Ful

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Primera parte. Parecía un buen plan » 3. Los profesionales

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Los profesionales

Con la puerta abierta del conductor y la cabeza fuera, el Pelota no deja de vomitar. Hemos parado el coche en la subida que hay en el instituto Torre Vicens. Estamos haciendo la ruta hacia el barrio del Secà de Sant Pere y casi no ha tenido tiempo de abrir la puerta.

Una vez ha empezado este, Arturo lo ha secundado desde la puerta de atrás.

Observo a Jessica, que está a mi lado, y no sé si está a punto de romper a llorar o a gritar. Su cara, tan bella cuando tiene una preocupación, no es en este momento lo que me apetece ver. Solo pienso en llegar a casa y reflexionar. Y cuando haya hecho eso, realizar la llamada que no tengo más remedio que hacer. Hay que informar a James de que el asunto ha salido bien, pero que se ha complicado.

«¿Ha salido bien?».

«Pero ¿qué coño me pasa?».

Yo nunca había matado a nadie y supongo que me estoy haciendo a la idea de lo que hemos hecho. Pero ¿qué iba a hacer? Aquel puto negro había sacado un arma. No me había quedado opción.

Y… ¿Jose? Algo en mi interior me dice que, aunque lo que me apetece en este momento es pegarle un tiro por haber matado a la chica a sangre fría, también es evidente que, de no haberlo hecho, ahora nuestra situación sería mucho más jodida. Una testigo presencial de un homicidio en que el autor era yo. Casi le tenía que dar las gracias a aquel cabrón. Lo miro y tiene la vista en el horizonte. Nos conocemos desde pequeños, somos amigos desde los cuatro años y fuimos juntos al colegio hasta que ambos lo dejamos después de la EGB. La formación profesional no era para nosotros. Pero ¿qué era para nosotros? Los porros fueron mi clase durante dos años, hasta que en casa me dijeron basta y el mundo de los estudios se acabó para mí. Allí conocí a Arturo y no hacía mucho que había conocido a Jessica. Ese fue mi premio en mi época de estudiante. No aprobé ni una asignatura.

Encontré trabajo como pintor. No de los que hacen cuadros y se forran, no. Yo pintaba los pisos de los demás. Y locales, o lo que mi jefe dijera. Provengo de una familia humilde donde dos hermanos y una hermana, compartiendo habitación, vivían en un cuarto piso sin ascensor. De allí no se podía escapar de mi padre cuando este venía del bar, borracho.

Mi madre casi siempre se llevaba los peores golpes, pero había para todos. Mi hermana salió de casa en cuanto pudo mantenerse y no miró atrás. Allí nos quedamos mi madre, mi hermano pequeño y yo. Ella lo aguantó hasta que yo fui lo suficientemente mayor como para que le pudiera devolver las hostias a mi padre.

Fue un 7 de junio.

Mi padre llegó borracho del bar y, como siempre, buscó cualquier excusa para atizarle a mi madre. Y a nosotros si osábamos meternos en medio. Me llevé muchas hostias de niño y no hacía mucho tiempo que había llevado el brazo en cabestrillo por una luxación. Pero aquel día algo cambió. Ese día no pude, pero esperé mi oportunidad.

No tardó en llegar.

Mi madre cayó al suelo llorando y con la cara roja por un guantazo. Se dispuso a seguir y, mientras mi hermano pequeño miraba la escena horrorizado, cogí el palo de la escoba y se lo partí en la cabeza. Se partió en tres trozos, pero no lo derrumbó. Entonces ocurrió. Cerré el puño y con todas mis fuerzas le pegué el puñetazo más fuerte que he pegado en mi vida. Mi padre cayó al suelo redondo. Nunca más pegué a mi padre y creo que ese día se dio cuenta de que aquello que hacía cuando volvía del bar lo llevaba directamente al infierno. Y nos estaba arrastrando a nosotros con él. Allí se quedó, en el suelo, sin saber si levantarse, y yo de pie en un escenario de lágrimas y silencios rotos por las cadenas de la crueldad de los pobres. Las que los desgraciados como nosotros pocas veces podemos romper.

