Futu.re

Futu.re


XXIII. El perdón

Página 50 de 66

X

X

I

I

I

El perdón

Helen llama a seguridad.

Yo no pensaba hacerle daño, sólo quería que me dijera la verdad, que me contara todo lo que sabe. Pero no paraba de balbucir y de sollozar, y no había manera de sacarle ni una palabra. Ni siquiera quería pegarle, sólo le he dado un sopapo con el dorso de la mano y la he tirado al suelo y ya está. Ya está.

Helen me deja escapar; el ascensor llega vacío, el conserje no está. Pero si ella cambiara de opinión, me encontrarían fuera donde fuese. Así que no me escondo y me voy a mi casa. Camino con la mirada todavía clavada en el crucifijo, que se ha quedado en la casa de Schreyer colgado en la pared.

¿Quién es Erich Schreyer? ¿Quién es su mujer?

Lo averiguaré. De una o de otra forma lo sabré. Gracias a la astucia, al chantaje o en una conversación confidencial. Descubriré por qué el senador está montando todo ese espectáculo cómico, por qué me nombra su hijo, por qué me llama un segundo después de que solicite los datos de mi madre y por qué guarda en su casa ese puñetero crucifijo.

«Quieras o no, ahora soy coronel». Lo pienso mientras abro la puerta de mi cubículo. Los coroneles tienen sus privilegios.

Bzzzz.

Todo ocurre con tanta rapidez que no me da tiempo a reaccionar. Sólo oigo el zumbido del táser —un instante nada más— y un calambre atraviesa mi cuerpo; me encorvo hacia atrás, siento un dolor insoportable y me zambullo en la oscuridad.

Me hago un pequeño corte en los párpados cicatrizados y los voy abriendo.

Mi cabeza está a punto de explotar. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?

Estoy tumbado en mi cama, atado de pies y manos, tengo la boca sellada con un trozo de cinta aislante, o algo así; imposible de despegar. La luz está apagada, sólo brilla suavemente el salvapantallas: colinas toscanas a principios de verano.

A mis pies hay un hombre sentado, con careta de Apolo y túnica negra.

—¿Te has despertado, peque?

Lo reconozco de inmediato, a pesar de que la capucha le tapa la oreja mutilada.

Agito todo mi cuerpo, lo intento patear o darle un cabezazo, pero en vez de músculos estoy relleno de carne picada refrigerada. Y me caigo al suelo como un odre. Me quedo con el hocico clavado en la moqueta, mujo, serpenteo, intento romper la múltiple capa de celo que me aprieta las muñecas, arrancarme a dentelladas la mordaza que apesta a químicos baratos.

—Tuviste unas convulsiones muy graciosas —me dice el Quinientos tres—. Te daría otra descarga, pero también me apetece charlar.

«¿Cómo te atreves? —le grito yo—. ¡No tienes derecho a entrar en mi casa! ¡Agredir a otro Inmortal! ¡A un coronel! ¡Irás a los tribunales! ¡Rastrero! ¡Bastardo! ¡Ya no estamos en el puto internado!».

Pero todos mis gritos se me quedan en la boca.

—Tenía ganas de verte. La última vez fue un poco ajetreada, ¿no crees? Pero necesitamos hablar.

El tono de su voz me parece tan terrible que se me descongela la carne picada que llevo dentro y, tras unos cuantos retortijones, me consigo poner boca arriba; sólo porque quiero ver lo que hace.

—Relájate, cagón —me dice Apolo—. No he venido para eso. Ya no me gustas.

¡Zis, zas! El Quinientos tres abre la mochila, negra, sencilla, igual que la mía. Saca nuestras herramientas. El escáner. El inyector.

—El amor pueril se terminó —dice con guasa—. Ya eres viejo y feo. Y encima, coronel. Así que hablemos de asuntos de trabajo.

Se me aproxima, me pisa la garganta con la suela de la bota, aprieta fuerte y me rompe una manga. Me descubre la muñeca.

