Futu.re

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XXVI. Annelie

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—¡Trae, dámelo! —Lo cojo; no pesa nada, tiene la cabeza más pequeña que un puño mío, me cabe entero en un antebrazo—. ¡Una niña! —Se la enseño a Annelie; pero no se entera de nada.

No para de respirar; el bebé chilla, necesito que alguien se lo lleve. Annelie está pálida, el sudor le chorrea por la frente, alguien me quita a la niña sin nombre y se la lleva. ¿Tal vez el santo padre? Ahora Annelie me necesita.

—¿Ves? Uno ya está fuera. ¡Un empujoncito más y se terminó!

El padre André no se corta y mira justo ahí —a mi mujer— y dice: «¡Está mal colocado!».

—¡¿Qué quieres decir con eso?!

—El otro está con las piernas por delante. No lo podremos sacar.

—¡Podremos! ¡Saldrá solo!

Annelie llora, el pecho se le agita con fuerza, el corazón late como si estuviera remolcando un vagón cargado de mercancía, como si hubiera subido caminando a la milésima planta de una torre. El segundo bebé no termina de salir, alguien se pone a ayudar. Annelie, con la mirada perdida, dice: «Yan, Yan, Yan, quédate conmigo un rato, tengo miedo, Yan…».

Le vuelvo a coger las manos temblorosas, crispadas, y le cuento mi sueño: que paseábamos por Barcelona, ese circo demoníaco, vivo y aromático, que nos quedábamos mirando el horizonte vacío, que zampábamos gambas fritas; que el cielo sobre nuestras cabezas no tenía fondo y el mar estaba lleno de lanchas de pescadores, y bajo nuestros pies hervían de gente las Ramblas, aún despiertas, con sus malabaristas, bailarinas, parrillas asando chuminadas de todo tipo, con sus procesiones carnavalescas chinas, hindúes y su curry mezclado con los sueños de regresar a la tierra donde se encuentra el templo sagrado; viviremos allí, con ellos, en esa ciudad, nos bañaremos en el mar y bailaremos en las calles, y tomaremos el sol en los tejados de las casas ajenas, ¿por qué demonios tenemos que comportarnos, si todavía no tenemos ni treinta años?

Hablo, susurro, río, lloro, le acaricio las manos, la frente, el vientre… y ni siquiera me doy cuenta de que me deja de escuchar, de oír, de que se queda inmóvil. El primero en notarlo es el santo padre; me aparta de un empujón, me desplomo de bruces sobre el suelo, me levanto para pelear, y me grita: «¡No respira! ¡Cretino! ¿En qué has estado pensando?». Le escucho el corazón: silencio. En la barriga tampoco se oye nada.

—Pero ¡¿cómo?! ¡No puede ser! ¡¿Por qué?!

—¡El corazón! ¡Se le ha parado el corazón! ¡Hay que hacer algo con el bebé! ¡Un cuchillo! ¡Traedme un cuchillo!

—¡No! ¡No! ¡No dejaré que la cortes! ¡Está viva! ¡Escucha mejor! ¡Sigue latiendo! ¡Flojo, pero late!

Una de las parteras trae un espejo y lo pone delante de los labios azules de Annelie; pero no hay niebla, no hay rocío, no hay vida.

—¡Quita! ¡Quita, zorra! —Sujeto el espejo con mi propia mano; nada.

El padre André le quiere cortar el vientre, pero no sabe cómo. Yo tampoco lo sé. Nos da miedo hacerle daño al bebé, que está quieto, ha dejado de moverse, mientras nosotros nos pegábamos voces.

Después, cuando ya me doy la vuelta, lo logran sacar. Es un niño. Está muerto.

—Ha sido el corazón. Se le ha parado el corazón —me balbucea al oído el santo padre—. Aquí no hay médicos. Sin ellos no habríamos podido hacer nada de todos modos.

Le encajo un puñetazo a ciegas, me quedo mirando a mi mujer, a Annelie, destripada, pringada, vaciada. Me arrodillo a su lado, le quito el pelo de la frente, le enderezo la cabeza —pesada como un proyectil y espeluznantemente dócil—. Le susurro en el oído lo que no decía en voz alta: «Te quiero. No, por favor. Te quiero. Acabo de encontrarte. No te quiero perder». La beso en la boca: ha bajado la fiebre, sus labios están ateridos, parecen inhumanos. Le toco el pecho: es gelatina fría, el sudor se está secando.

No entiendo.

¿Es ella? ¿Es ella o una muñeca extraña?

—Dios se ha llevado su alma.

