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Primera parte. Parecía un buen plan » 7. Alguien muy cabreado

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Alguien muy cabreado

Salcedo estaba consumido por el odio. Las noticias desde España eran escasas y nada aturde más que no saber lo que uno espera con impaciencia. Y más cuando eres un rey. O al menos eso se consideraba el gran capo. En cuanto al nivel de vida, no se debía de diferenciar en mucho de los reyes de las monarquías europeas. Otra cosa eran las obligaciones inherentes a su cargo. Él no solo visitaba las zonas de su país, donde era recibido con pleitesía exagerada. A diferencia de los reyes europeos, él sí impartía justicia.

Su justicia.

No había heredado su poder por vía de la sangre. O al menos no igual que lo heredan en esas ricas monarquías, aunque aquí la sangre también estaba muy presente. El poder de Salcedo se regía por saber suministrar el miedo. Grandes cantidades de ese miedo que hace sucumbir al débil. Los capos como él no se crían en mansiones ni en palacios. Se crían en barracas malolientes y sucias que no dejan de recordarle la desgracia de su niñez.

El gran capo estaba furioso y contaba con una larga lista de súbditos a los que atormentar. En su misma casa vivían casi doce personas, que venían a ser como una especie de criados a los que explotaba en todas sus variantes. Estos vivían intentando tener el mínimo contacto con él. Su fama era legendaria. Y como todo en él, su alegría y su ira lo eran en sus extremos. Era el más despiadado, pero también sabía recompensar a quien le servía bien. Salcedo era un hombre de palabra y esa fama también era bien conocida. Siempre pagaba, y muy bien, a quien tocaba o a quien se le prometía. Esa fama viene muy bien para comprar políticos, jueces y policías. Ese era Salcedo, y ahora alguien había atentado contra su sangre.

Nadie mata a la familia y sale de rositas. Ese es un signo de debilidad que la gente como él no puede dejar pasar, porque si no en breve alguien se atrevería a atentar contra algún otro familiar más cercano. Luego lo harían en su propio país y, finalmente, un día alguien lo vendería a los policías honrados que aún había en Colombia, o peor aún, quizá un día se encontraría con un tiro en la nuca.

Nada raro.

Él llegó así a la cima.

Sentado en su sofá de piel de cebra, miraba la televisión en una pantalla de una desproporción digna de él. Las noticias no daban nada que le interesara y cambiaba de canal como si no fuera con él. Su hija de cuatro años jugaba con su muñeca y cantaba canciones infantiles alegremente. Él la miró con aquellos ojos achinados que curiosamente su hija no había heredado. Pareció que por un momento encontró algo de paz en la ira que aguardaba en su interior.

—¡Luisa Fernanda! —gritó.

Una mujer de unos cincuenta años, con cofia y vestido de sirvienta, apareció casi a la carrera por la puerta.

—Llévese a Mariela, por Dios. Que juegue en su habitación, que para eso tiene allí miles de juguetes.

—Sí, señor. Enseguida.

Se acercó a la niña, que sonrió al verla. Aquella buena señora era lo más parecido a una madre, puesto que la suya tuvo la infeliz idea de encariñarse con su entrenador personal. Ahora los dos vivían juntos en una plaza del cementerio que él mismo había hecho construir al final de unos terrenos cercanos a su mansión. Los hizo enterrar juntos. Y vivos.

—Vamos, Mariela. Que le enseñaré otra canción —le dijo mientras la recogía del suelo y ella se agarraba al cuello sin dejar de soltar la muñeca.

—¡Bien! —gritó la niña—. Adiós, papá.

Salcedo miró a su hija e intentó fabricar una sonrisa que quedó en una mueca pero que contentó a la pequeña.

Cuando hubo salido, cogió su móvil y marcó un número de la agenda.

—Soy Salcedo.

—Dígame, patrón —contestó una voz ronca.

—En un par de días creo que podré saber quién es el responsable de lo de mi prima. Dile al Hielo que se prepare. Cómprale un billete en primera para España, pero antes dile que se pase por aquí. Esta vez quiero algo especial.

—Sí, patrón. Como mande.

Colgó el teléfono, sacó un revólver con la empuñadura de oro y disparó al televisor, que de inmediato dejó de emitir imágenes. En la casa no se movió un alma.

—¡Carlos Alfredo! —gritó.

Un hombre con aspecto de mariachi apareció por la puerta con la mirada al suelo y se quedó en el marco esperando una señal para saber qué hacer.

—No te quedes ahí pasmado, man.

El hombre entró y se acercó al sofá, donde Salcedo seguía sentado como si nada con su revólver en la mano.

—Que me traigan otra tele.

—Sí, señor.

—Y la quiero más grande.

—Sí, sí, así se hará.

Aquel pobre hombre a la sombra de Salcedo sabía perfectamente que le había tocado vivir una vida de peón, pero cuando vives en la más auténtica pobreza no te queda más remedio que agarrarte a un clavo ardiendo. Mientras los disparos se los llevara el televisor no estarían en su cuerpo.

En aquella casa reinaba lo que Salcedo sabía manejar mejor.

El miedo.

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