¡No puede! ¡No debe! Si alguien se entera… Si se lo digo a Schreyer… A Bering… «¡No tienes derecho, animal!».

Comprueba el inyector. Está cargado. Me apunta el aguijón en una vena. Mis serpenteos son desesperados, ridículos e inútiles. «¡Quita eso, escoria! ¡Engendro! ¡Sietemesino!».

—Tienes ligeros problemas de dicción —dice solazándose con sus propias palabras—. Pero te entiendo bien. Dices que no tengo derecho, ¿eh?

Le digo que no con la cabeza, que todavía se encuentra debajo de su bota.

¿Venir así, sin ton ni son, a mi casa para inyectarme el acelerador? No. ¡Está flipando! ¡Por eso seguro que lo llevarán a los tribunales! «¡Te voy a mandar a la trituradora! ¡Apretaré el botón con mi propia mano! ¡Te convertirás en polvo, en un amasijo! ¡¿Te enteras, comemierda?!».

El Quinientos tres pisa más fuerte y me hunde la nuez; se me nubla la vista, ya no me sacudo, sino que tiemblo… Entonces afloja un poco.

—Sí que tengo derecho, peque. Y tanto. Increíble, pero cierto.

Coge el escáner, me lo acerca a la muñeca. Tilín, tilín. Me pica un mosquito.

«Yan Nachtigall Dos T —informa el escáner—. Un embarazo registrado».

El Quinientos tres chasca los dedos; en la mano lleva un guante fino.

—Increíble, pero cierto —repite él.

La habitación se encoge hasta adquirir el tamaño de mi cabeza, se desinfla, como si fuera una antigua máquina de torturas china, un saco de cuero puesto a remojo y sacado del agua, que no para de secarse, arrugándose, envolviéndome y asfixiándome.

Me quedo paralizado, como si el Quinientos tres me diera un nuevo chispazo.

«Un embarazo registrado», repito para mí. Para mí mismo.

¡Mentira!

¡Mentira! ¡Es imposible! ¡¿Cómo?!

—¿Cómo? —me pregunta el Quinientos tres—. A mí también me gustaría saberlo. ¿Cómo? ¡El héroe de la liberación de Barcelona! ¡Coronel! ¡¿Cómo?!

¡Lo ha organizado él! ¡Ha encontrado la forma de trucar el escáner! Está buscando la manera… El motivo. Pero ¿por qué? ¿Por qué no me estrangula aquí mismo? ¡¿Por qué?!

Mis terminaciones nerviosas, dañadas por el táser, se van recuperando: las piernas y los brazos vuelven a ser de mi propiedad. Pero tengo que esperar… Apuntar… Agarrarlo con las rodillas por el cuello y apretar… Sólo tendré una oportunidad.

—¿A nombre de quién está registrado el embarazo? —pregunta el Quinientos tres.

«Annelie Wallin Veintiuno P —contesta el escáner».

—¡Hala! —canta el Quinientos tres—. ¡Sorpresa!

¡¿Annelie?! ¡¿Annelie?!

Es mentira, no es posible, está vacía, infértil, si delante de mis propios…

—Análisis de ADN para establecer la paternidad —ordena el Quinientos tres al escáner, apretándolo otra vez contra mi antebrazo.

El cálculo dura un segundo.

Diga lo que diga esa maquinita demoníaca, todo esto es ilegal; él no tenía derecho a irrumpir en esta casa sin recibir ningún aviso, tendría que haber venido con toda la sección, con testigos, de lo contrario se considera una arbitrariedad; a mí no me puede tratar como a un simple mortal, ¡no puede!

«Confirmada la relación genética con el embrión».

—De acuerdo con el punto quinto de la Ley de la Elección, al registrar el embarazo en un plazo legal, la mujer tiene derecho a poner al futuro hijo tanto a su nombre como a nombre del padre, si la prueba de ADN establece la paternidad —cita el Quinientos tres—. Es justo este caso.