—¡Callaos! ¡Callaos, bestias!

Alguien corta el cordón umbilical del muerto, envuelve el cuerpecillo morado y enroscado en un trapo, otro le tapa a Annelie la cara con una sábana.

—¡No! ¡Esperad! —grito—. ¡Esperad! Quiero verla un poquito más.

—¡Ella tiene que comer! —suena junto a mi oído.

—¿Ella? —Me doy la vuelta, irreflexivo y lloroso.

—¡La niña tiene hambre! ¡Una ha nacido viva, por si no lo sabías!

—¿Sí?

—¡Yo le doy el pecho! —gritan al lado—. ¡Tengo bastante leche!

—Toma, toma, dale una calada. —Me pasan un canuto—. Una calada y te sentirás mejor.

Estiro los labios y me meten el pitillo por el agujero, obedezco la orden y aspiro, tragando el humo con olor a pino; el local se deforma, las paredes se ondulan, las facciones de Annelie se relajan, ya no le duele, yo también me tranquilizo, también cierro los ojos.

¿Por qué es más fácil ser sincero con los muertos?

No lo sé. Aquí no sabemos nada sobre los muertos, nada de nada.

Paso toda la noche a su lado. No me atrevo a tumbarme en el colchón, me quedo sentado en la silla. Mañana por la mañana habrá que hacer algo con el cuerpo, dice el santo padre. ¿De qué cuerpo está hablando? Me da igual.

Annelie ha dejado por aquí cerca un bebé, que, según ella, también es mío; pero no quiero verlo, me da miedo que se me rompa. ¿Quién tiene la culpa de su muerte? ¿Yo? ¿La niña? ¿El niño? ¿Las parteras torpes? ¿De quién me tengo que vengar?

Le quito la sábana de la cara.

Miro: no, no es Annelie. Pero ¿dónde está?

Por encima de la mampara, subido a una silla, me está espiando el vecinito Georg.

Paso una noche insomne, sumido en una extraña embriaguez; a veces me parece que ella me mira, que tiene los ojos abiertos y que le brillan las pupilas, y también me da la impresión de que mueve los labios, pero no puedo oír las palabras. Le quedó algo por decir, pienso entre alucinaciones. Le quedaba tanto por decir.

Por la mañana nos rodean todos los habitantes de la casa okupada, una veintena de personas. Aquí hay otros dos hombres, los demás son mujeres y niños.

—Me gustaría celebrar una misa de cuerpo presente —dice con cautela el padre André.

—¡Oye, tú! —De un salto me planto a su lado y lo agarro por el cuello—. ¡Es por tu culpa! ¡¿Por qué no la han ayudado tus cruces, eh?! ¡¿Y de qué sirven ahora?! Ni la toques, ¿me oyes? ¡Que ni se te ocurra!

Lo empujo y se aparta a rastras. Alguien más continúa su sermón:

—Según la costumbre cristiana, el difunto debe ser enterrado. Pero aquí no hay dónde. No hay tierra.

No hay tierra en Europa, sólo hormigón y compuestos, y todas las plantas chapotean en un líquido nutritivo. ¿Qué hacer, pues?

—En el nivel doscientos cinco hay unas trituradoras para la basura —recuerdan otros.

Trituradoras. Quemar significaría despilfarrar energía y materia prima. La única salida para los que se mueren aquí es ser triturados y convertidos en fertilizantes.

Así que trituradora.

No quiero. ¿Qué hago?

Todos acabaremos ahí, tarde o temprano.

«Intenté salvarte de ella, Annelie, pero sólo he estado aplazando este día. Te he asegurado nueve meses de prórroga, pero todo termina igual que entonces».

—Vale —concluyo; alguien decide por mí.

Unas tipas intentan enseñarme a mi hija —«¡Mira qué chiquitina!»—, que, envuelta en un trapo y agarrada a un esmirriado pecho ajeno, parece un bolo.

—Sí, sí.

No me siento capaz de acercarme.

Entre cuatro, sacamos a Annelie sobre unas sábanas plegadas; las mujeres la han colocado de tal forma que sólo se le vea la cara. Al niño muerto se lo han puesto encima del vientre y lo han envuelto, lo han escondido. Yo voy delante, a mi derecha camina el padre André —no quiero verlo—, nos siguen otros dos hombres. Atravesamos la nave llena de chicha descerebrada y burbujeante, la luz manchada de linfa baila sobre la frente de mi mujer.