Aquel día, mi madre puso una expresión que yo jamás había visto. Casi como de paz. Ya tenía quien la defendiera y no iba a ser ella la que se llevara los golpes para evitar que nosotros sufriéramos la ira desmedida de mi padre alcohólico. Pareció que aquello era una liberación para ella. Ese día, mi madre decidió que ya había recibido bastante. Supongo que pensó que después de lo ocurrido yo me iba a llevar de casa a mi hermano pequeño y se iba a quedar ella hasta que un día la matara a golpes. Creo recordar que ese día la vi sonreír. No lo entendí bien.

Al día siguiente, mi madre se tiró por la ventana del cuarto piso.

Con el tiempo entendí que ella pensó que, una vez nos podíamos valer por nosotros mismos, su misión en este mundo de sufrimiento había terminado. Ese día, yo cumplía dieciocho años. Otra fecha para enmarcar en mi puta vida.

Con el tiempo, después de aquellos sucesos, mi existencia pareció mejorar. Empecé a trabajar y tuve un buen sueldo, que contrastaba con los amigos del barrio, que decidieron seguir estudiando. Muchos de ellos al menos lo intentaron, pero en esos años ochenta iba a llegar otra de esas modas que siempre se instalan en los lugares más marginales.

Eran los tiempos del caballo.

Tuve suerte, no caí. Muchos de mis amigos no tuvieron tanta. A veces parece que el destino de muchos de nosotros está escrito, como en esa peli, Destino final, cuando se dan cuenta de que haber perdido el avión solo retrasaba lo inevitable.

Si eres un desgraciado tienes pocas oportunidades de salir del agujero y ese destino maldito te acaba encontrando. Algunos sí lo lograron, tengo hasta algún buen amigo en la pasma. Bueno, en realidad solo conozco bien a uno que se metió en los Mossos. Uno que salió del mismo agujero que yo. Quizá también lo podía haber logrado, pero las prisas se apoderaron de mi vida. Aunque, pasados los años, sé que yo jamás me habría hecho poli. Puede que otra cosa sí, si la vida me hubiera dado otra oportunidad, pero cuando me la dio no supe qué hacer con ella. Cogí aquel curro que me permitía sacar la cabeza del agua y navegar fuera. Por primera vez surcaba estable las aguas de ese mar embravecido que es la vida, pero erré mi rumbo y zozobré en un lugar donde solo se veían rocas y no había faro que avistar. Y, como era previsible, naufragué. Y todo por un trabajo en un local que desgraciadamente cambió mi vida.

Observo la calle desde el asiento de atrás del coche y no oigo sirenas que se acerquen al barrio. Noto la presión que la pierna de Jessica ejerce sobre la mía. Atrás vamos tres y Arturo está en el otro extremo, ya recuperado de la vomitera. Jessica tiene una pierna sexi.

«No te despistes, Ful».

Tengo que pensar. Ahora tengo dos preocupaciones más importantes que mi pasado y necesito llegar a casa lo antes posible. El Pelota también ha dejado de vomitar y tiene los ojos rojos. Se ha pasado al asiento del acompañante y ahora es Jose quien conduce. Arturo no abre la boca.

Nos dejan en casa y les digo que no tenemos que vernos en dos días. Que si la policía los interroga, que sobre todo no declaren nada. Si nadie abre la boca siempre tienes opción, pero mientras pierdo de vista el Fiat Punto me viene a la cabeza que las preocupaciones se van a ampliar. No solo llevo conmigo una bolsa con dos kilos de droga, que además representa una prueba del homicidio. La droga es de alguien y necesito hablar con James, él nos montó el trabajo y debe saber de quién es.

Ahora, en algún lugar, hay unos narcos con dos kilos de coca menos.

Supongo que lo relevante en este momento es saber quiénes son los traficantes.

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