¡Mentira! ¡Todo es mentira! ¡Es un complot!

—Y, según el punto cinco coma tres, en el caso de que la responsabilidad recayera sobre el padre, la inyección del acelerador se le administra a él. ¿Todo correcto?

¡No! ¡Ni se te ocurra! ¡¡¡Quita eso de mi muñeca!!!

—¡¡¡Mmmmm!!!

—Todo correcto, peque. Me he asegurado.

Y aprieta el botón.

Siento otro picotazo, no muy doloroso, casi imperceptible; todo lo ocurrido no me cabe en la cabeza. Mientras él retrocede, yo serpenteo, ruedo por el suelo, intento darle una coz, agito la cabeza, resistiéndome a lo que ya ha ocurrido.

—Ya está —me dice el Quinientos tres—. Estamos en paz. ¿En paz?

Dobla ligeramente una pierna y me propina un puntapié en la mandíbula; me crujen los dientes al romperse, mi lengua se ahoga en el óxido líquido, en mi cráneo se produce un cortocircuito. Mujo, pruebo a esconderme bajo la cama, remuevo con la lengua la papilla ósea, me trago los mocos mezclados con sangre.

Pero el Quinientos tres me da alcance, se sube la careta, se encorva sobre mí, me hace cosquillas con sus ojos verdes, me aplasta la cabeza contra el suelo y me susurra en el oído con ardor:

—¿Qué, gusanito? ¿Me perdonas ahora? Pensabas que todo iba a salir de otra forma, ¿eh? No esperabas volver a verme, ¿eh, sabandija? No pasa nada… No pasa nada… Me gustaría romperte el cuello, pero tú, pedazo de mierda, no te lo mereces. Es que eres bueno, ¿no? Eres correcto… Me iré ahora… Pero tú sigue viviendo. Sigue yendo al trabajo. Haz informes sobre tus logros… No te preocupes, no le diré a nadie que estás inyectado. Lo he estado esperando mucho tiempo, ¿comprendes? Un montón de tiempo esperando… Y ahora quiero alargar el placer… Ver de qué color te vas a teñir las canitas… Ver cómo te alisas las arrugas… Verte mentir a tus jefecillos del Partido… A tus amos… Verte envejecer, pudrirte, sonrojarte ante tus favoritas en los prostíbulos… Verte subir en el escalafón, gusanito… Y ver cómo, al mismo tiempo, la estás palmando… Será divertidísimo, ¿eh? Pero tú tampoco se lo cuentes a nadie, ¿hecho? Que sea nuestro secreto: que eres un mujeriego, un padre de familia y que estás a punto de espicharla. No se lo digas a nadie, ¿vale? Si te meten en la trituradora antes de tiempo, me va a dar mucha pena…

Me enrosco y, de una sacudida, le encajo un cabezazo en la nariz. Me salpica algo caliente; creo que he hecho diana.

—Cabroncete… —dice con voz gangosa y, riéndose, me patea las costillas—. Vaya cabroncete… ¿Sabes qué? No me la voy a arreglar. Igual que la oreja. Para no olvidarme de ti. Me lo operaré todo cuando la palmes.

El Quinientos tres me agarra de las orejas con las dos manos, tira con fuerza, las hace crujir, me da la vuelta y me pone boca arriba. Se pasa el dedo índice por debajo de la nariz, se lo unta de sangre negra y brillante y la restriega por el celo que me sirve de mordaza.

—Ahí está. Me gustas así. Igual que en la infancia.

Echa en la mochila el escáner, el inyector y la careta.

Expulsando burbujas rojas por la nariz destrozada, suelta una carcajada gangosa y da un portazo. Me quedo solo, tirado en el suelo, haciendo gárgaras con sangre y trozos de dientes, sacudiendo las piernas y buscando con los dedos inobedientes el borde de la cinta aislante. Pensando en Annelie. Pensando si es verdad todo lo que ha dicho el Quinientos tres. Que esa zorrilla me ha traicionado, al registrar el embrión a mi nombre… ¿Para escaparse con Rocamora?

