Ful

Ful


Segunda parte. El plan » 27. Escrito en sangre

Página 31 de 69

27

Escrito en sangre

En la comisaría de los Mossos de Lleida, a las diez de la mañana ya estaba reunido el equipo de investigadores. Habían acabado tarde el día anterior, pero para ellos no había horarios de trabajo cuando andaban tras la pista de unos asesinos que habían puesto patas arriba una ciudad que no suele tener demasiados homicidios.

El forense había determinado que era muy difícil que una sola persona hubiera cometido las dos muertes, pero no imposible. El móvil estaba claro desde el inicio. Una transacción de drogas que había salido mal o un atraco a un traficante.

Alfredo Pujol, que había estado destinado en Barcelona, sabía que allí era bastante más habitual que en Lleida. En la zona metropolitana hay algunos grupos relacionados con los grandes clubs de fútbol que se dedican a extorsionar a pequeños traficantes y también a robarles, además, con una violencia desmedida.

Él, desde la comisaría de Sant Martí, había investigado y detenido a varios integrantes de aquellos grupos. Siempre recordaba uno que cayó justo después de cortarle los dedos a un traficante que no colaboraba lo suficiente. Por ese motivo no era descartable que algunos de aquellos descerebrados hubieran conducido hasta Lleida para pegar un buen palo. Y una vez aquí, eran bien capaces de matarlos si hacía falta. Y quizá se les había ido de las manos.

Seguían aún sin saber hacia dónde mirar, pero aquella intervención telefónica que Lourdes había interceptado en otro caso de drogas había arrojado algo de luz. El camello, que estaba seguro de que colaborando lo íbamos a soltar, había dicho, fuera de declaración oficial y negándose a firmar nada, que la chica era la prima de Salcedo.

Joder, de Salcedo. Ni haciendo equipo conjunto internacional con la Policía Nacional, ni con la Guardia Civil ni con la Interpol se le podía meter mano. Aquel capo era intocable desde nuestras fronteras. Y eso le permitía hacer cuanto quisiera a distancia. Godofredo estaba cagado y no era por nosotros. En este país, la policía no da miedo a los delincuentes, y menos a los que vienen de países donde la misma policía puede hacer desaparecer a cuarenta y tres estudiantes. Sí, estudiantes, no miembros de un cártel. ¿Cómo nos iban a temer? Sin embargo, algo buscaba Godofredo en su confesión secreta. A la primera de cambio, nos había confiado sus miedos. Se decía que Salcedo había enviado aquí a un limpiador o terminador, no se aclaraba en los términos. Fuera como fuere, un asesino estaba llegando a España, si no lo había hecho ya, para encargarse de quien hubiera liquidado a la prima. Joder con la prima. ¿Qué hacía allí?

Los de estupas estaban seguros de que si ella era prima del capo del cártel tenía que tener relación con Carlos Alfonso Gómez, que era sin duda el delegado en Lleida para el tráfico de coca procedente de Colombia. Si su cadáver aparecía en breve terminarían las dudas, pero como la policía no puede esperar acontecimientos… No sabían dónde vivía realmente, pero ya habían podido pincharle el teléfono que les había facilitado Godofredo. Al menos uno de ellos. Se rumoreaba que tenía cinco. Es muy complicado llegar a tenerlos todos, pero por algo se empieza y encima la cosa había dado frutos de inmediato. Y unos frutos amargos.

Una conversación revelaba que, según un policía que tenía en nómina, los que se habían hecho con la droga eran unos moros de fuera de Lleida. Por desgracia no revelaba quién era el policía. Pero esa sola información los iba a obligar a trabajar muy en secreto. Incluso entre sus propios compañeros.

La gente se cree que por pinchar un teléfono ya tienes toda la información, pero la realidad es que se habla bastante menos que en persona, y los traficantes aún menos. Si consigues un diez por ciento de la información puedes estar contento, pero menos es nada. Ahora el grupo de Pujol tenía algo más importante que saber antes de seguir. ¿Cómo sabían los traficantes que detrás estaban moros de fuera y ellos no?

—Bien, las cosas están como sabéis, muy jodidas. La información de que son moros los que están detrás sale de algún lugar, aunque no dice de dónde, pero quiero pensar que no es de nosotros —dijo Pujol.

En aquella pequeña sala donde se practican las intervenciones estaban reunidos los agentes del grupo de homicidios y los de estupas, que no parecían tener la mejor de las relaciones.

—De nosotros no ha salido, te doy mi palabra —dijo el caporal López, jefe del grupo contra la salud pública.

El subinspector Rodríguez se lo miraba sin intervenir. Confiaba en Pujol, pero la cosa se estaba haciendo muy gorda y su sargento de confianza estaba fuera de viaje.

—No acuso a nadie, pero hemos de saber de dónde sale. Si no, ¿cómo vamos a avanzar? Ya vamos detrás de ellos. Si empiezan a aparecer cadáveres nos cortan el cuello a nosotros. Ya sabéis cómo nos trata la opinión pública —resolvió Pujol con la vista puesta en su jefe.

—Mira, Pujol —se defendió López—, si eso no ha salido de los pinchazos, quien lo haya sabido lo ha sacado de la calle. Confidentes. Los traficantes también son muy eficaces y además ellos sí pagan por la información. Lo pueden hacer con especias. A eso no se resiste ningún consumidor.

—Pues casi que os mováis, y lo digo con todo el cariño. Necesitamos esa información. Si es de confidentes, el topo o el hijo de puta que pasa información puede pertenecer a cualquier cuerpo policial —replicó el caporal Pujol algo disgustado.

—No te preocupes, una vez entre rejas Godofredo estamos sin casos y la prioridad —dijo López mirando a Rodríguez— es esto.

—Está bien, nosotros también seguiremos con nuestras fuentes. Toca callejear.

—Sí, pero mirad sobre todo de no dar más información de la que recibís —acabó diciendo López.

—¿A qué viene eso? —preguntó, enojado, Pujol.

—A nada. —Se levantó y con ese gesto los cuatro agentes de su grupo presentes en la reunión hicieron lo mismo.

Pujol se quedó allí con sus tres agentes y Lourdes, que esperaba con impaciencia que acabara la reunión y la dejaran trabajar. No en vano aquella era su zona de trabajo y cuando uno se dedica a escuchar las conversaciones de los demás se acostumbra a trabajar en soledad.

Alfredo Pujol se fue a su mesa y se sentó pensativo. Si querían atrapar al asesino de Bakary y la prima, y además adelantarse al terminador de Salcedo, tenían que actuar deprisa.

La cosa estaba jodida.

Ir a la siguiente página

Report Page