que la soledad, eso es lo que pensamos en Panamérica. ¿Y quién nos puede ser más cercano que nuestros padres, nuestros hijos o hermanos? Sólo con ellos de verdad estamos a gusto. Con ellos y con nuestros queridos cónyuges. Todos dicen que los políticos no hacen más que tomar el pelo a la gente de a pie, pero yo también soy una persona normal y corriente, y de verdad creo en estas cosas tan sencillas. ¡Sí! Me resulta fácil vivir porque creo en cosas asequibles. Pero Panamérica es un país de múltiples opiniones. ¡Somos un pueblo libre, nos han enseñado a respetar a las personas que piensan de otra forma!

Al parecer, la noticia sobre la visita de Méndez ha alcanzado los rincones más recónditos de las dos Barcelonas, la alta y la baja. La aglomeración es increíble, no se le ve principio ni fin. Todos están callados, expectantes.

—Sí, nuestra inmortalidad cuesta dinero. Está claro que no todos se la pueden permitir. Es pura verdad. Panamérica también está superpoblada. Pero el nuestro no es un país de igualdad universal, sino un país de igualdad de posibilidades. Cada uno puede ganarse el cupo.

De pronto, la proyección tridimensional, la gigantesca réplica del presidente predicador, se tuerce y parpadea; a través de ella se entrevé otra imagen, pero enseguida vuelve la faz de Méndez. Parece que el orador no se da ni cuenta de lo ocurrido.

—Pero aquí, en Europa, dicen que nuestro sistema es un latrocinio. ¡Sí, mi amigo Salvador dice así! No discuto, puesto que nos han enseñado a respetar las opiniones de los demás. Salvador dice que el sistema europeo es mucho más justo, porque está basado en la igualdad universal. «¡Aquí todos somos iguales», dice Salvador, «y cada uno nace con derecho a la inmortalidad!».

Annelie está inquieta. La gente se altera cada vez más: el suave murmullo se transforma en bullicio. Las palabras de Méndez están siendo traducidas a trescientas lenguas, el que no traduce explica, el aire se vuelve sofocante, como antes de una tormenta. Siento con mi piel la electricidad que se está acumulando en el ambiente, empiezo a intuir las descargas. Pero Méndez, como un petrel, se alimenta de ellas.

—Aquí, en Barcelona, vive gente sencilla. ¡Como yo! Gente que cree en valores sencillos y comprensibles. Les tengo mucho aprecio. Ustedes escogen una verdadera igualdad. Ustedes escogen la inmortalidad. Europa se la concede. ¡Es su derecho y ustedes son felices! ¿Verdad, Salvador?

Por fin me doy cuenta de lo que está haciendo. Ahora entiendo por qué Schreyer le tenía tanto miedo.

Las cámaras enfocan al presidente Carvalho, colorado, sudoroso, iracundo.

—Yo… —empieza a balbucir Carvalho, pero en este momento la imagen de nuevo se va.

Carvalho se desintegra y en su lugar, encima del gentío, aparece otro hombre, con una pared de color amarillo brillante de fondo. Su cara me suena de algo. Pero Annelie lo reconoce enseguida… y se tapa la boca con la mano.

—Yo quería a una chica —pronuncia con dificultad el nuevo personaje—. Ella me quería a mí. Yo decía que era mi esposa, ella decía que yo era su marido. Es una historia sencilla y comprensible, señor Méndez. Como a usted le gusta.

—¿Cómo? ¿Quién es? —ulula la multitud.

—Mi chica se quedó embarazada. ¡Qué cosa tan sencilla! Pero no me lo dijo. No le dio tiempo. Cuando nuestro futuro hijo tenía tan sólo unas semanas, en nuestra casa irrumpieron unos bandidos. Habrá oído hablar de ellos. En Europa los bandidos actúan bajo auspicio del Estado. Se hacen llamar Inmortales.

La muchedumbre empieza a rugir, todos a la vez, en todos los idiomas. Me vuelvo hacia Annelie y la agarro de la mano.

—¡Annelie! Escucha…

—Estos bandidos llegaron de noche. Nos dijeron que habíamos infringido la Ley de la Elección. Una ley que obliga a los padres a matar al hijo nonato o a suicidarse.

—Tiene que estar por aquí cerca —trata de adivinar el pakistaní del turbante—. ¡Esa pared amarilla es de Omega-Zeta!

Los ayudantes de Méndez, que habían montado el proyector, por fin logran cortar la imagen, pero Rocamora sigue hablando por los diez altoparlantes instalados en las turbonaves policiales que cuelgan sobre el mar inmundo. El sonido sale de la nada y de todas partes, como si el mismo cielo estuviese hablándole a la plebe.