¿O es una filfa? ¡Toda esa historia es una pamplina! ¡Sólo ha querido verme cagado de miedo! ¡Ha cargado el inyector con alguna porquería, me ha recitado la Ley, me ha dado una paliza y ya está! ¡Ha sido una broma!

¿Eh? Tiene que ser algo así, ¿no? Tal vez no ha cambiado nada. Tal vez seguiré viviendo igual que antes.

«¡Es imposible que te quedaras embarazada, Annelie! Yo no podría dejarte preñada. ¡Oí a tu madre decir que tus órganos interiores están machacados y atrofiados!».

¡Es imposible que se quedara embarazada!

Me sacudo una y otra vez, intentando incorporarme. No lo logro. No consigo despegarme del suelo para ordenarle al sistema doméstico que llame a la ambulancia o a la Policía.

¿Qué he hecho mal?

Doy vueltas y más vueltas, hasta agotarme por completo, luego entro en estupor, me quedo observando la oscuridad. Vuelvo al internado. Siempre sueño con el internado; quizá porque no debería haber salido de ahí.

Durante el último año nos dejan de torturar y de adiestrar; sólo tenemos que estudiar porque nos esperan los exámenes finales. El que suspenda aunque sea uno, repetirá el año, acabará en otra decena, con unos mocosos desconocidos e ignorantes. Los que aprueban tienen que pasar por la última prueba. Dicen que es muy fácil. Más o menos como la de la llamada. Más o menos como aprenderte de memoria la historia de Europa desde el Imperio romano hasta el triunfo del Partido de la Inmortalidad, más o menos como aguantar tres rondas de boxeo o de lucha libre. Pero si los exámenes se pueden repetir infinitas veces, la prueba sólo da una oportunidad. Si la suspendes, no sales en la vida.

Desde que se llevaron al Siete, su plaza queda vacante. El agujero lo tapan el primer día del último año; nos traen uno nuevo.

—Es el Cinco Cero Tres —nos lo presenta el monitor—. Lleva tres años sin poder aprobar lengua y álgebra. Espero que entre vosotros se sienta como en casa. Tratadlo bien.

Las ranuras de los ojos de Zeus se dirigen hacia mí y puedo oír la sorna escondida tras los labios del dios sintético.

El Quinientos tres —ya tiene dieciocho— es dos veces más ancho de hombros que yo, tiene los brazos abultados, como boas atiborradas de comida; su oreja mutilada tiene un tono morado y no parece un órgano humano, sino algo extraño e indecoroso.

—Hola, gusanito —me dice.

Tres años han pasado desde que me soltaron de la caja. Durante todo este tiempo el Quinientos tres ha hecho como que la condena de muerte que me había dictado se suspendía o se cancelaba. Sus secuaces me ignoraban, yo con él ni siquiera me cruzaba. Por supuesto que sabía que el Quinientos tres llevaba mal lo de los exámenes; en la primera formación de cada nuevo año lo buscaba entre los mayores. Toda su decena ya se había graduado, pero él seguía atascado aquí. Otros dos años más, y hemos coincidido.

El monitor se pira.

—¿Quién es el cabecilla aquí? —pregunta el Quinientos tres, sin mirar a nadie en concreto.

—Yo, ¿qué pasa? —se atreve a decir el Trescientos diez.

Y se tapa con la mano los labios reventados. Sangra mucho, el líquido rojo se le cuela entre los dedos. Parece que ha tenido bastante, pero el Quinientos tres le endilga también un rodillazo en la entrepierna.

El Novecientos —que es más grande que el Quinientos tres, pero fofo— intenta largarle un pesado y torpe manotazo de oso, pero el Quinientos tres le intercepta el brazo y se lo retuerce hasta que se oye crujir.

—Fijaos bien en el Siete Uno Siete, piojos. —Se limpia en el pantalón los nudillos manchados de mocos y sangre—. Éste ya me conoce. Sabe que si alguien se atreve a gruñirme, está jodido. ¿Verdad, gusanito?

