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Segunda parte. El plan » 37. Hay que subir las apuestas

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Hay que subir las apuestas

Carlos Alfonso Gómez esperaba una llamada como el agricultor espera lluvia después de una larga sequía. El contacto en la pasma le tenía que pasar un nombre y por aquella información le iba a dar una buena pasta, pero nada comparado con el precio que había puesto a la cabeza de los que habían matado a la prima de Salcedo.

De momento, y gracias a las fotos que habían salido de aquel teléfono, tenían a dos objetivos, por lo que él iba a soltar cien mil euros por cada uno de ellos. El Hielo los quería vivos, pero si no podía ser se iba a conformar con los cadáveres. Eso tenía que contentar a Salcedo.

Lo de Terrassa había salido en la tele, y cuando vio de qué era capaz el Hielo no dudó en aumentar la recompensa. Y su primo regresó de allí silbando. La madre que parió a aquel huevón. ¿Cómo podía ser que fuera capaz de no ver que el tipo al que llevaba de un lado para otro era la encarnación de la misma muerte? Solo le faltaba ir por ahí con una guadaña.

Mientras esperaba la llamada tuvo un pensamiento que le dio un escalofrío. ¿Y si aquellos dos hijos de la gran puta que buscaba hubieran ido a hacer el intercambio en un coche robado? Porque ¿qué gilipollas se va a hacer una transacción como aquella con su propio coche?

Si habían sido precavidos, la cosa se iba a complicar, porque de unas fotos oscuras difícilmente se podía sacar una identificación. Observándolas bien, se podía deducir que solo podrían saber si el que salía en la foto era uno de ellos comparándolo con alguien en concreto. Si tenían que buscarlos por la calle, con solo aquellas formas en la oscuridad iban listos.

Como si avanzara en el fracaso, cogió una de las fotografías y la miró en busca de algo que pudiera aliviar la decepción que ahora su mente presagiaba. Se veía a un hombre que parecía ser blanco, pelo oscuro y una especie de tatuaje en un brazo que era imposible de reconocer. Solo se veía una mancha, en la ampliación. En otra de las fotografías se veía al segundo, que era más bien delgado, también blanco, algo más alto y con el pelo corto. Nadie iba a poder ponerle cara a las fotografías, eso también lo sabía el propio Wilfredo, pero si conseguía tenerlos delante, sí. Por eso, el plan se había reducido a saber quién era el propietario del coche e ir a verlo. Si el coche era robado, solo sabría la zona donde se habían hecho con él, y con eso tampoco podría garantizar encontrar a aquellos hijos de puta.

Entonces comprendió que los diez mil euros iniciales no eran lo que Salcedo hubiera esperado por tal agravio y se dio cuenta de que el Hielo tenía razón. Él era un enviado directo del gran jefe. Quién sabe si además eran amigos. Lo mejor era dejarse manejar y matar a los ladrones asesinos. Tenía que complacer a Wilfredo y pensó que lo estaba logrando. Pero la llamada tardaba y estaba de los nervios.

De repente, el teléfono emitió un pitido estridente y Carlos Alfonso se sobresaltó.

Lo cogió esperando lo peor, pero al abrirlo respiró con alivio. Su contacto no quería llamarlo, y le enviaba un mensaje de texto donde ponía un nombre y una dirección. A su amigo de la pasma no le había contado nada sobre la visita del Hielo y su misión, precisamente porque en realidad no eran amigos. Carlos Alfonso vio una oportunidad y el dinero hizo el resto. Pero cuando una relación, en cualquier contexto, se basa en el dinero, jamás revertirá en amistad. Esa era la realidad de aquellos negocios. Pensó que quizá era el momento de añadir jugadores a la partida y estaba en la obligación de llegar a todos los lugares donde fuera posible, porque de eso le dependía la vida. Era el momento del todo o nada. Así que finalmente escribió:

«¿Te interesa lo de la recompensa?».

«Sí».

«100 000 por entregar a los asesinos de la prima. Mejor vivos».

Después le envió aquellas dos fotografías. Al momento respondió el poli.

«¿Por todos?».

«100 000 por cabeza».

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