—Según esta ley podrían haberla obligado a abortar o haberle puesto una inyección que la habría convertido en una anciana y la mataría. Esa ley fue escrita por caníbales. Por unos sádicos antropófagos. Pero a los Inmortales les pareció demasiado clemente. Ellos actuaron a su manera. Violaron y mataron a mi mujer. Me salvé de milagro.

—¡Dimisión! —chilla una mujer. Y enseguida un barítono potente le hace eco:

—¡Dimisión! ¡Carvalho, dimisión!

—¡¿Annelie?! ¡Annelie!

—De milagro, se lo juro. ¡De milagro! —Los altavoces se van desconectando uno tras otro, pero aún no han conseguido acallar a Rocamora del todo—. ¡Sí, me maldigo por haber sobrevivido! Yo tendría que haber muerto allí para que mi Annelie siguiera sana y salva. Era mi deber, pero no lo cumplí. Intenté ponerme de acuerdo con aquellos asesinos, llegar a ellos. ¡Quieras o no, estamos en Europa! ¡Una sociedad de derecho!

Lo que le contesta Méndez o cuáles son las objeciones de Carvallo la gente no lo oye; los técnicos de sonido se ven impotentes, su maquinaria ha sido secuestrada por Rocamora, éste ha obtenido acceso a ella y lo ha vuelto a bloquear.

—Perdona —susurra inaudiblemente.

Su mano se me escapa.

—¡Annelie! ¡No le hagas caso!

Pero ella se escabulle en la multitud como agua caída en la arena.

—¡Carvalho, dimisión! ¡Di-mi-sión! ¡Di-mi-sión!

—Y otra cosa. La igualdad aquí no existe, señor Méndez. Es un mito. Populismo puro. Barcelona desde hace muchos años que no recibe agua de Europa. Los que viven aquí no pueden entrar en la Europa verdadera, aunque se les haya ofrecido refugio.

—¡Bering, dimisión!

—¡Abajo el Partido de la Inmortalidad!

—¡Annelie! ¡Annelie, vuelve! ¡Por favor te lo pido! ¿Dónde estás?

Se callan todos los altavoces excepto uno. La última turbonave, cuya tripulación no consigue dominar los aparatos trucados, se aparta lo más lejos posible, pero el eco recita las palabras de Rocamora a todos los que estamos aquí:

—Necesitan mitos para encubrir ese sistema canibalesco, señor Méndez. Había estado luchando contra ellos antes de que… ¡Me apellido Rocamora, el pueblo me conoce! He dedicado toda mi vida a esta lucha. A ella no le dije quién soy. De esta forma la quise proteger. Pero aun así Annelie fue castigada… por mí. Y ahora… Ojalá me la pudieran devolver… Lo dejaría todo. Pero la asesinaron. No me dejaron nada. ¡Abajo el Partido de la Inmortalidad! ¡Abajo los farsantes!

—¡Abajo el Partido de la Inmortalidad! ¡Carvalho, dimisión! ¡Dimisión!

—¡¿Annelie?! ¡Annelie!

Me invade el miedo: no la encontraré jamás en este tropel, en esta ciudad, en esta vida. Siento escalofríos, tengo la frente húmeda, los ojos se me llenan de ácido; me han quitado mi tubito de plata y una película infecciosa crece, se cierra y me obstruye la garganta; pensé que me había curado, pero resulta que respiraba gracias a ella, a mi Annelie.

En esto, se produce una reacción en cadena.

Un millón, dos millones, tres millones de voces declaman al unísono; y la gente ya no cabe en sí de tanto odio. La muchedumbre se calienta, se ensancha, se desborda y con una facilidad increíble devora a Méndez junto con sus enormes guardaespaldas; el doble cordón policial explota como una pompa de jabón, un

tsunami engulle las turbonaves, que habían invadido sin temor ni vergüenza las tierras ajenas, se mete en ellas, las rompe, las desfigura. Al principio se pueden ver las boyas azules de los cascos policiales flotando sobre la superficie fangosa, pero poco a poco se van dispersando, hundiéndose.

Un segundo antes de que se produzca lo incorregible, el suntuoso aeroplano blanco se estremece y despega deprisa, se inclina primero, después se endereza; las turbonaves que han conseguido coger altura dan vueltas, rociando a la multitud con gas lacrimógeno, pero toda esta gente ha llorado tanto en su vida que el efecto es nulo.

Ya nada más se puede encontrar en este amasijo; tampoco a nadie.

—¡Annelie! —me desgañito yo.

—¡Annelie! —vocifera desde helicóptero Rocamora hasta que lo cortan.

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