Y, delante de todo el mundo, me coge de los huevos a través de los pantalones. Me los aprieta con fuerza, por poco me desmayo de dolor, no me siento los brazos, como si alguien me hubiera serrado las terminaciones nerviosas; la vergüenza me abrasa.

—¡Verdad! ¡Verdad! —chillo.

—¿Por qué estás tan triste? ¡Sonríe! —me dice con una amplia sonrisa, mientras sigue estrujándome el escroto; mis testículos están a punto de explotar—. Sé muy bien que eres un tío alegre.

Sonrío.

—¿Y tú qué miras? —El Quinientos tres se olvida de mí y le da al Novecientos seis una bofetada, no muy fuerte, como si éste fuera un niño, sólo para humillarlo—. ¿Quieres ser mi muñequita?

El Ciento sesenta y tres se abalanza sobre él, pero el otro es tres veces más nervudo, y sus brazos-boas se alimentan de los ya abatidos, haciéndose más fuertes. Y el Ciento sesenta y tres se cae al suelo, con las manos en la garganta. Los demás se quedan quietos, dando la espalda a sus compañeros y farfullando.

Así el Quinientos tres se convierte en nuestro cabecilla. Así empieza mi último año en el internado. Lo más importante es terminar, lo más importante es aprobar. Aguantar sólo un año y salir de aquí, y jamás volver a ver a ese reptil.

Sólo un año.

Es lo que pienso yo, hasta que el monitor jefe nos explica en qué consiste la prueba final.

—Durante estos últimos años, el internado se ha convertido en vuestra gran familia —declama, paseándose delante de las decenas que se tienen que graduar este año—. Habéis renunciado a vuestros padres criminales. Pero ¿acaso pensáis que os quedaréis solos? Un hombre solitario se siente mal en este mundo. ¡Ojo! Pero no os preocupéis. Siempre estaréis rodeados de gente cercana. Estaréis con vuestros compañeros de decena. Las decenas del internado se convierten en secciones de la Falange. Siempre lucharéis codo con codo. Toda la vida. Os ayudaréis unos a otros, compartiréis penas, alegrías. Mujeres… —Hace una pausa después de esta palabra, sabiendo la fuerza que tiene semejante promesa—. Compartiréis mujeres equitativamente. Pero, claro, nadie quiere pasar el resto de su vida con una persona que no le gusta. Los internados son justos, al igual que la Falange. Tendréis que estar siempre seguros de vuestros compañeros de sección. Siempre. La prueba final es la siguiente: cuando aprobéis los exámenes, cada uno me tendrá que decir si todos sus compañeros merecen salir de aquí o no. Si hay aunque sea un solo voto en contra de alguien, éste se quedará aquí para siempre. Más fácil imposible, ¿eh? Pensad que es un juego.

Más fácil imposible: ahora todos somos rehenes del Quinientos tres. No tengo ninguna oportunidad de salir de aquí, a no ser que lo complazca en todo.

—¿Quién es el listillo aquí? —nos pregunta, escupiendo un gargajo al suelo del pasillo—. Me va a ayudar con el puto lenguaje y la puta álgebra. Y de paso se salva el culo. ¡A ver!

El Treinta y ocho levanta la mano. Y el Ciento cincuenta y cinco también. El primero quiere salvar el culo; el segundo, hacer la pelota al cabecilla.

—Con uno basta. Y a ti. —El Quinientos tres se enrolla en el dedo uno de los bucles angelicales—, te necesito para otra cosa. Y a ti también. —Estira los labios y me lanza un beso.

—¡Vete a la mierda!

El golpe es tan rápido que el dolor tarda en llegar; primero me caigo al suelo, el mundo da vueltas a mi alrededor, y sólo después me empiezan a zumbar los oídos.

—¿Algún problema? ¿Eh? —vocea el Quinientos tres mientras me patea las costillas—. ¡Sonríe, pedazo de mierda, venga! ¡Sonríe! ¡Sonríe!