Continuamos por el pasillo, los cíclopes invidentes nos vienen de frente, amenazando con aplastarnos en un abrir y cerrar de ojos, en algún lugar, detrás de las paredes, se mueven y respiran unas máquinas potentes, tallan, moldean, ensamblan, fabrican. La vida sigue.

Entramos en el ascensor gigantesco, bajamos en compañía de unos robots indiferentes, llegamos al nivel adecuado. Aquí está la planta de reciclaje de materia orgánica. Me siento como en casa: conozco todos estos artilugios. A hurtadillas, mientras los basureros hurgan en la otra esquina, buscamos un sarcófago desocupado.

El santo padre la santigua a escondidas, moviendo la boquita… Pero estoy ocupado. Le digo a Annelie: «Hasta la vista». Él, mientras tanto, andorrea por la nave y vuelve con flores. Unas flores marchitas de color amarillo.

Le ponemos el ramillete en el pecho y bajamos la tapa pesada y transparente.

Luego me voy corriendo, cobarde, flojo.

Me da miedo recordar cómo se convierte en polvo. Tampoco quiero recordar a la Annelie de ayer. La conservaré tal como la vi en Barcelona. En los bulevares, en el paseo marítimo. Sonriente, furiosa, viva. ¿Qué hago con una muerta? ¿Cómo voy a arrastrarla por todas partes?

Salgo al pasillo, me pongo en cuclillas. Unos extraños se quedan observando cómo la trituradora muele las piernas y los brazos de Annelie.

—¿Dónde está? —le pregunto al padre André a la vuelta, mientras cruzamos la nave de las bañeras con carne.

—¿De qué me habla? —Se detiene.

—Lo que llevábamos en la sábana… no era ella. Lo que he estado acompañando durante la noche tampoco es ella. No es Annelie. Lo que hemos echado en la trituradora… ¿Acaso es ella? ¿Dónde está entonces? La persona. ¿Dónde se ha metido?

Los otros dos se van con sus mujeres e hijos.

El padre André no se esfuerza en responder.

—¿Dónde acabará?

Levanta un brazo, señalando con un amplio gesto hacia las filas de dornajos, hacia los escuadrones de enormes bultos rojos. Unos trozos de carne, musculatura atrofiada de un ser inexistente, apenas se mantienen a flote, absorbiendo agua y expeliendo gases. No sienten nada, no piensan en nada, no tienen prisa, ni miedo, ni tendones, ni nervios. El aire está impregnado de una espesa y omnipresente exhalación carnal.

—Dímelo.

—¿Yo qué sé? —Agita la cabeza—. Seguro que la trincharán, la asarán y se la zamparán, luego harán de vientre y se limpiarán.

—¡Que te jodan! —Lo agarro de la pechera—. ¡Cabrón! ¿Me quieres decir que mi Annelie no es más que carne?

Me da un empellón y se suelta.

—Quédate aquí —me ordena—. ¡Quédate aquí y fíjate en ellos! E intenta adivinar dónde está. Si no ves ninguna diferencia entre ellos y una persona, entre ellos y una chiquilla que te quería, que amaba a la vida, que te ha dado una hija, si no lo ves… pues lárgate de aquí. No voy a dejar que te lleves al bebé.

Se gira sobre los talones, barre el suelo con la sotana y se marcha a paso ligero.

«No puede ser que seamos iguales», pienso. Todo esto no es más que carroña, no tiene alma, no tiene nada más que células, nada más que moléculas, nada más que reacciones químicas. Si somos así, ¿cómo me voy a encontrar con Annelie?

De alguno de los recónditos rincones sale rugiendo una pala descomunal, escoge un trozo de chicha y, con un movimiento nefasto, como el sino, lo agarra y lo extrae de la bañera-placenta, de ese remanso acogedor, y se lo lleva hacia la nada, como las garras de una águila gigantesca, como la muerte.

Así no me gusta.

Me miro las manos, llenas de manchas de pigmentación.

No puede ser que todo acabe de esta forma, tan fácilmente.

Escondo las manos en los bolsillos y voy a donde está la gente, más rápido, más rápido, hasta echar a correr. Con el rabillo del ojo veo cómo uno de los bultos se estira, intenta salir, pero, al no conseguir nada, se escurre hasta el fondo y se vuelve a relajar.

—¡Así no puede ser! —digo jadeando y agarro al santo padre de la manga—. ¡No me lo creo!

—Yo tampoco —asiente—. ¿Y quién sabe cómo es en realidad?

Resulta que él tampoco entiende nada.

¿Qué hago entonces? ¿A quién acudo?

—Enséñemelo. Quiero ver a mi hijo.

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