Sonrío.

Sonrío cuando desnuda delante de todo el mundo al Treinta y ocho y lo obliga a gatear en el cuarto de las duchas; porque el Quinientos tres cree que no me divierto lo suficiente. Sonrío mientras le doy clases de historia.

—Me gusta tu sonrisa —me dice—. Quiero ver caras felices alrededor de mí, gusanito, y tú siempre estás con la cara larga. Sonríe más a menudo.

No tengo dónde esconderme de él. No tenemos adónde escapar. Es nuestra decena. Nuestra futura sección. Por eso el Ciento cincuenta y cinco le enseña lenguaje, y el Treinta y ocho le da mimos, y el Trescientos diez esconde la cabeza en la arena, y el Novecientos seis se esconde dentro de su cáscara. Y yo sonrío.

Me enseña a sonreír cuando estoy furioso. Cuando tengo miedo. Cuando tengo ganas de vomitar. Cuando tengo ganas de ahorcarme. Cuando no sé dónde meterme. Me trabaja durante un mes, dos, tres, y así voy elaborando un nuevo reflejo. Nuestra enseñanza mutua avanza bien, hasta que se le ocurre innovar:

—Venga, cuéntame cómo te separaron de la familia —me pide un día antes del toque de retreta—. Es que me aburro. Háblame de tu mamá, de tu papá.

—Que te den.

Me saca a rastras al pasillo; los monitores, para variar, no están. El Quinientos tres me sujeta del pelo y me abofetea —¡toma, toma, toma!— diciendo:

—¡No puedes ocultarme nada, gusanito! ¿Te has olvidado? ¿Te has olvidado de que ya se te dictó el veredicto? Tienes que hacer lo que se te diga. Contarlo todo. ¿Entiendes? ¡Todo!

—¡Entiendo!

—¿Por qué estás tan triste? —Ahora me pega con más fuerza, con más ganas—. ¡Sonríe! ¡Si siempre has sido muy sonriente! Y recuerda: no vas a salir de aquí nunca. ¿Eh? ¡Sonríe!

No voy a poder ablandarlo. Jamás conseguiré que me perdone. No le voy a injertar otra oreja en el lugar de la que me comí. Él saldrá del internado y me dejará aquí hasta el final de los tiempos.

Yo solo no podré con él, y no tengo con quien compincharme. Nos ha desunido, humillándonos uno por uno y obligándonos a firmar con él tratados de paz por separado.

Y me dirijo al Novecientos seis.

—No puedo más.

—Yo tampoco. —No necesita explicaciones.

Él es amigo del Trescientos diez, yo sigo manteniendo el contacto con el Treinta y ocho. El chivato del Doscientos veinte, que me vendió aquel día, ya no es el favorito. Le tiene que rascar los pies al Quinientos tres antes de dormir; éste no quiere buscarle otra utilidad y el delator está ofendido. El Trescientos diez recluta al Novecientos, puesto que se siente molesto desde el primer encuentro. Al Ciento sesenta y tres lo enrolo yo. Éste se quiere vengar; pero ojalá tenga paciencia y no nos descubra antes de tiempo. Los demás se apuntan solos.

Distribuimos los papeles: el Treinta y ocho cita al Quinientos tres, el Novecientos seis vigila, el Trescientos diez dirige la operación.

Entre los ocho, atacamos con brío a nuestro cabecilla en el retrete y le damos una paliza horrible, brutal. Le rompemos los dedos, le machacamos los cartílagos, le aporreamos las costillas, los riñones, la cara, y lo dejamos moribundo en el suelo.

Cuando los monitores tratan de averiguar qué ha pasado, nos encubre el Doscientos veinte. Le creen firmemente; quieras o no, lleva catorce años delatándonos.

El Quinientos tres acaba en el hospital. Tarda en cicatrizar. Sale al cabo de un mes y medio, bastante maltrecho. Y enseguida se abalanza sobre mí. Tiene un sexto sentido animal.

Pero en este tiempo nos hemos convertido en lo que el monitor jefe quería que nos convirtiéramos. En más que una decena. En más que una futura sección.

En una familia.

Me defienden todos. Al Quinientos tres lo trituran, lo despachurran, y de nuevo acaba ingresado. Y cuando vuelve con nosotros pasado otro mes y medio, no hay quien lo reconozca.

Ya no se mete con nadie. Se queda callado. Se pasa el día en la sala de cine, solo, con la cara escondida detrás de algún manual. Después de tres meses de hospitalización los músculos se le han atrofiado, la bravuconería se le ha quitado, se le han apagado los ojos. No hace más que empollar desesperadamente; siempre solo.

Cuando todos se olvidan de cómo era antes el Quinientos tres, éste pide al Trescientos diez que convoque una reunión.

—Chavales —dice con voz sorda y quebrada, mirando al suelo, contrahecho, desorejado—. Lo siento. Me porté como un cretino. Como un bastardo. Es vuestra decena. Con sus propias normas. No sé para qué coño quise imponerme. Total, no tenía razón. Os pido perdón, chavales. Me habéis dado una lección. La he aprendido. En serio.

Todos callan, no lo quieren ni mirar, porque entienden perfectamente a qué viene ese baboseo. Queda un mes para la prueba. Si el Quinientos tres, por arte de magia, aprueba los exámenes, su destino posterior queda en nuestras manos.

—Que te den —le digo yo.

Se lo traga, parpadea, pero no desiste.

Se nos acerca a cada uno. Se disculpa. Intenta convencer. Jura. Promete. Pide perdón —y el voto— al Trescientos diez, al Ciento cincuenta y cinco, incluso al Treinta y ocho. Me llama a mí.

—Oye. —Me sigue, cojeando, por el pasillo—. ¡Siete Uno Siete! ¡Espera! ¡Espérate! Eh. ¡Por favor!

Me doy la vuelta y le miro a la cara.

—Lo siento de verdad. Soy un mierda. Aunque tú también; ¡mira lo que me has hecho! Son cosas que pasan, ¿verdad? ¡Estamos en un internado! Nos portamos como animales. Tú, yo… ¿En paz? —El Quinientos tres me tiende la mano.

Le sonrío.

Pero no se rinde, persigue al Novecientos, al Novecientos seis, al Ciento sesenta y tres, al Doscientos veinte… Todas las conversaciones giran alrededor de él. ¿Lo perdonamos?

—¿De verdad no le dejarán salir? —me susurra una vez el Trescientos diez.

—Se pudrirá aquí.

—Tiene voto también. Igual que nosotros. Nos puede dejar aquí a todos. A todos. ¿Te imaginas? Para siempre. Nos queda sólo un mes para salir.

—¿Quieres pasar toda la vida con él en la misma sección?

—¡Qué va! Yo no.

—¿Se te han olvidado las palizas que te dio? ¿Eh? ¿O acaso te gustó?

—Y una mierda. —El Trescientos diez frunce el ceño—. Pero entiéndelo… Nos podría… chantajear y esas cosas. Pero está pidiendo, rogando, humillándose…

—¡Ni aunque me la chupe!

Tema cerrado.

Dos semanas antes de los exámenes el Quinientos tres consigue convencer a la mayoría de los compañeros; le hablan de nuevo, le dejan comer en la mesa común. No se crece, obedece en todo al Trescientos diez, nuestro rey justo, a mí me dirige señas de humildad y recato.

—Perdónalo —me dice el Novecientos seis—. Anda.

—¡Que te jodan! —Le quito la mano de mi hombro—. ¿A ti también te ha comprado?

—Lo digo por ti. Eres mi amigo. Sentirás alivio.

—Me voy a sentir mejor cuando esté muerto y podrido, ¿vale? ¡Es una pena que no nos lo hayamos cargado del todo!

Ir a la siguiente página

Report Page